A lo largo de los últimos
años, la felicidad se ha convertido de forma creciente y poderosa en una de las
obsesiones más importantes y crudas de nuestra vida. Parece que vivimos bajo el
imperativo de la felicidad. En determinados momentos, es como si fuera
obligatorio ser feliz. Los géneros de la comunicación pública, desde la
publicidad al cine, pasando por la televisión y estallando en todos los
confines de las redes sociales, emiten sin retroceder constantes exigencias y
recetas para ser feliz. Resulta imposible vivir al margen de esta exigencia: la
felicidad.
Sin embargo, resulta tal vez
muy difícil alcanzar una felicidad exigida por una forma de vida que,
simultáneamente, complica mucho las cosas. Es muy difícil encontrar un trabajo.
La posibilidad de disponer de una vivienda, sea propia, sea alquilada, es cada
día más limitada y está peor gestionada. Incluso las personas que tienen
trabajo se encuentran con infinitos problemas, que lesionan sus ilusiones
originales y sus objetivos laborales. El trabajo resuelve muchos problemas en
la vida, pero también crea nuevos conflictos, determinados por múltiples
circunstancias. En un mundo tan adverso, la felicidad es un logro imposible.
Y sin embargo la felicidad
se impone como un objetivo necesario, irrenunciable e incluso amparado en
derechos que, sinceramente, deberían ser naturales, esenciales, básicos.
Derechos que, en muchos casos, se pierden de forma silenciosa o imperceptible.
La felicidad se impone en
competencia con otros valores que paulatinamente resultan desplazados: el
dinero, el liderazgo y el éxito. Estos tres valores o referentes son muy
alienantes y seductores. Y no siempre llevan a la felicidad. El dinero es
objeto de muchas idealizaciones, que la realidad desmiente, cuestiona o
directamente destruye. Es la medida universal de todas las cosas, pero su poder
de medición está regulado y controlado por entes y personas que no conocemos, y
a las que no tenemos el menor acceso. El valor del dinero está gestionado por
agentes realmente inaccesibles. El bienestar de las élites es a veces una
visión idealizada que el pueblo tiene de ellas.
El liderazgo es otro de los
estímulos más idealizados de nuestro tiempo. En todas las actividades
profesionales se exige ser un líder. Este término, líder, resulta muy
inquietante, si reflexionamos sobre él. Cada cual lo define a su manera, para
hacerlo compatible con un mensaje simpático, atractivo y convincente. Pero,
aunque el líder se vista de seda ―cosa que resulta poco frecuente―, cabecilla
se queda.
El término líder procede de
la política. Y de la lengua inglesa. Es alguien que encabeza un grupo.
Inicialmente, pequeño. De ahí el diminutivo (cabecilla, más que cabeza). La
genealogía de esta palabra conduce a términos de controvertido recuerdo histórico
(Führer, duce, caudillo...). Naturalmente, esta semántica,
pretérita y política, no está presente en el sentido actual del término, pero,
insisto, está en su genealogía léxica.
La palabra se ilumina en los
currículums de solicitantes de empleo y en las demandas publicitarias. Y se
asocia también al logro del éxito y la felicidad laborales. Representa el
objetivo cumplido y prometido. Sin embargo, un líder es, con frecuencia, un
esclavo de élite.
El otro término de la terna
es el éxito, es decir, la idealización de una apariencia temporalmente
satisfactoria. Creer en el éxito conduce al fracaso. En primer lugar, porque el
éxito, como el placer, suele ser siempre muy poco duradero, es decir, fugaz y
pasajero. Podrá ser, no lo negamos, intenso ―también como el placer―, pero
resulta más ilusionante que real (a diferencia de ciertos placeres bien
consumados). Piense cada uno lo que quiera, pero el éxito tiene más que ver con
el autoengaño que con la realidad. Es más ilusionante que real y verdadero. Y en
segundo lugar, porque el éxito de uno es la envidia de otros. «Quien no compite
no estorba», decía con acierto sor Juana Inés de la Cruz. Y la envidia, como
todo el mundo sabe, es la forma más siniestra de admiración.
No es mi intención amargar a
nadie el día, pero muchos de los impulsos y de los imperativos que nos empujan
hacia la felicidad son caminos más preocupantes que seguros y más turbios que
saludables.
Hoy vivimos en una sociedad
en la que se constata algo innegable: el fracaso. Hay muchas experiencias cuyo
saldo es frustrante y cuyo resultado es un fruto fracasado, no por tardío, sino
por inexistente.
La felicidad no da los
resultados esperados. La búsqueda de la
felicidad, lejos de ser un mapa ilustrado y claro, resulta ser un laberinto sin
salida, donde las únicas puertas que se abren, y no todas, son las de las salas
de psiquiatras y psicólogos.
Si me preguntan qué es la felicidad, les diré, con toda modestia y franqueza, que la felicidad consiste en tener salud. Y en algo más: consiste también en cuidar, en la medida de nuestras posibilidades, de quienes, por desgracia, no tienen salud o han perdido la que tenían. Lo demás es un idealismo. Un idealismo que conduce al fracaso.
Jesús G. Maestro