Mostrando entradas con la etiqueta Artículos en Editorial Prensa Ibérica. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Artículos en Editorial Prensa Ibérica. Mostrar todas las entradas

El honor de no ser académico: Luis Alberto de Cuenca entre narcisos

 





Hace unos días, el poeta y filólogo Luis Alberto de Cuenca fue rechazado, tras tres votaciones, por los académicos de la lengua, para ser uno de ellos. No era la primera vez que ocurría, porque hace dos décadas también pasó lo mismo. Es la segunda vez que los académicos de la lengua votan para rechazarlo. A muchas personas les sorprendió algo así. A mí me habría sorprendido precisamente lo contrario: que lo admitieran.

¿Por qué? Por una sola y única razón dominante, no exclusiva pero sí excluyente: Luis Alberto de Cuenca es una de las mejores personas que conozco ―y que hay― en el mundo académico y en el mundo no académico. Difícil me resulta ubicarlo en ese lugar, la Academia. Con todo, del futuro nada está excluido, quiero decir que nunca es tarde para que la bondad se haga cargo del cerebro de algunas personas. Porque la maldad, como la bondad, no está en el corazón, sino en la cabeza. De hecho, el cerebro de muchas personas no se mide por su inteligencia, sino por su maldad.

He escrito y dicho muchas veces que la envidia es la forma más siniestra de admiración. Y por esta razón tampoco me sorprende el rechazo de una persona bondadosa y valiosa. Es completamente lógico. Nadie agradece la bondad. Y menos aún las instituciones académicas. Trabajo en una universidad desde hace más de 30 años: sé de qué hablo. Y he trabajado en varias, y les aseguro que las del extranjero son infinitamente peores que las españolas: en todo. Y si no me creen, váyanse a los Estados Unidos. Si tienen suerte, a lo mejor aún les dejan entrar, que siempre será mejor que ―una vez dentro― no les dejen salir.

Sobre este episodio contra Luis Alberto de Cuenca, cada persona tendrá su impresión y su opinión. Yo no discuto opiniones, yo interpreto hechos. Y aquí lo que hay es lo de siempre: el que niega, decide. Y como diría sor Juana Inés de la Cruz en una de sus más célebres comedias, mujer ella que sabía lo que decía, acosada como pocas mujeres por sus hermanas de religión, mujeres como ella, pero muchísimo menos inteligentes, que movían hilos para que los superiores de la orden la anularan por completo (hoy se hablaría de «cancelación»): «quien no compite no estorba».

Pues así le ha ocurrido a Luis Alberto de Cuenca: que su bondad y calidad humanas estorban. Y si a esta dignidad personal de hombría de bien añadimos obra, inteligencia y talento, pues no se hable más. No es no. Como diría Mefistófeles a Fausto en la obra (tan citada como ignorada) del fantasmagórico Goethe: «Yo soy el espíritu que niega». Los nihilistas de la inteligencia ajena y de la bondad del prójimo han dicho, mefistofélicamente, que no. El club de los malos no puede permitir la presencia de un gentilhombre de las Letras. Ni como poeta, ni como filólogo. Porque Luis Alberto es ambas cosas. 

Desde que se produjo ese rechazo institucional, no han dejado de publicarse artículos contra la Academia de la Lengua Española. Y sus miembros. Acaso uno de los más potentes ha sido el de Juan Manuel de Prada. Nunca había leído yo a este escritor. Y confieso que ha sido necesario que la Academia esa rechazara a Luis Alberto de Cuenca para que yo prestara atención a uno de los artículos de Juan Manuel de Prada, a fin de examinar su voluntad crítica con el presente que tiene delante. No diré si me sorprendió o no.

Sí diré que admiro la capacidad de Juan Manuel de Prada para renunciar, desde la escritura y publicación de este artículo suyo, a entrar en ese lugar, que él considera, entre otras delicias ajardinadas, poblado de curánganos (que es sinónimo despectivo de cura de mala muerte), eunucos («que saben cómo se hace, pero no pueden hacerlo») y bueyes (es decir, toros capados). No está mal.

Lo que yo no comprendo ―y ahora hablo por mí― es por qué alguien quiere entrar en un lugar así. Los impulsos del ego de cada cual son cosa de cada cual, y confieso que hay obsesiones ajenas que me resultan incomprensibles. Que yo esté encantado de no pertenecer a ningún grupo, gremio, escuela, tendencia, partido, comuna, ideología, etc., no significa nada para otros, que están encantados de renunciar a su personalidad propia para disolverla o anularla a cambio de integrarse en una identidad gremial y ajena.

La gente no se da cuenta de que dentro de un grupo hay menos libertad que fuera de él. Hay también una seguridad falsa y engañosa. Una seguridad dudosa y aparente, porque se trata en realidad de una amenaza: el gremio vigila a sus miembros más atentamente que a sus enemigos. La gente libre de verdad no pertenece a ningún grupo. Y menos a una academia. Ese supuesto prestigio de pertenencia es una negación de la libertad individual.

Yo no soy ni diestro ni siniestro, como esta misma sección deja muy claro a cualquier lector. Son las personas las que dan prestigio a las instituciones, y no las instituciones a las personas. Cuando una institución está totalmente desautorizada por el comportamiento de quienes la integran, lo mejor es abandonarla inmediatamente o evitarla para siempre a causa de sus errores presentes y pasados. Sin embargo, la fuerza de Narciso es muy potente, sobre todo para el que carece de otros méritos. La insuficiencia de éxito propio urge al ser humano a integrarse en grupos que le permiten idealizar un ego vacío. El grupo es el escondite de los fracasados. Luis Alberto de Cuenca no necesita nada de eso.

La distancia que separa al narcisismo del ridículo es, como la que separa al idealismo del totalitarismo, invisible. Si el narcisista supiera lo ridículo que resulta, dejaría de ser narcisista. Pero el narcisismo ciega a quien lo padece. Narciso está esclavizado por el idealismo de su propio ego. Los demás, sin embargo, lo contemplan, ridículo y fracasado, desde la realidad. Pero él no lo sabe. Si las personas que hacen el ridículo fueran conscientes del ridículo que hacen, dejarían de hacerlo. Pero no lo saben.

Lo mismo ocurre con los narcisistas. Sólo se ven a sí mismos, es decir, ignoran todo acerca del mundo en que viven. Mejor para los demás. Tenemos más libertad. El narcisista no tiene poder. Es un esclavo de su propia ceguera, idealismo y espejismo. Luis Alberto de Cuenca no tiene nada que ver ni con Narciso ni con Judas. El otro personaje de esta historia. De este último hemos hablado en el cuento titulado precisamente La divisa de Judas (más académica de lo que parece). Pero esto es otra historia, que contamos en nuestro cuento. El que avisa no es traidor. Ni da esplendor.

 

Jesús G. Maestro










El honor de no ser académico



Vargas Llosa: ¿Mito o realidad?

 





Con el fallecimiento de Mario Vargas Llosa el pasado 13 de abril, desaparece una de las últimas figuras más emblemáticas del llamado boom literario hispanoamericano. La épica, el mito y la leyenda han rodeado desde muy pronto a la mayor parte de los miembros de este movimiento.

La obra literaria de todos y cada uno de ellos nunca se ha interpretado al margen de fuertes intereses ideológicos, políticos y económicos. La literatura, con frecuencia, se usa como un pretexto en el que intervienen asuntos y negocios muy humanos, pero también muy ajenos a la propia literatura. La Universidad, una estructura más en la administración de todo tipo de poderes, no ha hecho tampoco nada original ni independiente en contra de las corrientes dominantes. Más bien ha mostrado sumisión y hasta servilismo.

Vargas Llosa fue siempre un autor muy políticamente correcto en todos los contextos: elegante, con clase, perfectísimo, gentilhombre en París y gentlement superior a un Borges en cualquier punto del imperio británico. Cuando en 2021 la Academia Francesa le ofrece sentarse en uno de sus sitiales, poco menos que dio fe, y casi razón, de la superioridad de la lengua y literatura galas frente a la terruñera, popular y acaso plebeya lengua y literatura españolas. Literalmente, dijo, según recoge el diario ABC, en su edición digital del 9 de febrero de 2023: «La literatura francesa fue y sigue siendo la mejor». Cervantes, de cuyo nombre no quiso acordarse, no existe para Vargas Llosa. Cosas del contexto. El decoro siempre exige decir aquello que conviene decir en cada situación, tiempo y lugar. Lo comprendemos. Pero no es lo mismo actuar como Galileo, para salvar la vida, que hacerlo como alguien que, por quedar bien, dice lo que sabe que no es verdad.

Ni lectores ni estudiantes de literatura española encontrarán élites intelectuales en nuestro país que no antepongan la supremacía de una cultura extranjera a la propia: la francesa (Pérez Reverte), la inglesa (Javier Marías) o la alemana (Ortega y Gasset, cuya sombra sigue siendo larguísima entre los búmeres). Se llama complejo no superado, o pensamiento hipotecado por el mito del extranjero.

La falta de un pensamiento crítico original hace que la mayor parte de la gente se olvide de toda la literatura española anterior al siglo XVIII: Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope de Vega o Calderón de la Barca, por citar sólo a los ases de una baraja de múltiples palos. Cervantes: el autor más necesario en el siglo XXI, porque nos previene contra el idealismo y los engaños. Pero es más fácil declarase inglés, francés o alemán que interpretar a Cervantes. Es más fácil explotar el prejuicio que combatirlo.

Vargas Llosa optó por París y por Flaubert, como Borges por Shakespeare y por Inglaterra. Gabriel García Márquez, que vivió y escribió sin esos complejos galos ni anglicanos, fue artífice de la literatura más original de Hispanoamérica, con una obra capital en la historia literaria universal: Cien años de soledad, la epopeya contemporánea del mundo hispánico. Márquez no necesitó disfrazarse de extranjero.

Por desgracia, estos autores se han estudiado siempre desde el prisma de la ideología política con la que cada uno de ellos se identificó. La política hace posible que alguien pueda volar más alto de lo que permite la literatura. Las alas de la ideología son más grandes y poderosas que las de la poesía. Escribir novelas no basta para llegar a ciertos lugares. Es necesario algo más. El apoyo político resulta clave. Y muchos escritores e intelectuales, seducidos por el poder, se han adherido a unas u otras causas, que los han promocionado a cambio de utilizarlos como estandartes. Neruda y Borges, Mario y Gabriel, y tantos más…

No pienso ahora en el liberalismo de Vargas Llosa ni en el marxismo de García Márquez, sino en la obra literaria de uno y otro escritor. No es fácil ser un escritor genial, pues si lo fuera, cualquiera podría convertirse en un genio del arte y la literatura. La genialidad literaria consiste en crear formas nuevas e insólitas en la literatura, y en hacerlo, además, creando también contenidos inéditos, no tratados antes por nadie.

La genialidad exige esta doble originalidad: descubrir un tema nunca tratado antes y contarlo de una forma totalmente nueva. Márquez fue un genio; Llosa, no. No ser genial no resta méritos, simplemente no te sitúa en la cima. Otros están por delante de ti. Si realmente limitáramos la historia de la literatura a la historia de las obras geniales de la literatura, la lista quedaría reducida a un 10% de lo que conocemos. Y en ese porcentaje, a mi juicio, no estaría Mario Vargas Llosa.

Sus obras son valiosas, ilustran un capítulo de la historia literaria de Hispanoamérica y poseen un gran valor ideológico, político y social. Punto. No es poco. Pero la genialidad es una exigencia mayor en materia literaria. Sus más grandes obras, La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral y La guerra del fin del mundo, son intentos de alcanzar una originalidad que finalmente no se consigue. Son buenas novelas, pero no son novelas geniales. No marcan ni un antes ni un después.

Otras obras, como por ejemplo ¿Quién mató a Palomino Molero?, son, simplemente un ejemplo frustrante de cómo imitar novelas clave como Crónica de una muerte anunciada.

Si leemos su obra ensayística, la pobreza es mayor. Son frases hermosas y elegantes, bonitas y seductoras, pero vacuas. Sus páginas sobre Flaubert nos hablan de Vargas Llosa, pero no de Flaubert. Con la excepción de un Gonzalo Torrente Ballester, un auténtico genio de la literatura y del ensayo, los literatos son muy malos críticos de literatura. Saben escribir literatura, pero no saben interpretarla. Torrente es la mayor excepción que conozco.

Mario fue un buen escritor. Esa es la realidad. Si quieren creer en los mitos, no es asunto mío desilusionarles. Pero yo interpreto literatura, y en la realidad de la literatura están el buen escritor y el genio. Los mitos forman parte de las creencias y de las emociones imaginarias que cada uno necesite para su personal bienestar. Y la prosperidad del mercado: el mito es un cebo mercantil. La ciencia literaria no construye mitos: los descarta.

Y una cosa más, y muy importante: tengan en cuenta que el éxito de muchas obras literarias se debe a que la mayor parte de las personas inteligentes no las han leído nunca. Ni las leerán. Perdón por pensar en Borges. Y en don Mario, también.


Jesús G. Maestro
Faro de Vigo, 27 de abril de 2025.






¿Quieren ir a la guerra nuestros abuelos?

 



 

En los últimos días hemos tenido ocasión de leer en varios medios de comunicación artículos escritos por intelectuales (de cuyo nombre, con permiso de Cervantes, no quiero acordarme) que se mostraban partidarios de «hacer Europa o morir». Tales eran sus palabras: «Aquí se hace Europa o se muere». Ese era su lema y su exigencia. En síntesis: Europa o muerte.

Creo que, para broma, es algo pesada. Y si la cosa va en serio, ya adelanto que conmigo no cuenten. Naturalmente, cada cual tiene su opinión, sus ideas y sus voluntades. Pero en este llamamiento, tan grandilocuente como inquietante, hay varias cuestiones que me llaman la atención.

En primer lugar, me hace pensar en exigencias de otros tiempos, que, por desgracia, siempre pueden volver. Tiempos en los que alguna autoridad militar gritaba «¡Viva la muerte!» o «¡Mueran los intelectuales!». Sabemos a qué me refiero: Salamanca, 12 de octubre de 1936. Millán Astray y Miguel de Unamuno. Lo sorprendente es que hoy quienes parecen parafrasear esas palabras no son militares, sino intelectuales. Dicho de otro modo, no están en el oficio de Millán Astray, sino en el de Miguel de Unamuno. Curioso cambio.

En segundo lugar, quienes afirman eso de «Europa o muerte», que suena parecido a «Patria o muerte», son sexagenarios o más. Su edad es la edad que corresponde a venerables y respetables abuelos. ¿Quieren ir a la guerra nuestros abuelos? ¿Quieren tal vez nuestros abuelos enviar a la guerra a sus nietos? ¿También a sus nietas? No logro identificar a estos abuelos con mis abuelos, ni con los abuelos de mi generación, que vivieron en carne propia guerras y posguerras terribles, y sabían muy bien lo que significaba la palabra «guerra», y la realidad que entraña una guerra y su posguerra. 

En tercer lugar, quien exaltaba este imperativo bélico y europeísta, al grito de «Europa o muerte», declaraba sin ningún rubor que él mismo asistía y asistiría, por internet o teléfono móvil, a las manifestaciones que se organizaran para defender esta conjunción alternativa de términos: o entre todos hacemos «una» Europa «grande» (y no añadiré «libre», los dioses me preserven de ello), o morimos todos. Supongo que espera que todos vayamos a la guerra también por internet o teléfono móvil.

Cuando menos, todo esto resulta inquietante. Y lo es porque da la impresión de que una generación de búmeres, los nacidos en el llamado baby-boom, entre 1950 y casi 1970, aproximadamente, quieren organizar una guerra a la que irían los milenaristas o millennials, es decir, sus nietos. Y nietas. Porque la igualdad lo es ya, para bien y para mal, en la salud y en la enfermedad. Se dice que vivimos en una sociedad enferma. Confieso llevar en este mundo ya 57 inviernos consumados, y no he conocido ninguna sociedad ―ni época vivida― que no estuviera gravemente enferma de varios males juntos y simultáneos.

Pero lo que me causa mayor decepción es esta naturalidad, por parte de una generación de abuelos intelectuales, para enviar al frente a una generación de nietos inocentes, en el más amplio y menos inocente sentido de la palabra «inocente».

Puedo aceptar que más tarde o temprano nos levantemos con el anuncio, no sólo publicitario, como ocurre hoy, de una guerra, sino con la declaración oficial de un Estado de Guerra, tal como hace apenas un lustro vivimos la instauración de un Estado de Alarma. Pero esta guerra de la que se habla, y de la que hablan, ante todo y ante todos, los intelectuales, me llama mucho la atención, por ciertos detalles muy extraños y paradójicos.

¿Quién va a ir a la guerra? Las fuerzas armadas, sin duda. Pero... ¿son suficientes recursos humanos los actualmente disponibles? ¿Se movilizará a los milenaristas, hombres y mujeres, para ir a los frentes de guerra? ¿Pueden jóvenes que apenas salen de su casa para pasear el perrito y consultar el móvil gestionar obediente y eficazmente una maquinaria militar? ¿Una generación de búmeres educados en el pacifismo va a enviar a la guerra a una generación de milenaristas pacificados hasta la médula? ¿Cómo puede hacer la guerra alguien a quien deprime ver su examen corregido con bolígrafo rojo?

En condiciones sociales de este tipo, una guerra es imposible. Habrá invasión, pero no guerra. Porque para que haya guerra es necesario que dos o más bandos militarizados luchen mortalmente. Y por nuestra parte no veo a los gozques empuñando las armas, ni defendiendo ningún territorio geográfico, como tampoco veo a sus dueños hacerlo.

No nos equivoquemos: cualquier potencia militar que se atreva puede tomar Europa en cuestión de días. Y le sobra tiempo. Si eso no ocurre es porque aún no se lo han propuesto, y, sobre todo, porque ya no es necesaria la fuerza de las armas para apoderarse de la voluntad de una sociedad que no usa la inteligencia, porque ya no la tiene, si no es para amedrentar a sus ciudadanos con amenazas ancestrales.

Las guerras se ganan sin disparar una bala cuando se advierte al enemigo que obedecer es más rentable que rebelarse. La guerra es la distancia que separa a los idealistas de la realidad. El futuro de Europa es obedecer. Y dedicarse a la publicidad de lo que se le ordene.

El poder ya no está en nuestra geografía. Hoy los esclavos, como antaño los bárbaros, ya no son los extranjeros: hoy los esclavos, como los bárbaros de siempre, somos nosotros. Y no lo sabemos (todavía). Antes de enfrentarnos a una mariposa o a una velutina, nos adaptaremos y convertiremos en insectos, porque ya no somos capaces de ser un entomólogo.


Jesús G. Maestro
Faro de Vigo, 13 abril 2025.




Guerra




El poder de la literatura como estrategia en el mundo empresarial

 

 


Algunas personas poco familiarizadas con la literatura se pueden sorprender de que se hable de ella como un instrumento de poder estratégico en el mundo de la empresa y el mercado. Sin embargo, si en lugar de literatura habláramos de cine, la sorpresa sería menor, porque todos estamos más acostumbrados a que la gran pantalla nos hable de negocios.

Pero la literatura es una caja de sorpresas. De sorpresas de Pandora. Quien tiene las llaves de esa caja pandórica, sorprendente y poderosa, y sabe administrar sus contenidos, dispone de un poder que sus adversarios ignoran. Y algo así es muy peligroso para quien minusvalora a un enemigo.

Nunca minusvalores a la literatura. No es tu enemiga, sino tu aliada. La literatura es incompatible con la inocencia humana. Lo sabemos. Pero la literatura, como el dinero y el mercado, nunca es inofensiva. Salvo para quien la ignora. El profesor de literatura sabe más por diablo que por viejo.

Y muchos de nosotros sabemos que en el mundo de la empresa, el mercado o el derecho y las obligaciones mercantiles, la literatura adquiere un poder que sólo puede y sabe usar quien es capaz de interpretarlo y manejarlo por encima de sus adversarios.

Cualquiera de nosotros recuerda y conoce varias películas sobre el mundo de los negocios y los riesgos de las peripecias mercantiles: Wall Street, icono del capitalismo feroz de la década de 1980; Glengarry Glen Ross, ese retrato brutal del mundo de las ventas y la obsesión por el éxito, y mucho antes la trilogía de El Padrino, de la que se citan tantas frases y paremias. Podríamos retrotraernos incluso a Citizen Kane, de 1941, inspirada en la vida de William Randolph Hearst, como muestra de la ambición empresarial en los medios de comunicación.

Y no faltan las críticas a las posibles consecuencias de todo esto en Parasite, sobre la desigualdad económica y las relaciones entre clases sociales, o Sorry We Missed You, donde el trabajo crudo y precario en la era del capitalismo digital se cobra sus víctimas.

Pero muy pocos sabrían citar obras literarias donde la inteligencia humana haya gestionado el curso y el movimiento del dinero con consecuencias no menos críticas y reveladoras.

Desde el Quijote de Cervantes hasta el Mercader de Venecia de Shakespeare, pasando por las arcas de oro del Cantar de mio Cid, que el caudillo cristiano arrebata a unos judíos con curiosa astucia, así como todo el valor que el dinero adquiere en obras como el Libro de Buen Amor y La Celestina de Rojas, la literatura ha condenado y maldecido la riqueza, y también la ha exaltado y celebrado, como una afirmación del individuo, o de un grupo social, identificado con determinados objetivos. El uso del dinero en La Regenta de Clarín o en Fortunata y Jacinta de Galdós habla por sí solo de cómo organizar la supervivencia y la usura de la Iglesia y del Estado en la pugna por el control del poder. No hablemos de Cien años de soledad y de la intervención del capitalismo gringo en Macondo.

Seamos francos: la literatura tiene que pactar con el mercado, la empresa y el mundo financiero, y asegurar de este modo su propia supervivencia en determinados contextos. La literatura es una materia cuyo especial y selectivo conocimiento puede resultar muy útil en instituciones que sepan valorar su uso y su poder como estrategia de gestión política y financiera.

No hablo de imponer la enseñanza de la literatura en escuelas empresariales o facultades de economía, algo nada desestimable. Planteo algo más modesto y asequible, y mucho más práctico: la presencia como conferenciantes puntuales de profesores especializados en literatura que sepan extraer de ella conocimientos útiles para determinados gestores del mercado y del mundo empresarial. La literatura debe salir de la placenta universitaria y volver a la realidad a la que realmente pertenece: la sociedad abierta y emprendedora.

La literatura enseña al empresario más psicología que un psiquiatra, más estrategias humanas que una legión de matemáticos y más operaciones bélicas que un militar veterano. La literatura es el sexto sentido de los emprendedores. ¿Creen que idealizo? Lean Guerra y paz de Tolstoi, el Quijote de Cervantes y la astucia de Dante recorriendo todos los recovecos del infierno para inventariar los errores de cuantos fracasaron por haber hecho mal las cosas. Cervantes enseña a los empresarios a no ser idealistas y a no ir más allá de las ilusiones financieras. No confundas molinos con gigantes, ni enemigos con ovejas.

No es ningún disparate que las universidades privadas se planteen la organización puntual o eventual de seminarios o ciclos de conferencias sobre literatura y gestión empresarial.

Sabemos que entre nuestros lectores hay personas influyentes, atentas a estrategias de mercado y posibilidades originales de hacer avanzar nuestro conocimiento y nuestra calidad de vida financiera e intelectual. Este es un mensaje que piensa en estas personas. En nuestro entorno más inmediato, en Galicia, en Asturias, en el norte de Portugal, hay una actividad empresarial muy relevante e influyente, que puede verse potenciada por la formación literaria de algunos de sus cuadros.

Nadie diga «desta agua no beberé», leemos en el Quijote (capítulo 55 de la segunda parte). La literatura puede ser el sexto sentido del empresario. Estamos a vuestra disposición.

 



José Sánchez Pedrosa: la locura como protagonista de la literatura del siglo XXI

 




José Sánchez Pedrosa es un vigués universal. A mi juicio, es padre genuino de una forma de escribir literatura específica del siglo XXI: narrar la locura de un modo inédito en relatos absolutamente originales. Pedrosa nació en Vigo en 1969 y, desafortunadamente, falleció en esta misma ciudad, si mis datos son correctos, a comienzos de enero de 2021. Joven y genial, Pedrosa fue profesor de literatura en España y Francia, y dejó tanto en Galicia como en Niza un importante magisterio, que está presente en varios de quienes fueron sus alumnos.

Parte de su obra permanece aún inédita, y de los herederos depende que se pueda publicar. En todo caso, cumplidos 70 años de su fallecimiento, tales materiales serán de dominio público. La literatura sabe esperar. Los sabios, también. Y quienes nos sucedan en el ejercicio de la interpretación de su obra literaria tendrán ocasión de hacer valer la originalidad de este narrador tan prematuramente fallecido.

A José Sánchez Pedrosa he dedicado varios vídeos en mi canal de YouTube y también varias clases en la Universidad de Vigo. He podido observar el enorme interés que sus breves relatos despertaron tanto en los alumnos que presencialmente asistieron a mis clases  universitarias como en los oyentes que, sobre todo en Hispanoamérica, han conocido a través de mis conferencias en internet la obra de este escritor.

Lo mismo he de decir de quienes, en Francia, recibieron su magisterio durante varios años, y ahora se han encontrado de nuevo en mis clases con su antiguo profesor, convertido hoy en narrador de relatos verdaderamente delatores de formas de vida clave en nuestro mundo actual.

Pero, ¿qué tiene José Sánchez Pedrosa que no tienen otros escritores? Pues tiene y revela una capacidad insólita y precisa para retratar las formas de la locura en la literatura y en la sociedad del siglo XXI.

No fue Cervantes el primer autor en dar vida original a los locos en la literatura. La tradición viene ya de los griegos, y del nacimiento mismo de la creación literaria, con los personajes homéricos. Los locos hacen y dicen cosas que los cuerdos no se atreven a declarar ni bajo secreto de confesión.

Sin embargo, a diferencia de las enfermedades mentales con las que se encuentran los psiquiatras en su consulta, la locura en la literatura cambia cuando cambian los tiempos. Y, sobre todo, cuando cambian las formas de pensar y razonar. La locura puede ser una forma de perder la cordura, pero no de perder la razón. Los locos razonan, pero de forma incompatible con la realidad.

Y esto es así porque la locura, en el arte, es una forma patológica de razonar, cuyas explicaciones no están en la psiquiatría, sino en la propia literatura. Pedrosa no era médico, ni psicólogo. Pedrosa era narrador de cuentos y relatos breves, cuyos personajes son una síntesis de psicopatías provocadas por un mundo como el nuestro: una sociedad que, como la del siglo XXI, dispone de muy pocas salidas y, casi todas ellas, por una única puerta: la de las enfermedades mentales.

No hay que confundir locura en literatura con psicosis, neurosis y trastornos de personalidad en la vida real. Cuando algo entra la literatura se transforma en otra cosa sin dejar de ser, enteramente, lo que era. Con Galdós la historia entra en la literatura para dejar de ser historia, y convertirse en ficción. Con Luis Martín Santos en Tiempo de silencio, y con toda la novela naturalista decimonónica, la medicina entra en la literatura, para dejar de ser medicina, porque se satura de ficción. La ciencia también entra en la literatura, y se convierte en la llamada y reconocida ciencia-ficción. Y cuando las utopías penetran en la literatura, dejan de ser utopías para convertirse en malas novelas. De hecho, las utopías son novelas frustradas escritas en tiempos de crisis.

Los cuentos de José Sánchez Pedrosa son un catálogo de locos, enfermos mentales y personas extremadamente trastornadas. Su libro de relatos breves, titulado Contento del mundo, contiene, con ironía muy personal, 44 narraciones extraordinarias. Publicado en 2008, es cada día más actual. Un psiquiatra no se cansaría de leerlo. Un psicólogo encontrará en esta literatura más patologías que en su propia consulta.

La locura es una estrategia literaria, y vital, que ninguna prevención puede detener. No es una forma superior de racionalismo, como pensaban los románticos. Ni mucho menos. La locura, en el arte, es muy seductora y atractiva. En la realidad, conduce con frecuencia al homicidio y al suicidio. En la realidad, el arte pierde gracia y aliciente. El arte exige que se cumplan sus propias ficciones e ilusiones.

La literatura es una forma preventiva de enfrentarse a la realidad. Conocer la literatura es también una forma de prevenirse respecto a determinadas enfermedades mentales. No es broma. La cantidad de personas que nos rodean y que viven, cada día más crudamente, aquejadas de problemas psíquicos es extraordinaria. Los trastornos de personalidad se desarrollan exponencialmente. Mientras los índices de esquizofrenia se mantienen estables, los problemas que desembocan en trastornos narcisistas, esquizotípicos, paranoide, esquizoide, antisocial, histriónico, dependiente, evitativo, límite y obsesivo-compulsivo se desbocan. Nuestra sociedad es una fábrica de psicópatas. Un manicomio de puertas abiertas.

Todas estas patologías encuentran en la literatura una explicación, un desenlace y un resultado único y específico. En la lectura de los cuentos de Pedrosa se constatan muchas certezas. Entre ellas, una fundamental: el siglo XXI pasará a la historia por haber sido el siglo de las enfermedades mentales. Es la herencia de la Ilustración anglosajona. La psicosis del siglo XXI es resultado de esa Ilustración idealizada y cruel fabricada en la antigua Prusia. Esto lo digo yo, no lo dice Pedrosa. Él solamente lo ilustra y literaturiza. Como nadie antes que él lo ha hecho jamás en la literatura.

Siento muchísimo no haber conocido personalmente a este genio del relato breve. Sea para siempre mi amigo póstumo.


Jesús G. Maestro




¿Inteligencia natural o inteligencia artificial?

 




La explosión de la llamada inteligencia artificial en nuestras vidas trae para más de uno de nuestros amigos y colegas grandes inquietudes y preocupaciones. Debería llamarse más bien inteligencia programada, sin duda artificialmente, pero el sintagma procede del inglés, y las lenguas anglosajonas son muy sintéticas en todo. Digo sintéticas, no planas. Esto las convierte en lenguas muy útiles en los procesos comunicativos básicos y elementales, pero las esteriliza, y muy severamente, para un uso literario.

No por casualidad Inglaterra no tiene un Quijote. Y no por casualidad Shakespeare no escribió ni novelas, ni cuentos. Ni más allá de 150 sonetos. Pero hay quien lo compara con Cervantes, acaso porque no ha leído con atención a ninguno de los dos. El éxito de muchas obras literarias se debe a que la mayor parte de las personas inteligentes no las han leído. Borges, sin embargo, estaba más orgulloso de lo que leía que de lo que escribía. Sin duda tenía razón. No se lo niego. El narcisismo de la modestia es, a veces, sincero.

Sea como sea, la literatura exige una complejidad que el uso sintético del lenguaje no siempre permite. No confundamos el conceptismo de un Quevedo, quien con cuatro palabras decía cuatro mil cosas, a cual de ellas más provocativa, que el estilo plano de las etiquetas y emoticonos propios de las redes sociales made in USA.

Pero la inteligencia artificial ha venido para quedarse. A algunos profesores les inquieta que sus alumnos la usen. Sin embargo, les inquieta menos el uso que ellos mismos hacen de ella para sus propios fines. El lenguaje de la inteligencia artificial es muy plano, a menos que cada uno de nosotros use su propia inteligencia natural para darle un relieve particular y propio, en cuyo caso, la inteligencia artificial es poco o nada útil.

Los textos que genera la inteligencia artificial no tienen personalidad, tienen coherencia. Sé que no es poco, en estos tiempos de emoticonos y barbarie ortográfica. Pero a veces la perfección carece de vitalidad. Las palabras de la inteligencia artificial ofrecen datos y contenidos, pero son fríos e inertes. Es todo lo contrario a la literatura clásica y la poesía verdadera.

Podríamos decirle a la inteligencia artificial lo que le hemos dicho alguna vez a algún doctorando que nos presenta su tesis doctoral en el correspondiente tribunal académico: «Usted aquí nos presenta datos, pero no ideas. Nos expone hechos, pero no soluciones prácticas. Hay definiciones, pero no demostraciones. Tiene los materiales, de acuerdo: ahora, haga la tesis».  El doctorando, en tiempos, al oír esto, se quedaba pálido. Hoy, sin embargo, lo interpreta como un elogio cum laude, y prosigue sonriente y feliz su disertación, demostrando que sabe leer más o menos correctamente el papel que tiene delante. Pero no entiende lo que oye.

La inteligencia artificial, por su parte, siempre escucha y siempre responde. Nunca enmudece. Jamás niega la palabra y sabe ser educada (a diferencia de cierta gente). Como muchas personas, también carece de vergüenza, de modo que nada la altera emocionalmente. En una época como la nuestra, donde todo el mundo presume de vender y comprar emociones ―veremos a ver si en el futuro se sigue hablando de inteligencia emocional (como si hubiera alguna que no lo fuera)― la inteligencia artificial carece totalmente de emociones. Curiosa paradoja.

De todos modos, no es un disparate afirmar que inteligencia artificial e  inteligencia natural viajan juntas, y que la primera es resultado de la segunda. Cuestión posterior es que con el uso de lo artificial lo natural pueda llegar a atrofiarse generación tras generación. Y que el resultado final de esta cadena sea un eslabón que no sabe qué hacer con lo que siente pues no sabe expresar lo que piensa: y no lo sabe porque, sin darse cuenta, ya no piensa.

Cuando le exigimos emociones a la inteligencia artificial le exigimos que haga el ridículo. Y si no nos percatamos de este ridículo es porque el problema de percepción lo tenemos nosotros, no la IA.

Resultaría muy peligroso que el uso de la inteligencia artificial pudiera hipotecar el uso de la inteligencia natural. Pero lo cierto es que todo puede ocurrir, porque del futuro nada está excluido. La inteligencia artificial se hereda a través del desarrollo de las ciencias, de generación en generación, pero la inteligencia natural, no. No nacemos sabiendo. Nacemos llorando. Por algo será. La placenta materna es mucho más cómoda que cualquier rincón de este mundo.

La inteligencia artificial es un instrumento para el desarrollo de las posibilidades de la inteligencia natural y personal. Usada de forma inadecuada puede destruir toda la capacidad intelectual de un ser humano. Y de toda una sociedad igualmente humana. La ciencia no es peligrosa, pero el uso que se hace de ella puede ser letal.


Jesús G. Maestro



¿Inteligencia natural o inteligencia artificial?