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El fracaso de la felicidad

 


Ilustración. Mattin

 


A lo largo de los últimos años, la felicidad se ha convertido de forma creciente y poderosa en una de las obsesiones más importantes y crudas de nuestra vida. Parece que vivimos bajo el imperativo de la felicidad. En determinados momentos, es como si fuera obligatorio ser feliz. Los géneros de la comunicación pública, desde la publicidad al cine, pasando por la televisión y estallando en todos los confines de las redes sociales, emiten sin retroceder constantes exigencias y recetas para ser feliz. Resulta imposible vivir al margen de esta exigencia: la felicidad.

Sin embargo, resulta tal vez muy difícil alcanzar una felicidad exigida por una forma de vida que, simultáneamente, complica mucho las cosas. Es muy difícil encontrar un trabajo. La posibilidad de disponer de una vivienda, sea propia, sea alquilada, es cada día más limitada y está peor gestionada. Incluso las personas que tienen trabajo se encuentran con infinitos problemas, que lesionan sus ilusiones originales y sus objetivos laborales. El trabajo resuelve muchos problemas en la vida, pero también crea nuevos conflictos, determinados por múltiples circunstancias. En un mundo tan adverso, la felicidad es un logro imposible.

Y sin embargo la felicidad se impone como un objetivo necesario, irrenunciable e incluso amparado en derechos que, sinceramente, deberían ser naturales, esenciales, básicos. Derechos que, en muchos casos, se pierden de forma silenciosa o imperceptible.

La felicidad se impone en competencia con otros valores que paulatinamente resultan desplazados: el dinero, el liderazgo y el éxito. Estos tres valores o referentes son muy alienantes y seductores. Y no siempre llevan a la felicidad. El dinero es objeto de muchas idealizaciones, que la realidad desmiente, cuestiona o directamente destruye. Es la medida universal de todas las cosas, pero su poder de medición está regulado y controlado por entes y personas que no conocemos, y a las que no tenemos el menor acceso. El valor del dinero está gestionado por agentes realmente inaccesibles. El bienestar de las élites es a veces una visión idealizada que el pueblo tiene de ellas.

El liderazgo es otro de los estímulos más idealizados de nuestro tiempo. En todas las actividades profesionales se exige ser un líder. Este término, líder, resulta muy inquietante, si reflexionamos sobre él. Cada cual lo define a su manera, para hacerlo compatible con un mensaje simpático, atractivo y convincente. Pero, aunque el líder se vista de seda ―cosa que resulta poco frecuente―, cabecilla se queda.

El término líder procede de la política. Y de la lengua inglesa. Es alguien que encabeza un grupo. Inicialmente, pequeño. De ahí el diminutivo (cabecilla, más que cabeza). La genealogía de esta palabra conduce a términos de controvertido recuerdo histórico (Führer, duce, caudillo...). Naturalmente, esta semántica, pretérita y política, no está presente en el sentido actual del término, pero, insisto, está en su genealogía léxica.

La palabra se ilumina en los currículums de solicitantes de empleo y en las demandas publicitarias. Y se asocia también al logro del éxito y la felicidad laborales. Representa el objetivo cumplido y prometido. Sin embargo, un líder es, con frecuencia, un esclavo de élite.

El otro término de la terna es el éxito, es decir, la idealización de una apariencia temporalmente satisfactoria. Creer en el éxito conduce al fracaso. En primer lugar, porque el éxito, como el placer, suele ser siempre muy poco duradero, es decir, fugaz y pasajero. Podrá ser, no lo negamos, intenso ―también como el placer―, pero resulta más ilusionante que real (a diferencia de ciertos placeres bien consumados). Piense cada uno lo que quiera, pero el éxito tiene más que ver con el autoengaño que con la realidad. Es más ilusionante que real y verdadero. Y en segundo lugar, porque el éxito de uno es la envidia de otros. «Quien no compite no estorba», decía con acierto sor Juana Inés de la Cruz. Y la envidia, como todo el mundo sabe, es la forma más siniestra de admiración.

No es mi intención amargar a nadie el día, pero muchos de los impulsos y de los imperativos que nos empujan hacia la felicidad son caminos más preocupantes que seguros y más turbios que saludables.

Hoy vivimos en una sociedad en la que se constata algo innegable: el fracaso. Hay muchas experiencias cuyo saldo es frustrante y cuyo resultado es un fruto fracasado, no por tardío, sino por inexistente.

La felicidad no da los resultados esperados.  La búsqueda de la felicidad, lejos de ser un mapa ilustrado y claro, resulta ser un laberinto sin salida, donde las únicas puertas que se abren, y no todas, son las de las salas de psiquiatras y psicólogos.

Si me preguntan qué es la felicidad, les diré, con toda modestia y franqueza, que la felicidad consiste en tener salud. Y en algo más: consiste también en cuidar, en la medida de nuestras posibilidades, de quienes, por desgracia, no tienen salud o han perdido la que tenían. Lo demás es un idealismo. Un idealismo que conduce al fracaso.


Jesús G. Maestro



El fracaso de la felicidad
y tres timos muy actuales: éxito, liderazgo y dinero