El mito del inconsciente





El inconsciente brota genealógicamente de una transducción de la idea de voluntad procedente de Schopenhauer, heredera a su vez de una secularización de la Idea de Dios, que a través de Nietzsche adquiere en Freud la expresión ―fantasmagórica― de una forma desposeída de materia. Es el logro de una forma incorpórea. 

La secularización de la Idea de Dios supone un paso de la trascendencia a la inmanencia, de la metafísica tradicional al nihilismo retórico ―y poético―, en virtud del cual “Dios ha muerto” (Nietzsche, La gaya ciencia, § 125). Dios ha muerto, sí, pero su “voluntad” parece persistir en la conciencia humana del Universo. De lo contrario, todo el relato nihilista perdería su gracia, y su amenazadora seducción. 

Si la nada no se fundamenta en una divinidad, aunque esta divinidad sea antropológica, ¿qué uso podrá hacerse del nihilismo? Sin una idea de Dios, la nada resulta ilegible. E inerme. La propia conciencia del ser humano interioriza la fuerza psicológica de esta “poderosa voluntad inmanente” ―ya secularizada―, y la identifica con sus propias pulsiones. Las más personales. 

A la formalización de esos impulsos, inmanentes e inderogables, Freud les asignó una sala VIP, un escenario oculto y soterrado en un lugar de sofisticado diseño y, por supuesto, completamente imaginario. Naturalmente, inaccesible. Una suerte de espacio metafísico, depositado ―inexplicablemente― en una parte no identificada del organismo humano, denominada, según describe ficticiamente la retórica psicoanalítica, inconsciente. He aquí uno de los espacios más fabulosos y rentables de la psicología y la sociología del siglo XX.