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Ciencias contra ideologías

 


De tanto defender las ideologías, los científicos han perdido de vista la ciencia, es decir, sus propios conocimientos. 

Las ciencias tienen como objetivo el conocimiento objetivo de la realidad. Un conocimiento que por su naturaleza ha de ser científico, crítico y sistemático. 

Por su parte, ideologías, filosofías y religiones tienen, contra las ciencias, un objetivo muy diferente, que no consiste en conocer ―ni reconocer― la realidad, sino en cómo intervenir sobre los conocimientos científicos para manipularlos y adulterarlos según sus propios intereses ideológicos, filosóficos o religiosos. 

La independencia de las ciencias del poder de religiones, filosofías e ideologías es absolutamente necesario para preservar la vida humana en las mejores condiciones posibles de libertad e inteligencia. 

Es la historia sin final de Platón contra Homero, de Belarmino contra Galileo, de Kant contra Newton, del protestantismo contra Darwin, de Nietzsche contra Maxwell, de Heidegger contra Einstein... es la lucha, también, de la literatura contra sus enemigos, pasados y presentes. 

Porque la literatura, que no es en absoluto una ciencia, tiene en común con las ciencias el hecho de enfrentarse a una triple alianza de adversarios: ideólogos, filósofos y gurús.


Jesús G. Maestro



El eclipse ilustrado. Sobre la ignorancia de los ilustrados y el timo de la Ilustración europea y europeísta

 




Cuando una presunta persona inteligente sitúa el origen del racionalismo moderno en la Ilustración, nos dice mucho acerca de su formación, pensamiento y originalidad. 

Nos dice, ante todo, que carece de pensamiento original y formación propia. Nos dice, ante todo, que no dispone de alterativa a la educación convencionalmente recibida, y que se ha instalado en ella, de forma acrítica e irresponsable, como podría enquistarse en un kitsch cualquiera, en eviterna hibernación. 

Nos dice, también, que no es capaz de percibir, identificar, y ni mucho menos de interpretar, el racionalismo esencial de la Edad Moderna, es decir, el racionalismo del Barroco. 

Identificar la razón con la Ilustración es pacer en el yermo del esperma infértil del idealismo anglosajón. En particular, de la más estéril de todas las semillas, la del idealismo alemán. Y ―con permiso de Rubén―, nos declara, muy claramente, «no saber a dónde vamos, ni de dónde venimos». 

Quien explica el racionalismo de Cervantes a través del racionalismo ilustrado y romántico, no es que haya perdido la razón: es que nunca la ha tenido. Ni sabe lo que es razonar. Quien no se da cuenta de que Quevedo es más racional que Rousseau, no es que le falte un verano: es que le faltan tres siglos decisivos de Edad Moderna, Siglos de Oro incluidos, por supuesto. 

Esta es la forma de «pensar» de la casi totalidad de nuestros intelectuales, filósofos, profesores, y de más familia. Un disco rayado que emite y recita, desde hace más de 300 años, el mismo mensaje. La misma tontería. El eclipse ilustrado.


Jesús G. Maestro




El eclipse ilustrado.
Sobre la ignorancia de los ilustrados
y el timo de la Ilustración europea y europeísta




El origen de las literaturas nacionales

 




El origen de las literaturas nacionales no hay que buscarlo en la literatura, sino en el Estado. Porque, aunque el origen de las literaturas nacionales es el Estado, el origen de la literatura misma no es el Estado, sino la barbarie, es decir, las sociedades sin Estado, crecidas al calor del mito, la magia, la religión numinosa y las técnicas de expresión más rudimentarias, desde la oralidad a la más silvestre litografía. Y porque el origen de las literaturas no es político, sino literario, es decir, no es histórico, sino genealógico. 

Los Estados, es decir, las sociedades organizadas políticamente, han expropiado a los orígenes de la literatura su naturaleza literaria, para imponer y desplegar sobre ella una intervención política y, con frecuencia, también ideológica. 

Las literaturas nacionales son una construcción política, así como las supuestas literaturas nacionalistas son su más regresiva versión mitológica. La ideología, esa organización emocional de la ignorancia colectiva, es el vertedero de la política, del mismo modo que la mitología suele ser su caja fuerte. 

En este contexto, toda literatura programática o imperativa está indisociablemente comprometida con una determinada idea de Estado, religión o preceptiva artística, y con frecuencia también con un inevitable programa o imperativo político, religioso o estético.


Jesús G. Maestro


Crítica al idealismo literario de Lukács en su escrito Sobre la esencia y forma del ensayo

 





Los filósofos no interpretan la literatura como literatura, sino como un material que les permite ―o no― legalizar el idealismo de su propia filosofía, frente al idealismo de las demás. 

Los filósofos se relacionan con la literatura sólo para convencerse a sí mismos de la ilusoria legitimidad de sus ideales filosóficos, es decir, para engañarse a sí mismos malinterpretando obras literarias. Toda filosofía, por muy materialista que se pretenda, tiende siempre al idealismo. 

Lukács es un filósofo ―a ratos― de la literatura, no un científico de la literatura. Cuando los filósofos se refieren a la literatura, la convierten en un extraño ideal, utópico y adúltero, hecho a la medida de su filosofía. Y en nombre de este ideal, tórpido y patológico, juzgan a la literatura real y verdadera, que es, indudablemente, superior e irreductible a su idealismo filosófico. 

Para ello, es decir, para ejercer este dominio, quimérico y ladino, en el que por cierto creen ciega y firmemente, proponen una literatura programática o imperativa, de modo que la totalidad de la literatura en realidad existente debe convertirse, reducirse y someterse a este programa o imperativo, naturalmente filosófico, político o religioso. Esto es Lukács. Al igual que todos los filósofos que lo han precedido o seguido en el curso de la Historia. 

Sin embargo, la literatura no es nada esto. Ni puede serlo. La literatura tiene vida propia. Una vida y una realidad que no caben en los términos de ninguna filosofía. Porque, como sugería un Hamlet más atento a la tradición literaria hispanogrecolatina que a la cultura anglosajona contemporánea al propio Shakespeare, hay en la realidad del mundo más cosas de aquellas con las que sueña ―y puede soñar― tu filosofía.


Jesús G. Maestro



Avance de conferencia



La debilidad no es un mérito

 



Ninguna debilidad se amerita nunca exhibiendo fracasos. 

La fuerza es una razón que los débiles minusvaloran mucho más de lo debido, por no pensar seriamente qué es lo que ha convertido a alguien que razona supuestamente peor que ellos en una persona más fuerte y poderosa. 

Cuando alguien es más fuerte que tú, lo es por razones que tú seguramente desconoces. 

Y esas razones, para ti ignotas, son la clave de tu propia debilidad.


Jesús G. Maestro



La nueva represión sexual del siglo XXI:
contra miedo, mentira y culpa



Amigos y enemigos del comercio

 



Si la democracia cuenta hoy con el apoyo de los amigos del comercio, no es porque el gran capital sea demócrata, sino porque la democracia les ofrece más consumidores que otro sistema político. Por el momento. 

Es una cuestión de cantidad. El día en que un totalitarismo les ofrezca más consumidores que la democracia, los amigos del comercio apoyarán a ese ―o a cualquier otro― totalitarismo. No es una cuestión de principios, sino de consecuencias. El mercado quiere consumidores, no demócratas. Y la consecuencia es el dinero, no la democracia, ni mucho menos los principios. 

Hoy, la mayoría de los consumidores quieren ser demócratas. Bien. A los amigos del comercio les parece bien. 

Cuando la mayoría de los consumidores se identifiquen con un totalitarismo, y sean mayoritariamente partidarios de un régimen totalitario, a los amigos del comercio les parecerá igual de bien. 

Los amigos del comercio no tienen prejuicios, a diferencia de la gente que los odia o los detesta, a la vez que los persigue y alimenta. Los amigos del comercio no tienen prejuicios ni ideología: tienen dinero. La ideología, como los prejuicios, se diseñan para ti. Para tu dieta y tu consumo habituales. Y para que te comportes como es debido, jugando a cambiar el mundo y todas esas cosillas.

Además de tener dinero, los amigos del comercio acostumbran a razonar mucho más y mejor que tú. Disponen de un racionalismo que con excesiva y arriesgada frecuencia sus enemigos ignoran.

La mayoría siempre gana. La razón viene, vuelve y se transforma después, una y otra vez, y se adapta, fácilmente, a lo que haga falta. Para eso están la prensa y la publicidad, el Derecho, las leyes, la filosofía, la religión y la política. La ciencia está mejor entre bastidores, circulando como un secreto más o menos bien guardado. La literatura... La literatura es mejor que se llame «escritura creativa», y que sea, como en los Estados Unidos de hoy, uno de esos ―naturalmente comerciales― géneros de autoayuda y autoengaño. Y todos contentos, es decir, felices. Es mejor que el Quijote siga siendo un libro incomprensible para los idealistas.

Los amigos del comercio no son idealistas. Idealista es el que ignora cómo funciona la realidad. 


Jesús G. Maestro



Amigos y enemigos del comercio
ante el fracaso de la democracia en el siglo XXI



Cuando Pérez Reverte dice que nos equivocamos de Dios...

 




Cuando Pérez Reverte dice que nos equivocamos de Dios, ¿habla del imperio español o del imperio romano? Porque desde Edward Gibbon, fueron precisamente los ilustrados ―a quienes Pérez admira consuetudinariamente― los que afirmaron que quienes se equivocaron de Dios fueron los romanos, al renunciar a sus propios valores y a su politeísmo mitológico en favor de la teocracia de Pablo de Tarso. 

Y no hará falta añadir que el Dios de Lutero muere en brazos de Nietzsche, en el fragmento 125 de La gaya ciencia, en una fecha tan tardía como 1882. Faltaban sólo dos años para la publicación de La Regenta de «Clarín». 

Si Nietzsche hubiera leído a Cervantes ―¿he de citar aquí también a Pérez?― con la debida atención, se habría percatado de que ya en el Quijote, las Novelas ejemplares y, sobre todo en La Numancia, la literatura cervantina es una literatura deicida. 

Mucho antes que Nietzsche, Cervantes ha reemplazado en su literatura la razón teológica por la razón antropológica. 

En el Siglo de Oro español hay más racionalismo y crítica ―y dialéctica― que en toda la Ilustración anglosajona y afrancesada juntas. 


Jesús G. Maestro


Pérez Reverte, tu punto débil y el mito de los niños lectores



Cuando los curas escribían pornografía

 


Cuando los curas escribían pornografía, porque sabían hacerlo mejor que nadie, en el Siglo de Oro español, había novelas que se titulaban La lozana andaluza (1528), como la de Francisco Delicado, clérigo cordobés, editor y humanista. 

Seguimos hoy esperando encontrar títulos equivalentes a La Celestina o Lazarillo de Tormes, La señora Cornelia, El celoso extremeño o El viejo celoso, por no hablar de El coloquio de los perros o El amante liberal, en el puritano y liberal (valga la antanaclasis) mundo protestante. 

No diré el Quijote, pues algo así ya sería un golpe bajo innecesario, superior incluso al sarcasmo y el escarnio. No hace falta exhibir constantemente que el único as de la literatura universal lo tenemos nosotros. 

Lo cierto es que hoy, los extremos, de nuevo, se tocan, y no sólo para hacer manitas. 

Los problemas sexuales comenzaron con Lutero, el Gran Hermano contemporáneo de filosofías, religiones e ideologías totalitarias. 

Hoy, Lutero, como siempre, quiere mandar más que Dios, pero, también como siempre, ignora que no puede organizar la vida mejor de lo que la vio y contó un español como Cervantes. 

La literatura es lo único que, desde siempre, puede defendernos de filosofías, religiones e ideologías, es decir, del miedo, la mentira y la culpa. La virtud sólo existe allí donde hay un vicio que ocultar.

Jesús G. Maestro



La nueva represión sexual del siglo XXI:
contra miedo, mentira y culpa



¿Escritura creativa o literatura?




Háganse un favor, sobre todo si les gusta la autoayuda: cuando hablen de escritura creativa, créanse literatos, siéntanse poetas, considérense novelistas, repútense dramaturgos..., pero sepan que no lo son, so pena de autoengaño y narcisismo intensos. Porque «hacer» o «perpetrar» (no hay otros verbos) escritura creativa, creyendo escribir literatura, es como beber leche en polvo en lugar de leche de vaca, consumir carne sintética en vez de solomillo o respirar aire acondicionado en lugar de brisa marina o aire de monte limpios. La originalidad no consiste en desarrollar una patología, sino en saber evitarla. 


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2022.



Quevedo no es precedente del existencialismo, es el existencialismo mismo

 



Una de las notas más poderosas de la literatura de Quevedo no es ser precedente del existencialismo, sino ser existencialismo mismo.

Quevedo, y no Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger o Sartre, es el artífice del existencialismo, a partir de una transformación específicamente hispana de senequismo y cristianismo. Considerar que el centro de gravedad del existencialismo está en Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger o Sartre, es ignorar que estos escritores o filósofos —o sofistas—, o como se les quiera llamar, no son sino existencialistas extemporáneos. Y excéntricos.

La Edad Contemporánea, de la mano del pensamiento anglosajón e idealista alemán, busca de forma errática, e incluso mística, respuestas a preguntas que ya tenían explicación y solución muy racional en los Siglos de Oro españoles. Si Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger o Sartre, y otros tantos sofistas contemporáneos, se hicieron estas preguntas de nuevo, con más de 200 y 300 años de retraso, se debe sobre todo a su ignorancia absoluta del Barroco español y del pensamiento literario y aurisecular de aquellos siglos.

La ignorancia brutal del pensamiento siglodeoresco es una factura que ha pagado muy cara la Anglosfera, y que el mundo contemporáneo y posmoderno sigue lastrando crudamente, porque sigue invisibilizando, hoy más que ayer, ese arsenal de pensamiento y de racionalismo barroco español.

Buscar la originalidad del existencialismo en el Dasein de Heidegger —o en su patética y pueril idea de tiempo— es declarar la más absoluta ignorancia respecto a la obra literaria de Francisco de Quevedo. La culpa no la tiene Heidegger: la culpa la tiene la acomodaticia y académica ignorancia de los intérpretes de este filósofo nazi.

Lo mismo cabe decir del resto de los filósofos antemencionados, en particular del enfermizo Kierkegaard, un hombre que «piensa» en la realidad a partir de la supresión de la realidad, es decir, como poseso de un trastorno esquizotípico de personalidad, donde cualquier pensamiento mágico campea por sus respetos.

Es admirable cómo se puede interpretar la realidad de espaldas a la realidad. He aquí el secreto del idealismo alemán. Y no ser consciente de ello. Y aún atreverse a celebrarlo con el epifonema del sapere aude! (En latín, además, en el original kantiano de 1784, ¿Qué es la Ilustración?). ¿Qué entendimiento propio cabe usar cuando se ha perdido de vista la realidad? La filosofía contemporánea busca, de forma extraviada y equivocada, respuestas que ya están dadas en el pensamiento clásico de la tradición literaria hispanogrecolatina. Y no lo sabe.


Jesús G. Maestro


Hay un trabajo en el que nadie compite entre sí: la docencia

 




En todos los trabajos se compite por todo: menos en dar clase.

Hay un trabajo en el que nadie compite entre sí: la docencia.

Ningún profesor de Universidad compite con otro por dar clase. Acaso tampoco en otros niveles de enseñanza se produce esta competencia entre docentes. Pero menos aún que en ningún otro nivel esta competencia se da entre catedráticos de Universidad.

Se compite por publicar, por figurar, por ocupar puestos administrativos y burocráticos, por descontar horas de docencia a cambio del goloso desempeño de puestos administrativos y burocráticos, se compite por ser rector, se compite por ser vicerrector, se compite por formar parte de  todo tipo de comisiones ministeriales, académicas e institucionales, cuanto más presumiblemente altas, mejor, pero... si quieren Vds. dar clase, en esa actividad, que es la esencia del ejercicio docente, ahí no encontrarán competencia con nadie.

Y menos aún si esa actividad docente se ejerce de forma abierta y libre, y se pone públicamente a disposición de todo el mundo.

La docencia es un camino desierto.

Y la docencia en literatura, como su aprendizaje, es, desde comienzos del siglo XXI, un camino absolutamente abandonado por las instituciones públicas y privadas.

No hay mal que por bien no venga. Gana la libertad.

¿Libertad de qué y para qué? Libertad para enseñar lo que se sabe y de aprender lo que se pueda sin la intervención del poder del Estado ni de sus instituciones y comisarios.

Le vamos a dar la razón a Platón, pero por motivos distintos a los que él suponía.

Fuera de la República o el Estado, hay más libertad para la enseñanza y el aprendizaje de la literatura que dentro de ellos.

En un mundo dominado por la anglosfera, es mejor estar fuera de todo. La libertad sigue siendo, como la literatura, un atributo de la tradición hispanogrecolatina.

Y si esto no se comprende, mejor aún para quienes sabemos de qué hablamos. El miedo cuida la viña, dicen los parenéticos. Y la incomprensión preserva de la estupidez.

Que la caverna platónica, ese tercer mundo semántico de diseño posmoderno, sea leve levísimo a quien guste habitarla.

El anonimato es el paraíso de quienes no necesitan ni el combustible del poder ajeno ni la satisfacción de la vanidad propia. Ni señores feudales ni espejos narcisistas.

Donde hay literatura, hay inteligencia y libertad.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.


El Romanticismo anglosajón es consecuencia de la ignorancia del Barroco hispano y de la atrición de la Reforma

 


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro



Se ha repetido con frecuencia una mentira, según la cual la realidad pierde objetividad en el Barroco. 

No es cierto algo así. La realidad no pierde objetividad en el Barroco. El proceso es otro, y más complejo: a la objetividad de determinadas realidades se enfrenta, en el Barroco hispano –por primera vez en la Historia–, la objetividad de determinados individuos. 

Hablamos de objetividad, no de impulsos fideístas ni de ansiedades subjetivas, ni mucho menos de patologías idealistas ni de utopías políticas o religiosas, es decir, no hablamos de Lutero. 

El Romanticismo luchaba –desde las limitaciones históricas anglosajonas– por objetivos ya conseguidos en el Barroco hispánico: los objetivos del yo. Se trataba de logros hasta entonces –finales del siglo XVIII– inasequibles a la anglosfera.

La crítica tradicional anterior al Barroco hispano y al Romanticismo anglogermánico había considerado al personaje literario como agente de acciones, en la medida en que se enfrentaba a múltiples obstáculos para vencerlos, evitarlos o sucumbir en ellos. 

Las filosofías idealistas introducen en la anglosfera un concepto de sujeto y de persona desde el que se pretende identificar en el personaje una expresión de inteligencia y de voluntad que supere las exigencias de la fábula, y que al mismo tiempo demuestre cómo el protagonista literario toma conciencia de sí mismo, mediante la reflexión sobre sus propios actos y desde la inmanencia de su propio discurso (soliloquio dramático). 

Este concepto de personaje y de persona ya estaba presente en el Barroco hispano, y don Quijote, don Juan e incluso hasta Celestina, por no hablar de la Lozana andaluza, entre decenas de ejemplos, son clara muestra de ello. 

Se nos ha enseñado a interpretar el Romanticismo desde una trayectoria lineal, como una secuencia sucesiva y progresiva de ideas y corrientes de pensamiento dadas en el curso de la Historia. 

Sin embargo, el Romantismo no es un movimiento que pueda interpretarse como consecuencia de movimientos previos, sino como algo mucho más grave y crudamente delator: el Romancismo es consecuencia del aislamiento que, hasta la Ilustración europea y europeísta, limita y atrofia la forma de vida cultural, política y literaria de la anglosfera. 

El Romanticismo sólo se explica como un movimiento que surge desde la ignorancia histórica del Barroco hispánico, con el que se identifica, al descubrirlo a posteriori, cual legitimación de una profecía post eventum, el mundo anglosajón. 

Sin la atrición de la Reforma religiosa y el aislamiento valetudinario del luteranismo, que mantuvo en condiciones feudales el comercio y la inteligencia de su área geográfica, prácticamente hasta mediados del siglo XVIII, el Romanticismo alemán no habría tenido lugar jamás, del mismo modo que el idealismo filosófico prusiano hubiera sido solamente eso, una utopía sectaria y extraviada en uno de los divertículos de la Historia decimonónica. 

El éxito del Romanticismo, como el artificio publicitario del idealismo filosófico alemán, se debe al triunfo económico de la anglosfera, y sobre todo al papel propagandístico que uno y otro movimiento –Romanticismo e idealismo– desempeñaron desde finales del siglo XVIII en la construcción rosalegendaria de una Europa septentrional –que comienza a considerarse a sí misma moral y laboriosamente superior a la Europa meridional– y al servicio siempre de una imagen mítica y sofista de la anglosfera, un auténtica filfa que llega hasta nuestros días, cuyos estertores deja al descubierto hoy la crisis irrevocable e irreversible de la democracia posmoderna.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022 (IV, 2.14).



Shakespeare tuvo suerte de que Cervantes no naciera en Inglaterra

 




Cervantes es el primer dramaturgo de la literatura universal que democratiza la experiencia trágica, otorgando a los humildes, en su tragedia La Numancia, un protagonismo en la dignidad del sufrimiento hasta entonces exclusivamente reservado a la aristocracia y monarquía.

Asimismo, Cervantes reemplazó en la tragedia la razón teológica por la razón antropológica, es decir, suprimió la metafísica religiosa e impuso el racionalismo histórico, dando un paso decisivo hacia el ateísmo contemporáneo.

Shakespeare jamás se planteó tal innovación en ni una sola de sus obras teatrales. Dado que el inglés no escribió jamás ni una novela ni un relato, ni corto ni largo, y su obra poética se reduce a un centenar de sonetos, o poco más, poco o nada más podemos decir al respecto. 

Shakespeare tuvo suerte de que Cervantes no naciera en Inglaterra. Y de que la mayor parte de los historiadores y críticos de la literatura española e hispanoamericana sigan leyendo a Harold Bloom en lugar de leer al propio Cervantes.

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022 (IV, 2.13).


Historia de la filosofía

 



La filosofía es siempre una respuesta a lo que la ciencia deja sin explicar. No por casualidad la filosofía está perpetuamente en el margen de las ciencias, en sus afueras y arrabales. Merodeando. No puede ir más allá. Su objetivo son los restos del conocimiento científico. Los rebojos del saber operatorio. Podemos disfrazar estos rebojos con el vuelo de la lechuza, pero aunque la filosofía se vista de seda, filosofía se queda. ¿Lechuza o buitre? Preservemos la imagen de la lechuza para la filosofía; el buitre es más bien icono de sofistas.

Los caminos de la filosofía son los ámbitos que las ciencias ignoran, desprecian o silencian. A veces, incluso, fueron caminos silenciados por los imperativos e inquisiciones de la propia filosofía, vestida ya no de seda, sino de teología, religión o fundamentalismo filosófico.

No todas las filosofías son iguales ―esto es algo que no debe olvidarse jamás―, pero allí donde la ciencia habla, la filosofía calla. Incluso a veces ocurre algo peor: cuando la ciencia habla, la filosofía se convierte en sofística. De hecho, la sofística es la filosofía que no se calla ante la ciencia.

En todas las épocas, la filosofía ha sido una explicación a preguntas que la ciencia ignora. El máximo esplendor de la filosofía corresponde a aquellos períodos de mayor decrepitud o limitación operatoria de las ciencias. A medida que cada ciencia amplía su campo de operaciones, cada filosofía ve mermada su propia capacidad de maniobra. Por este camino, la filosofía puede convertirse incluso en un pasatiempo de ignorantes. Y en efecto la posmodernidad ha hecho de la filosofía precisamente esto: un pasatiempo de ignorantes cuyo hábitat es internet.

Ésta es la mayor denigración que puede hacerse de la filosofía, porque equivale, en primer lugar, a declarar su inferioridad ante las ciencias, y, en segundo lugar, a afirmar su inutilidad ante esas mismas ciencias. Y ante las exigencias de la vida real. La filosofía ha sido siempre el terreno en el que se mueven quienes no saben manejar con resultados positivos las operaciones científicas. En su lugar, se limitan ―en el mejor de los casos― al hablar, al escribir, al dar consejos, a la paremia de la obviedad solemne, a la presunta literatura sapiencial, al saber, al especular, al organizar contenidos preexistentes, a conversar sobre lo que todo el mundo sabe, a los libros de autoayuda y de autoengaño, a dialogar monológicamente, como Platón, arrogándose siempre una suerte de superioridad moral. En el peor de los casos, algunos filósofos se limitan a comerciar con la sofística, el engaño, la seducción, el simulacro, la mohatra de las ideas. Porque en el fondo, toda filosofía es una forma excéntrica de ejercer la sofística.

En aquellas épocas en las que las ciencias y su operatividad parecen resolverlo todo, y dar respuestas a todo, la filosofía acciona sus celos, sus sospechas, sus condenas, sus complejos, sus censuras. Emergen los hermeneutas. Los ventrílocuos del lenguaje. Filosofía y religión son parientes cercanas, comparten infancia ―siniestra― y genealogía ―traicionera―, y con frecuencia se comportan, bien como enemigas íntimas, bien como aliadas contra terceros objetivos comunes, entre los que con frecuencia se encuentran la ciencia y la literatura. Cuando procede, la filosofía es la secularización de la religión. Cuando no, la religión preserva a la filosofía ―por lo que pueda suceder― o pacta puntualmente con ella «amistad y lo que surja».

La filosofía muestra sus furias cuando alguien trata de usar la razón sin consultarla. A los filósofos se debe esa engreída frase ―atribuida a Aristóteles (¿a quién si no?; Cervantes sólo la usa en contextos burlescos: Quijote II, 51)― que declara con jactancia ser amigo de la verdad y de Platón, y disponer de potestad para elegir libremente entre una y otro (amicus Plato sed magis amica veritas), como si la verdad necesitara de la amistad de nadie, y menos de la de los filósofos. Así, todo filósofo genuino disputa siempre en nombre de la verdad, como si los demás no tuvieran derecho a hacer lo mismo, y no menores razones, en nombre de sus propias actividades profesionales y oficios particulares. Y pelea el filósofo por el monopolio de la razón filosófica contra cualesquiera otras razones humanas.

Platón disputó la razón filosófica, negándosela a la literatura, como si no fuera posible una crítica de la razón literaria, es decir, una crítica del racionalismo literario. Platón se esforzó por presentar siempre a la filosofía como una aliada de las ciencias. Como si las ciencias, al igual que los tiranos de Siracusa, necesitaran a Platón, y a su filosofía, para algo.

Los escolásticos, en una Edad Media que había convertido a la teología en la reina de las ciencias, hicieron de la filosofía una religión. Nótese que muchos filósofos ―no todos―, al menos hasta el siglo XVIII, fueron también científicos. Después, o fueron esencialmente científicos, o fueron solamente filósofos: filósofos idealistas (valga la redundancia). Toda filosofía, por el hecho de serlo, tiende al idealismo.

Un filósofo, cuando habla, nos dice más sobre aquello que ignora que sobre aquello que sabe. Salvo que actúe como un sofista. ¿Qué nos ha enseñado Espinosa sobre Dios? ¿Quién ha visto la cara del inconsciente de Freud, su cuerpo o sus órganos? ¿Qué nos ha aclarado el Dasein de Heidegger? ¿Quién se ha encontrado alguna vez una mónada de Leibniz? ¿Qué nos explicó Platón sobre la geometría o sobre la locura que no nos demostrara mejor, respectivamente, Tales de Mileto o Hipócrates de Cos? Todo filósofo piensa con la mente de un adolescente.

Newton es un hombre que se hace preguntas filosóficas a las que da respuestas científicas. Con él, las ciencias se divorcian definitivamente de la filosofía. En adelante, la filosofía será sólo una hermenéutica de la realidad, cuando no, algo mucho peor: una sofística al servicio de la democracia. O contra ella.

¿Qué ciencia construyó Platón? ¿Qué ciencia hicieron Kant, Hegel, Fichte, Herder o Nietzsche y sus discípulos? ¿Qué ciencia cultivó Heidegger, filósofo del nazismo ―primero― y de la posmodernidad ―después―? ¿Y Gadamer? ¿Y Habermas? Y sus discípulos... ¿Dónde está la obra científica de todos ellos? ¿Dónde está la obra científica del idealismo alemán? Mejor no nos hagamos estas preguntas..., porque no todos los caminos de la Historia conducen a Roma. Algunos llevan a Auschwitz. Porque, desde finales del siglo XVIII, la ciencia prescinde de la filosofía como quien se libera de un lastre insoportable. La impedimenta histórica de las ciencias no fue solamente la teología, sino también, y con creces, la filosofía.

La filosofía ha cortejado todas las formas de poder: ciencia, religión y política. Hoy día sólo la política, bajo el formato de ciertas ideologías, le muestra algún puntual aprecio. Por parasitismo mutuamente conveniente. La religión se siente traicionada, desde el siglo XVIII ―definitivamente―, por una filosofía que desde esa centuria pactó con las ciencias su propia supervivencia, pero no la de sus creyentes, que dejó a merced de El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Con frecuencia no siempre se cita el título completo de esta obra de Darwin (1859), acaso por evitarse con la palabra tabú del alemán actual: raza. Desde entonces, la filosofía se hizo muy «insolidaria» con la religión, legitimó determinadas luchas por la supervivencia y cortejó con cinismo el apoyo de ciencias emergentes. Pero las ciencias, además de no necesitar a la filosofía, no olvidan ni perdonan los cuernos que históricamente ésta les puso ―al aliarse con la religión, y los fundamentalismos teológicos― durante las edades Media y Moderna.

Con el avance de la Edad Contemporánea, la filosofía, tras fracasar en todos sus intentos y pretensiones de disputarle a las ciencias, desplegadas con una fuerza constructiva sin precedentes, el monopolio de la razón, reacciona con violencia, se rearma dialécticamente, y se viste de moral. ¿Y qué hace? Lo de siempre: condena, denigra y deslegitima aquello que se opone a su propia supremacía. Y maldice la ciencia, la impugna y la desautoriza. Surgen así los Nietzsche, los Freud, los Heidegger: los hermeneutas de la sospecha. Los resentidos del éxito ajeno. Porque si la razón no es mía, mejor que se muera. Si la verdad no es mi amiga, que no lo sea de nadie. Si la filosofía no es la reina de la noche, aquí no amanece ni Dios. Y el culto a la ciencia se pagará con la muerte de todo Dios. Hágase el nihilismo. La razón ha muerto ―es el imperativo que exige el filósofo―, si es que alguien formula una razón más seductora o más convincente que la suya propia.

No sorprende en absoluto que desde el siglo XVIII la filosofía se haya recluido, hasta la nadería y lo trivial, en el terreno del idealismo, alemán ―primero― y posmoderno ―después―. Si disponemos de una ciencia sobre de determinada materia, ¿para qué una filosofía? Para engañarse a uno mismo. Y a los demás. Porque ante el desarrollo de las ciencias, la filosofía no tiene nada que hacer, más que contarse a sí misma como una Historia de sí misma. Como las historias de un abuelo Cebolleta, que habla de un pasado irrelevante. Cuando la filosofía se convierte en hermenéutica, es porque se ha disuelto en retórica, sofística o ideología de sí misma, en libro de autoayuda o en lecciones de ética para geopolíticos (la nueva telenovela), en publicidad y propaganda de temas de moda, en periodismo, en cultura, en una actualidad que es caricatura de la realidad, es decir ―con permiso de Góngora― «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». La ciencia, y curiosamente también la literatura, son las únicas actividades humanas capaces de hacer enmudecer a la filosofía, o de delatar su sofistería. Sofistería histórica y también posmoderna. Hoy la filosofía se encuentra sin aliados: con la religión ya no puede contar, la ciencia le da la espalda, y la política no la necesita, porque prefiere el periodismo y las redes sociales. La vida del siglo XXI ha convertido a la sofística y a la filosofía en términos sinónimos.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022 (VI, 15.19).


Filosofía, sofística y religión

 



La filosofía es aquella actividad humana que permite organizar los conocimientos que tienen aquellas personas que no tienen conocimientos científicos. 

Dicho de otro modo más ―o menos― sutil: filosofía es lo que practican quienes no disponen de conocimientos científicos. 

Sucedió en las Edades Antigua y Media, y también en la Edad Contemporánea. No así en la ―excepcional― Edad Moderna. 

¿Por qué hoy los científicos no son filósofos, ni los filósofos científicos? Tal vez porque la ciencia hace de la filosofía, como de la religión, algo innecesario. Y completamente prescindible. ¿Un reservorio de sofistas? Procede ser cauteloso, sin dejar de ser observador. 

Todos conocemos a muchas personas que, sin saber nada de filosofía, sin haberla estudiado ni cursado jamás, han organizado su vida muchísimo mejor de lo que han conseguido hacerlo artífices de grandes e históricos sistemas ―o asistemas― filosóficos. 

Junto al fundamentalismo científico también cabe hablar de un fundamentalismo religioso, y por supuesto de un fundamentalismo filosófico. Y político. Porque cada actividad humana tiene ―invisible a sus practicantes y cofrades― su propio fundamentalismo. 

No es casualidad que filosofía, sofística y religión hayan nacido y ―sobre todo― crecido, como hermanas nefelibatas, de la mano: siempre en busca del poder y su legitimación, del conocimiento y su administración, de la libertad y su organización… política, terrenal y humana. Jíbara. 

Toda religión tiene su Dios; toda filosofía, su Gran Hermano; toda sofística, su líder carismático, su caudillo o Führer furibundo. 

Platón y su descendencia… en la corte de los tiranos. Acaso un buen título para un libro que nunca escribió María Zambrano. Ni Hannah Arendt. Ni Simone de Beauvoir. Terrible imagen, Martin y Adolfo. Y no es menos casual que las tres ―filosofía, religión y sofística (dejemos ahora a María, Ana y Simona)―, nacidas de un afán por iluminarnos, revelarnos, explicarnos ―dando por supuesto que somos tontos― lo que tenemos delante, nos conduzcan casi siempre a la metafísica, a lo desconocido, a lo espiritual, a lo «interior», a lo «profundo», es decir, a lo que no tenemos delante, porque con frecuencia no existe, pero hay que inventarlo, porque el cebo (ideológico) es más atractivo que el anzuelo (desnudo). 

Gorgias, Platón y los profetas…, como dicen de sí mismos algunos olvidados rockandrolleros, «nunca mueren». Son ―como la democracia― formas perpetuas de seducción para engañar a las personas más inteligentes (me refiero ahora a Platón y cía., no exactamente a los rockeros…). Y también para seducir a las personas más insatisfechas. Y también ―y muy especialmente― a las más insaciables. De nuevo, Martin y Adolfo. 

Los simples no necesitan tanta seducción ni tanta inversión financiera. Les basta ―y atrae― cualquier totalitarismo. La democracia comienza a resultar uno de los más caros. Pese a ser uno de los más atractivos. Y posmodernos.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (V, 7), 2017 · 2022.


La Edad de la Anglosfera

 




Hoy se interpreta el Quijote desde criterios construidos por la Anglosfera. 

Y se ven las cosas de forma muy distorsionante. 

Esto ha hecho la Edad Contemporánea, es decir, la Edad de la Anglosfera. 

Sin embargo, el Quijote es una obra de la Edad Moderna, es decir, de la Edad de la Hispanosfera.

Juzgar al uno desde los criterios de la otra es desconocer qué es la Anglosfera y no saber qué es la literatura.


Jesús G. maestro, Crítica de la razón literaria, 2017 · 2022.


Idealismo y literatura: cuando la ficción te confunde...



Cuando el lector de obras literarias se mueve inducido por un idealismo metafísico, espera siempre que su historia personal coincida con la del modelo literario. 

Y con más frecuencia de la conveniente, los modelos literarios más personales tienden a identificarse incluso con el destino del Universo. 

A más de un lector le encantaría ser ―o sentirse, al menos― una partícula de Big Bang propulsada hacia lo más acogedor del infinito.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (III, 6.2), 2017 · 2022.

 

La obra de arte literaria como deprimente exaltación del fracaso humano

 



Razonar implica enfrentarse a una adversidad. Y sobrevivir. En caso contrario, se ha razonado —y actuado— mal. Otra cosa es que la literatura, las artes, el teatro, el cine, etc., se dediquen a «embellecer» los malos o pésimos razonamientos de seres humanos fracasados. Tal cosa se llama antiheroísmo, y de ella se nutre una ingente cantidad y repertorio de presuntas —y no tan presuntas— obras de arte. Téngase en cuenta que toda la poesía del siglo XX posterior a las Vanguardias es una deprimente exaltación del fracaso humano, cuya máxima expresión es tal vez el celebradísimo e incomprendido poema de Kavafis titulado «Ítaca».


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (III 5.6.3), 2017 · 2022.


Contra la Teoría de la Literatura

 



Sin duda el principal enemigo de la Teoría de la Literatura es su propia denominación, o nomenclatura titular —Teoría de la Literatura—, una expresión que es puro teoreticismo, es decir, un término propuesto por quienes hicieron de la construcción e interpretación de la literatura un acto de pensamiento en lugar de un acto efectivo de construcción y de interpretación operatoria de materiales literarios. 

El término correcto debería ser Poética, que apela esencialmente al acto de hacer o construir, de forma racional y crítica, tanto una obra literaria como una interpretación de la obra literaria. 

El término Poética es de origen helénico, elaboración aristotélica y tradición hispanogrecolatina, y remite siempre a una crítica del racionalismo literario. 

El término Teoría de la Literatura, por el contrario, es de naturaleza académica e institucional, pero en absoluto gnoseológica. 

Lo utilizamos como término franco y convencional, por imposición académica y por inercia disciplinaria, pese a que en rigor resulta completamente inaceptable y esencialmente incompatible con los fundamentos y exigencias metodológicas de la Crítica de la razón literaria.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (III, 5.6.2), 2017 · 2022.


Más sobre el inconsciente freudiano

 

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria


El inconsciente freudiano es, además, una forma incorpórea dotada de competencias operatorias, a las que se atribuye, incluso, por si fuera poco, la capacidad de sustraerse a la razón, de ser superior al racionalismo humano, y de vencerlo y burlarlo en cualesquiera circunstancias y tesituras. 

El inconsciente freudiano sería algo así como un Dios todopoderoso e inmutable, indomesticable e incognoscible, que todo ser humano lleva dentro —aunque no se sabe exactamente dónde... (¿cerebro, testículos, hígado, tobillo, ombligo...?)—, y del que resulta imposible desasirse o desligarse, que aflora sobre todo durante el sueño, y que, para terminar, o para empezar, nos tiene —según los postulados freudianos— cogidos por los mismísimos genitales, núcleo energético y libidinoso fundamental de las actividades humanas todas. 

Indudablemente, semejante duende, demon o numen, tiene una gracia extraordinaria. 

Lástima que sólo exista en la imaginación de los relatos freudianos, y en la mente de sus creyentes lectores. 

Si Nietzsche hubiera podido leer los relatos o cuentecillos de Freud sólo habría reconocido en tales fábulas la expresión más caricaturesca y épica de sus propios escritos. Cuando no un sofisticado plagio de aspectos esenciales de su propio pensamiento.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (III, 5.6), 2017 · 2022.