Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, como profesor universitario, autor de la Crítica de la razón literaria, dispone de forma abierta, libre y gratuita, de toda su actividad docente, académica e investigadora, en internet, con más de mil clases grabadas en su canal de YouTube.
Con el fallecimiento de Mario Vargas Llosa
el pasado 13 de abril, desaparece una de las últimas figuras más emblemáticas
del llamado boom literario hispanoamericano. La épica, el mito y la
leyenda han rodeado desde muy pronto a la mayor parte de los miembros de este
movimiento.
La obra literaria de todos y cada uno de
ellos nunca se ha interpretado al margen de fuertes intereses ideológicos,
políticos y económicos. La literatura, con frecuencia, se usa como un pretexto en
el que intervienen asuntos y negocios muy humanos, pero también muy ajenos a la
propia literatura. La Universidad, una estructura más en la administración de todo
tipo de poderes, no ha hecho tampoco nada original ni independiente en contra
de las corrientes dominantes. Más bien ha mostrado sumisión y hasta servilismo.
Vargas Llosa fue siempre un autor muy
políticamente correcto en todos los contextos: elegante, con clase,
perfectísimo, gentilhombre en París y gentlement superior a un
Borges en cualquier punto del imperio británico. Cuando en 2021 la Academia
Francesa le ofrece sentarse en uno de sus sitiales, poco menos que dio fe, y
casi razón, de la superioridad de la lengua y literatura galas frente a la
terruñera, popular y acaso plebeya lengua y literatura españolas. Literalmente,
dijo, según recoge el diario ABC, en su edición digital del 9 de febrero
de 2023: «La literatura francesa fue y sigue siendo la mejor». Cervantes, de
cuyo nombre no quiso acordarse, no existe para Vargas Llosa. Cosas del
contexto. El decoro siempre exige decir aquello que conviene decir en cada
situación, tiempo y lugar. Lo comprendemos. Pero no es lo mismo actuar como
Galileo, para salvar la vida, que hacerlo como alguien que, por quedar bien,
dice lo que sabe que no es verdad.
Ni lectores ni estudiantes de literatura
española encontrarán élites intelectuales en nuestro país que no antepongan la
supremacía de una cultura extranjera a la propia: la francesa (Pérez Reverte),
la inglesa (Javier Marías) o la alemana (Ortega y Gasset, cuya sombra sigue
siendo larguísima entre los búmeres). Se llama complejo no superado, o
pensamiento hipotecado por el mito del extranjero.
La falta de un pensamiento crítico original
hace que la mayor parte de la gente se olvide de toda la literatura española
anterior al siglo XVIII: Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope de Vega o Calderón
de la Barca, por citar sólo a los ases de una baraja de múltiples palos. Cervantes:
el autor más necesario en el siglo XXI, porque nos previene contra el idealismo
y los engaños. Pero es más fácil declarase inglés, francés o alemán que
interpretar a Cervantes. Es más fácil explotar el prejuicio que combatirlo.
Vargas Llosa optó por París y por Flaubert,
como Borges por Shakespeare y por Inglaterra. Gabriel García Márquez, que vivió
y escribió sin esos complejos galos ni anglicanos, fue artífice de la
literatura más original de Hispanoamérica, con una obra capital en la historia
literaria universal: Cien años de soledad, la epopeya contemporánea del
mundo hispánico. Márquez no necesitó disfrazarse de extranjero.
Por desgracia, estos autores se han
estudiado siempre desde el prisma de la ideología política con la que cada uno
de ellos se identificó. La política hace posible que alguien pueda volar más
alto de lo que permite la literatura. Las alas de la ideología son más grandes
y poderosas que las de la poesía. Escribir novelas no basta para llegar a
ciertos lugares. Es necesario algo más. El apoyo político resulta clave. Y
muchos escritores e intelectuales, seducidos por el poder, se han adherido a unas
u otras causas, que los han promocionado a cambio de utilizarlos como
estandartes. Neruda y Borges, Mario y Gabriel, y tantos más…
No pienso ahora en el liberalismo de Vargas
Llosa ni en el marxismo de García Márquez, sino en la obra literaria de uno y
otro escritor. No es fácil ser un escritor genial, pues si lo fuera, cualquiera
podría convertirse en un genio del arte y la literatura. La genialidad
literaria consiste en crear formas nuevas e insólitas en la literatura, y en
hacerlo, además, creando también contenidos inéditos, no tratados antes por
nadie.
La genialidad exige esta doble originalidad:
descubrir un tema nunca tratado antes y contarlo de una forma totalmente nueva.
Márquez fue un genio; Llosa, no. No ser genial no resta méritos, simplemente no
te sitúa en la cima. Otros están por delante de ti. Si realmente limitáramos la
historia de la literatura a la historia de las obras geniales de la literatura,
la lista quedaría reducida a un 10% de lo que conocemos. Y en ese porcentaje, a
mi juicio, no estaría Mario Vargas Llosa.
Sus obras son valiosas, ilustran un capítulo
de la historia literaria de Hispanoamérica y poseen un gran valor ideológico,
político y social. Punto. No es poco. Pero la genialidad es una exigencia mayor
en materia literaria. Sus más grandes obras, La ciudad y los perros, Conversación
en La Catedral y La guerra del fin del mundo, son intentos de
alcanzar una originalidad que finalmente no se consigue. Son buenas novelas,
pero no son novelas geniales. No marcan ni un antes ni un después.
Otras obras, como por ejemplo ¿Quién mató
a Palomino Molero?, son, simplemente un ejemplo frustrante de cómo imitar
novelas clave como Crónica de una muerte anunciada.
Si leemos su obra ensayística, la pobreza es
mayor. Son frases hermosas y elegantes, bonitas y seductoras, pero vacuas. Sus
páginas sobre Flaubert nos hablan de Vargas Llosa, pero no de Flaubert. Con la
excepción de un Gonzalo Torrente Ballester, un auténtico genio de la literatura
y del ensayo, los literatos son muy malos críticos de literatura. Saben escribir
literatura, pero no saben interpretarla. Torrente es la mayor excepción que
conozco.
Mario fue un buen escritor. Esa es la
realidad. Si quieren creer en los mitos, no es asunto mío desilusionarles. Pero
yo interpreto literatura, y en la realidad de la literatura están el buen
escritor y el genio. Los mitos forman parte de las creencias y de las emociones
imaginarias que cada uno necesite para su personal bienestar. Y la prosperidad del
mercado: el mito es un cebo mercantil. La ciencia literaria no construye mitos:
los descarta.
Y una cosa más, y muy importante: tengan en
cuenta que el éxito de muchas obras literarias se debe a que la mayor parte de
las personas inteligentes no las han leído nunca. Ni las leerán. Perdón por
pensar en Borges. Y en don Mario, también.
Con motivo de la publicación del libro
titulado Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, en la editorial
HarperCollins, pongo a disposición, tanto de los lectores de la obra impresa
como de los oyentes del audiolibro, el siguiente autorretrato, en el
que, en formato audio, respondo de forma abierta y clara a las preguntas y
cuestiones que me han hecho llegar.
Estas palabras han de entenderse como lo que
son, un autorretrato que sirve de preludio o introducción a la lectura de este
libro, Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, pues en realidad
yo soy un total desconocido para casi todos mis oyentes y lectores, aunque la mayor
parte de la gente crea lo contrario, algunos finjan conocerme ante terceros o
no falte quien imagine haber pretendido lo imposible. La apariencia no es la
realidad, salvo para el mundo anglosajón, que prefiere el espejismo al oasis y
la mentira al desengaño.
Con inevitable frecuencia es fácil confundir
al personaje que habla en un vídeo, o al autor de una obra académica y
científica, con la persona real que da cuerpo a ese personaje, y que no siempre
se corresponde con él, a pesar de todas las apariencias posibles, reales e
imaginadas por los espectadores. Comúnmente la gente se hace una idea muy equivocada
de la persona real, y adquiere de ella una imagen que nada tiene que ver con esa
realidad genuina y con frecuencia invisible. Es muy fácil confundir realidad y
apariencia, y habitualmente, como es bien sabido, toda apariencia tiende al
engaño. Es conveniente disociar algunos aspectos, muy importantes, entre
persona y personaje, es decir, entre la realidad del que habla y las ficciones
que mediáticamente, a veces también mítica o hasta legendariamente, estimulan
la imaginación, idealista y errada, de unos y otros.
Algunas personas me preguntan, con cierta
insistencia, quién soy yo, cuál es mi ideología, por qué digo esto o aquello,
qué obras literarias prefiero o recomiendo, si soy partidario del aborto o de
los abortos ―el plural aquí no es lo mismo que el singular―, a quién voto en
unas elecciones o qué objetivos políticos tengo, qué sistema educativo
considero mejor para la educación de los listos o de los tontos, o,
simplemente, me preguntan por qué no respondo a sus mensajes.
Me hacen, en suma, inquisiciones personales.
A fin de responder de forma discretamente
definitiva a estas y otras cuestiones, expongo aquí, con fines disuasorios, una
suerte de autorretrato, introducción a una serie de pensamientos aforismáticos
y obras escritas en las que se sintetiza y objetiva mi filosofía de la vida,
una filosofía de la que muchas personas se han hecho eco en internet y otros
medios, a partir de mi obra impresa y de mis vídeos en YouTube.
Debo decir que la mejor forma de encontrar
una respuesta a cualquier pregunta sobre mí es leer mi obra, directamente y sin
intermediarios, e interpretarla ―en su contexto― con la debida atención.
Leerla, sobre todo, sin patologías previas. A las patologías, comúnmente
se las llama prejuicios.
Un hecho ha de quedar claro desde el
comienzo, y para siempre: yo no hablo en nombre de ninguna ideología, ni de
ninguna religión, ni de ninguna filosofía. Yo sólo hablo en nombre de los
conocimientos de que dispongo. Tampoco hablo para gustar, ni para disgustar.
Hablo y escribo, simplemente, para exponer un sistema de ideas, relacionadas
siempre de un modo u otro con la literatura.
En mi vida, hasta este momento, he escrito esencialmente
tres libros. En primer lugar, Crítica de
la razón literaria, cuya primera edición es de 2017 y cuya décima y
definitiva edición es de 2022. En segundo lugar, Ensayo sobre el fracaso
histórico de la democracia en el siglo XXI, cuya primera edición es de 2020
y cuya tercera y definitiva edición es de 2024. En tercer lugar, he publicado
el libro que aquí y ahora presentamos: Una filosofía para sobrevivir en el
siglo XXI. El primer libro se refiere a la literatura; el segundo, a la
política; y el tercero, a mi público, es decir, a ti. También he difundido mi
actividad docente de forma abierta y gratuita en más de mil ―y pico― vídeos, y
he publicado unos cuantos artículos, opúsculos y ensayos. Mi primer artículo en
la prensa lo publiqué con 16 años de edad, en el diario La Nueva España,
de Oviedo. Desde entonces no he dejado de escribir y publicar en diferentes
medios de comunicación.
El primero de estos libros, que titulé Crítica de la razón literaria. Una Teoría de
la Literatura científica, crítica y dialéctica, constituye un método
original y propio de interpretación literaria, cuyo objetivo, entre otros, ha
sido el de sacar a la literatura del cubo de la basura en que la han metido las
universidades actuales. En ese libro hablo de lo que sobre literatura no me
enseñaron en la Universidad. Necesité sólo 20 tomos, exactamente 7.198 páginas.
Escribirlo me llevó poco más de 20 años. Mis colegas lo han conocido por sus
hijos y alumnos. Los más viejos de ellos lo han ignorado por completo. Es una
obra que no pueden permitirse. Ni reconocer. Se sienten desautorizados y en
evidencia. Tantos años en esto, para darse cuenta al final de que no han hecho
más que repetir en español lo que otros dijeron antes en francés, inglés o
alemán. Acaso también en ruso. Los más jóvenes, sin embargo, han convertido
esta obra en su libro de cabecera. Algo tendrá el agua ―dicen― cuando la
bendicen. Sea como fuere, la Crítica de
la razón literaria ―y así lo ha advertido más de un lector― se ha
adelantado a toda una generación de lectores, y se ha saltado directamente a
los más viejos avechuchos para instalarse entre los más jóvenes e interesados
milenaristas.
El segundo libro, para el que fueron
suficientes unas semanas, lo titulé Ensayo sobre el fracaso histórico de la
democracia en el siglo XXI. La posmodernidad democrática como medio de
destrucción de la libertad y del Estado moderno. Este escrito habla de tres
hechos terribles y, pese a todo, muy atractivos, entre otros francamente
inconfesables, que, en el siglo XXI, determinarán de modo irreversible la vida
de todos y cada uno de nosotros, y de nuestros descendientes: el fracaso de la
democracia y la destrucción del Estado moderno, el triunfo de la barbarie y la
ignorancia violenta, y la deshumanización digital del ser humano, ejecutada a
través de internet y sus múltiples redes arácnidas, inteligencia artificial
incluida.
El tercer libro, Una filosofía para
sobrevivir en el siglo XXI, del que este autorretrato es una introducción,
ha sido una exigencia de los dos primeros y una consecuencia de la difusión de
mi obra académica y científica, así como de mi labor docente, visible a través
de múltiples medios de comunicación audiovisual, en particular a través de
YouTube.
Se sintetiza aquí una filosofía de la vida,
la mía propia, que expongo en este ensayo, por si puede ser de interés para
lectores, oyentes y espectadores. No es un libro de autoayuda, sino todo lo
contrario: es un libro de desengaño y de crítica feroz contra quienes no tienen
nada que decirnos y, sin embargo, no cesan de intoxicar nuestra vida, nuestros
conocimientos y nuestra libertad. El lector tiene aquí un libro para sobrevivir
al siglo XXI: una filosofía que es, ante todo, mi modo personal de organizar las
ideas de las que disponemos y con las que actuamos. A partir de aquí, tú,
lector, oyente o espectador, decides.
Esta trilogía es, por el momento, mi obra
esencial. Como he dicho, el primero de estos libros habla de literatura
y el segundo de política. El tercero habla de ti. De lo que hablen sobre
el personaje de YouTube, al que han dado vida ―una vida virtual―
los sueños de mis espectadores, sea cada uno de ellos el único responsable.
No soy responsable
de lo que hago en los sueños de los demás
He dicho muchas veces que no soy responsable
de lo que hago en los sueños, fantasías o pesadillas ―redes sociales incluidas―
de los demás.
No conviene confundir a una persona
con su personaje. No quiero decepcionar a nadie, pero quien habla en los
vídeos es un personaje que no siempre se corresponde con mi persona. De hecho,
yo no soy mi personaje. Y no volveré a insistir en esta realidad. Lo sabemos
desde que los antiguos griegos escenificaron la esencia y artificio del teatro
moderno. Actor es la persona cuyo cuerpo da vida y soporte a un personaje. Su
máscara. Es un referente físico en quien se objetiva un significado, acaso
múltiples hipótesis, y hasta algún que otro relato, sin duda legendario y
también falso y marfuz.
De hecho, la realidad que hay en la persona
que da vida a ese personaje la conocen muy pocos, y casi nadie completamente.
Para mis antiguos alumnos, los del pasado
siglo XX ―comencé a dar clase en la Universidad en 1993, con 25 años, tras
doctorarme en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada―, soy acaso nada,
o en el mejor de los casos, un recuerdo sin consecuencias. Para mis actuales
alumnos, los del siglo XXI, soy un perfecto desconocido: ni siquiera saben mi
nombre, no tienen ningún interés en recibir mis conocimientos y no me
identificarían ni personal ni profesionalmente en ninguna parte ni lugar. En
este punto, soy igual que mis colegas. Sólo que yo lo sé y lo digo, y ellos ni
pueden hacerlo ni se atreven a decirlo.
Para los de izquierdas, soy de derechas;
para los de derechas, soy de izquierdas. Así de listos son unos y otros.
Para los protestantes, soy un católico
luzbelino; para los católicos, soy un caso perdido; para los agnósticos, un
escritor inútil, y para los ateos, un jeroglífico. Para el resto de creyentes,
un don nadie, excepto para los filósofos, que me hacen preguntas propias de
personas que no han trabajado nunca. Para las feministas soy un hombre ―mea
culpa―. Y tienen razón: formo parte de una generación de seres humanos que
todavía alcanzó a distinguir a las personas por su sexo, y a no discriminarlas
nunca ni por su género ni por ninguna otra cuestión irrelevante. Para los
polemistas y ergotistas de todos los signos, sean de esto o lo contrario, soy
alguien que ―salvo por su forma de razonar― debería estar con ellos y no contra
ellos, aunque lo realmente cierto es que no estoy ni en contra ni a favor de
hechos y debates que me rebasan (por no decir que me resbalan) y ante los que
no tengo nada que hacer ni que aportar. No me atraen los querulantes.
Para los enemigos de los buenistas, soy
buenista; para los buenistas, no soy buenista, porque soy heterodoxo ―es decir,
original― e indómito, dado que no permito que me eduquen para obedecer; para
quienes me conocen laboralmente, soy lo que hay: un intérprete de Cervantes, de
la literatura en general y de la Literatura Española e Hispanoamericana en
particular, y también de la Teoría de la Literatura, de la que he hablado como
lo que es, una ciencia de los materiales literarios. La administración dice que
soy, también, especialista en Literatura Comparada (sea de ello responsable la
administración).
Soy, en suma, alguien que, a partir de su
propia formación autodidacta como profesor de Universidad, en el ejercicio
investigador y docente de la Filología Hispánica durante más de tres décadas,
ha construido, para bien o para mal, una Teoría de la Literatura nueva,
original y diferente.
La Crítica de la razón literaria se
ha enfrentado sin reservas a una tradición que, entre otros muchísimos lastres,
subordinaba el Hispanismo a los dictados de otras naciones y culturas, a mi
juicio muy incompetentes en materia literaria, las cuales imponían a nuestras
élites universitarias y políticas una forma de interpretar la literatura ―y en
particular la literatura hispánica― con la que una persona inteligente no puede
estar científicamente de acuerdo. No me dio la gana de aceptar eso, y por ello
mismo escribí mi propia obra. En ella se contiene el mayor reproche a mis
profesores universitarios: nunca fueron, ni supieron ser, originales. Fueron
copistas, traductores e importadores de lo que se hacía en el extranjero. Y lo
hicieron acríticamente. No me aportaron nada. Y si dijera otra cosa, mentiría.
Hablo de la Universidad, porque en el bachillerato conocí a los mejores
profesores de toda mi trayectoria académica y vital.
Políticos, maestros y colegas
Para mis colegas, soy una oportunidad (que
cada uno ha gestionado según sus propias capacidades, o visto frustrada según
mis personales decisiones o intereses). Para los investigadores más jóvenes y
competentes, soy un tema para una tesis. Para la Universidad, un superviviente
al que nunca los lenones pudieron silenciar, ni detener, ni domeñar: una
rarísima avis a la que el poder nunca logró seducir con nada ni con
nadie. Para los caciques, una bofetada a tiempo, y en algún momento una buena
hostia a destiempo, pero siempre muy bien dada. Nunca es tarde ―dice la
paremia―, si la dicha es buena. A veces, la dicha, se manifiesta de forma
violenta.
Para los maestros, cualquier cosa menos lo
que esperaban, cualquier desenlace menos un discípulo, cualquier resultado
menos una obsecuencia: soy los antípodas de la sumisión. Nunca una frustración
―para ellos―, pero en algún caso sí un resentimiento, si nos acordamos ―no la
nombremos― de alguna vieja gloria cada vez menos gloriosa y más vetusta. Para
los resentidos y envidiosos, una viruela que sólo ellos saben por qué padecen.
Para las camarillas, siempre fui una puerta cerrada y un despacho vacío. Para
el poder académico, una total pérdida de tiempo.
El poder académico ―sea dicho con toda
legitimidad― es una de las formas más ilusorias y pueriles de poder. El poder
académico se limita a hacer de mensajero e intermediario informático, porque
hoy toda burocracia académica no es otra cosa que reenviar correos
electrónicos, los cuales se reciben inconscientemente de una instancia
burocrática y se remiten a otra. No hay más. No es ni siquiera sumisión ni
servilismo. Es algo mucho más simple y degenerado: es mensajería electrónica
propia de gente que no sabe hacer su trabajo, es decir, dar clase, y que lo
disimula eclipsándose en el lisérgico pseudopoder académico. La golosina de los
bobos. En ese ejercicio se entretiene, ilusa y vaga, en realidad neutralizada,
más del noventa por ciento de la población universitaria mundial. Siempre me
negué a ocupar cargos de gestión académica. Y aun así las llamadas agencias de
evaluación se vieron obligadas a acreditarme como catedrático. En contra de su
voluntad, naturalmente, y de la de algún envidioso y frustrado colega.
Para los políticos que no me conocen, soy un
presunto voto; para los políticos que me conocen, un sofión sin reservas. Para
la democracia, una carcajada. Ante el supremo cortesano, el espectador de una
obra de teatro cuyo final ignoramos tanto como deseamos... conocer. Y para la
ramerilla de la democracia, es decir, para la prensa, soy el hombre invisible.
Sea así por muchos años.
¿Hombres y mujeres?
Para hombres y mujeres soy lo que, en cada
caso, unos y otras merecen por sus obras. Porque las palabras, entre los seres
humanos, sólo sirven para engañar, con mejor o peor torpeza. Por ello, para los
hombres soy, en algún caso, el maestro que imaginan o desean, y que no tienen,
o no han tenido; en otros casos ―casos tronados, todo hay que decirlo―, soy lo
que desearían para sí y saben imposible, una fascinación urticante, la sal en
la envidia, la ortiga en el orto, una cara que no sale en su espejo y un libro
que acaso hubieran querido escribir, cuando ni siquiera lo pueden reseñar: para
más de uno, la impotencia de todos sus días; y en la mayoría de los casos sólo
soy alguien que, simplemente, a veces responde a sus mensajes y a veces no.
Para las mujeres, soy lo que cada una imagina ―bajo su responsabilidad―, y
alguna consigue ―bajo la mía―: atención y distancia. Es decir, soy lo mismo que
para los hombres.
Para los memos un meme: confieso que la
puericia crónica no es lo mío. Pero les gusto. Los memos también buscan
espejos. Y pareja. Opositores a Narciso, combustible de psiquiatra, carne de
suicidios. No en vano la fascinación especular tiene genealogías patológicas de
las que sólo el memo ―y no el modelo― es responsable. Para los enemigos, soy
una sorpresa. No digamos más. Pero... seamos francos... lo cierto es que no
tengo enemigos: tengo gilipollas. Para los amigos, un amigo desengañado,
consciente de que la traición la ejecutará siempre uno de los mejores. La
traición, como la noche, como la Historia, como la muerte, como el tiempo
mismo..., nunca tiene prisa. Y es, sobre todo, como la muerte y como Hacienda:
siempre llega.
Para los traidores, soy eso, literalmente,
un viejo amigo. Para el calumniador, una persona que desmiente con hechos la
mentira de sus palabras. Porque la calumnia siempre revela los intereses y
expectativas de los crédulos, que la buscan inflamados y la retroalimentan
latebrosamente. La calumnia contiene siempre la matriz de las intenciones del
calumniador, pero nunca la realidad de los hechos adulteradamente narrados.
Engáñese cada uno como quiera: la mentira no me necesita. Si tú la necesitas, ve
con ella. Ve con el diablo, no conmigo. Para el gremio de los envidiosos, tengo
un arsenal de contenidos originales ―y muy codiciados― titulado Crítica de
la razón literaria.
Para la música, soy una frustración que
ignora todas sus frustraciones: una disposición constante y una voluntad
silvestre y libertina. Para mi querido y estimado profesor de música, soy ―acaso
en algún momento― un pequeño dolor de cabeza comprensible y perdonable. Siempre
compatible con su magisterio, que es lo más importante, porque le debo lo mejor
de lo que soy capaz ante un instrumento delator e insobornable, como es el
piano. Los profesores de música son los únicos maestros que reconozco, porque
jamás podré superar su originalidad magistral y su paciencia infinita y
generosa. Les debo el tiempo y el saber, inmenso, que me han dado. También a mi
maestro en literatura, la mayor excepción, el único: Emilio Nieto Costas, mi
profesor de literatura en segundo de bachillerato. Fue mejor que todos mis
profesores de Universidad juntos. El discípulo obedece, el intérprete
expone su criterio. Con libertad.
Para la filosofía, soy el lector de Borges
―confío en ella tanto como el argentino que soñaba con ser inglés, es decir,
nada (nótese la epanortosis, por favor)―, y para la literatura soy el autor de
la Crítica de la razón literaria.
Elogio y vituperio
Para quien me elogia soy un oído sordo, y
para quien me vitupera soy un oído sordo que sabe leer en los labios. Para
quien entra por la puerta de mi despacho, soy una adivinanza. Como editor, no
quise explicaciones, quise resultados. No presto atención a mis interlocutores,
pero finjo en la medida de lo posible y en razón de la cortesía. Sólo escucho
música y sólo a la literatura presto atención sin distancias. No pierdan
el tiempo buscándome coloquios.
Siento esta franqueza, pero antes muerto que
embustero: las palabras, fuera de la literatura, son la banda sonora de la
nada. Las mías, como las de los demás. Y cualquier efecto sonoro, si no es
música, es ruido.
Otra cosa son las palabras de mi personaje,
que es quien les habla y les hablará mientras yo viva. Quédense con él, y a mí
déjenme en paz: serán más felices. (La única diferencia es que algunos ―los que
no me conocen, ni pueden conocerme― quieren creer más en mis palabras que en
las palabras de mi personaje, y yo, sinceramente, no necesito creer en las de
nadie. Ni siquiera en las de mi personaje. Ése es para ustedes, no para mí).
La queja es una de las formas más socorridas
de disimulo, y de ser, también, consciente de lo que hay. Trabajar es una forma
de disimular el éxito y el bienestar propios de una vida, el mejor modo de
pasar desapercibido ante el vecino y el colega. Una forma de fingir
incomodidades que nos aproximan a los demás. Un modo de hacerles sentirse
cercanos a nosotros mismos. Una ilusión de sociabilidad, que más de uno
necesitará interpretar como una suerte de complicidad, o hasta de solidaridad
inexistente. La ingenuidad del ser humano es infinita. Quejarse es una forma de
despistar. También es una forma consensuada de placer.
Pero vivir es hechicero y seductor. La vida
es la forma más atractiva de prorrogar el final. Amenizado por el fracaso ajeno
y la supervivencia propia.
No soy arrogante, soy sincero. De una
franqueza urticante y de una llaneza que, por viajar de la mano de la
indiferencia, el desengaño y la misantropía, e incluso la indolencia, resulta
molesta, a veces intolerable, muchas veces antipática y, desde luego, siempre
incompatible con casi todo el mundo. Así sea, pues así lo quiero.
No soy narcisista, porque no soy como me veo
yo, sino como me ves tú: si me sigues mirando, leyendo o escuchando, pregúntate
por qué lo haces, pero no me lo preguntes a mí, porque yo no sé quién eres. Y,
con todo respeto y consideración, no me interesa saberlo. No estoy encantado de
conocerme a mí mismo, estoy encantado de no conocerte a ti.
Y si te parece bien lo que soy y lo que
digo, sé bienvenido, y con tu pan te lo comas. Y si no te parece bien, o
simplemente te molesta, la culpa es tuya por prestarme atención.
Los alumnos forman parte de mi trabajo,
no de mi vida
No hablo con alumnos fuera de mi ámbito
laboral. Y desde luego no escucho ninguna de sus confesiones, ni dentro ni
fuera del aula. Los alumnos forman parte de mi trabajo, no de mi vida.
Soy profesor, no confesor. No soy cura, ni
psiquiatra, ni «hermano mayor» de nadie. En mi trabajo explico el Quijote,
entre muchas otras obras literarias. Examino al alumnado conforme a la
legalidad vigente y de acuerdo con la guía docente de la materia ―en las que ni
creo ni confío, porque no son obra mía, sino de un poder ajeno del que no formo
parte, ni como artífice ni como elector―, y lo que ocurra fuera de mi horario y
calendario laborales no es asunto mío y no debe ser asunto mío. Trabajo por
dinero, como todo el mundo. Porque trabajo es aquello que se hace por dinero.
El placer es otra cosa. La libertad comienza cuando termina el horario laboral.
Trabajar, como votar, es obedecer. Si no lo sabes, no puedo ―ni quiero―
explicártelo. Descúbrelo por ti mismo, y si no eres capaz, dedícate al
voluntariado, por placer y sin dinero. Y si crees en la vocación, advierte que
un desengaño a tiempo puede ser tu mejor victoria y prevención.
Voluntariamente dedico mi vida personal y
profesional a explicar literatura: en menos de una década he grabado más de mil
largos vídeos ―sé que ya lo he dicho― sobre interpretación de autores y obras
literarias, y he puesto desinteresadamente a disposición de todo el mundo, en
internet, contenidos críticos y académicos propios de un nivel universitario,
de forma abierta, libre y gratuita, así como toda mi obra, la Crítica de la
razón literaria. Soy responsable de lo que he escrito (no de las apofenias
del último ocurrente que me leyere), y me deberán el favor ―que no cobraré― de
haberlo regalado. Lo que la gente haga con ello es algo que no puede
importarme. No soy cómplice de mis lectores. Ni de nadie.
No hablo para hacer amistades,
sino para exponer un sistema de ideas
sobre la literatura
No hablo ni escribo para los jóvenes, ni
para los viejos, ni para nadie en particular. Ni en absoluto para hacer
amistades ni enemistades. Escribo y hablo para expresar un sistema de ideas
sobre la literatura.
Si ofrezco gratuitamente mis conocimientos,
es para que, si te interesa, los utilices de forma útil e inteligente, no para
que me escribas ni contactes, y ni mucho menos para que me des tu opinión. No
discuto opiniones: interpreto hechos. Ni mi vida ni mi obra dependen de tu
opinión. Sinceramente: tu opinión no nos importa. (A los retransmisores de
opiniones de terceras personas los considero, simplemente, lo que son:
chismosos y bobos. Su destino es la sentina o pecinal de la papelera más
cercana. El bloqueo eviterno. Me resultan excrementicios. Vaya también el
correveidile, como la mentira, con el diablo).
Lo que digo o escribo no es resultado de una
espontaneidad o una ocurrencia, sino que se trata de afirmaciones que forman
parte de textos más amplios, de los que se extraen como una cita, y que pueden
leerse como aforismos o paremias. Mi obra contiene una considerable selección y
antología de ellas.
Ni yo ni nadie puede pretender que se
entienda lo que se escribe o dice, si quien oye o lee no pone la debida
atención. Cada texto selecciona, con vida propia, a sus propios lectores e
intérpretes.
Por otro lado, hoy, con las redes sociales,
la confusión y destrucción de la comunicación ―y de cualquier contenido
inteligente― están aseguradas. Hay personas que viven ―es decir, malviven― en
las redes sociales, enredadas en el reciario de internet, y que comentan todo
lo que ven, sin entender nada de lo que leen. Mi obra, que se ha difundido
mucho a través de estos medios, ha sido y es objeto de interminables
comentarios, vídeos, réplicas, etc. La mayor parte de estos comentarios
proceden de personas que no tienen conocimiento de nada, pero que, bajo la
ilusión de la red pública, creen que saben algo. Su destino es la gomia de la
basura.
Pongo un ejemplo. Siempre he dicho que la
literatura no es una ciencia. Es la tesis número 4 de la Crítica de la razón
literaria: «la literatura no es una ciencia». Bien, pues son
incontables las personas que, comentando tonterías en internet, objetan
―jugando a ser sabios― que yo haya dicho que «la literatura es una
ciencia». Es decir: entienden todo al revés. Otro lo lee, y sigue el hilo. Y
así sucesivamente. Pueden citarse ejemplos como éste hasta el infinito.
Verdades y mentiras conviven en internet en
condiciones idénticas y resulta imposible discriminarlas. Sobre todo entre
adolescentes de larga duración. Gente que crece como «Mowglis» o silvestres
«niños de la selva». Varios de estos «Mowglis» son hoy graduados
universitarios. En las redes sociales ―su placenta― cultivan el magisterio de
ignorancias crónicas y viciadas, metástasis de necedades infinitas. Y a la vez,
internet ―no lo neguemos― es también un medio de difusión de conocimientos y
saberes de primera categoría, para quien sabe identificarlos e interpretarlos.
La realidad es dialéctica y conflictiva. Y acabará contigo, si no te haces
compatible con ella, es decir, si eres un idealista.
Saber sobrevivir a esos contrastes es
fundamental. Y la educación debe ser el principal instrumento para conseguirlo,
y no el medio más insistente para provocar en niños y jóvenes todo tipo de
patologías y trastornos de personalidad. Cuidado con convertirse en un
«Mowgli».
No soy un youtúber,
soy un profesor que graba sus clases
No conviene confundir, al menos en mi caso,
el mensaje con el medio, ni el emisor con el canal, porque, en mi vida y obra,
el mensaje ―la literatura― no es el medio ni el canal ―YouTube―. En internet
estamos todos, pero no todos estamos del mismo modo. El medio no nos hace
iguales, pese a las apariencias. Y yo soy solamente un profesor.
Los profesores somos personas que enseñamos
lo que sabemos a otras personas que quieren aprender lo que enseñamos. Más allá
de estas condiciones básicas, todo lo demás sobra. A menos que ―como la
administración y las agencias de calidad― forme parte de cuanto quiere
arruinar, sabotear o simplemente destruir nuestro trabajo y vocación.
Se ha dicho que «los vídeos de Maestro son
café para los muy cafeteros». Es posible que quien lo haya dicho no haya
probado nunca el café. Pero eso no importa. Tampoco soy un profesor como el
resto de mis colegas. Y eso importa aún menos.
No he liderado nunca nada ―de nada―, ni he
dirigido jamás a ningún grupo de personas. Ni de animales. Nunca he sido
pastor, ni flautista en Hamelin. No soy influyente ―¿por qué dicen
«influencer»?― en nadie ni en nada. Tampoco soy un youtúber: soy un profesor
que graba sus clases. Quien confunda el medio con el mensaje, que
se lo haga mirar. Y si hay quienes dicen seguirme, sea suya la decisión, y
quédense con la exclusiva de sus consecuencias. Ya he dicho que no soy
responsable de lo que hago en los sueños de los demás, no presto atención a
nadie, y nada tengo que ver con actos ajenos. Y aún menos con conductas
gregarias. No participo en debates ni en polémicas. Nunca lo he hecho. Que los
demás polemicen sobre mí no me convierte a mí en ningún polemista. No tengo
opiniones, tengo interpretaciones. Ideas que no están subordinadas a la opinión
del prójimo. Lo que yo pienso no depende de ti.
No he llevado a cabo jamás proyectos de
investigación subvencionados por ministerios, universidades o agencias
destinadas a inquirir, desde la burocracia que no ha investigado nunca nada,
las investigaciones científicas de los demás. No pido permiso, aún menos
atención, a los necios para escribir. Tampoco los quiero como lectores. No los
reconozco como interlocutores. La Crítica
de la razón literaria la he escrito a solas, y ni ella ni yo debemos nada a
ninguna de estas entidades antemencionadas, a cuyas espaldas la he compuesto y
publicado.
Las agencias de evaluación han tenido que
tragarme tal como soy, y se han visto obligadas, contra sí mismas, a
reconocerme, según dice la propia administración, como catedrático de Teoría de
la Literatura y Literatura Comparada. Yo me negué explícitamente a cumplir con
muchos de los requisitos cacareados por esas instituciones. No me jacto de ser
catedrático ―el mejor de todos los memes―: me jacto de ser catedrático a pesar
de las agencias de evaluación científica y académica. Y contra ellas.
No he dirigido ni una sola tesis doctoral en
más de 30 años de actividad docente universitaria. Ni pienso hacerlo. Es una
forma de aprovecharse del trabajo de los demás. Es incluso absurdo y ridículo,
además de irónico y burlesco, que a alguien que termina una carrera, tras cuatro
o cinco años de estudio, haya que dirigirle un trabajo, como si se tratara de
un inválido intelectual. ¿Para qué ha estudiado entonces durante casi un lustro
o más? No me he servido de nadie, y menos de estudiantes, para desarrollar mi
propio trabajo y curriculum vitae. Nunca he promovido ni la esclavitud
académica, ni el caciquismo científico, ni la sumisión diferida. Nunca he
tenido a nadie trabajando para mí, del mismo modo que siempre me negué a
trabajar herilmente para otros, por muy superiores que fueran a mí, y que no
por ello han dejado de servirse en más de un caso de mi trabajo, de mis ideas y
de mis textos, sin reconocerlo ni mencionarlos, como si algo así pudiera
ignorarse o disimularse.
Nunca olvidaré cómo en el año 1988, un
excura, entonces profesor, nos impuso a todos los alumnos, como una obligación
cuyo cumplimiento determinaba la calificación final de la asignatura, la
transcripción de unos textos medievales, que después él utilizaría con fines
propios y exclusivos para uno de sus trabajos académicos. Nunca olvidaré que le
dije que no. Lo dije y lo hice con hechos irreversibles e inapelables. Y nunca
olvidará él que, cuando insistió por última vez, con cobardía y sin valor, en
que le transcribiera aquellos textos, al final de una clase, pues me los plantó
delante de mis narices, sobre el pupitre, entre dos compañeros, ahí se quedaron
los textos, en un aula vacía. Porque yo ni los toqué. Lo que hizo con ellos...
él sabrá lo que fue. Yo sé lo que hice con él.
Mi obra es pública y de libre acceso, y
sobre ella se han hecho y publicado varias tesis doctorales, que yo no he
dirigido, aunque haya sido causa y combustible de ellas. Quien quiera utilizar
mi trabajo para investigaciones científicas y académicas, ahí lo tiene, en
internet, de forma libre, abierta y gratuita. A mí no me necesita para nada. Ni
yo necesito dirigir a nadie. Las personas inteligentes no necesitan directores.
Ni espirituales ni intelectuales. No es soberbia, es libertad. No es
insumisión, sino simplemente coherencia. Toda originalidad implica la negación
de un superior. Mis mejores intérpretes son aquellos que jamás han estado subordinados
a nada ni han sido seguidores de nadie. Quien piensa con cerebro ajeno no
entenderá jamás ni una sola de mis palabras, ni uno solo de mis libros. No
quiero sufragáneos de ninguna autoridad, ni propia ni ajena. Mejor solo que mal
acompañado. El esclavo intelectual es la peor de las compañías, el más
deplorable de los turiferarios. Filosofías, religiones e ideologías son sus
principales placentasy laboratorios. Soy
ajeno a todas ellas, y no quiero a nadie obsecuente con ellas.
No he tenido ni discípulos ni maestros.
¿Para qué? Más bien he tenido ocasión de conocer a quienes, en diferentes
momentos y circunstancias, han querido o pretendido ser lo uno o lo otro, sin
haber sido jamás ninguna de las dos cosas. Y, sobre todo, he tenido constancia
de gentes que, confundiendo la realidad con la ficción de sus sueños,
ansiedades o pesadillas, se atribuían privilegios relativos a su inexistente
relación conmigo. Quien hambre tiene, con pan sueña, reza el proverbio. Dado
que no soy psiquiatra, no puedo pronunciarme con rigor sobre el tratamiento
médico de casos tales, y he de limitarme a una sintética exposición de hechos
ajenos y estultos.
Confieso que antes de cumplir los 50 años he
visto cumplidos todos mis objetivos personales y profesionales. La cátedra no
estaba entre ellos, vino después, como puede venir cualquier cosa irrelevante y
pasajera. Si mi posible éxito ha perjudicado a otros, ellos sabrán por qué. Yo
lo ignoro. La envidia es la forma más siniestra de admiración. Nunca
experimenté ese sentimiento. No tengo ni he tenido nunca razones ni motivos
para ello. No tengo a nadie a quien envidiar. Lo siento por ellos. Quien por
celos ladra no ladrará en vano, según reza el verso de Lope de Vega. Pero la
verdad es que nunca he prestado atención a los ladridos de un can, cuanto menos
a los de un colega o semoviente advenedizo.
Las grandes obras, especialmente las
literarias y artísticas, y acaso también algunas de las científicas, son en
realidad sólo testimonio insólito y único de lo que alguien inteligente y
aislado ha sido capaz de hacer y de alcanzar. Un logro supremo y singular. Nada
más. Nada menos. Las obras geniales no tienen otro destino que la soledad. Una
soledad condecorada y solemne, acaso, pero soledad y olvido al fin y al cabo.
Los demás, realmente ―el ruidoso y respetable público, destinatario consciente
o inconsciente de ellas y de sus posibles consecuencias―, poco o nada valioso
pueden hacer con estas supuestas grandes obras, salvo admirarlas unos,
envidiarlas otros, imitarlas los más astutos, estropearlas por completo los más
charlatanes o simplemente destruirlas los más ignorantes y bárbaros. Los
discípulos son infidentes o parásitos por naturaleza. Los maestros, por su
parte, siempre fueron ficciones de cortesía. El público, llamado el respetable,
es la distancia que separa la realidad del idealismo. Lo sabemos: nos quieren
por el ruido, no por las nueces.
Si buscan amo, llamen a otra puerta, y si
necesitan amigos, acudan a una red social, donde no me encontrarán, porque la
suplantación de identidad no remite nunca a ningún original. El espejismo jamás
se convierte en oasis. También es cierto que no he intervenido nunca en la
actividad de mis posibles publicistas. Si les gustan los dioses falsos,
quédense con ellos. Sepan que yo no quiero ni a los verdaderos. Si necesitan
consuelo, sírvanse del instrumento correspondiente.
Y si reciben un mensaje firmado con mi
nombre y apellidos, pueden estar seguros de que el autor no soy yo.
Cuando una presunta persona inteligente sitúa el origen del racionalismo moderno en la Ilustración, nos dice mucho acerca de su formación, pensamiento y originalidad.
Nos dice, ante todo, que carece de pensamiento original y formación propia. Nos dice, ante todo, que no dispone de alterativa a la educación convencionalmente recibida, y que se ha instalado en ella, de forma acrítica e irresponsable, como podría enquistarse en un kitsch cualquiera, en eviterna hibernación.
Nos dice, también, que no es capaz de percibir, identificar, y ni mucho menos de interpretar, el racionalismo esencial de la Edad Moderna, es decir, el racionalismo del Barroco.
Identificar la razón con la Ilustración es pacer en el yermo del esperma infértil del idealismo anglosajón. En particular, de la más estéril de todas las semillas, la del idealismo alemán. Y ―con permiso de Rubén―, nos declara, muy claramente, «no saber a dónde vamos, ni de dónde venimos».
Quien explica el racionalismo de Cervantes a través del racionalismo ilustrado y romántico, no es que haya perdido la razón: es que nunca la ha tenido. Ni sabe lo que es razonar. Quien no se da cuenta de que Quevedo es más racional que Rousseau, no es que le falte un verano: es que le faltan tres siglos decisivos de Edad Moderna, Siglos de Oro incluidos, por supuesto.
Esta es la forma de «pensar» de la casi totalidad de nuestros intelectuales, filósofos, profesores, y de más familia. Un disco rayado que emite y recita, desde hace más de 300 años, el mismo mensaje. La misma tontería. El eclipse ilustrado.
Jesús G. Maestro
El eclipse ilustrado. Sobre la ignorancia de los ilustrados y el timo de la Ilustración europea y europeísta
El narcisismo es la lucha
del propio yo hacia una idealización de sí mismo más allá de las posibilidades
reales. Es el idealismo de un ego deficiente. Y no hay que olvidar que la
distancia que separa al idealismo de una patología psíquica es invisible.
Religión, filosofía e
ideologías saben mucho de idealismo. La Historia de la religión, la filosofía y
las ideologías es, con frecuencia, la Historia del idealismo en sus múltiples
facetas. No en vano cada una de estas actividades humanas, tan patológicamente
seductoras, ha invertido mucho de su caudal emocional en legitimar la tierra
firme de su idealismo. Una firmeza telúrica que, con frecuencia nefelibata,
está siempre en un más allá inaccesible y redentor. Platón se jactaba de
conocer el mundo ideal y metafísico de las ideas puras, purísimas ―como si
alguna vez hubiera estado allí como un registrador ante la propiedad―, Tomás de
Aquino trataba a Dios de tú, Hegel hacía lo propio con el espíritu absoluto y
Marx anunció en su visionaria utopía comunista el itinerario que conducía a la
tierra prometida. Nietzsche descubrió la nada absoluta ―sin duda antes de que
Lucrecio la justificara por vez primera siglos antes―, Freud dialogó en directo
con el inconsciente de todos sus pacientes, y Heidegger ―poseso de éxtasis―
vio al Dasein, con más nitidez (y más retórica) que Blancanieves a los
siete enanitos. Amén. La filosofía, la religión y la política, en todas sus
envolturas e imperativos ideológicos, nos han dejado una magnífica antología de
Narcisos. Difícil es saber cuál ha sido el más siniestro y prometedor.
Cuanto más idealista es
una persona, más débil resulta en todo cuando hace, piensa y dice sentir, por
mucha alexitimia que resulte padecer: su debilidad recorre relaciones
personales, sociales y profesionales, amor y sexualidad, trabajo y objetivos
laborales, ocio y gestión del tiempo libre... El idealismo conduce siempre al
fracaso, por lo que, para evitarlo, el idealista se rodea de todos los medios
posibles para preservar el autoengaño colectivo y personal. En este punto es
clave vivir cercado de otros idealistas ―que sirven de escolta y blindaje―, de
modo que todos, conjuntamente, asuman vivir de forma concertada en un mundo
idealizado. Y falso. Un coliving fabuloso y feliz. Por decreto
emocional. En este punto resulta irrenunciable imponer a los «realistas» la
obligación de que asuman el idealismo exigido por los idealistas. No es una
redundancia, es una exigencia, que ―más pronto que tarde― puede disponerse
imperativamente en el Código Civil de una democracia posmoderna. La democracia
misma es un idealismo político incuestionado como tal.
El poder del idealismo en
la Edad Contemporánea ha sido siempre el de una triple negación: la negación de
la realidad (yo soy la verdad ―la realidad exterior se equivoca, yo no―),
la negación de la objetividad (todo es subjetivo ―menos lo que digo yo―)
y la negación de la ciencia cuando esta última demuestra las falacias de los
ideales exigidos (la razón no sirve para explicar la complejidad de la vida
―mis sentimientos sí sirven―). El idealismo es un formalismo incompatible
con la realidad que el propio idealismo, paradójicamente, exige asumir. Es una
teoría capaz de afirmar que, si algo falla, la culpa la tiene la realidad, no
el idealista. El idealista, como el narcisista, es incapaz de asumir cualquier
responsabilidad. La culpa la tienen ―siempre― los demás.
El poder del idealismo es
el poder del número, es una fuerza cuántica, no cualitativa, cuyo destino es el
fracaso colectivo, masivo y global. Naturalmente, se trata de un fracaso
invisible.
Sólo los débiles
necesitan el idealismo. Los fuertes pueden asumir emocionalmente, y
cognoscitivamente, el fracaso, mediante el desengaño personal y a través de una
capacidad de reacción para rehacerse de nuevo, en condiciones compatibles con
las exigencias de la realidad. Los pedantes a esto lo llaman resiliencia. El
idealismo debilita enormemente cualquier tipo de sociedad humana, a la vez que
la hace creerse ―de forma ilusa y equivocada― más fuerte que las demás. La
Alemania nazi es en este punto un ejemplo de referencia histórica y universal. Lo
mismo ocurre con los individuos: la fortaleza emocional del idealista se basa
en el fanatismo. Es una fuerza altísima y potentísima. Tan poderosa como
cegadora. Y esa ceguera es la que, ante la realidad que no ve, le hace fracasar
por completo. Porque la realidad no tolera a quien no es compatible con ella.
El desenlace de todo idealismo es el fracaso más absoluto. Pero es un fracaso
que no se ve, muy diferido, y que nuestra sociedad evita declarar públicamente,
entregada, como está, a la promoción y defensa a ultranza de todos los
idealismos.
De hecho, el idealismo
tiene un final trágico, porque, como toda tragedia, sus causas son invisibles y
sus consecuencias irreversibles. Si fuera visible, es decir, prolépticamente inteligible,
el fracaso, como la tragedia, se evitaría. Un exceso de sensibilidad nos priva,
con frecuencia, de un mínimo de inteligibilidad. El mínimo necesario para
evitar el fracaso. A Edipo le ciega la pasión; a Narciso, el idealismo de su
propio ego. Los idealistas tienen la tragedia delante, pero no la ven. Viven
en la indefensión más absoluta, pero no lo saben. Y pueden entregar su vida por
una causa que ―ideal y falsa― consideran suprema, sublime y ―por supuesto―
moralmente imperativa y necesaria. El imperativo categórico kantiano es una
orden por las buenas. Viven como monomaníacos de ideales que imponen en
su propio nombre ―el yo― o en nombre de una colectividad en la que
obsesivamente se integran ―el nosotros―. El idealista nunca está solo.
Nunca. El idealista es miembro servil de un ejército unanimista y ciego.
Siempre hay un Führer narcisista que pastorea rebaños de Narcisos. Dicen
de este modo dar sentido a sus vidas, cuando en realidad lo que hacen es darles
un pseudosentido idealista y radical, que sólo puede desembocar en un fracaso
violento.
La Edad Contemporánea, de
la mano del idealismo alemán, heredero sin duda del idealismo fideísta
luterano, ha engendrado y promovido formas de ser absolutamente obsesionadas
con imperativos idealistas de vida. Ha construido un prototipo humano que
considera que puede vivir en una realidad personalizada, hecha a su propia escala
hedonista, en la que su egolatrado ego sea la unidad definitiva de medida y exigencia de
todas las cosas. Hasta tal punto que el prójimo está obligado imperativamente a
satisfacerle ―y a obedecerle― en el cumplimiento de cada uno de sus ideales
personales y egotistas, yoístas y egocéntricos. Esto es el narcisismo, en
cualquiera de sus facetas, géneros y pulsiones. Todas ellas patológicas.
El respeto posmoderno
hacia el narcisismo del siglo XXI explica que el fracaso humano no se
publicite. Pocos saben de primera mano que más de la mitad de la gente que se
dedica a «los negocios» acaba en la ruina. Ningún escritor quiere ―ni puede―
admitir hoy que su supuesto éxito editorial no se debe a un talento literario,
ni a su propia inteligencia poética (de la que carece), sino al empeño
mercantil y empresarial de grupos financieros que hacen caja con sus libros en
los actuales supermercados de libros, establecimientos comerciales a los que de
ninguna manera se les puede llamar librerías. Si un escritor hoy es «genial»,
no lo es por lo que escribe, sino porque los genios son quienes han diseñado y
promocionado la campaña publicitaria de su obra, la cual se extinguirá en menos
de 90 días. La zanahoria caduca en tres meses.
Casi nadie sabe que la
vida de un profesor universitario es un autoengaño institucional promovido por
las agencias de calidad y de evaluación de la papelería académica, el gran
camión de la basura de la enseñanza superior. Algún docente ha hablado en redes
sociales de que la enseñanza actual es un engaño para todos los estudiantes, y
claramente les ha dicho ―en un sazonado presente continuo muy anglosajón―
«querido alumno: te estamos engañando». Sí, se engaña a los alumnos, es cierto:
tanto como los profesores nos engañamos entre nosotros. No conviene olvidar la
viga en el ojo propio. Y una prueba de que algo así ―el engaño al alumnado― todo
el mundo lo sabe y lo sabía es que, después de anunciarlo de forma pública y
sonora, absolutamente todo sigue exactamente igual que antes: intacto. A la
gente le encanta que la engañen ―mundus vult decipi (el vulgo quiere ser
engañado, reza el adagio latino)―, y el alumno universitario, lejos de ser una
excepción, es el ejemplo más juvenil, alegre y sofisticado de Narciso. No hay
mejor engaño que el que resiste más allá de su descubrimiento y publicación. No
pasa nada: su revelación no altera el éxito de la fullería, que continúa sin
alteraciones. Narciso es el dios del siglo XXI. Capítulo interesante será la
visión de su derrumbe divino: el ocaso de Narciso. Un buen título ―que les
regalo― para una novela de autoayuda. El narcisismo es la crónica de un fracaso
anunciado. El ocaso imposible de Narciso está asegurado en nuestro tiempo.
Sin embargo, el fracaso
que se exhibe vulgarmente en redes sociales no es realmente un fracaso, sino
una forma narcisista de buscar complicidades emocionales. Es uno de los
múltiples géneros estéticos de la autoayuda narcisista. El narcisismo de la
modestia, de la humildad o de la derrota. El narcisismo incluso de la
ignorancia, del que se jactan algunos intelectuales, que afirman no saber usar
el correo electrónico, por ejemplo. Kavafis dedicó a aquel motivo literario
todo un poema, admirado esencialmente por los narcisistas de la derrota:
«Ítaca». Toda la lírica del siglo XX es un cántico al narcisismo de la derrota
y a la placidez estética del fracaso. Es un excelente narcótico seductor de
narcisistas. Es el narcisismo, y no la genialidad, lo que explica el éxito de
la denominada incomprensiblemente «poesía de la experiencia». ¿Experiencia? ¿De
qué? De la vagancia.
El narcisismo es la lucha
que un idealista mantiene contra la realidad de su propio yo, negándola. El
narcisista sabe que realmente no sirve, que no vale, para hacerse compatible
con la realidad, y por ello mismo se inventa una realidad alternativa, virtual
e idealizada. Y se rodea de las dramatis personae que mejor le
convienen. El actual mundo posmoderno no sólo lo permite, sino que lo promueve,
estimula y galardona. El siglo XXI premia el narcisismo en todos sus géneros,
incluido ―sobre todo― el más extremadamente maligno y luzbelino.
Todo este trampantojo verbenero
permite al narcisista olvidarse de que no es compatible con la realidad. Pero
la realidad, como la muerte, nunca falta a ninguna de sus citas. Si alguien se
divorcia excesivamente de la realidad, ella misma se encarga de corregir esa
desviación, cobrando alta la factura. Pero para un narcisista, como para casi
todos los idealistas, los signos reales ―los signos de la realidad― son
ininterpretables. Lo suyo no es la semiótica de lo real. El fracaso es la
distancia que separa a los idealistas de la realidad. Y el narcisismo es la
negación del fracaso que se tiene delante. El fracaso se manifiesta de
múltiples formas: la guerra, el crimen, el divorcio, la deuda impagable y
creciente, el suicidio, la revolución política, las ideologías, la utopía, la
superchería, las religiones, el cadalso, las filosofías de todas las naciones,
las democráticas elecciones nacionales y supranacionales ―¿cuántos fracasos no
han logrado disimular unas elecciones democráticas?―. El narcisismo es una forma
―patológica― de idealismo. Y su destino es el fracaso. La curación es realmente
difícil. Además, el rendimiento mercantil del narcisismo es altísimo. Es una de
las principales fuentes de energía financiera de nuestro tiempo. El narcisismo
es uno de los motores económicos del siglo XXI.
El poder permite ejercer
el narcisismo. Y preservar ―diuturno― el ejercicio del narcisismo, demorando el
fracaso lo más posible. Pero sin evitarlo a largo plazo. Porque dilatar un
fracaso es prorrogar un calvario. Un narcisista sin poder no es un narcisista de
verdad, es un gilipollas. Un donnadie, víctima cruda de su propio ego
minusculizado. A Narciso le gusta el poder. Es su salvoconducto y golosina, su
fortín y su blindaje, su imagen y su espejo. Su hogar y también sus propias
fauces. Le preserva del fracaso, que le sobreviene ―inmediato― cuando pierde el
poder. Pero el poder, cualquier forma de poder, es una ilusión temporal, aunque
funcione del mejor modo posible durante un tiempo lisérgico y embelesante. El
poder es una bomba de relojería cuyo temporizador desconoces.
Un ejemplo básico y
masivo de narcisista sin poder es el consumidor de redes sociales. Lo llaman usuario,
cuando en realidad es un consumidor, una víctima de Narciso y de Aracne, es
decir, de sus propias limitaciones y a merced de la tiranía administrada por
quien ha tejido la red, es decir, la tela de la araña, en que se desangra
emocionalmente su ansiedad y su tiempo. La erosión psicológica del narcisista es
brutal. Consumidor y productor de contenidos para redes públicas, vive así esta
atrición emocional, desesperante y teatralizada. Estos infelices narcisos
―comentaristas de internet sin apenas saber leer ni escribir (no saben que no
saben)― alimentan la red para facilitar el tráfico de dinero y las actividades
mercantiles de otros. Ésa es su función básica. Son transmisores internáuticos
de dinero ajeno. Son también potentes publicistas gratuitos de logros de otras
personas, a las que promocionan creyendo discutirlas o censurarlas. Pero en
todo caso, las promocionan siempre. Generan siempre lo contrario de lo que se
proponen, porque ―idealistas y narcisos― siempre desconocen e ignoran las
consecuencias reales de sus actos. Son el plancton necesario a los mercenarios
del comercio global. Mercatransmisores, soportes publicitarios y consumidores
inconscientes, a los que se promueve haciéndoles creer en un concepto tan vago
como vacuo: creadores de contenido. De nuevo, la zanahoria. El único
valor de ese contenido es contribuir a la mercatransmisión globalista del
dinero que generan internet y sus redes sociales, y del que, en el mejor de los
casos, reciben una parte ridícula, porque el más alto porcentaje se lo lleva la
fiscalización del Estado ―y, sobre todo, la araña que teje la red (no trabaja
gratis las araña que teje la red)―, un Estado hoy subordinado a los intereses
de los amigos del comercio global, quien de hecho ha diseñado arácnidamente la
«creatividad» de las redes sociales y sus seductoras y adictivas patologías.
Hoy Narciso ya no es el hijo
de Cefiso y Liríope. Ya no hay dioses fluviales ni ninfas risueñas en las redes
―sociales― de tu vida. Hoy Narciso es un arácnido engendro de internet. Hoy
Narciso eres tú.
Jesús G. Maestro
Utilidad mercantil del narcisista:
idealismo y narcisismo de un mercatransmisor en redes sociales
Una de las notas más poderosas de la literatura de Quevedo no es ser precedente del existencialismo, sino ser existencialismo mismo.
Quevedo, y no Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger o Sartre, es el artífice del existencialismo, a partir de una transformación específicamente hispana de senequismo y cristianismo. Considerar que el centro de gravedad del existencialismo está en Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger o Sartre, es ignorar que estos escritores o filósofos —o sofistas—, o como se les quiera llamar, no son sino existencialistas extemporáneos. Y excéntricos.
La Edad Contemporánea, de la mano del pensamiento anglosajón e idealista alemán, busca de forma errática, e incluso mística, respuestas a preguntas que ya tenían explicación y solución muy racional en los Siglos de Oro españoles. Si Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger o Sartre, y otros tantos sofistas contemporáneos, se hicieron estas preguntas de nuevo, con más de 200 y 300 años de retraso, se debe sobre todo a su ignorancia absoluta del Barroco español y del pensamiento literario y aurisecular de aquellos siglos.
La ignorancia brutal del pensamiento siglodeoresco es una factura que ha pagado muy cara la Anglosfera, y que el mundo contemporáneo y posmoderno sigue lastrando crudamente, porque sigue invisibilizando, hoy más que ayer, ese arsenal de pensamiento y de racionalismo barroco español.
Buscar la originalidad del existencialismo en el Dasein de Heidegger —o en su patética y pueril idea de tiempo— es declarar la más absoluta ignorancia respecto a la obra literaria de Francisco de Quevedo. La culpa no la tiene Heidegger: la culpa la tiene la acomodaticia y académica ignorancia de los intérpretes de este filósofo nazi.
Lo mismo cabe decir del resto de los filósofos antemencionados, en particular del enfermizo Kierkegaard, un hombre que «piensa» en la realidad a partir de la supresión de la realidad, es decir, como poseso de un trastorno esquizotípico de personalidad, donde cualquier pensamiento mágico campea por sus respetos.
Es admirable cómo se puede interpretar la realidad de espaldas a la realidad. He aquí el secreto del idealismo alemán. Y no ser consciente de ello. Y aún atreverse a celebrarlo con el epifonema del sapere aude! (En latín, además, en el original kantiano de 1784, ¿Qué es la Ilustración?). ¿Qué entendimiento propio cabe usar cuando se ha perdido de vista la realidad? La filosofía contemporánea busca, de forma extraviada y equivocada, respuestas que ya están dadas en el pensamiento clásico de la tradición literaria hispanogrecolatina. Y no lo sabe.
Anatomía del Quijote es el título de uno de los itinerarios de lectura fundamentales de la Crítica de la razón literaria.
Se analiza aquí la obra más importante de la literatura universal, el Quijote de Cervantes, a través de 9 cuestiones clave: 1) el narrador del Quijote, al que consideramos un cínico y un fingidor; 2) la gramática del Quijote, que nos cita con una serie selecta de personajes, funciones, tiempos y espacios determinantes de la novela; 3) la parodia contra el idealismo, al que consideramos una filosofía incompatible con la realidad; 4) los géneros literarios del Quijote; 5) la transformación específica de cada uno de los géneros literarios del Quijote; 6) la falsa locura del protagonista; 7) la figura de don Quijote como prototipo literario de proyección universal, y en particular de la puga de Cervantes contra Avellaneda; 8) las ideas del autor sobre política y religión, tal como se plasman en el Quijote; y 9) las formas de la materia cómica objetivadas en la novela, que son, sin duda, las más valiosas de la literatura de todos los tiempos.
En esta obra de Cervantes está, escrito en español, el genoma de la literatura universal.
Hay además dos tesis fundamentales, sin las cuales Cervantes resulta incomprensible.
En primer lugar, está el hecho de que el Quijote es un libro escrito contra los idealistas, y en absoluto a su favor, bien al contrario de lo que éstos han querido entender. Es un libro para desengañarse, no para ilusionarse. El idealismo alemán no supo comprender en absoluto esta obra.
En segundo lugar, Cervantes es insoluble en agua bendita: es un precursor del racionalismo y del ateísmo contemporáneos.
Cervantes es el escritor más contemporáneo de la Historia de la literatura universal. No sólo porque su obra contiene el genoma de la literatura, sino porque en ella se descifran los códigos esenciales de la libertad humana.
Hay algo importante que con frecuencia ignoran filólogos y filósofos: el mundo no se interpreta interpretando sólo palabras. La literatura, tampoco. Los enemigos del placer no pueden comprender qué es la literatura. Los enemigos de la inteligencia, aún menos.
La literatura no es una hipertrofia de la fantasía, sino una exigencia de realidad, y de la realidad. Si algo nos enseña la literatura de Cervantes es precisamente la importancia que el racionalismo literario posee ante el desafío y la exigencia que supone la interpretación de la realidad. La lucha contra el idealismo que nos hace incompatibles con la realidad es la gran aportación del Quijote.
Del mismo modo, la ciencia literaria, es decir, la Teoría de la Literatura, es lo único que nos permite analizar metodológicamente, desde exigencias que superen los umbrales de lo sensible y fenomenológico, y por supuesto también de lo ideológico, los materiales literarios.
La ciencia es lo único que, verdaderamente, hace prosperar la vida humana. Ni la religión, ni la política, ni la filosofía han alcanzado nunca los progresos de las ciencias. Con frecuencia, ni siquiera los han permitido en numerosas ocasiones históricas. Religión, política y filosofía han sido muchas veces obstáculos en el desarrollo de las ciencias. Históricamente y también actualmente.
Lo hemos dicho muchas veces: si la libertad es lo que los demás nos dejan hacer, la literatura es aquella construcción humana que, a lo largo de la Historia, ni la religión ni la política han podido evitar ni censurar. A veces, con la alianza y ayuda de la filosofía. No olvidemos que la República de Platón pretende nada menos que el exterminio de la literatura en el seno del Estado. La ansiedad por destruir la literatura es algo que une y fascina a sacerdotes, políticos y filósofos.
Ante la imposibilidad de destruirla aspiran a censurarla. Y si en la censura fracasan, siempre queda una alternativa: hacerla incomprensible, tornarla ininteligible, disolverla en lo sensible, enajenarla de la razón. Platón puso mucho empeño en esta última obsesión: decretar el irracionalismo sustancial de todo lo poético. Como si su propia filosofía, idealista y aberrante, utópica y totalitaria, dogmática y patibularia, fuera más racional y compatible con la realidad. Hay más patologías en las ideas políticas de Platón que en la lírica de cualquier poeta.
En este itinerario de lectura de la Crítica de la razón literaria hemos tratado de dar cuenta de las razones por las cuales Cervantes es ese genio contemporáneo de la literatura universal, cuyas claves están escritas en español.
Ningún otro escritor ha podido alcanzarlo, ni puede compararse con él. Los intentos del imperialismo inglés por hacer de Shakespeare una hendíadis con Cervantes son ridículos. Pero ésta es una cuestión que exige un nuevo itinerario.