Con el fallecimiento de Mario Vargas Llosa
el pasado 13 de abril, desaparece una de las últimas figuras más emblemáticas
del llamado boom literario hispanoamericano. La épica, el mito y la
leyenda han rodeado desde muy pronto a la mayor parte de los miembros de este
movimiento.
La obra literaria de todos y cada uno de
ellos nunca se ha interpretado al margen de fuertes intereses ideológicos,
políticos y económicos. La literatura, con frecuencia, se usa como un pretexto en
el que intervienen asuntos y negocios muy humanos, pero también muy ajenos a la
propia literatura. La Universidad, una estructura más en la administración de todo
tipo de poderes, no ha hecho tampoco nada original ni independiente en contra
de las corrientes dominantes. Más bien ha mostrado sumisión y hasta servilismo.
Vargas Llosa fue siempre un autor muy
políticamente correcto en todos los contextos: elegante, con clase,
perfectísimo, gentilhombre en París y gentlement superior a un
Borges en cualquier punto del imperio británico. Cuando en 2021 la Academia
Francesa le ofrece sentarse en uno de sus sitiales, poco menos que dio fe, y
casi razón, de la superioridad de la lengua y literatura galas frente a la
terruñera, popular y acaso plebeya lengua y literatura españolas. Literalmente,
dijo, según recoge el diario ABC, en su edición digital del 9 de febrero
de 2023: «La literatura francesa fue y sigue siendo la mejor». Cervantes, de
cuyo nombre no quiso acordarse, no existe para Vargas Llosa. Cosas del
contexto. El decoro siempre exige decir aquello que conviene decir en cada
situación, tiempo y lugar. Lo comprendemos. Pero no es lo mismo actuar como
Galileo, para salvar la vida, que hacerlo como alguien que, por quedar bien,
dice lo que sabe que no es verdad.
Ni lectores ni estudiantes de literatura
española encontrarán élites intelectuales en nuestro país que no antepongan la
supremacía de una cultura extranjera a la propia: la francesa (Pérez Reverte),
la inglesa (Javier Marías) o la alemana (Ortega y Gasset, cuya sombra sigue
siendo larguísima entre los búmeres). Se llama complejo no superado, o
pensamiento hipotecado por el mito del extranjero.
La falta de un pensamiento crítico original
hace que la mayor parte de la gente se olvide de toda la literatura española
anterior al siglo XVIII: Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope de Vega o Calderón
de la Barca, por citar sólo a los ases de una baraja de múltiples palos. Cervantes:
el autor más necesario en el siglo XXI, porque nos previene contra el idealismo
y los engaños. Pero es más fácil declarase inglés, francés o alemán que
interpretar a Cervantes. Es más fácil explotar el prejuicio que combatirlo.
Vargas Llosa optó por París y por Flaubert,
como Borges por Shakespeare y por Inglaterra. Gabriel García Márquez, que vivió
y escribió sin esos complejos galos ni anglicanos, fue artífice de la
literatura más original de Hispanoamérica, con una obra capital en la historia
literaria universal: Cien años de soledad, la epopeya contemporánea del
mundo hispánico. Márquez no necesitó disfrazarse de extranjero.
Por desgracia, estos autores se han
estudiado siempre desde el prisma de la ideología política con la que cada uno
de ellos se identificó. La política hace posible que alguien pueda volar más
alto de lo que permite la literatura. Las alas de la ideología son más grandes
y poderosas que las de la poesía. Escribir novelas no basta para llegar a
ciertos lugares. Es necesario algo más. El apoyo político resulta clave. Y
muchos escritores e intelectuales, seducidos por el poder, se han adherido a unas
u otras causas, que los han promocionado a cambio de utilizarlos como
estandartes. Neruda y Borges, Mario y Gabriel, y tantos más…
No pienso ahora en el liberalismo de Vargas
Llosa ni en el marxismo de García Márquez, sino en la obra literaria de uno y
otro escritor. No es fácil ser un escritor genial, pues si lo fuera, cualquiera
podría convertirse en un genio del arte y la literatura. La genialidad
literaria consiste en crear formas nuevas e insólitas en la literatura, y en
hacerlo, además, creando también contenidos inéditos, no tratados antes por
nadie.
La genialidad exige esta doble originalidad:
descubrir un tema nunca tratado antes y contarlo de una forma totalmente nueva.
Márquez fue un genio; Llosa, no. No ser genial no resta méritos, simplemente no
te sitúa en la cima. Otros están por delante de ti. Si realmente limitáramos la
historia de la literatura a la historia de las obras geniales de la literatura,
la lista quedaría reducida a un 10% de lo que conocemos. Y en ese porcentaje, a
mi juicio, no estaría Mario Vargas Llosa.
Sus obras son valiosas, ilustran un capítulo
de la historia literaria de Hispanoamérica y poseen un gran valor ideológico,
político y social. Punto. No es poco. Pero la genialidad es una exigencia mayor
en materia literaria. Sus más grandes obras, La ciudad y los perros, Conversación
en La Catedral y La guerra del fin del mundo, son intentos de
alcanzar una originalidad que finalmente no se consigue. Son buenas novelas,
pero no son novelas geniales. No marcan ni un antes ni un después.
Otras obras, como por ejemplo ¿Quién mató
a Palomino Molero?, son, simplemente un ejemplo frustrante de cómo imitar
novelas clave como Crónica de una muerte anunciada.
Si leemos su obra ensayística, la pobreza es
mayor. Son frases hermosas y elegantes, bonitas y seductoras, pero vacuas. Sus
páginas sobre Flaubert nos hablan de Vargas Llosa, pero no de Flaubert. Con la
excepción de un Gonzalo Torrente Ballester, un auténtico genio de la literatura
y del ensayo, los literatos son muy malos críticos de literatura. Saben escribir
literatura, pero no saben interpretarla. Torrente es la mayor excepción que
conozco.
Mario fue un buen escritor. Esa es la
realidad. Si quieren creer en los mitos, no es asunto mío desilusionarles. Pero
yo interpreto literatura, y en la realidad de la literatura están el buen
escritor y el genio. Los mitos forman parte de las creencias y de las emociones
imaginarias que cada uno necesite para su personal bienestar. Y la prosperidad del
mercado: el mito es un cebo mercantil. La ciencia literaria no construye mitos:
los descarta.
Y una cosa más, y muy importante: tengan en
cuenta que el éxito de muchas obras literarias se debe a que la mayor parte de
las personas inteligentes no las han leído nunca. Ni las leerán. Perdón por
pensar en Borges. Y en don Mario, también.