1. En una entrada en YouTube, usted
explica por qué los universitarios, en general, ya no quieren asistir a clase
presencial. Y se responde con un casi incontestable «porque no necesitan
hacerlo». ¿Nos ayuda a comprender mejor su perspectiva?
No asisten a las clases presenciales
porque no necesitan hacerlo, y de hecho no necesitan hacerlo por muchísimas
razones. No es necesario asistir en persona a una clase cuando esa clase puede
impartirse y recibirse telemáticamente. Pero es que además no es necesario
acudir en persona a un lugar para recopilar apuntes que se pueden descargar de
un repositorio de internet, como hace pocos años se podían recoger en una
fotocopiadora. A mi juicio, impartir clases presenciales en la Universidad es
una completa pérdida de tiempo en muchísimos aspectos, tanto para profesores
como para alumnos. Bastaría impartir una lección magistral una vez por semana,
y responder a las cuestiones y dudas que plantearan los alumnos, bien por
correo electrónico, bien en vídeo, según la necesidad y exigencia de las
cuestiones que se tratan. Naturalmente, hablo de las materias que yo imparto,
Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Quede claro que no tengo
ninguna razón para disponer cómo el resto de mis colegas de otras disciplinas,
Escuelas o Facultades, han de hacer su trabajo o impartir sus clases. Hablo de
mis materias, no del trabajo ajeno, sobre el cual ni tengo, ni deseo tener,
ninguna implicación. Sea como fuere, comprendo perfectamente que el alumnado no
asista a las clases presencialmente, porque tiempos y espacios pueden ser un
enorme obstáculo. Los horarios no siempre coinciden bien para poder asistir a
clase, y las distancias son en ocasiones enormes, con problemas de tráfico y
circulación. Construir universidades a 20 kilómetros de centros urbanos es un
disparate. A mi juicio, las clases presenciales deben reducirse al mínimo
imprescindible. Se me dirá que tal vez algo así desnaturaliza la relación entre
el profesor y el alumno. Se puede decir lo que se quiera. Me da igual, me es
indiferente. Yo digo lo que yo pienso. La relación entre el profesor y el
alumno debe ser estricta y exclusivamente profesional, académica y distante.
Fuera del aula y fuera del horario laboral esa relación no tiene sentido. No
hay que mezclar el trabajo con nada ajeno al propio trabajo. Esto es lo que yo
pienso. Cada cual que haga lo que quiera.
2. Como analista de la educación, y en
particular de la educación superior, ¿Cuál diría que es el estado de la
cuestión de la educación universitaria en España a día de hoy?
El estado de la cuestión, es decir, el
estado en el que se encuentra la educación se puede interpretar de tantas
formas como personas hay. De hecho, cada persona lo interpreta como quiere,
como le da la gana y como más le gusta o le disgusta. Dado que cada uno dice lo
que quiere y todos lo que les apetece, la cosas se hacen como disponen los
políticos. La gente habla, comenta, interpreta, publica libros y artículos,
hace debates, pero en realidad a nadie le importa de verdad la educación científica.
Yo observo que hoy, ante la educación científica, y el estado de la cuestión
―por atenerme literalmente a la pregunta―, se dan tres formas de
comportamiento. En primer lugar, están los que, a juicio de los unos, destruyen
la educación, saturándola de contenidos ideológicos, pedagógicos, políticamente
correctos, etc. En segundo lugar, están los que, a juicio de los otros,
defienden una educación clásica, tradicional, más conservadora, basada en
tendencias del pasado, la memoria, el aprendizaje de conocimientos, etc. Unos y
otros, a mi modo de ver, invierten mucho tiempo, tanto publicando libros y
artículos como organizando muchos debates. Hacen negocio y publicidad con una u
otra cuestión. Sin embargo, a mi modo de entender, hay una tercera vía, que es
la que yo practico, y que consiste en impartir ―al menos ésa es mi intención,
otra cosa es que lo consiga― clases de calidad, con contenido académico y
utilidad práctica. Yo no pierdo mi tiempo en debates. No debato con nadie,
porque no tengo nada que debatir. Cada cual puede tener la idea que quiera,
porque a mí todas me resultan igual de indiferentes. Yo hago mi trabajo, y lo
que piensen los demás no es asunto mío. Lo único que me importa es impartir
clases que considero tienen calidad en relación con la Teoría de la Literatura
y la Literatura Comparada, que es mi razón profesional de ser y de ejercer la
docencia y la investigación. Las personas que cada día me hablan de lo mal que
está la educación me resultan tan sospechosas como las que me hablan de lo bien
que está la educación. No me interesan sus conversaciones. No necesito que me
expliquen cómo es la realidad de la que formo parte. Me interesa la libertad y
la calidad de la educación científica. No leo libros de filósofos que me dicen
cómo tengo que impartir clase. No me interesa. Prefiero leer a Cervantes, a
Quevedo o a Homero, por ejemplo. Me preocupa el contenido y la calidad de mis
clases. Los debates se los dejo a los demás.
3. Los más agoreros dicen que a la Universidad
llegan mal preparados, que hay un problema no resuelto por las distintas
reformas educativas…
El éxito de la educación, de toda
educación, universitaria y de todo tipo, es un autodidactismo encubierto. Yo
tuve profesores de Universidad pésimos, vagos, mal preparados y también malas
personas. Nadie me regaló nada. Ni a mí ni a ―casi― nadie de mi generación. No
me educaron con contemplaciones. Lo que se lleva ahora ―fingir preocupación por
el prójimo― no se daba en la década de 1980. ¿Que los alumnos llegan mal
preparados a la Universidad? ¿Y cuándo no fue así? Sí es cierto que en otros
tiempos, hace 20 o 30 años, los alumnos que llegaban mal preparados a las aulas
universitarias, y no estudiaban, suspendían, o abandonaban la carrera. Hoy se
evita el fracaso universitario, y se les aprueba, aunque no sepan, para que no
haya suspensos ni abandonos. De este modo, se evita hacer público el fracaso
del sistema académico, social y democrático. Incluso a través de la denominada «evaluación
curricular» se puede aprobar a un alumno con dos asignaturas suspensas para que
se gradúe, y de esta manera no figure, ni compute, nunca como un fracaso
universitario. Es un autoengaño. Un autoengaño colectivo, institucional y
consentido. Los mismos profesores que en unos lugares y circunstancias se
lamentan de lo mal que está la educación, en otros momentos y contextos votan a
favor de graduar a un alumno con dos materias suspensas. Y tan felices. ¿De qué
quiere que me sorprenda? Las reformas educativas resuelven el problema
perfectamente: no hay fracaso académico. Todos aprueban. Entonces, ¿cuál es el
problema? ¿Qué los alumnos no saben leer ni escribir? ¿Y qué? ¿Cuántas personas
hay que no saben leer ni escribir correctamente y gestionan la vida de millones
de ciudadanos supuestamente inteligentes, trabajadores y honrados? ¿O acaso la
democracia actual no está diseñada para dar opciones a todo el mundo, al margen
de sus méritos, esfuerzos o merecimientos? La vida humana nunca ha sido justa.
¿Por qué gracia insólita y gratuita tendría que serlo en el siglo XXI? Otra
cuestión es que estos criterios no gusten a algunas personas, pero de su éxito
no se puede dudar, porque permiten que el fracaso resulte invisible a todos los
efectos. Y los fracasos invisibles no computan. Pero que no se registren en un
acta no significa que no existan. La democracia posmoderna está organizada para
invisibilizar el fracaso, y conseguir que la gente se sienta feliz, aunque su
vida personal y profesional sea una ruina irreversible, una miseria sin dinero
ni trabajo o una incapacidad crónica y absoluta para superar las más básicas
limitaciones. Se busca la felicidad, no la inteligencia. Se busca la
apariencia, no la libertad. Se vive en el autoengaño, y no en el secreto de la
educación: superar el desengaño para abrirse camino en la vida. Pero la
ignorancia, como la pobreza, no se puede disimular. La inteligencia no se puede
fingir. Las consecuencias de la ignorancia entre los jóvenes son, hoy, la
principal causa de enfermedades mentales. Una pandemia que en el siglo XXI se
multiplica exponencialmente. La solución no está en la psiquiatría, sino en la
prevención que sólo se puede llevar a cabo desde una educación basada en el
desengaño ante las exigencias de la vida. La locura es el resultado de una vida
personal que no sabe hacerse compatible con la realidad.
4. En 2023 conocimos los resultados
del I Estudio Nacional sobre el Estado de Ánimo de los Docentes, y el principal
de ellos es que uno de cada tres presentaba depresión o síntomas de ella. ¿Cómo
podemos proteger a los docentes, con carácter general, en cualquier etapa
educativa?
Yo no puedo responder a esa pregunta,
porque no soy psiquiatra ni psicólogo. Lo que sí sé es que muchas personas tienen
que trabajar en condiciones muy adversas, en la docencia y fuera de la
docencia. Hay trabajos que requieren un vigor físico y psicológico que, si no
se posee, no pueden ejercerse. Sé que quien no trabaja, no madura. Sé que el
trabajo es imprescindible para abrirse camino en la vida y que es una de las
medidas más precisas del grado de madurez de una persona. Si alguien es
vulnerable a determinados hechos que le impiden ejercer su trabajo, tiene
esencialmente dos alternativas: superarlos o sucumbir. Trabajo es aquello que
se hace sólo por dinero. La docencia es un trabajo mucho más duro de lo que la
gente cree. Hay que enfrentarse a muchas situaciones, y todas ellas adversas.
La gente idealiza la docencia hablando de muchas tonterías: la formación del
alumno, la dignidad del trabajo, el cultivo del espíritu, el valor de las
Humanidades, la importancia de la filosofía, y otras monsergas por el estilo,
muy ajenas a la realidad de la docencia. Siempre recuerdo un hecho que viví
directamente como estudiante universitario. Uno de nuestros profesores de
entonces tenía la costumbre de formar un corrillo con alumnos a la puerta del
aula una vez terminada la clase. El tema del corral era siempre el mismo, la
arenga del docente idealista: «seréis un día profesores, educaréis las almas de los más
jóvenes, la pureza espera vuestras palabras...». Y varias ridiculeces por el
estilo. Un día, en el corro, estaba presente una alumna singular, que miraba a
aquel infeliz parlante de forma disidente y casi amenazante. El profesor, con
modales de clérigo, y aflautando la voz, le preguntó, focalizándola: «¿Y tú,
por qué dudas? ¿No quieres ser profesora el día de mañana, y educar a jóvenes necesitados
de sabiduría? ―No―, respondió ella. A lo que él, más infeliz que nunca,
preguntó: ―¿Entonces, qué quieres ser?... ―Puta», concluyó ella. Aquel día el
corro se disolvió antes de lo previsto. Desconozco si mi compañera cumplió su
palabra.
5. ¿Y cómo podemos inculcarles a
nuestros estudiantes que, si no se esfuerzan, los títulos, por más que los
consigan porque una u otra ley sea más permisiva o flexible que otra, les
servirán de poco cuando se enfrenten al mercado laboral?
No lo sé. Pero sé que ésa no es mi labor.
Mi trabajo no consiste en inculcar lo que deben hacer o no con su vida, su
esfuerzo o su voluntad. Eso es una cuestión personal, y responsabilidad de cada
individuo, no mía. Mi trabajo consiste en impartir clases de calidad ―insisto
en que otra cosa es que lo consiga― sobre Teoría de la Literatura y Literatura Comparada,
y desarrollar una labor investigadora que sirva a quienes me sucedan en el
desarrollo del conocimiento. Las citas con la realidad son inexcusables. Y
entre ellas, hay tres citas imposibles de eludir: la salud, el trabajo y el
dinero. Dicho en una sola palabra: la necesidad. Éste es el más potente y crudo
magisterio. Con la necesidad no sirven los idealismos, ni la pedagogía roussoniana,
ni las filosofías de autoayuda, ni el narcisismo arácnido ―no hay tela sin
araña― de las redes sociales. Cuando el trabajo es improductivo, el dinero
falta y la salud falla, ¿qué queda del ser humano? Pues eso es lo que se va a
encontrar la mayor parte de la gente a lo largo del siglo XXI: un fracaso
personal y profesional al que le resultará imposible sobrevivir. El idealismo
no resuelve los problemas reales, los intensifica, al ignorarlos. La educación
no puede basarse en el idealismo, sino en todo lo contrario: en un
enfrentamiento crudo con la realidad.
6. Jugando con el título de aquella
canción de Golpes Bajos, ¿son estos malos tiempos para los clásicos, su
especialista, para la Historia, para la filosofía…?
Yo nunca he conocido buenos tiempos para
nada ni para nadie. He conocido tiempos en los que era posible hacer ciertas
cosas y tiempos en los que no. Lo que sí sé es que desde que entré en la
Universidad, primero como estudiante y luego como profesor, todos los cambios
que he conocido han sido siempre a peor en todo. Todo cambio suponía la
introducción de un nuevo obstáculo, superior a cualquiera de los anteriores.
Llevo ya 30 años ejerciendo la docencia universitaria, en España y fuera de
España. En el extranjero las cosas no son mejores. Cuando la gente dice, narcisistamente
y de modo despechado, que se va de España a trabajar en el extranjero,
pienso... «al plato vendrás, y entonces verás». No he visto que nada de cuanto
se ha introducido, ni legislativamente ni de otro modo, haya servido para
mejorar nada. Ni en España ni tampoco fuera de España. En Estados Unidos la
libertad en la Universidad es una absoluta ficción. La Universidad es hoy,
allí, en la anglosfera, en el país en el que la libertad es, ante todo, una
estatua, como diría Pablo Neruda, un lugar peligrosísimo e inseguro. Las cosas
han cambiado, pero no para mejor. Incluso las cosas cambian a mitad de juego:
cambian las normas del juego en medio de la partida. Se nos dan unas
instrucciones para desarrollar nuestro currículum académico, y cuando llevamos unos
años formándonos conforme a estos criterios, surgen nuevas normas, que ningún
profesor ha votado ni consensuado jamás, en nombre de las cuales normas los
criterios antes vigentes cambian de forma radical. La democracia funciona así.
Unos cambian las normas que afectan a todos, sin que la mayoría pueda hacer
nada por evitarlo. Yo no voté el Plan de Bolonia. Ni yo ni nadie. Se nos
impuso, y punto. A nadie se le preguntó si estaba de acuerdo o no. La Aneca
cambia sus normas cuando quiere. A nadie se le pregunta si está de acuerdo o no.
Se imponen y punto. La democracia es una mayoría de votantes que elige a una
minoría de gobernantes que gestiona la democracia a su gusto. Emitido el voto,
los votantes son simples peones sin libertad ni poder. Si te gusta, bien, y si
no, también, porque no hay otra cosa. Ni la habrá. Por el momento... Por otro
lado, habla Vd. de la filosofía. Mire: la filosofía es un mito. Está
mitificada. La filosofía es, en realidad, una forma excéntrica de ejercer la
sofística. Platón es tan tramposo como Gorgias y Sócrates tan gualdrapero como
Protágoras. La filosofía es un nido donde sólo ponen sus huevos los que hablan
de religión, de política o ideología y de autoayuda o autoengaño. En el mundo
antiguo la filosofía era religión, como en la Edad Contemporánea la filosofía
es política e ideología, y como en el siglo XXI la filosofía son frases de
autoayuda. No hay más. En realidad, la filosofía es un modo de relacionar y
organizar las ideas de que disponemos y con las que actuamos. Nada más. Nada
menos. Hay muchas personas que no han estudiado nunca filosofía y organizan su
vida y sus ideas mucho mejor que Platón, Nietzsche, Heidegger o Fukuyama. La
filosofía es un cuento sin sentido del humor. Y en realidad es un cuento
bastante siniestro. Los sueños de los filósofos provocan insomnio.
7. ¿Qué le dice usted a un alumno que
le confiesa que, a mediados de carrera, incluso ya graduado, en realidad,
aunque estaba entre las materias, aún no ha leído en serio el Quijote?
Yo no hablo con alumnos fuera de mi
ámbito laboral. Y desde luego no escucho ninguna de sus confesiones, ni dentro
ni fuera del aula. Los alumnos forman parte de mi trabajo, no de mi vida. Soy
profesor, no confesor. No soy cura, ni psiquiatra, ni «hermano mayor» de nadie.
En mi trabajo explico el Quijote, entre muchas otras obras literarias.
Examino al alumnado conforme a la legalidad vigente y de acuerdo con la guía
docente de la materia, y lo que ocurra fuera de mi horario y calendario
laborales no es asunto mío y no debe ser asunto mío. Dedico mi vida personal y
profesional a explicar literatura, he grabado más de mil doscientos vídeos
sobre interpretación de autores y obras literarias, y he puesto gratuitamente a
disposición de todo el mundo, en internet, contenidos críticos y académicos
propios de un nivel universitario, de forma abierta, libre y gratuita, así como
toda mi obra, la Crítica de la razón
literaria. Soy responsable de lo que he escrito, y me deberán el favor ―que
no cobraré― de haberlo regalado. Lo que la gente haga con ello es algo que no
puede importarme. Cada año se gradúan cientos o miles de estudiantes en materia
literaria y en Hispanismo que no hay leído nada, ni el Quijote ni nada. Y el hecho de que muchos de sus profesores lo hayan
leído ―y estoy seguro de que muchos no lo han hecho― no nos asegura nada
tampoco. La mayor parte de los lectores, intérpretes o parlanchines del Quijote leen esta obra como un libro de autoayuda, de afirmación del
idealismo y muchas tonterías. No han comprendido nada, porque no leen la obra,
sino que proyectan sobre un texto que no comprenden ansiedades personales o
prejuicios inconscientes. No hacen interpretación literaria, sino proyección
personal de emociones e ideales. Para ellos la literatura es una sesión
emocional o terapéutica, y no un desafío a la inteligencia humana. Prefieren lo
sensible a lo inteligible. Para eso vale más que lean a Harry Potter, a Mark
Twain o a Edgar Allan Poe.
8. ¿Cree que, como entrevistador, le
estoy dibujando un panorama que, en verdad, no es real, y que la educación y
los educandos gozan de mejor salud de lo que creemos?
Gozan de una excelente salud para ser
idealistas, para ser felices, para ser narcisistas, es decir, para ser
ignorantes. No hace mucho circulaba por internet, precisamente por una red
social que se jacta de estar destinada a profesionales de sectores
especializados, un vídeo en el que se exponía lo siguiente. Una profesora dice
a sus alumnos, niños todavía, que les va a mostrar lo que hay en una caja que
tiene sobre la mesa. Dice la profesora que la caja contiene la foto del alumno
al que ella considera su «alumno preferido». Cada alumno pasa individualmente
por la mesa de la profesora para abrir la caja y ver la foto del favorito. En
realidad, la foto es un espejo, de modo que cada alumno, al mirar la supuesta
foto, sólo ve su propio rostro, su propia imagen, su cara. La profesora está
feliz. Los alumnos están felices. Los espectadores del vídeo están felices.
Pero acaso todos ignoran que se trata de un autoengaño. De un autoengaño muy
peligroso. ¿Por qué? Porque un procedimiento de ese tipo puede inducir a un
trastorno narcisista de personalidad. No hay por qué hacer creer a nadie que es
preferido o favorito de nada. A clase se va a trabajar, a impartir
conocimientos y a desengañar al ser humano para hacerle hábil ante los
problemas de la vida y capaz ante las exigencias de la realidad. Inducir o
perpetuar el engaño es la forma más potente de conducir a una persona al
fracaso.
9. Usted ha escrito en su blog esto: «Huir
de la inteligencia significa ante todo huir de la imaginación, pues la
imaginación más seductora es siempre la imaginación más racionalista». El
último informe PISA medio suspendía a los jóvenes españoles en comprensión
lectora ¿Cree que le entenderían a la primera eso que dijo?
Ni lo sé ni me importa, francamente, y
perdone la sinceridad de mi respuesta. Yo no hablo ni escribo para los jóvenes,
ni para los viejos, ni para nadie en particular. Escribo y hablo para expresar
un sistema de ideas. Lo que digo o escribo no es resultado de una espontaneidad
o de una ocurrencia, sino que se trata de afirmaciones que forman parte de
textos más amplios, de los que se extraen como una cita, y que pueden leerse
como aforismos o paremias. Ni yo ni nadie puede pretender que se entienda lo
que se dice o se escribe. Cada texto selecciona a sus propios lectores e
intérpretes. Por otro lado, hoy, con las redes sociales, la confusión y la
destrucción de la comunicación está asegurada. Hay personas que viven en las
redes sociales, y que comentan todo lo que leen, sin entender nada de lo que
leen. Mi obra, que se ha difundido mucho a través de redes sociales, ha sido
objeto de muchos comentarios, vídeos, réplicas, etc. La mayor parte de estos
comentarios proceden de personas que no tienen conocimientos de nada, pero que,
bajo la ilusión de usar internet, creen que saben algo. Le pongo un ejemplo. Yo
siempre he dicho que la literatura no es una ciencia. Es la tesis número 4 de
la Crítica de la razón literaria: «la
literatura no es una ciencia». Bien, pues son incontables las personas que,
comentado tonterías en internet, me objetan ―jugando a ser sabios― que yo haya
dicho que «la literatura es una ciencia». Es decir: entienden todo al
revés. Otro lo lee, y sigue el hilo. Y así sucesivamente. Las redes sociales
son el magisterio de la ignorancia, la metátesis de necedades infinitas. Y a la
vez son también medios de difusión de conocimientos y saberes de primera
categoría, para quien sabe interpretarlos. La realidad es dialéctica y
conflictiva. Saber sobrevivir a esos contrastes es fundamental. Y la educación
debe ser el principal instrumento para conseguirlo, y no el medio más
insistente para provocar en niños y jóvenes todo tipo de patologías trastornos
de personalidad.
10. Permítame otro juego de palabras,
en este caso, tirando del refranero ¿Con la literatura la letra entra? ¿O es la
literatura esa asignatura por la que no le van a pedir cuentas al alumno en la
empresa donde inicie su andadura como trabajador?
Vida y trabajo son dos cuestiones
diferentes. El mundo anglosajón ha subordinado la primera a la segunda, es
decir, ha hipotecado la vida en nombre del trabajo, y lo ha hecho como sabe
hacerlo siempre la anglosfera: cruelmente. Hoy todo está reducido a trabajo,
rendimiento y productividad. No hay margen para nada más. Han desaparecido todo
tipo de calidades no rentables. Hay simulacro de pan, el congelado, pero no pan
de verdad. Se impondrá la carne artificial, y muy pocos consumirán carne
verdadera. No tardará en volver a comercializarse la leche en polvo (algo que
ya se hizo en épocas de escasez), y se demonizará el consumo de la leche de
verdad. La propaganda hace el resto, y la gente lo aceptará porque el «sistema»
sabe cómo hacerlo. La literatura es uno de estos productos de calidad que se ha
sustituido por otros sucedáneos más potentes emocionalmente: el cine puede ser
más emocionante que la literatura, al igual que el periodismo sensacionalista
es más emocionante y rentable que la información crítica y veraz. Hoy todo
periodismo es sensacionalista, pues no serlo supone desaparecer de internet.
Vamos hacia un mundo sin productos de calidad: ni leche, ni pan, ni carne, ni
literatura. Ni información. La gente pasará su vida trabajando. ¿Para qué
quiere la literatura alguien que no sabe vivir? Ya he dicho que trabajo es
aquello que sólo se hace por dinero. El trabajo consiste en vender tu libertad
a cambio de dinero. La esclavitud consiste en vender toda tu vida a cambio de
sobrevivir día tras día, es decir, a cambio de nada, porque vivir sin libertad
no es vivir. El esclavo reemplaza el dinero por la supervivencia. ¿Para qué
quiere dinero alguien que no tiene libertad? El siglo XXI es el siglo de los
esclavos. Los ricos no tienen ideología, tienen dinero. La ideología es la
emoción de los pobres.
11. Que si programación, informática, big
data, blockchain… Nos dicen que eso es lo que reclama el mercado
laboral, y los jóvenes están alerta, claro ¿Usted cómo lo ve?
Lo veo como lo que es: la esclavización
posmoderna del ser humano. Es un mundo inhabitable fuera del mercado laboral.
Y, dentro de él, absolutamente inhumano. En consecuencia, quienes vivimos en el
siglo XXI nos movemos entre lo inhumano y lo inhabitable. Es mejor que la gente
no lo sepa. Para eso está la educación, para sumir a la gente en la
inconsciencia colectiva, el consumo masivo y el autoengaño feliz.
12. ¿Le teme como educador a la
Inteligencia Artificial?
Es muy útil. Yo la uso para responder al
99% de los correos electrónicos que abro (que son menos del uno por ciento de
los que recibo). Por otro lado, debo ser sincero, pese a resultar árido en la
forma de expresarme: yo no soy educador, soy solamente profesor de Teoría de la
Literatura y Literatura Comparada. No educo: explico literatura. No es lo
mismo.
13. Le preguntaría mucho más, pero
prefiero darle la opción, retórica, para que lance un mensaje, primero, a ese
estudiante de natural insatisfecho, y segundo, a ese director de un centro
educativo agobiado porque a final de curso constata que sus alumnos no obtienen
los resultados esperados, y, por defecto, le echa la culpa de ello a la última
reforma, ¿o ambos, estudiantes insatisfechos y directores agobiados, son
también corresponsables de la situación?
Las personas inteligentes no necesitan
consejos. Les basta la lectura de los autores clásicos de la tradición cultural
hispanogrecolatina y ―sobre todo― vivir cada día la realidad del mundo:
enfrentándose a ella laboralmente, es decir, trabajando.
Jesús
G. Maestro
17
de enero de 2024.