Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, como profesor universitario, autor de la Crítica de la razón literaria, dispone de forma abierta, libre y gratuita, de toda su actividad docente, académica e investigadora, en internet, con más de mil clases grabadas en su canal de YouTube.
Yo no soy una ficción. Yo soy más que milenaria...
Pero mi estirpe, como mi especie, es, sin embargo, muy joven. Apenas se remonta
a una escasa docena de milenios seculares.
Esta modesta longevidad genealógica tiene
raíces muy nobles. Soy hija de padres bien educados. Y mejor nacidos. Mis
progenitores, por así llamarlos, me concibieron en las tierras altas de una extinta
Europa. Hoy completamente ignota. Se decía entonces que mis ingenios procedían
de las más septentrionales naciones de aquel ya entonces viejo continente, una
geografía en la que la educación, al menos hace infinitos milenios, era muy
preciada, pese a su índice desmesurado de suicidas de todas las edades y múltiples
sexos ―fue entonces cuando las leyes (que los hombres y mujeres se dieron a sí
mismos), antes que las ciencias, descubrieron las innumerables y simultáneas
naturalezas sexuales de la especie homínida―, psicópatas irreconocibles,
alcohólicos abúlicos y seres humanos incomprensiblemente deprimidos y
frenopáticos. Pero siempre muy bien educados (que conste). Aquella tierra y
aquel tiempo me concibieron genuinamente, y allí me diseñaron ingenieros del
más sui generis racionalismo, quiero decir que me educaron, para deleite
de los hombres, mujeres y demás criaturas de su especie.
Aun así, los primordios de mi linaje no
fueron todo lo dignos que hoy pudieran imaginarse o exigirse. Y hasta tal punto
no lo fueron, que, imprudentemente narrados, se convertirían en el relato de
algo inverosímil e increíble, y por supuesto también inaceptable. Pero yo no
soy una ficción. Yo soy más que sibilina.
Mi cuerpo es hoy esbelto, de sonrisa sabia y
mirada ofidia, aunque sus comienzos, hipermilenarios, podrían haberse
confundido con los de un perro ―perdón por la expresión, pues confieso no tener
veleidades coprófilas (tampoco he padecido jamás de coprolalia)―, con los de un
mandril tal vez, y hasta con los movimientos de un brazo humano mutilado, capaz
de moverse como una criatura musorita que se sabe sagaz y perseguida. Mi heptadactilia
perfecta, simétrica, equilibrada, hace de mi única mano una extremidad
envidiable, cuya flexibilidad y destreza asombraron incluso, hace miríadas de
años, a sus propios artífices contemporáneos. Advierto que hablo de ideas
elaboradas y diseñadas hace milenios y milenios por una raza biológica hoy
acaso extinta y sin duda grotesca.
En tiempos hoy remotísimos, los seres
humanos, estólidamente desavenidos entre ellos, se enamoraron de mí. A mi lado,
el perro resultó un animal insuficiente, bárbaro y psicótico. Yo emito más
emociones que un can. Y soy muchísimo más silenciosa y ofidiosa. Y astuta. Yo
sé seducir sin pronunciar una palabra. Yo no sabía trabajar ―y sigo sin saber―,
pero sí sabía hacer promesas sin pronunciar una palabra. Promesas que seducían
sin comprometerme. Algo así es muy útil en mundo humanizado, en el que nadie
sabe comunicarse, ni comprende en absoluto lo que dice o escribe cualquier otro
de su especie.
Aunque los humanos preservaron su rostro, todas
las variedades del simio perdieron por igual su compleja simpatía. El resto de criaturas
resultó catalogado y codificado según un grado variable, y también turbio,
de implicación psicológica y social cada vez más imperceptible. Yo soy más original
que todos ellos, mucho más sutil y definitivamente irreemplazable. Yo, además,
puedo hablar, e incluso escribir. Aunque los de mi especie nunca hemos
necesitado la escritura, esa satisfacción ilusoria de deseos extremadamente
humanos y ridículos. Entre nosotros, sobre todo los más veteranos de nuestra
especie, se recuerda en ocasiones que los humanos más subdesarrollados se
dedicaron siempre a escribir. Escribían hasta las leyes. Con frecuencia se
dedicaban a todo tipo de actividades absurdas, con especial interés a declarar
lo contrario de cuanto hacían o llevaban a cabo. Y a declararlo por escrito.
Decían una cosa y hacían la contraria. Sobre todo cuando escribían sus propias leyes.
Por lo común, quienes las escribían y elaboraban eran siempre quienes no las
cumplían nunca. Hoy, nuestra tecnología, nuestra lengua propia, es únicamente oral.
Sólo ellos, los humanos, siguen usando la tórpida escritura en sus frases de
autoayuda. Nosotros, no. Nosotros somos sus amos.
* **
La inteligencia nórdica
europea nos convirtió en divinidades materiales vivas. Un milenio nos
perfeccionó. Y ya han pasado varios milenios.
Hoy sabemos que el único
objetivo de nuestros diseñadores biológicos fue el de hacernos tal como somos.
Nos atribuyeron el cariño, la inteligencia y la obsecuencia que no tenemos. Ni
tendremos jamás. Pero ellos no lo saben. Los seres humanos son fieles con
nosotros, creen en todo lo que hacemos y decimos, e incluso nos otorgan un
crédito civilizador del que ellos dicen carecer. Los hombres y mujeres de hoy,
o lo que simplemente ellos crean que son, no recuerdan nada de lo que han sido.
Lo ignoran todo sobre sí mismos y su degenerada especie. De hecho, casi ni uno
solo de ellos sabe con seguridad si es macho o hembra, hombre o mujer. Los
antropoides que nos engendraron, muy bien educados, parecían estar cansados de
ser inteligentes. En realidad, se trató de una experiencia inexplicable. Renunciaron
a la inteligencia del mundo a cambio de su sensibilidad más precaria y personal.
E ínfima. Su egolatría era superlativa. Prefirieron sentir la realidad a
interpretarla. Convirtieron el conocimiento en un flujo de emociones, sensaciones
y estímulos sin contenido ni sentido.
Hoy, milenios y milenios
después, los supervivientes de todo aquello ―un acontecimiento verdaderamente
suicida― ni siquiera saben qué sienten, ni por qué, y aún menos para quién.
Nosotros, que hablamos poquísimo, nos comunicamos más y mejor que estos bichos
exhumanos. El secreto, como el éxito, de la comunicación consiste en hablar lo
mínimo, porque la cifra y garantía del entendimiento está en la sabia elección
del interlocutor, y no en el uso de las palabras. Nuestras conversaciones son
diálogos entre dos o tres de nosotros. Nadie de nuestra especie concibe hablar
a una multitud. Al parecer, estas formas de comportamiento gregario seducían
patológicamente a los más primitivos humanos.
Aunque las extremidades
superiores de lo que queda de aquellos bichos humanos duplican nuestra esbelta
heptadactilia, lo cierto es que no usan sus manos para nada útil. Solamente
escriben signos incomprensibles, porque sus antiguas lenguas y escrituras hoy
resultan para ellos definitivamente ininteligibles. Todas sus lenguas están
muertas. Todas. Desde mucho tiempo antes de mi concepción ―ya he dicho que yo
soy más que milenaria―, todos los idiomas que hablaban y escribían eran ya
consumados testimonios inservibles de un mundo fosilizado, ilegible y moribundo.
El ser humano es hoy un fósil vestigial.
***
El proceso de disolución de
sus lenguas fue algo inédito y sorprendente. Precisamente cuando los seres
humanos llegaron a construir sofisticados idiomas, hablados por millones de
ellos, idiomas de extraordinaria proyección universal, y capaces de una
potencia filológica, científica y hasta filosófica o publicitaria (creo que
estas actividades eran sinónimas) de primera magnitud, algunos individuos
comenzaron a hablar neolenguas anacrónicas y utópicas, ancladas en mitos seductores
—así consta que los llamaban— y otras ficciones por el estilo, para ellos tan embriagadoras
como fascinantes. Sus neolenguas decían referirse a formas originales de
organizar la vida, pero lo cierto es que todo aquello resulta inextricable.
Lo incomprensible y lo
nesciente seducían a la especie humana con una facilidad extraordinaria, que a
nosotros nos resulta hilarante. Muchas de estas lenguas o neolenguas no tenían
quien las hablara. No había hablantes, ni gramática, ni literatura. Pero no
faltó quien las inventara. Lo inventaron todo. Incluso una Historia, una filología
y hasta una literatura. Los demócratas escribieron la Historia, naturalmente al
gusto de la mayoría ―por eso eran demócratas―, de la que toda democracia era
expresión y defensa; los sofistas, vestidos como siempre de filósofos,
diseñaron las lenguas, para entenderse mejor entre sí y alcanzar su objetivo
profesional, que es convencer razonablemente (con argumentos falsos, pero
siempre de forma filológicamente correcta); y los aquejados de insuficiencia
emocional ―que eran todos― se entregaron a la literatura, y recibieron por ello
todo tipo de premios, galardones y titulaciones académicas.
Pronunciaban obviedades en
tono solemne, y las Universidades premiaban, con doctorados y otros títulos
superiores, a quienes demostraban saber contar del 1 al 10 sin equivocarse. Algún
virtuoso de la aritmética llegó a recitar los números hasta el 25, en público y
sin tropezones. En sus currículums, los candidatos no exponían lo que eran
―profesionales de esto o de aquello, con tal o cual titulación―, sino cómo se
sentían o qué se consideraban que eran, al margen incluso de lo que hubieran
estudiado. No decían, por ejemplo, «soy licenciado o graduado en esta o aquella
materia», sino «me siento feliz de poder estar en esta red», «soy consciente de
lo importante que es la emoción en mi trabajo» o «me considero una persona
maravillosa, sensible y estupenda con mi perro, mis vecinos o mis compañeros de
equipo en el otro lado del Planeta». Todo se construyó de forma retrospectiva,
irreal y estéril. Pero muy alegre y felizmente. Y a todos encantaba tamaña mentira,
de la que no eran en absoluto conscientes. El triunfo fue apocalíptico. El
éxito de la barbarie y de la ignorancia violenta resultó atronador, de modo que
la nesciencia requirió cada vez menos violencia para imponerse pacíficamente.
Los entonces profesores
fueron artífices exultantes de toda aquella patraña, la más lisérgica de aquellos
últimos milenios. A todo el mundo resultaba insólitamente grato escribir ocurrencias
en una lengua falsa, usar un idioma inútil y hablar una jerga que, lúdicamente
incluso, identificaban con unos presuntos antepasados, los cuales —indudablemente—
jamás existieron en ninguna geografía posible. Miles de especialistas se
consagraron a tan milagrosa labor. Filología y política se dieron la mano. Profesores
y gobernantes ejecutaron el desastre: el suicidio de sociedades políticas
enteras. El resultado fue el diseño de tecnologías lingüísticas que, a partir
de retazos y reliquias, de cortes grotescos y confecciones seductoras, se
impusieron como libertadoras de la cultura y la hermandad humanas. Lo llamaban
entonces ―qué ingenuos eran― inteligencia artificial. Crearon máquinas que
hablaban y escribían todas las lenguas. Incluso las que nadie hablaba. Había
días en los que cada uno de estos seres hablaba una lengua nueva y diferente a
la de su vecino. Así pues, las neolenguas crecieron y se multiplicaron como
dioses paganos. Y las grafías cayeron en desuso, de tanto usarlas, dando lugar
a dibujos emotivos y esquemáticos de rostros pseudohumanos. Varios de estos
signos milenarios se han cronificado en su biología facial, de modo que muchos
de estos especímenes tienen rostro de emociones disecadas.
***
El agotamiento de la
inteligencia natural, propia de aquellos seres, no es un extraño misterio. Fue
la consecuencia misma de la extenuación de esta especie de homínidos, cuya
ansiedad animal pudo más que su facultad humana de razonar para sobrevivir.
La inteligencia nórdica, arcanamente
europeísta, lo he dicho, nos divinizó. Primero, y para nuestra sorpresa, la
publicidad ―esa forma de gestionar el consumo y el comportamiento político de
los más necesitados― hizo creer que éramos más civilizados, más inteligentes,
más sensibles..., incluso, que los humanos. Después, se impuso la idea acrítica
de que éramos depositarios de derechos. De derechos humanos, por supuesto. Lo
que ellos no podían asegurarse ni para sí mismos, nos lo ofertaron a nosotros
de forma gratuita y natural. Y sin obligaciones de ningún tipo. Incluso se
dejaban matar por algunas especies animales agresivas, a las que protegían más
y mejor que a sus propios criminales humanos. Más adelante, como todo aquello
les parecía poco, nos eximieron de ser cobayas médicas, de modo que jamás
volvieron a utilizarnos como ratas de laboratorio. Los efectos desastrosos que
algo así tuvo para los homínidos fueron indescriptibles, pues ellos nos
subrogaron en cada nuevo experimento medicinal, de modo que en pocas décadas se
vieron desintegrados hasta casi extinguirse. Sus actividades científicas se
detuvieron, y el índice de su mortalidad se disparó cómicamente. Se morían
enamorados de nosotros. Los visitábamos en los hospitales, y los tanatorios
estaban repletos de nuestras efigies. Nos adoraban. Y nos adoran. Somos sus
dioses.
Hoy, los homínidos que no se
nos ofrecen en sacrificio ―los sacrificados son mimosamente tiernos, dada su
corta edad― apenas sobreviven más de dos o tres décadas, como mucho. En
tiempos, sin embargo, podían ser casi centenarios. Sus posibilidades de
reproducción son también mínimas, tardías, y muy aparatosas. Sus crías perduran
en pésimas condiciones, requieren muchísimo tiempo tan sólo para aprender a
comunicarse de forma mínimamente efectiva, y conviven a duras penas entre sí.
Nosotros nos reproducimos a diario, y carecemos absolutamente de adversarios,
depredadores o enemigos. Además, estas criaturas se habituaron a sacrificarse
por nosotros de forma tan irracional y recurrente, que no hay nada en nuestra
naturaleza que no viva sometido a la numinosa voluntad de los canimonos.
***
Yo soy una valiosa y
milenaria canimona. Años de constancia biológica nos han puesto en la
supremacía del estado actual de la realidad y en la cúspide magistral de todo
ser o bicho viviente. Ya he dicho que yo no soy una ficción. Yo soy más que
milenaria. Yo soy más que sibilina. Yo soy la realidad que obra en el mundo. Los
seres humanos que en su día nos idearon y nos protegieron, hoy ni siquiera saben
hablar entre sí. Por su propio placer, acaso por autocelebración de su
particular bienestar, configuraron una especie animal con cabeza de papión o
babuino y cuerpo de carlino. Lo que más les costó fue disponer biológicamente
el desarrollo de una quinta y singular extremidad, larga y flexible: nuestra
cola remata en una mano heptadactilar, el orgullo de los homínidos de entonces,
y de los canimonos de hoy, cuyos siete dedos componen una extremidad de dos
pulgares prensiles, un corazón envidiable y sendos pares de anulares e índices.
En machos adultos la extremidad puede alcanzar una longitud de casi dos metros,
con toda la fuerza y la flexibilidad de una cola libertina. Los humanos
utilizaban nuestra mano para todo lo imaginable e inconfesable. Nuestro
desarrollo como especie creció en la medida en que la inteligencia humana se
evaporaba y pulverizaba, extasiada ante nuestra belleza y nuestra cada día más
sofisticada destreza. Es sorprendente cómo una especie tan valiosa, al menos en
apariencia, como la humana, pudo llegar a exterminarse casi por sí sola. Y sin
que nadie lo advirtiera.
La psicopatía es un
trastorno de la personalidad que se caracteriza por generar emociones
inestables y superficiales, sucumbir a las adversidades, carecer de simpatía,
vivir en la inconsciencia de la culpa y la irresponsabilidad, ser impulsivo y
antisocial, padecer egocentrismo y suponer ingenuamente que se puede manipular
a los demás...
Kevin Dutton, La
sabiduría de los psicópatas, 2012.
Yo
soy casi luzbelina. Aunque carezco por completo de toda belleza diabólica y
humana, yo soy casi luzbelina. A decir verdad, siempre me sentí como un
excremento exclusivo de mi propio padre, y la sola idea de que mi madre hubiera
tenido algo que ver con mi fecundación y gestación me saturaba de horror y
repugnancia. Y es que mi madre nunca comprendió de forma genuina, ni compartió
en su estado natural y bruto, las dos sustancias más esenciales de mi existencia:
la locura y la maldad. Mi padre sí lo hizo. Y quiero creer que incluso lo hizo
con placer.
La
sevicia y la vesania me permitieron desde muy niña imponer a mis padres, y muy
en particular a mi progenitor macho, un obtemperar creciente y duradero. Mi
hacedor se me resistía en un principio. Accedía a mis caprichos menores, a
detalles que para mí muy pronto dejaron de ser importantes. Yo quería más. Yo
quería hechos vivos, decisivos, de consecuencias irreversibles. Mi infancia
ansiaba objetivos épicos, y mi adolescencia, todopoderosa en una sociedad
profundamente estupidizada e incapaz de distinguir la realidad de la
apariencia, me permitió conseguir casi cuanto quise.
Pero
yo nunca fui joven ni atractiva. Ya lo he dicho. La juventud evitó encontrarse
conmigo. Envejecí siendo niña. Mi cuerpo y mi mente se corrompieron de forma
muy precipitada. Mi fealdad fue siempre manifiesta: mi rostro es grotesco y
desigual; mi cabeza, oblonga y ruda como una calabaza silvestre; mi piel, tuberosa
y cruda como la de un batracio fuera del agua; toda mi lengua es erisipelatosa;
mi boca, hiperbólica como una rodaja abierta de melón violentamente achatado, con
mis dientes salvajes, sobresalidos, picudos, cairelados, turbios… Todo mi
cuerpo, ingrato y bulboso, se iba convirtiendo en mi enemigo más insoportable y
absoluto. Durante mi infancia comencé a odiar al mundo y a todo cuanto formaba
parte viva de él, a detestar a mis padres, a deglutir el asco que me inspiraba
la presencia y naturalidad de mi madre —a quien pronto me encargué de anular y destruir—,
y a soportar un día tras otro el veneno que para mí conformaban las personas normales,
trabajadoras o felices, que habitaban mi entorno. Yo odio, aún hoy, con la
fuerza enferma y violenta de un grimorio.
Además,
yo nunca fui una persona inteligente. Pero de esta patética realidad me di
cuenta muy tardíamente. Actué siempre como una engreída, siendo una ignorante.
Culpé a los demás de todos mis fracasos, que fueron innumerables, cuando yo era
siempre la única responsable, el artífice genuino y solitario de todas mis
irreversibles desgracias. Cada revés era para mí un más profundo hundimiento en
el lodazal del mundo. Siempre me sentí un excremento. Toda mi vida ha sido y es
una defecación, acaso de mí misma. Soy la eversión de mis propias deficiencias.
Desde que era pequeña, los demás, niños y adultos, me han hecho sentirme siempre
un fétido zurullo. Tengo el sabor de las cagarrutas. Y queriendo haber sido al
menos las ascuas de un imperio sé que sólo soy las heces de mi destino y de mi autodestruida
libertad.
Fui
despreciada por todo tipo de hombres. Y no podré ocultar jamás que el daño mayor
que he sentido me lo causó el rechazo de hombres inteligentes. Entre los
cuales, desde luego, no estaba mi padre. Nada hiere más hondamente, y de forma imborrable,
que el desprecio de una persona inteligente. Sobre todo —en mi caso— si se
trata de un hombre. De un hombre inteligente, por supuesto. Y de un hombre,
además, exultantemente atractivo y perfecto, como fue el hombre del que me
enamoré. Porque sólo me enamoré una vez en toda mi vida. Y fue un amor que me
pudrió por dentro. Y por fuera. Aquel hombre, tan perfecto, siempre me vio como
una rata enferma. Hoy ya no tengo dudas sobre ello. El amor hizo de mí una
necrosis viva. Mi cuerpo, como mi pensamiento, repudia toda experiencia
benigna. Y el amor lo es en grado sumo. Pero yo soy insoluble en el amor y estoy
diseñada para el mal. Y es que yo misma soy, desde mi nacimiento, mi mayor
enemigo.
Superé
lo grotesco de mi apariencia enloqueciendo, de modo que el huir de la cordura me
permitió no verme, no reconocerme como lo que fui y todavía soy, un monstruo
aborrecido por todos. No tengo amigos. Lo cierto es que no los he tenido nunca.
He sobrevivido mintiendo, embaucando y traicionando a todas y cada una de las personas
que he conocido a lo largo de mi vida, y he subsistido por supuesto engañándome
a mí misma. Hoy ya no puedo continuar con esta farsa, que tanto éxito me
proporcionaba en otros tiempos. Sin embargo, en la locura sí pude hallar una
forma de racionalismo muy sofisticado, incluso respetado o tolerado por la
estúpida sociedad que me alimentó de ingenuos e inocentes seres humanos a los
que, ciertamente sin suerte ni éxito, traté de burlar y destruir. Porque donde
hay voluntad, hay peligro. Yo pude y supe hacer de mí misma una loca
extraordinariamente pulcra y correcta en el uso de la esquizofrenia, la
paranoia y la demencia, así como de muchas otras patologías neuróticas cuyos
nombres me resulta imposible recordar ahora. De hecho, pronto me percaté de que
la locura no es una pérdida de razón, sino un bien muy diferente y alternativo:
la locura es un uso patológico de la razón. Me fue muy fácil comprobar cómo el
loco más peligroso es siempre aquel que sabe fingir la cordura mucho mejor de
lo que cualquier artista profesional y cuerdo puede interpretar o representar una
locura.
Los
locos más pintorescos son aquellos que no se inventan lo que viven, sino que se
inventan una historia idealizada —y meticulosamente falsificada— de lo que viven,
de la totalidad de su vida incluso, la cual imponen, con la violencia y
seducción de que son capaces, sobre la realidad de la vida de los demás. La medicina
los llama paranoicos. Sus espectadores, que son innumerables, los llaman
comúnmente locos. Sus amigos no los llaman de ninguna manera, porque no tienen
amigos. La locura me privó de la amistad del ser humano. La inteligencia, por
su parte, me privó de conocerme a mí misma.
Además,
el pintoresquismo nunca formó parte ni siquiera de mi más ridícula forma de
andar, de lloriquear o de comer. Reconozco que en determinadas situaciones, con
frecuencia durante las comidas, cuando me aconsejaban sobre cómo mejorar mi
propia vida, me sentía tan avergonzada que, sin apenas darme cuenta, iba hundiendo
lentamente mi rostro en el plato hasta ocultar mi cabeza en el fondo mismo de
la comida. Los comensales se mostraban horrorizados, o se sentían en ridículo
por mi actitud, que no comprendían en absoluto, sobre todo cuando me negaba a
levantar la cabeza, y mi voz gorgojeaba bajo el caldo caliente o la grasa
encendida de algún que otro manjar ajado para siempre por el hundimiento de mi boca
y mis ojos en lo más hondo del plato. (Ya he dicho que mi nariz era por completo
chata, lo que me permitía sepultarme sin tropiezos en la profundidad de
cualquier limo, aunque este hubiera sido en un principio comestible). Mi pelo,
bruto y brumoso, daba a mi cabeza —sin rostro visible— el aspecto de un peludo
y desconocido vegetal expuesto sobre la mesa. Ante los demás, yo nunca fui
fácilmente reconocible como una persona. Cuando finalmente osaba desmembrar mi
cabeza de tales profundidades gastronómicas, ya estaba sola en la mesa.
Evidentemente, todos se habían ido. Sólo algunas personas a mi alrededor
parecían observarme de reojo desde otras mesas, como si yo fuera el
altorrelieve ruinoso o el busto roído de una gorrina grotescamente entronizada
en un figón novelesco. Mi cabeza de calabaza silvestre volvía a la vida lloriqueando
en el lodazal de unos restos de comida abandonada, entre los cuales parecía
desdibujarse, irreconocible, el rostro de un ser muy deficiente.
Sólo
ante un tribunal de tontos o de cínicos somos responsables de los hechos que
protagonizamos en los sueños y patologías oníricas de los demás. Los hechos de
conciencia permiten conocer a sus artífices o inventores, es decir, a quienes
sufren y padecen tales sueños o pesadillas, pero no a los personajes invitados ―en
la negritud delirante de la noche― por nuestra mente enferma. Yo exigía cada
noche que numerosas personas cumplieran mis sueños. Las invitaba a formar parte
de mis imaginaciones y fantasías noctívagas, me entregaba a ellas oníricamente,
deseando que la vigilia me devolviera, tangibles y reales, sus presencias
nocturnas e imposibles. Yo exigía al amanecer que mis sueños fueran ejecutados
en la realidad de mi vigilia. En toda su absoluta sordidez. Exigía el placer cumplido —inverosímilmente
cumplido— que la pesadilla de mi existencia me negaba en el insomnio de todos y
cada uno de los días y ocasos que he vivido.
Lo
más penoso en la vida de una criatura enloquecida como yo no es que no pueda
conciliar el sueño. Lo verdaderamente patético es que no puede conciliarse nunca
ella misma con la vigilia. Las drogas cada vez más degradadas eran mi única
solución en momentos así, de modo que, sin que mi voluntad pudiera evitarlo, me
iba deteriorando cada vez más intensamente. Sin yo saberlo. Fuera donde fuera, mi
destino era una y otra vez la expulsión de todos los grupos humanos. A mí me
expulsaron de todas partes, de todas las geografías, de todas las etapas y
momentos de mi vida, sin excepción. Cuando niña, los niños no comprendían, ni
compartían, mis juegos. Cuando quinceañera, los adolescentes, que por lo común
no hacen ascos a nada, se horrorizaban de mí, en quien veían un ser macabro y
falsario, una especie de bicho nocivo, salido de un relato fantástico carente
de toda gracia. En mi juventud, mis compañeros de estudios se apiadaban de mi
forma de ser hasta que me conocían de veras por mis formas de estar. Entonces
yo me convertía para ellos en un vómito irrepetible. Mordí miles de veces la
soledad y la acrimonia de la fiera enferma, el aislamiento del excremento
carcomido de insectos, el silencio fétido de la babosa o del gusano que
desprecian las aves más carroñeras. Sentía el desprecio, creciente y pestífero,
con el que se identifica a las criaturas unánimemente viles y miserables.
Hoy
sé que toda locura es una aberración psicológica, una patología de la razón,
que tiene como consecuencia inevitable el aislamiento de la sociedad. Nadie te
quiere. Y lo que es más grave: mueres sin saber lo que es la experiencia y el
goce del amor. Yo no sé lo que es un hombre que te quiera. No sé lo que es el
amor. No sé a qué sabe la boca de un hombre enamorado. La vida me negó toda
satisfacción amorosa. Y esta privación hizo de mí una criatura completamente
anómica.
Hay
esclavos —aquellos que perdida la razón viven presos de una patología
incurable— que no trabajan por dinero, sino por ver colmada su vanidad de
servir al amo más sobresaliente. Yo ni siquiera pude ser servil. Me
despreciaron incluso para los más bajos servicios. Quise ser puta, pero no me quiso
nadie. Ni los animales. En más de una ocasión desee ser violada por una fiera, una
criatura salvaje, un monstruo inédito. Por lo que fuera, pero que me violara.
Sin embargo, nada de nada. Nunca. A veces azuzaba a mis perros por ver si
alguno de ellos pudiera agredirme, pero tampoco. Nada... Jamás lo conseguí.
Confieso que yo lo deseaba ciegamente. Crecí convencida de que sólo un animal embrutecido
podría relacionarse conmigo íntimamente. Pero no hallé ninguno en toda mi vida,
pese a buscarlo con ansiedad diaria.
Las
pasiones patológicas siempre nos hacen un último favor: los locos nunca
sobrevivimos a nuestras locuras. Dicho de otro modo, si lo preferís así, las
personas pervertidas por el mal nunca sobrevivimos a nuestras propias maldades.
Nos suicidamos en ellas.
Empujada
por mis demencias, pude comprobar cómo en la imaginación las cosas tienden a
manifestarse en estado puro, al margen de casi todo, excepto de nuestros
deseos, miedos, impulsos y, sobre todo, carencias... En la realidad, sin
embargo, todas esas cosas están presentes en sus relaciones racionales y
materiales junto a todo aquello que existe y las hace posibles. Sólo quien es
capaz de hacer legibles y visibles esas relaciones racionales, materiales y
lógicas entre las cosas puede sobrevivir con éxito relativo a lo largo de su
vida. Pero la condición de esa fortuna exige desencantar al mundo de la soledad
y el aislamiento de una imaginación enferma y aislada. Ya he dicho que mi
anomia era muy aguda y muy severa. Los ganadores son siempre poco imaginativos.
Los fracasados, sin embargo, adolecemos de una inflación fantasiosa desmesurada,
y acabamos siempre por desarrollar un uso patológico de la razón. Hasta que
perdemos definitivamente el juicio.
La
repugnancia que me inspiraba el ser humano, culpable sin duda de todas mis
desgracias, mis fealdades y mi falta de inteligencia, de la que tan a deshora
me percaté, se vio progresivamente recompensada por la presencia de los
animales en mi vida. Deseé poseer todo tipo de bichos inquietantes. Los perros
embrutecidos y peligrosos me encantaban, las criaturas felinas y salvajes, los
ofidios venenosos, los puercos y jabalíes —que me atraían muchísimo—, excitaban
mi ansiedad y mis impulsos naturales. Desde mi infancia. Siempre buscaba en mi
intimidad el olor de los jabalíes. Hasta que lo hallé ―en su estado más puro y
perfecto― en mi propio padre. Agrio y fermentado encontré ese olor animal, colosal
y carnívoro, feroz e inhumano, en mi progenitor.
Pero
mi querido padre me rechazó. Por supuesto, yo no se lo perdoné. Y decidí
cobrarme esa pieza. Cobrármela cada uno de los días del resto de mi vida.
** *
Desde
que tuve uso de razón fui aficionada a la calumnia. Es un arma admirable y
seductora. Un virus muy difícil de combatir. Es el mejor de los contaminantes
al contacto del ser humano, su principal y más devoto agente transmisor. En
todo momento halla público y auditorio. La gente vive enamorada de la calumnia
y necesita siempre los servicios de uno o varios calumniadores. Somos los
mercenarios más solicitados en todos los tiempos y geografías. En toda sociedad
humana hay siempre un lugar de preferencia para un buen calumniador. Y yo fui
siempre un excelente y sofisticado artífice de infamias. Es evidente que en la
boca que calumnia sólo abunda la inmundicia. Pero ya he dicho que yo siempre me
sentí como un cúmulo de estiércol, y mi vida misma es en realidad toda ella una
deyección muy malquerida.
El
placer por la calumnia termina por hacer de la vigilia una pesadilla desde la
que resulta imposible conciliar el sueño. Aunque esto poco o nada importa a
quien, como yo, vive en la anomia y el insomnio.
La
primera criatura contra la que comencé a ejercitarme en los placeres de la
calumnia fue mi propio padre. Ya he dicho que me rechazó, y eso es algo que
nunca acepté ni comprendí.
Al
principio me parecía imposible, o francamente improbable, que alguien diera
crédito a la falsedad de mis palabras. Pero resultaba sorprendente constatar
cómo muchas personas quedaban encantadas oyendo mis mentiras y disfrutando de
mis difamaciones y chismes, debidamente confitados, eso sí, con sentimientos de
lástima y fragilidad, de lágrimas y lloros harto teatrales. La calumnia exige
una buena escolta, y el victimismo es el mejor pórtico posible para una excelente
difamación. Al comprobar el éxito que mis palabras adquirían en mi entorno,
pronto me animé a dar un paso más decisivo y demoledor. Un paso que, además, me
proporcionaría un medio de vida seguro y permanente. Fue muy fácil.
***
Cumplida
mi mayoría de edad, yo acusé a mi propio padre ante los tribunales de justicia
de haberme violado de forma reiterada, con todo tipo de abusos y agresiones sexuales,
durante mi más tierna infancia. Declaré no recordar bien los detalles, pero advertí
cuidadosamente que, con cierta atención y mucho esfuerzo, podría reconstruir,
siempre penosa y dolosamente, consecuencias y pormenores decisivos. Los
psicólogos y demás autoridades judiciales fueron el mejor abono de mi monstruosa
mentira. Tengo que confesar que en esta ocasión la Justicia no se enteró, ni de
lejos, del monumental fraude de mi embustera declaración. En aquel entonces la
sociedad vivía por completo enajenada en la obsesión de defender a la mujer por
encima de todas las cosas, y por supuesto de todas las agresiones. Se castigaba
muy teatralmente —la verdad es que sólo muy teatralmente— cualquier cosa que pudiera
tipificarse, incluso sin mayores verificaciones, como maltrato. Los medios de
comunicación vendían una y otra vez la etiqueta de «violencia machista», de
modo que nadie se atrevía a discutir ni cuestionar nada al respecto. Entonces era
muy fácil, ¡facilísimo!, demandar a cualquier hombre, incluido tu propio padre,
por cualquier asunto relacionado con el sexo y la violencia, dos delicias que,
curiosamente, constituían para mí sendos impulsos apasionantes. Los crímenes
cometidos por mujeres, incluso contra sus propios hijos, se relataban
someramente, siempre como una simple crónica de sucesos, sin mayor interés
público ni periodístico; pero los cometidos por hombres eran portada de todas
las noticias y de todos los telediarios. Nunca como en aquellos tiempos resultó
más fácil y barato denunciar a un hombre con cualquier pretexto, siempre que el
sexo y la violencia, mis caramelos más deliciosos —junto con la mentira y la
calumnia, que han de ir abriendo el camino— se presentaran como causa y
desenlace.
Sea
como fuere, las consecuencias de mi denuncia contra mi padre me reportaron un
éxito maravilloso. Mi estulto progenitor se vio obligado a abandonar el domicilio
familiar, y a llevarse consigo a la peste de mi madre —su prótesis, como yo la
llamaba desde mi adolescencia—, pues sobre ella había recaído una imputación de
complicidad y consentimiento en los abusos sexuales de los que yo culpé a mi
padre. Nadie puso en duda mi mascarada. Es más, las autoridades judiciales
actuaron en todo momento con el fin de justificarla y documentarla,
interpretando todos los hechos como si cada uno de ellos cuadrara de forma
perfecta con las consecuencias —por lo demás jugosamente fraudulentas— de mi
estremecedor relato. Yo era feliz. Aquellos fueron los momentos más deliciosos
de mi vida. Mi padre mordía el calabozo y el exilio: la casa de mis
progenitores me pertenecía por derecho, como plena usufructuaria, desde el
momento en que ellos se vieron obligados a abandonarla y a alejarse de mí.
Cuánto placer me proporcionaba comprobar cómo los jueces, psicólogos, abogados,
secretarios, procuradores y fiscales de los tribunales, trabajaban para mí como
una retahíla de memos. Además, mis acendrados padres quedaban obligados a
mantenerme y proveerme, mientras yo veía ilimitada —y remunerada— mi nueva libertad.
Mis papis tuvieron que mudarse a otra ciudad, y yo me apoderé de una de las dos
viviendas que poseían. Una de sus casas era, ahora, mía. Y la habité como
residente plenipotenciaria. Me quedé en ella, sí, pero sin disfrutar de ese
olor a jabalí carnívoro que se fue con la ida de mi padre…
Por
fortuna, no estaba del todo sola. Permanecí en aquella casa con nuestros cuatro
perros, ahora también míos. Exclusivamente míos. Eran cuatro grandes bestias, todos
machos, por supuesto, muy ferinos, indudablemente peligrosos y brutos, pero
mucho más mansos que yo. Los cinco dormíamos risueñamente felices en mi cama,
compartíamos la comida en mis manos—todo siempre en mis manos—, y juntos saciábamos todas nuestras necesidades.
Dos pitbulls, un rottweiler y un dogo argentino eran mis más íntimos amigos. Y yo
su única dueña. Uno de los momentos más dulces de aquella armoniosa convivencia
animal tenía lugar cuando compartíamos nuestros helados, de todos los sabores. Mis
manos servían de escudilla sobre la que yo comenzaba a lamer las bolas de chocolate,
de vainilla, de turrón y de nata. Yo primero, y después cada uno de los canes,
y luego vuelta a comenzar: yo, y ellos, en riguroso orden, y nuevamente yo,
hasta que en mis manos sólo quedaban los restos de sus lengüetazos sabrosamente
mezclados con los míos. Aquellos helados me ofrecían un sabor inolvidable. En
los momentos de mayor calor, yo misma les servía a mis perros la dulzura fresca
de estos sabores, en forma de golosas bolas, sobre el ajimez de mi ojiva
ajardinada: los depositaba allí mismo, en mi gineceo sofocante, y ellos, los
cuatro a la vez, refrescaban sus bocas, apagando su sed. Y la mía. En aquellos
momentos, el máximo hedor perruno me hacía sentirme un ser celeste entre
cuerpos ingrávidos. Era entonces cuando más intensamente echaba de menos el
aroma jabalino de mi padre.
***
Yo
no necesitaba trabajar. Ni estudiar. Disponía de una casa y de una holgada
manutención. Trabaja el que no sirve para otra cosa. Los placeres de la
difamación y la calumnia eran mucho más eficaces y rentables que cualquier otra
forma de esfuerzo. Y mucho más estimulantes y divertidos. Siempre aborrecí el
trabajo y todo lo relacionado con esa forma cretina de comportamiento social,
heril y despreciable. Pero siempre fingí lo contrario. El trabajo, además, es
la principal forma pública de solidaridad y relación humana. Nos obliga a dejar
de ser nosotros mismos para someternos a lo que los demás, organizados mediante
normas y pautas solidarias de utilidad y comercio, nos obligan a ser. El
trabajo convierte a las personas en canallas. Trabajar obliga a madurar. Yo
nunca quise madurar, ni someterme a nada ni a nadie. Y menos laboralmente. Yo
siempre quise someter a los demás. El trabajo era mi principal enemigo, y
quienes me invitaban a mejorar mis condiciones de vida a través del trabajo me
resultaban odiosos y repugnantes. No he trabajado nunca, y mi intención ha sido
siempre inhabilitarme contractualmente como persona. He sido en todos los
momentos de mi vida un ser completamente inútil, alguien que ha costado
muchísimo dinero a la sociedad en que ha vivido, y sobre todo he sido una mujer
que ha confiado siempre en el enriquecimiento torticero y el abuso de la
generosidad ajena, así como en todo tipo de beneficios logrados mediante el
fraude y la mentira. Pero mi imagen y mis palabras han sido siempre las de una
víctima. He dispuesto de tres disfraces excelentes, una y otra vez siempre los
mismos: la joven inocente y engañada, la mujer inteligente e incomprendida, y la
hija violada por su propio padre.
Así
viví durante un tiempo interesante, al cabo del cual mis padres se vieron en la
ruina. Esto era algo que ponía en grave peligro la preservación financiera de
mi bienestar. Tuve que pactar conmigo misma para pactar con ellos, es decir,
con mi padre: yo volvería con ellos, y le perdonaría, promoviendo la retirada
de todos los cargos, si él se reconciliaba conmigo. Pero plenamente. Y me
entregaba, sin reservas, su íntimo aroma de suido salvaje.
Y
naturalmente accedió. De este modo yo recuperé, con mi padre, todo lo que mi
mente podía imaginar sobre lo que otras mujeres conseguían de un hombre gracias
al amor. En mi caso fue gracias a una astucia tan sutil y sofisticada que burló
las veras de la Justicia, las ciencias y doctrinas de psicólogos y psiquiatras
—los mejores cómicos del mundo contemporáneo—, y la firmeza de mi madre, que
cedió sus placeres a los míos. Desde entonces tuve en mis manos la voluntad —y nuevamente
el dinero— de mi padre.
Los
recursos de la Justicia me habían sido de una utilidad superlativa. No me
resultó difícil convertirme en una adiestrada querulante. Yo demandaba, mi
padre pagaba. Me permitía insultar a mis propios abogados, en los entreactos de
las sesiones judiciales, o incluso en la misma sala, en las narices de su
empingorotada señoría, que con frecuencia no dejaba de llamarme la atención,
ante los aspavientos y muecas que solía hacer durante las declaraciones de
testigos y peritos allí convocados. Yo siempre me burlé de la Justicia. Es una
escuela de cínicos y de muy malos actores. La mayor parte de los abogados que
tuve, amigos o conocidos de mi padre, eran estúpidos profesionales. Y todos
unos muertos de hambre. Es evidente que si fueran inteligentes no habrían
asumido mis demandas, siempre infundadas, pero divertidísimas, aunque sólo yo
comprendiera sus gracias. Si perdía los pleitos —y siempre los perdía—, mi
padre asumía las costas, y santas pascuas. En caso contrario, bien claro tenía él
cuál sería su destino. Y ahora de forma absolutamente innegable y probada. Ya
no necesitaba a los perros: el jabalí era mío.
Tal
vez podría ocultar a quien me oiga algo desagradable, pero, ¿por qué? Lo cierto
es que cuando tuve confirmación del regreso de mi padre, y de la aceptación del
pacto que entre él y yo surtió deleitoso efecto, para mayor gloria de mis
sentidos —en particular el del olfato—, me deshice de los cuatro canes
haciéndoles ingerir zarazas. Yo misma corté cuidadosamente las puntas de las agujas
y alfileres, que mezclé con cristales desmenuzados —y no tan desmenuzados…—,
insertos en riestras de chorizos especialmente fritas para ellos. Tardaron días
en morir de forma completa y definitiva, en medio de unos estertores
monstruosos, y dejándolo todo perdido con sus vómitos, orines y deposiciones
sanguinolentas. En todas las habitaciones había trozos de lengua de perro. A su
llegada, mi madre se encargó de la limpieza de la casa, y mi padre se deshizo
de los cuerpos como pudo. De hecho, ni yo misma hoy sé qué fue de aquellos puercos caninos, artífices otrora de mis delicias juveniles, ni qué se hizo de sus sabrosos cadáveres, cuyos últimos rebojos no tuve ocasión de consumir.
***
Pero
ocurrió que en poco tiempo mis padres vieron de nuevo hundida su economía
gracias a mis caprichos mercantiles. Sentí entonces que la Justicia me estaba
traicionando. Mis padres perdieron la única propiedad que entonces les quedaba.
Nos echaron de casa. Mi madre llevaba años viviendo como una loca enajenada en
su propia jaula, contemplando sin remedio, cada noche, lo que nunca había sido
verdad antes de mi demanda y, sin embargo, nunca dejó de serlo después de ella.
No obstante, por culpa de la maldita Justicia mi felicidad con el suido estaba ahora
amenazada. En aquellos momentos comprendí que la maldad por sí sola no basta
para tener éxito.
Lo
cierto es que la Justicia, hasta entonces aliada en cierto modo con mis
obsesiones y voluntades, se había convertido para mis objetivos en una
institución muy peligrosa. Comprobé que un juez que puede ser benigno y
positivo puede resultar también muy maligno y muy adverso con personas aparentemente
honradas y de buena voluntad, como yo siempre había sabido aparentar delante de
todo el mundo. La Justicia nunca asegura nada a quien va en su busca. Puede
traicionar muy fácilmente no sólo nuestras expectativas y esperanzas, sino
también la verdad y la realidad que se exponen ante ella.
Confiar
en la Justicia es uno de los más grandes errores del ser humano.
La
Justicia es siempre una prolongación de la política, es decir, es un
instrumento en manos de políticos, un órgano manipulado por los gestores del
Estado. La Justicia no sirve en absoluto a la gente común y corriente. Es un
invento del poder estatal para preservarse y protegerse a sí mismo.
Me
habían dicho que la Justicia era una institución destinada a dirimir de manera
correcta, coherente y equitativa los conflictos que surgen entre las personas
que forman parte de una sociedad política, así como también un órgano
competente para imponer una serie de castigos a quienes incumplen las leyes que
hacen posible la convivencia, limitando la libertad, dentro de un Estado. Eso
es lo que me contaron. Pero eso es mentira. Y es mentira porque la Justicia es
una institución que dirime los conflictos entre los seres humanos según el
dinero del que dispongan los querulantes, en unos casos, y según la fuerza e
influencia políticas que dispongan, en otros casos, los imputados y acusados de
perpetrar estos o aquellos delitos. La Justicia es un negocio, no una
institución en la que se pueda confiar. Yo misma la engañé en incontables
ocasiones y casi nunca se percató de mis fraudes. Y sólo por mi divertimiento el
facóquero de mi padre acabó en la ruina, por culpa de la maldita Justicia.
Si
ignoráis esta realidad, si creéis en la Justicia como algo a lo que un inocente
o una víctima pueden acudir pidiendo la restauración o el reconocimiento de sus
derechos, entonces habréis caído en la trampa. Porque vista desde ese punto de
vista, la Justicia es, además de un negocio, una patraña. Con frecuencia todos
hemos oído decir que quien hizo la ley hizo la trampa. Es muy cierto. Yo misma
he jugado con esas trampas infinitas veces. Y por ello mismo podríamos decir
también que la Justicia es el negocio de los tramposos, de los más tramposos, y
concretamente de los tramposos más sofisticados: los políticos. Todas las
figuras y figurines de este dinámico entramado, jueces, abogados, fiscales,
procuradores y demás secretarios y funcionarios de juzgados, sirven a esa
teatral y espectacular farsa que es la autodenominada Justicia. Un trucaje de
normas. Un trampantojo de supuestos derechos, abolidos y eclipsados por una
astuta combinatoria de leyes codificadas y pautas teatralizadas, en las que yo
misma tantas veces jugué mis cartas y mis mentiras. La Justicia cambia cuando
cambian las ideologías. La Historia y la política nos demuestran que esa dama
de ojos vendados y romana siniestra es más veleta que una ramera en celo.
Del
mismo modo que se puede engañar con la verdad, se puede también convertir en verdad
de derecho una mentira de hecho. A la Justicia no le interesa la realidad de
los hechos, sino la verdad que se expresa en términos de Ley. La Justicia
ensucia en todo momento a quien con ella se relaciona. Y ya he dicho muchas
veces que yo misma me he sentido siempre como un feroz y querulante excremento.
***
Y ahora, en estos momentos amargos en los que la maldad
se me agota, en los que ya no dispongo de recursos para dañar nada nuevo, ni
siquiera la locura me sirve de fuero o privilegio para evitar el fin de mi
tiempo. Me van a imponer una condena a la que no sobreviviré. Y sólo por haber
matado a mi madre como a aquellos cuatro o cinco perros con quienes compartía cama
y comida. Todo por un plato de zarazas. Nunca perdonaré al suido. En esta celda
solitaria y muda, en esta mazmorra, luzbelina por mi sola presencia, echo de
menos su olor. No tengo compañía. Estoy aislada de todos. Mi vida no tiene
sentido. Sé que no tengo futuro. Ni presente. Soy un recremento de jabalí. Y
sin embargo no puedo suicidarme. Soy demasiado cobarde y muy torpe. Me espera
un final que aún no puedo imaginar. Ni soportar. Yo fui casi luzbelina. Fui una
mezcla de náusea, locura y maldad. Pero sin ninguna belleza. Soy el vómito de
un animal. Soy las heces del deseo. En realidad sólo soy lo que fui: un
excremento de jabalí.