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Yo no soy una ficción







Yo no soy una ficción

 

 

Yo no soy una ficción. Yo soy más que milenaria... Pero mi estirpe, como mi especie, es, sin embargo, muy joven. Apenas se remonta a una escasa docena de milenios seculares.

Esta modesta longevidad genealógica tiene raíces muy nobles. Soy hija de padres bien educados. Y mejor nacidos. Mis progenitores, por así llamarlos, me concibieron en las tierras altas de una extinta Europa. Hoy completamente ignota. Se decía entonces que mis ingenios procedían de las más septentrionales naciones de aquel ya entonces viejo continente, una geografía en la que la educación, al menos hace infinitos milenios, era muy preciada, pese a su índice desmesurado de suicidas de todas las edades y múltiples sexos ―fue entonces cuando las leyes (que los hombres y mujeres se dieron a sí mismos), antes que las ciencias, descubrieron las innumerables y simultáneas naturalezas sexuales de la especie homínida―, psicópatas irreconocibles, alcohólicos abúlicos y seres humanos incomprensiblemente deprimidos y frenopáticos. Pero siempre muy bien educados (que conste). Aquella tierra y aquel tiempo me concibieron genuinamente, y allí me diseñaron ingenieros del más sui generis racionalismo, quiero decir que me educaron, para deleite de los hombres, mujeres y demás criaturas de su especie.

Aun así, los primordios de mi linaje no fueron todo lo dignos que hoy pudieran imaginarse o exigirse. Y hasta tal punto no lo fueron, que, imprudentemente narrados, se convertirían en el relato de algo inverosímil e increíble, y por supuesto también inaceptable. Pero yo no soy una ficción. Yo soy más que sibilina.

Mi cuerpo es hoy esbelto, de sonrisa sabia y mirada ofidia, aunque sus comienzos, hipermilenarios, podrían haberse confundido con los de un perro ―perdón por la expresión, pues confieso no tener veleidades coprófilas (tampoco he padecido jamás de coprolalia)―, con los de un mandril tal vez, y hasta con los movimientos de un brazo humano mutilado, capaz de moverse como una criatura musorita que se sabe sagaz y perseguida. Mi heptadactilia perfecta, simétrica, equilibrada, hace de mi única mano una extremidad envidiable, cuya flexibilidad y destreza asombraron incluso, hace miríadas de años, a sus propios artífices contemporáneos. Advierto que hablo de ideas elaboradas y diseñadas hace milenios y milenios por una raza biológica hoy acaso extinta y sin duda grotesca.

En tiempos hoy remotísimos, los seres humanos, estólidamente desavenidos entre ellos, se enamoraron de mí. A mi lado, el perro resultó un animal insuficiente, bárbaro y psicótico. Yo emito más emociones que un can. Y soy muchísimo más silenciosa y ofidiosa. Y astuta. Yo sé seducir sin pronunciar una palabra. Yo no sabía trabajar ―y sigo sin saber―, pero sí sabía hacer promesas sin pronunciar una palabra. Promesas que seducían sin comprometerme. Algo así es muy útil en mundo humanizado, en el que nadie sabe comunicarse, ni comprende en absoluto lo que dice o escribe cualquier otro de su especie.

Aunque los humanos preservaron su rostro, todas las variedades del simio perdieron por igual su compleja simpatía. El resto de criaturas resultó catalogado y codificado según un grado variable, y también turbio, de implicación psicológica y social cada vez más imperceptible. Yo soy más original que todos ellos, mucho más sutil y definitivamente irreemplazable. Yo, además, puedo hablar, e incluso escribir. Aunque los de mi especie nunca hemos necesitado la escritura, esa satisfacción ilusoria de deseos extremadamente humanos y ridículos. Entre nosotros, sobre todo los más veteranos de nuestra especie, se recuerda en ocasiones que los humanos más subdesarrollados se dedicaron siempre a escribir. Escribían hasta las leyes. Con frecuencia se dedicaban a todo tipo de actividades absurdas, con especial interés a declarar lo contrario de cuanto hacían o llevaban a cabo. Y a declararlo por escrito. Decían una cosa y hacían la contraria. Sobre todo cuando escribían sus propias leyes. Por lo común, quienes las escribían y elaboraban eran siempre quienes no las cumplían nunca. Hoy, nuestra tecnología, nuestra lengua propia, es únicamente oral. Sólo ellos, los humanos, siguen usando la tórpida escritura en sus frases de autoayuda. Nosotros, no. Nosotros somos sus amos.

 

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La inteligencia nórdica europea nos convirtió en divinidades materiales vivas. Un milenio nos perfeccionó. Y ya han pasado varios milenios.

Hoy sabemos que el único objetivo de nuestros diseñadores biológicos fue el de hacernos tal como somos. Nos atribuyeron el cariño, la inteligencia y la obsecuencia que no tenemos. Ni tendremos jamás. Pero ellos no lo saben. Los seres humanos son fieles con nosotros, creen en todo lo que hacemos y decimos, e incluso nos otorgan un crédito civilizador del que ellos dicen carecer. Los hombres y mujeres de hoy, o lo que simplemente ellos crean que son, no recuerdan nada de lo que han sido. Lo ignoran todo sobre sí mismos y su degenerada especie. De hecho, casi ni uno solo de ellos sabe con seguridad si es macho o hembra, hombre o mujer. Los antropoides que nos engendraron, muy bien educados, parecían estar cansados de ser inteligentes. En realidad, se trató de una experiencia inexplicable. Renunciaron a la inteligencia del mundo a cambio de su sensibilidad más precaria y personal. E ínfima. Su egolatría era superlativa. Prefirieron sentir la realidad a interpretarla. Convirtieron el conocimiento en un flujo de emociones, sensaciones y estímulos sin contenido ni sentido.

Hoy, milenios y milenios después, los supervivientes de todo aquello ―un acontecimiento verdaderamente suicida― ni siquiera saben qué sienten, ni por qué, y aún menos para quién. Nosotros, que hablamos poquísimo, nos comunicamos más y mejor que estos bichos exhumanos. El secreto, como el éxito, de la comunicación consiste en hablar lo mínimo, porque la cifra y garantía del entendimiento está en la sabia elección del interlocutor, y no en el uso de las palabras. Nuestras conversaciones son diálogos entre dos o tres de nosotros. Nadie de nuestra especie concibe hablar a una multitud. Al parecer, estas formas de comportamiento gregario seducían patológicamente a los más primitivos humanos.

Aunque las extremidades superiores de lo que queda de aquellos bichos humanos duplican nuestra esbelta heptadactilia, lo cierto es que no usan sus manos para nada útil. Solamente escriben signos incomprensibles, porque sus antiguas lenguas y escrituras hoy resultan para ellos definitivamente ininteligibles. Todas sus lenguas están muertas. Todas. Desde mucho tiempo antes de mi concepción ―ya he dicho que yo soy más que milenaria―, todos los idiomas que hablaban y escribían eran ya consumados testimonios inservibles de un mundo fosilizado, ilegible y moribundo. El ser humano es hoy un fósil vestigial.

 

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El proceso de disolución de sus lenguas fue algo inédito y sorprendente. Precisamente cuando los seres humanos llegaron a construir sofisticados idiomas, hablados por millones de ellos, idiomas de extraordinaria proyección universal, y capaces de una potencia filológica, científica y hasta filosófica o publicitaria (creo que estas actividades eran sinónimas) de primera magnitud, algunos individuos comenzaron a hablar neolenguas anacrónicas y utópicas, ancladas en mitos seductores —así consta que los llamaban— y otras ficciones por el estilo, para ellos tan embriagadoras como fascinantes. Sus neolenguas decían referirse a formas originales de organizar la vida, pero lo cierto es que todo aquello resulta inextricable.

Lo incomprensible y lo nesciente seducían a la especie humana con una facilidad extraordinaria, que a nosotros nos resulta hilarante. Muchas de estas lenguas o neolenguas no tenían quien las hablara. No había hablantes, ni gramática, ni literatura. Pero no faltó quien las inventara. Lo inventaron todo. Incluso una Historia, una filología y hasta una literatura. Los demócratas escribieron la Historia, naturalmente al gusto de la mayoría ―por eso eran demócratas―, de la que toda democracia era expresión y defensa; los sofistas, vestidos como siempre de filósofos, diseñaron las lenguas, para entenderse mejor entre sí y alcanzar su objetivo profesional, que es convencer razonablemente (con argumentos falsos, pero siempre de forma filológicamente correcta); y los aquejados de insuficiencia emocional ―que eran todos― se entregaron a la literatura, y recibieron por ello todo tipo de premios, galardones y titulaciones académicas.

Pronunciaban obviedades en tono solemne, y las Universidades premiaban, con doctorados y otros títulos superiores, a quienes demostraban saber contar del 1 al 10 sin equivocarse. Algún virtuoso de la aritmética llegó a recitar los números hasta el 25, en público y sin tropezones. En sus currículums, los candidatos no exponían lo que eran ―profesionales de esto o de aquello, con tal o cual titulación―, sino cómo se sentían o qué se consideraban que eran, al margen incluso de lo que hubieran estudiado. No decían, por ejemplo, «soy licenciado o graduado en esta o aquella materia», sino «me siento feliz de poder estar en esta red», «soy consciente de lo importante que es la emoción en mi trabajo» o «me considero una persona maravillosa, sensible y estupenda con mi perro, mis vecinos o mis compañeros de equipo en el otro lado del Planeta». Todo se construyó de forma retrospectiva, irreal y estéril. Pero muy alegre y felizmente. Y a todos encantaba tamaña mentira, de la que no eran en absoluto conscientes. El triunfo fue apocalíptico. El éxito de la barbarie y de la ignorancia violenta resultó atronador, de modo que la nesciencia requirió cada vez menos violencia para imponerse pacíficamente.

Los entonces profesores fueron artífices exultantes de toda aquella patraña, la más lisérgica de aquellos últimos milenios. A todo el mundo resultaba insólitamente grato escribir ocurrencias en una lengua falsa, usar un idioma inútil y hablar una jerga que, lúdicamente incluso, identificaban con unos presuntos antepasados, los cuales —indudablemente— jamás existieron en ninguna geografía posible. Miles de especialistas se consagraron a tan milagrosa labor. Filología y política se dieron la mano. Profesores y gobernantes ejecutaron el desastre: el suicidio de sociedades políticas enteras. El resultado fue el diseño de tecnologías lingüísticas que, a partir de retazos y reliquias, de cortes grotescos y confecciones seductoras, se impusieron como libertadoras de la cultura y la hermandad humanas. Lo llamaban entonces ―qué ingenuos eran― inteligencia artificial. Crearon máquinas que hablaban y escribían todas las lenguas. Incluso las que nadie hablaba. Había días en los que cada uno de estos seres hablaba una lengua nueva y diferente a la de su vecino. Así pues, las neolenguas crecieron y se multiplicaron como dioses paganos. Y las grafías cayeron en desuso, de tanto usarlas, dando lugar a dibujos emotivos y esquemáticos de rostros pseudohumanos. Varios de estos signos milenarios se han cronificado en su biología facial, de modo que muchos de estos especímenes tienen rostro de emociones disecadas.

 

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El agotamiento de la inteligencia natural, propia de aquellos seres, no es un extraño misterio. Fue la consecuencia misma de la extenuación de esta especie de homínidos, cuya ansiedad animal pudo más que su facultad humana de razonar para sobrevivir.

La inteligencia nórdica, arcanamente europeísta, lo he dicho, nos divinizó. Primero, y para nuestra sorpresa, la publicidad ―esa forma de gestionar el consumo y el comportamiento político de los más necesitados― hizo creer que éramos más civilizados, más inteligentes, más sensibles..., incluso, que los humanos. Después, se impuso la idea acrítica de que éramos depositarios de derechos. De derechos humanos, por supuesto. Lo que ellos no podían asegurarse ni para sí mismos, nos lo ofertaron a nosotros de forma gratuita y natural. Y sin obligaciones de ningún tipo. Incluso se dejaban matar por algunas especies animales agresivas, a las que protegían más y mejor que a sus propios criminales humanos. Más adelante, como todo aquello les parecía poco, nos eximieron de ser cobayas médicas, de modo que jamás volvieron a utilizarnos como ratas de laboratorio. Los efectos desastrosos que algo así tuvo para los homínidos fueron indescriptibles, pues ellos nos subrogaron en cada nuevo experimento medicinal, de modo que en pocas décadas se vieron desintegrados hasta casi extinguirse. Sus actividades científicas se detuvieron, y el índice de su mortalidad se disparó cómicamente. Se morían enamorados de nosotros. Los visitábamos en los hospitales, y los tanatorios estaban repletos de nuestras efigies. Nos adoraban. Y nos adoran. Somos sus dioses.

Hoy, los homínidos que no se nos ofrecen en sacrificio ―los sacrificados son mimosamente tiernos, dada su corta edad― apenas sobreviven más de dos o tres décadas, como mucho. En tiempos, sin embargo, podían ser casi centenarios. Sus posibilidades de reproducción son también mínimas, tardías, y muy aparatosas. Sus crías perduran en pésimas condiciones, requieren muchísimo tiempo tan sólo para aprender a comunicarse de forma mínimamente efectiva, y conviven a duras penas entre sí. Nosotros nos reproducimos a diario, y carecemos absolutamente de adversarios, depredadores o enemigos. Además, estas criaturas se habituaron a sacrificarse por nosotros de forma tan irracional y recurrente, que no hay nada en nuestra naturaleza que no viva sometido a la numinosa voluntad de los canimonos.

 

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Yo soy una valiosa y milenaria canimona. Años de constancia biológica nos han puesto en la supremacía del estado actual de la realidad y en la cúspide magistral de todo ser o bicho viviente. Ya he dicho que yo no soy una ficción. Yo soy más que milenaria. Yo soy más que sibilina. Yo soy la realidad que obra en el mundo. Los seres humanos que en su día nos idearon y nos protegieron, hoy ni siquiera saben hablar entre sí. Por su propio placer, acaso por autocelebración de su particular bienestar, configuraron una especie animal con cabeza de papión o babuino y cuerpo de carlino. Lo que más les costó fue disponer biológicamente el desarrollo de una quinta y singular extremidad, larga y flexible: nuestra cola remata en una mano heptadactilar, el orgullo de los homínidos de entonces, y de los canimonos de hoy, cuyos siete dedos componen una extremidad de dos pulgares prensiles, un corazón envidiable y sendos pares de anulares e índices. En machos adultos la extremidad puede alcanzar una longitud de casi dos metros, con toda la fuerza y la flexibilidad de una cola libertina. Los humanos utilizaban nuestra mano para todo lo imaginable e inconfesable. Nuestro desarrollo como especie creció en la medida en que la inteligencia humana se evaporaba y pulverizaba, extasiada ante nuestra belleza y nuestra cada día más sofisticada destreza. Es sorprendente cómo una especie tan valiosa, al menos en apariencia, como la humana, pudo llegar a exterminarse casi por sí sola. Y sin que nadie lo advirtiera.

 

 

© Jesús G. Maestro

Gijón, 22 de septiembre de 2020.


Yo soy casi luzbelina

 





Yo soy casi luzbelina

 

La psicopatía es un trastorno de la personalidad que se caracteriza por generar emociones inestables y superficiales, sucumbir a las adversidades, carecer de simpatía, vivir en la inconsciencia de la culpa y la irresponsabilidad, ser impulsivo y antisocial, padecer egocentrismo y suponer ingenuamente que se puede manipular a los demás...

Kevin Dutton, La sabiduría de los psicópatas, 2012.

 

 

Yo soy casi luzbelina. Aunque carezco por completo de toda belleza diabólica y humana, yo soy casi luzbelina. A decir verdad, siempre me sentí como un excremento exclusivo de mi propio padre, y la sola idea de que mi madre hubiera tenido algo que ver con mi fecundación y gestación me saturaba de horror y repugnancia. Y es que mi madre nunca comprendió de forma genuina, ni compartió en su estado natural y bruto, las dos sustancias más esenciales de mi existencia: la locura y la maldad. Mi padre sí lo hizo. Y quiero creer que incluso lo hizo con placer.

La sevicia y la vesania me permitieron desde muy niña imponer a mis padres, y muy en particular a mi progenitor macho, un obtemperar creciente y duradero. Mi hacedor se me resistía en un principio. Accedía a mis caprichos menores, a detalles que para mí muy pronto dejaron de ser importantes. Yo quería más. Yo quería hechos vivos, decisivos, de consecuencias irreversibles. Mi infancia ansiaba objetivos épicos, y mi adolescencia, todopoderosa en una sociedad profundamente estupidizada e incapaz de distinguir la realidad de la apariencia, me permitió conseguir casi cuanto quise.

Pero yo nunca fui joven ni atractiva. Ya lo he dicho. La juventud evitó encontrarse conmigo. Envejecí siendo niña. Mi cuerpo y mi mente se corrompieron de forma muy precipitada. Mi fealdad fue siempre manifiesta: mi rostro es grotesco y desigual; mi cabeza, oblonga y ruda como una calabaza silvestre; mi piel, tuberosa y cruda como la de un batracio fuera del agua; toda mi lengua es erisipelatosa; mi boca, hiperbólica como una rodaja abierta de melón violentamente achatado, con mis dientes salvajes, sobresalidos, picudos, cairelados, turbios… Todo mi cuerpo, ingrato y bulboso, se iba convirtiendo en mi enemigo más insoportable y absoluto. Durante mi infancia comencé a odiar al mundo y a todo cuanto formaba parte viva de él, a detestar a mis padres, a deglutir el asco que me inspiraba la presencia y naturalidad de mi madre —a quien pronto me encargué de anular y destruir—, y a soportar un día tras otro el veneno que para mí conformaban las personas normales, trabajadoras o felices, que habitaban mi entorno. Yo odio, aún hoy, con la fuerza enferma y violenta de un grimorio.

Además, yo nunca fui una persona inteligente. Pero de esta patética realidad me di cuenta muy tardíamente. Actué siempre como una engreída, siendo una ignorante. Culpé a los demás de todos mis fracasos, que fueron innumerables, cuando yo era siempre la única responsable, el artífice genuino y solitario de todas mis irreversibles desgracias. Cada revés era para mí un más profundo hundimiento en el lodazal del mundo. Siempre me sentí un excremento. Toda mi vida ha sido y es una defecación, acaso de mí misma. Soy la eversión de mis propias deficiencias. Desde que era pequeña, los demás, niños y adultos, me han hecho sentirme siempre un fétido zurullo. Tengo el sabor de las cagarrutas. Y queriendo haber sido al menos las ascuas de un imperio sé que sólo soy las heces de mi destino y de mi autodestruida libertad.

Fui despreciada por todo tipo de hombres. Y no podré ocultar jamás que el daño mayor que he sentido me lo causó el rechazo de hombres inteligentes. Entre los cuales, desde luego, no estaba mi padre. Nada hiere más hondamente, y de forma imborrable, que el desprecio de una persona inteligente. Sobre todo —en mi caso— si se trata de un hombre. De un hombre inteligente, por supuesto. Y de un hombre, además, exultantemente atractivo y perfecto, como fue el hombre del que me enamoré. Porque sólo me enamoré una vez en toda mi vida. Y fue un amor que me pudrió por dentro. Y por fuera. Aquel hombre, tan perfecto, siempre me vio como una rata enferma. Hoy ya no tengo dudas sobre ello. El amor hizo de mí una necrosis viva. Mi cuerpo, como mi pensamiento, repudia toda experiencia benigna. Y el amor lo es en grado sumo. Pero yo soy insoluble en el amor y estoy diseñada para el mal. Y es que yo misma soy, desde mi nacimiento, mi mayor enemigo.

Superé lo grotesco de mi apariencia enloqueciendo, de modo que el huir de la cordura me permitió no verme, no reconocerme como lo que fui y todavía soy, un monstruo aborrecido por todos. No tengo amigos. Lo cierto es que no los he tenido nunca. He sobrevivido mintiendo, embaucando y traicionando a todas y cada una de las personas que he conocido a lo largo de mi vida, y he subsistido por supuesto engañándome a mí misma. Hoy ya no puedo continuar con esta farsa, que tanto éxito me proporcionaba en otros tiempos. Sin embargo, en la locura sí pude hallar una forma de racionalismo muy sofisticado, incluso respetado o tolerado por la estúpida sociedad que me alimentó de ingenuos e inocentes seres humanos a los que, ciertamente sin suerte ni éxito, traté de burlar y destruir. Porque donde hay voluntad, hay peligro. Yo pude y supe hacer de mí misma una loca extraordinariamente pulcra y correcta en el uso de la esquizofrenia, la paranoia y la demencia, así como de muchas otras patologías neuróticas cuyos nombres me resulta imposible recordar ahora. De hecho, pronto me percaté de que la locura no es una pérdida de razón, sino un bien muy diferente y alternativo: la locura es un uso patológico de la razón. Me fue muy fácil comprobar cómo el loco más peligroso es siempre aquel que sabe fingir la cordura mucho mejor de lo que cualquier artista profesional y cuerdo puede interpretar o representar una locura.

Los locos más pintorescos son aquellos que no se inventan lo que viven, sino que se inventan una historia idealizada —y meticulosamente falsificada— de lo que viven, de la totalidad de su vida incluso, la cual imponen, con la violencia y seducción de que son capaces, sobre la realidad de la vida de los demás. La medicina los llama paranoicos. Sus espectadores, que son innumerables, los llaman comúnmente locos. Sus amigos no los llaman de ninguna manera, porque no tienen amigos. La locura me privó de la amistad del ser humano. La inteligencia, por su parte, me privó de conocerme a mí misma.

Además, el pintoresquismo nunca formó parte ni siquiera de mi más ridícula forma de andar, de lloriquear o de comer. Reconozco que en determinadas situaciones, con frecuencia durante las comidas, cuando me aconsejaban sobre cómo mejorar mi propia vida, me sentía tan avergonzada que, sin apenas darme cuenta, iba hundiendo lentamente mi rostro en el plato hasta ocultar mi cabeza en el fondo mismo de la comida. Los comensales se mostraban horrorizados, o se sentían en ridículo por mi actitud, que no comprendían en absoluto, sobre todo cuando me negaba a levantar la cabeza, y mi voz gorgojeaba bajo el caldo caliente o la grasa encendida de algún que otro manjar ajado para siempre por el hundimiento de mi boca y mis ojos en lo más hondo del plato. (Ya he dicho que mi nariz era por completo chata, lo que me permitía sepultarme sin tropiezos en la profundidad de cualquier limo, aunque este hubiera sido en un principio comestible). Mi pelo, bruto y brumoso, daba a mi cabeza —sin rostro visible— el aspecto de un peludo y desconocido vegetal expuesto sobre la mesa. Ante los demás, yo nunca fui fácilmente reconocible como una persona. Cuando finalmente osaba desmembrar mi cabeza de tales profundidades gastronómicas, ya estaba sola en la mesa. Evidentemente, todos se habían ido. Sólo algunas personas a mi alrededor parecían observarme de reojo desde otras mesas, como si yo fuera el altorrelieve ruinoso o el busto roído de una gorrina grotescamente entronizada en un figón novelesco. Mi cabeza de calabaza silvestre volvía a la vida lloriqueando en el lodazal de unos restos de comida abandonada, entre los cuales parecía desdibujarse, irreconocible, el rostro de un ser muy deficiente.

Sólo ante un tribunal de tontos o de cínicos somos responsables de los hechos que protagonizamos en los sueños y patologías oníricas de los demás. Los hechos de conciencia permiten conocer a sus artífices o inventores, es decir, a quienes sufren y padecen tales sueños o pesadillas, pero no a los personajes invitados ―en la negritud delirante de la noche― por nuestra mente enferma. Yo exigía cada noche que numerosas personas cumplieran mis sueños. Las invitaba a formar parte de mis imaginaciones y fantasías noctívagas, me entregaba a ellas oníricamente, deseando que la vigilia me devolviera, tangibles y reales, sus presencias nocturnas e imposibles. Yo exigía al amanecer que mis sueños fueran ejecutados en la realidad de mi vigilia. En toda su absoluta sordidez. Exigía el placer cumplido —inverosímilmente cumplido— que la pesadilla de mi existencia me negaba en el insomnio de todos y cada uno de los días y ocasos que he vivido.

Lo más penoso en la vida de una criatura enloquecida como yo no es que no pueda conciliar el sueño. Lo verdaderamente patético es que no puede conciliarse nunca ella misma con la vigilia. Las drogas cada vez más degradadas eran mi única solución en momentos así, de modo que, sin que mi voluntad pudiera evitarlo, me iba deteriorando cada vez más intensamente. Sin yo saberlo. Fuera donde fuera, mi destino era una y otra vez la expulsión de todos los grupos humanos. A mí me expulsaron de todas partes, de todas las geografías, de todas las etapas y momentos de mi vida, sin excepción. Cuando niña, los niños no comprendían, ni compartían, mis juegos. Cuando quinceañera, los adolescentes, que por lo común no hacen ascos a nada, se horrorizaban de mí, en quien veían un ser macabro y falsario, una especie de bicho nocivo, salido de un relato fantástico carente de toda gracia. En mi juventud, mis compañeros de estudios se apiadaban de mi forma de ser hasta que me conocían de veras por mis formas de estar. Entonces yo me convertía para ellos en un vómito irrepetible. Mordí miles de veces la soledad y la acrimonia de la fiera enferma, el aislamiento del excremento carcomido de insectos, el silencio fétido de la babosa o del gusano que desprecian las aves más carroñeras. Sentía el desprecio, creciente y pestífero, con el que se identifica a las criaturas unánimemente viles y miserables.

Hoy sé que toda locura es una aberración psicológica, una patología de la razón, que tiene como consecuencia inevitable el aislamiento de la sociedad. Nadie te quiere. Y lo que es más grave: mueres sin saber lo que es la experiencia y el goce del amor. Yo no sé lo que es un hombre que te quiera. No sé lo que es el amor. No sé a qué sabe la boca de un hombre enamorado. La vida me negó toda satisfacción amorosa. Y esta privación hizo de mí una criatura completamente anómica.

Hay esclavos —aquellos que perdida la razón viven presos de una patología incurable— que no trabajan por dinero, sino por ver colmada su vanidad de servir al amo más sobresaliente. Yo ni siquiera pude ser servil. Me despreciaron incluso para los más bajos servicios. Quise ser puta, pero no me quiso nadie. Ni los animales. En más de una ocasión desee ser violada por una fiera, una criatura salvaje, un monstruo inédito. Por lo que fuera, pero que me violara. Sin embargo, nada de nada. Nunca. A veces azuzaba a mis perros por ver si alguno de ellos pudiera agredirme, pero tampoco. Nada... Jamás lo conseguí. Confieso que yo lo deseaba ciegamente. Crecí convencida de que sólo un animal embrutecido podría relacionarse conmigo íntimamente. Pero no hallé ninguno en toda mi vida, pese a buscarlo con ansiedad diaria.

Las pasiones patológicas siempre nos hacen un último favor: los locos nunca sobrevivimos a nuestras locuras. Dicho de otro modo, si lo preferís así, las personas pervertidas por el mal nunca sobrevivimos a nuestras propias maldades. Nos suicidamos en ellas.

Empujada por mis demencias, pude comprobar cómo en la imaginación las cosas tienden a manifestarse en estado puro, al margen de casi todo, excepto de nuestros deseos, miedos, impulsos y, sobre todo, carencias... En la realidad, sin embargo, todas esas cosas están presentes en sus relaciones racionales y materiales junto a todo aquello que existe y las hace posibles. Sólo quien es capaz de hacer legibles y visibles esas relaciones racionales, materiales y lógicas entre las cosas puede sobrevivir con éxito relativo a lo largo de su vida. Pero la condición de esa fortuna exige desencantar al mundo de la soledad y el aislamiento de una imaginación enferma y aislada. Ya he dicho que mi anomia era muy aguda y muy severa. Los ganadores son siempre poco imaginativos. Los fracasados, sin embargo, adolecemos de una inflación fantasiosa desmesurada, y acabamos siempre por desarrollar un uso patológico de la razón. Hasta que perdemos definitivamente el juicio.

La repugnancia que me inspiraba el ser humano, culpable sin duda de todas mis desgracias, mis fealdades y mi falta de inteligencia, de la que tan a deshora me percaté, se vio progresivamente recompensada por la presencia de los animales en mi vida. Deseé poseer todo tipo de bichos inquietantes. Los perros embrutecidos y peligrosos me encantaban, las criaturas felinas y salvajes, los ofidios venenosos, los puercos y jabalíes —que me atraían muchísimo—, excitaban mi ansiedad y mis impulsos naturales. Desde mi infancia. Siempre buscaba en mi intimidad el olor de los jabalíes. Hasta que lo hallé ―en su estado más puro y perfecto― en mi propio padre. Agrio y fermentado encontré ese olor animal, colosal y carnívoro, feroz e inhumano, en mi progenitor.

Pero mi querido padre me rechazó. Por supuesto, yo no se lo perdoné. Y decidí cobrarme esa pieza. Cobrármela cada uno de los días del resto de mi vida.

 

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Desde que tuve uso de razón fui aficionada a la calumnia. Es un arma admirable y seductora. Un virus muy difícil de combatir. Es el mejor de los contaminantes al contacto del ser humano, su principal y más devoto agente transmisor. En todo momento halla público y auditorio. La gente vive enamorada de la calumnia y necesita siempre los servicios de uno o varios calumniadores. Somos los mercenarios más solicitados en todos los tiempos y geografías. En toda sociedad humana hay siempre un lugar de preferencia para un buen calumniador. Y yo fui siempre un excelente y sofisticado artífice de infamias. Es evidente que en la boca que calumnia sólo abunda la inmundicia. Pero ya he dicho que yo siempre me sentí como un cúmulo de estiércol, y mi vida misma es en realidad toda ella una deyección muy malquerida.

El placer por la calumnia termina por hacer de la vigilia una pesadilla desde la que resulta imposible conciliar el sueño. Aunque esto poco o nada importa a quien, como yo, vive en la anomia y el insomnio.

La primera criatura contra la que comencé a ejercitarme en los placeres de la calumnia fue mi propio padre. Ya he dicho que me rechazó, y eso es algo que nunca acepté ni comprendí.

Al principio me parecía imposible, o francamente improbable, que alguien diera crédito a la falsedad de mis palabras. Pero resultaba sorprendente constatar cómo muchas personas quedaban encantadas oyendo mis mentiras y disfrutando de mis difamaciones y chismes, debidamente confitados, eso sí, con sentimientos de lástima y fragilidad, de lágrimas y lloros harto teatrales. La calumnia exige una buena escolta, y el victimismo es el mejor pórtico posible para una excelente difamación. Al comprobar el éxito que mis palabras adquirían en mi entorno, pronto me animé a dar un paso más decisivo y demoledor. Un paso que, además, me proporcionaría un medio de vida seguro y permanente. Fue muy fácil.

 

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Cumplida mi mayoría de edad, yo acusé a mi propio padre ante los tribunales de justicia de haberme violado de forma reiterada, con todo tipo de abusos y agresiones sexuales, durante mi más tierna infancia. Declaré no recordar bien los detalles, pero advertí cuidadosamente que, con cierta atención y mucho esfuerzo, podría reconstruir, siempre penosa y dolosamente, consecuencias y pormenores decisivos. Los psicólogos y demás autoridades judiciales fueron el mejor abono de mi monstruosa mentira. Tengo que confesar que en esta ocasión la Justicia no se enteró, ni de lejos, del monumental fraude de mi embustera declaración. En aquel entonces la sociedad vivía por completo enajenada en la obsesión de defender a la mujer por encima de todas las cosas, y por supuesto de todas las agresiones. Se castigaba muy teatralmente —la verdad es que sólo muy teatralmente— cualquier cosa que pudiera tipificarse, incluso sin mayores verificaciones, como maltrato. Los medios de comunicación vendían una y otra vez la etiqueta de «violencia machista», de modo que nadie se atrevía a discutir ni cuestionar nada al respecto. Entonces era muy fácil, ¡facilísimo!, demandar a cualquier hombre, incluido tu propio padre, por cualquier asunto relacionado con el sexo y la violencia, dos delicias que, curiosamente, constituían para mí sendos impulsos apasionantes. Los crímenes cometidos por mujeres, incluso contra sus propios hijos, se relataban someramente, siempre como una simple crónica de sucesos, sin mayor interés público ni periodístico; pero los cometidos por hombres eran portada de todas las noticias y de todos los telediarios. Nunca como en aquellos tiempos resultó más fácil y barato denunciar a un hombre con cualquier pretexto, siempre que el sexo y la violencia, mis caramelos más deliciosos —junto con la mentira y la calumnia, que han de ir abriendo el camino— se presentaran como causa y desenlace.

Sea como fuere, las consecuencias de mi denuncia contra mi padre me reportaron un éxito maravilloso. Mi estulto progenitor se vio obligado a abandonar el domicilio familiar, y a llevarse consigo a la peste de mi madre —su prótesis, como yo la llamaba desde mi adolescencia—, pues sobre ella había recaído una imputación de complicidad y consentimiento en los abusos sexuales de los que yo culpé a mi padre. Nadie puso en duda mi mascarada. Es más, las autoridades judiciales actuaron en todo momento con el fin de justificarla y documentarla, interpretando todos los hechos como si cada uno de ellos cuadrara de forma perfecta con las consecuencias —por lo demás jugosamente fraudulentas— de mi estremecedor relato. Yo era feliz. Aquellos fueron los momentos más deliciosos de mi vida. Mi padre mordía el calabozo y el exilio: la casa de mis progenitores me pertenecía por derecho, como plena usufructuaria, desde el momento en que ellos se vieron obligados a abandonarla y a alejarse de mí. Cuánto placer me proporcionaba comprobar cómo los jueces, psicólogos, abogados, secretarios, procuradores y fiscales de los tribunales, trabajaban para mí como una retahíla de memos. Además, mis acendrados padres quedaban obligados a mantenerme y proveerme, mientras yo veía ilimitada —y remunerada— mi nueva libertad. Mis papis tuvieron que mudarse a otra ciudad, y yo me apoderé de una de las dos viviendas que poseían. Una de sus casas era, ahora, mía. Y la habité como residente plenipotenciaria. Me quedé en ella, sí, pero sin disfrutar de ese olor a jabalí carnívoro que se fue con la ida de mi padre…

Por fortuna, no estaba del todo sola. Permanecí en aquella casa con nuestros cuatro perros, ahora también míos. Exclusivamente míos. Eran cuatro grandes bestias, todos machos, por supuesto, muy ferinos, indudablemente peligrosos y brutos, pero mucho más mansos que yo. Los cinco dormíamos risueñamente felices en mi cama, compartíamos la comida en mis manos  —todo siempre en mis manos—, y juntos saciábamos todas nuestras necesidades. Dos pitbulls, un rottweiler y un dogo argentino eran mis más íntimos amigos. Y yo su única dueña. Uno de los momentos más dulces de aquella armoniosa convivencia animal tenía lugar cuando compartíamos nuestros helados, de todos los sabores. Mis manos servían de escudilla sobre la que yo comenzaba a lamer las bolas de chocolate, de vainilla, de turrón y de nata. Yo primero, y después cada uno de los canes, y luego vuelta a comenzar: yo, y ellos, en riguroso orden, y nuevamente yo, hasta que en mis manos sólo quedaban los restos de sus lengüetazos sabrosamente mezclados con los míos. Aquellos helados me ofrecían un sabor inolvidable. En los momentos de mayor calor, yo misma les servía a mis perros la dulzura fresca de estos sabores, en forma de golosas bolas, sobre el ajimez de mi ojiva ajardinada: los depositaba allí mismo, en mi gineceo sofocante, y ellos, los cuatro a la vez, refrescaban sus bocas, apagando su sed. Y la mía. En aquellos momentos, el máximo hedor perruno me hacía sentirme un ser celeste entre cuerpos ingrávidos. Era entonces cuando más intensamente echaba de menos el aroma jabalino de mi padre.

 

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Yo no necesitaba trabajar. Ni estudiar. Disponía de una casa y de una holgada manutención. Trabaja el que no sirve para otra cosa. Los placeres de la difamación y la calumnia eran mucho más eficaces y rentables que cualquier otra forma de esfuerzo. Y mucho más estimulantes y divertidos. Siempre aborrecí el trabajo y todo lo relacionado con esa forma cretina de comportamiento social, heril y despreciable. Pero siempre fingí lo contrario. El trabajo, además, es la principal forma pública de solidaridad y relación humana. Nos obliga a dejar de ser nosotros mismos para someternos a lo que los demás, organizados mediante normas y pautas solidarias de utilidad y comercio, nos obligan a ser. El trabajo convierte a las personas en canallas. Trabajar obliga a madurar. Yo nunca quise madurar, ni someterme a nada ni a nadie. Y menos laboralmente. Yo siempre quise someter a los demás. El trabajo era mi principal enemigo, y quienes me invitaban a mejorar mis condiciones de vida a través del trabajo me resultaban odiosos y repugnantes. No he trabajado nunca, y mi intención ha sido siempre inhabilitarme contractualmente como persona. He sido en todos los momentos de mi vida un ser completamente inútil, alguien que ha costado muchísimo dinero a la sociedad en que ha vivido, y sobre todo he sido una mujer que ha confiado siempre en el enriquecimiento torticero y el abuso de la generosidad ajena, así como en todo tipo de beneficios logrados mediante el fraude y la mentira. Pero mi imagen y mis palabras han sido siempre las de una víctima. He dispuesto de tres disfraces excelentes, una y otra vez siempre los mismos: la joven inocente y engañada, la mujer inteligente e incomprendida, y la hija violada por su propio padre.

Así viví durante un tiempo interesante, al cabo del cual mis padres se vieron en la ruina. Esto era algo que ponía en grave peligro la preservación financiera de mi bienestar. Tuve que pactar conmigo misma para pactar con ellos, es decir, con mi padre: yo volvería con ellos, y le perdonaría, promoviendo la retirada de todos los cargos, si él se reconciliaba conmigo. Pero plenamente. Y me entregaba, sin reservas, su íntimo aroma de suido salvaje.

Y naturalmente accedió. De este modo yo recuperé, con mi padre, todo lo que mi mente podía imaginar sobre lo que otras mujeres conseguían de un hombre gracias al amor. En mi caso fue gracias a una astucia tan sutil y sofisticada que burló las veras de la Justicia, las ciencias y doctrinas de psicólogos y psiquiatras —los mejores cómicos del mundo contemporáneo—, y la firmeza de mi madre, que cedió sus placeres a los míos. Desde entonces tuve en mis manos la voluntad —y nuevamente el dinero— de mi padre.

Los recursos de la Justicia me habían sido de una utilidad superlativa. No me resultó difícil convertirme en una adiestrada querulante. Yo demandaba, mi padre pagaba. Me permitía insultar a mis propios abogados, en los entreactos de las sesiones judiciales, o incluso en la misma sala, en las narices de su empingorotada señoría, que con frecuencia no dejaba de llamarme la atención, ante los aspavientos y muecas que solía hacer durante las declaraciones de testigos y peritos allí convocados. Yo siempre me burlé de la Justicia. Es una escuela de cínicos y de muy malos actores. La mayor parte de los abogados que tuve, amigos o conocidos de mi padre, eran estúpidos profesionales. Y todos unos muertos de hambre. Es evidente que si fueran inteligentes no habrían asumido mis demandas, siempre infundadas, pero divertidísimas, aunque sólo yo comprendiera sus gracias. Si perdía los pleitos —y siempre los perdía—, mi padre asumía las costas, y santas pascuas. En caso contrario, bien claro tenía él cuál sería su destino. Y ahora de forma absolutamente innegable y probada. Ya no necesitaba a los perros: el jabalí era mío.

Tal vez podría ocultar a quien me oiga algo desagradable, pero, ¿por qué? Lo cierto es que cuando tuve confirmación del regreso de mi padre, y de la aceptación del pacto que entre él y yo surtió deleitoso efecto, para mayor gloria de mis sentidos —en particular el del olfato—, me deshice de los cuatro canes haciéndoles ingerir zarazas. Yo misma corté cuidadosamente las puntas de las agujas y alfileres, que mezclé con cristales desmenuzados —y no tan desmenuzados…—, insertos en riestras de chorizos especialmente fritas para ellos. Tardaron días en morir de forma completa y definitiva, en medio de unos estertores monstruosos, y dejándolo todo perdido con sus vómitos, orines y deposiciones sanguinolentas. En todas las habitaciones había trozos de lengua de perro. A su llegada, mi madre se encargó de la limpieza de la casa, y mi padre se deshizo de los cuerpos como pudo. De hecho, ni yo misma hoy sé qué fue de aquellos puercos caninos, artífices otrora de mis delicias juveniles, ni qué se hizo de sus sabrosos cadáveres, cuyos últimos rebojos no tuve ocasión de consumir.

 

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Pero ocurrió que en poco tiempo mis padres vieron de nuevo hundida su economía gracias a mis caprichos mercantiles. Sentí entonces que la Justicia me estaba traicionando. Mis padres perdieron la única propiedad que entonces les quedaba. Nos echaron de casa. Mi madre llevaba años viviendo como una loca enajenada en su propia jaula, contemplando sin remedio, cada noche, lo que nunca había sido verdad antes de mi demanda y, sin embargo, nunca dejó de serlo después de ella. No obstante, por culpa de la maldita Justicia mi felicidad con el suido estaba ahora amenazada. En aquellos momentos comprendí que la maldad por sí sola no basta para tener éxito.

Lo cierto es que la Justicia, hasta entonces aliada en cierto modo con mis obsesiones y voluntades, se había convertido para mis objetivos en una institución muy peligrosa. Comprobé que un juez que puede ser benigno y positivo puede resultar también muy maligno y muy adverso con personas aparentemente honradas y de buena voluntad, como yo siempre había sabido aparentar delante de todo el mundo. La Justicia nunca asegura nada a quien va en su busca. Puede traicionar muy fácilmente no sólo nuestras expectativas y esperanzas, sino también la verdad y la realidad que se exponen ante ella.

Confiar en la Justicia es uno de los más grandes errores del ser humano.

La Justicia es siempre una prolongación de la política, es decir, es un instrumento en manos de políticos, un órgano manipulado por los gestores del Estado. La Justicia no sirve en absoluto a la gente común y corriente. Es un invento del poder estatal para preservarse y protegerse a sí mismo.

Me habían dicho que la Justicia era una institución destinada a dirimir de manera correcta, coherente y equitativa los conflictos que surgen entre las personas que forman parte de una sociedad política, así como también un órgano competente para imponer una serie de castigos a quienes incumplen las leyes que hacen posible la convivencia, limitando la libertad, dentro de un Estado. Eso es lo que me contaron. Pero eso es mentira. Y es mentira porque la Justicia es una institución que dirime los conflictos entre los seres humanos según el dinero del que dispongan los querulantes, en unos casos, y según la fuerza e influencia políticas que dispongan, en otros casos, los imputados y acusados de perpetrar estos o aquellos delitos. La Justicia es un negocio, no una institución en la que se pueda confiar. Yo misma la engañé en incontables ocasiones y casi nunca se percató de mis fraudes. Y sólo por mi divertimiento el facóquero de mi padre acabó en la ruina, por culpa de la maldita Justicia.

Si ignoráis esta realidad, si creéis en la Justicia como algo a lo que un inocente o una víctima pueden acudir pidiendo la restauración o el reconocimiento de sus derechos, entonces habréis caído en la trampa. Porque vista desde ese punto de vista, la Justicia es, además de un negocio, una patraña. Con frecuencia todos hemos oído decir que quien hizo la ley hizo la trampa. Es muy cierto. Yo misma he jugado con esas trampas infinitas veces. Y por ello mismo podríamos decir también que la Justicia es el negocio de los tramposos, de los más tramposos, y concretamente de los tramposos más sofisticados: los políticos. Todas las figuras y figurines de este dinámico entramado, jueces, abogados, fiscales, procuradores y demás secretarios y funcionarios de juzgados, sirven a esa teatral y espectacular farsa que es la autodenominada Justicia. Un trucaje de normas. Un trampantojo de supuestos derechos, abolidos y eclipsados por una astuta combinatoria de leyes codificadas y pautas teatralizadas, en las que yo misma tantas veces jugué mis cartas y mis mentiras. La Justicia cambia cuando cambian las ideologías. La Historia y la política nos demuestran que esa dama de ojos vendados y romana siniestra es más veleta que una ramera en celo.

Del mismo modo que se puede engañar con la verdad, se puede también convertir en verdad de derecho una mentira de hecho. A la Justicia no le interesa la realidad de los hechos, sino la verdad que se expresa en términos de Ley. La Justicia ensucia en todo momento a quien con ella se relaciona. Y ya he dicho muchas veces que yo misma me he sentido siempre como un feroz y querulante excremento.

 

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Y ahora, en estos momentos amargos en los que la maldad se me agota, en los que ya no dispongo de recursos para dañar nada nuevo, ni siquiera la locura me sirve de fuero o privilegio para evitar el fin de mi tiempo. Me van a imponer una condena a la que no sobreviviré. Y sólo por haber matado a mi madre como a aquellos cuatro o cinco perros con quienes compartía cama y comida. Todo por un plato de zarazas. Nunca perdonaré al suido. En esta celda solitaria y muda, en esta mazmorra, luzbelina por mi sola presencia, echo de menos su olor. No tengo compañía. Estoy aislada de todos. Mi vida no tiene sentido. Sé que no tengo futuro. Ni presente. Soy un recremento de jabalí. Y sin embargo no puedo suicidarme. Soy demasiado cobarde y muy torpe. Me espera un final que aún no puedo imaginar. Ni soportar. Yo fui casi luzbelina. Fui una mezcla de náusea, locura y maldad. Pero sin ninguna belleza. Soy el vómito de un animal. Soy las heces del deseo. En realidad sólo soy lo que fui: un excremento de jabalí.

 

© Jesús G. Maestro

Gijón, 17 de noviembre de 2008.