Hace unos días, el poeta y
filólogo Luis Alberto de Cuenca fue rechazado, tras tres votaciones, por los
académicos de la lengua, para ser uno de ellos. No era la primera vez que
ocurría, porque hace dos décadas también pasó lo mismo. Es la segunda vez que
los académicos de la lengua votan para rechazarlo. A muchas personas les
sorprendió algo así. A mí me habría sorprendido precisamente lo contrario: que
lo admitieran.
¿Por qué? Por una sola y
única razón dominante, no exclusiva pero sí excluyente: Luis Alberto de Cuenca
es una de las mejores personas que conozco ―y que hay― en el mundo académico y
en el mundo no académico. Difícil me resulta ubicarlo en ese lugar, la Academia.
Con todo, del futuro nada está excluido, quiero decir que nunca es tarde para
que la bondad se haga cargo del cerebro de algunas personas. Porque la maldad,
como la bondad, no está en el corazón, sino en la cabeza. De hecho, el cerebro
de muchas personas no se mide por su inteligencia, sino por su maldad.
He escrito y dicho muchas
veces que la envidia es la forma más siniestra de admiración. Y por esta razón
tampoco me sorprende el rechazo de una persona bondadosa y valiosa. Es
completamente lógico. Nadie agradece la bondad. Y menos aún las instituciones académicas.
Trabajo en una universidad desde hace más de 30 años: sé de qué hablo. Y he
trabajado en varias, y les aseguro que las del extranjero son infinitamente
peores que las españolas: en todo. Y si no me creen, váyanse a los Estados
Unidos. Si tienen suerte, a lo mejor aún les dejan entrar, que siempre será
mejor que ―una vez dentro― no les dejen salir.
Sobre este episodio contra
Luis Alberto de Cuenca, cada persona tendrá su impresión y su opinión. Yo no
discuto opiniones, yo interpreto hechos. Y aquí lo que hay es lo de siempre: el
que niega, decide. Y como diría sor Juana Inés de la Cruz en una de sus más célebres
comedias, mujer ella que sabía lo que decía, acosada como pocas mujeres por sus
hermanas de religión, mujeres como ella, pero muchísimo menos inteligentes, que
movían hilos para que los superiores de la orden la anularan por completo (hoy
se hablaría de «cancelación»): «quien no compite no estorba».
Pues así le ha ocurrido a
Luis Alberto de Cuenca: que su bondad y calidad humanas estorban. Y si a esta
dignidad personal de hombría de bien añadimos obra, inteligencia y talento,
pues no se hable más. No es no. Como diría Mefistófeles a Fausto en la obra
(tan citada como ignorada) del fantasmagórico Goethe: «Yo soy el espíritu que
niega». Los nihilistas de la inteligencia ajena y de la bondad del prójimo han
dicho, mefistofélicamente, que no. El club de los malos no puede permitir la
presencia de un gentilhombre de las Letras. Ni como poeta, ni como filólogo.
Porque Luis Alberto es ambas cosas.
Desde que se produjo ese
rechazo institucional, no han dejado de publicarse artículos contra la Academia
de la Lengua Española. Y sus miembros. Acaso uno de los más potentes ha sido el
de Juan Manuel de Prada. Nunca había leído yo a este escritor. Y confieso que
ha sido necesario que la Academia esa rechazara a Luis Alberto de Cuenca para
que yo prestara atención a uno de los artículos de Juan Manuel de Prada, a fin
de examinar su voluntad crítica con el presente que tiene delante. No diré si
me sorprendió o no.
Sí diré que admiro la
capacidad de Juan Manuel de Prada para renunciar, desde la escritura y
publicación de este artículo suyo, a entrar en ese lugar, que él considera,
entre otras delicias ajardinadas, poblado de curánganos (que es sinónimo
despectivo de cura de mala muerte), eunucos («que saben cómo se hace, pero no
pueden hacerlo») y bueyes (es decir, toros capados). No está mal.
Lo que yo no comprendo ―y
ahora hablo por mí― es por qué alguien quiere entrar en un lugar así. Los
impulsos del ego de cada cual son cosa de cada cual, y confieso que hay
obsesiones ajenas que me resultan incomprensibles. Que yo esté encantado de no
pertenecer a ningún grupo, gremio, escuela, tendencia, partido, comuna,
ideología, etc., no significa nada para otros, que están encantados de
renunciar a su personalidad propia para disolverla o anularla a cambio de integrarse
en una identidad gremial y ajena.
La gente no se da cuenta de
que dentro de un grupo hay menos libertad que fuera de él. Hay también una
seguridad falsa y engañosa. Una seguridad dudosa y aparente, porque se trata en
realidad de una amenaza: el gremio vigila a sus miembros más atentamente que a
sus enemigos. La gente libre de verdad no pertenece a ningún grupo. Y menos a
una academia. Ese supuesto prestigio de pertenencia es una negación de la
libertad individual.
Yo no soy ni diestro ni
siniestro, como esta misma sección deja muy claro a cualquier lector. Son las
personas las que dan prestigio a las instituciones, y no las instituciones a
las personas. Cuando una institución está totalmente desautorizada por el comportamiento
de quienes la integran, lo mejor es abandonarla inmediatamente o evitarla para siempre
a causa de sus errores presentes y pasados. Sin embargo, la fuerza de Narciso
es muy potente, sobre todo para el que carece de otros méritos. La insuficiencia
de éxito propio urge al ser humano a integrarse en grupos que le permiten
idealizar un ego vacío. El grupo es el escondite de los fracasados. Luis
Alberto de Cuenca no necesita nada de eso.
La distancia que separa al
narcisismo del ridículo es, como la que separa al idealismo del totalitarismo,
invisible. Si el narcisista supiera lo ridículo que resulta, dejaría de ser
narcisista. Pero el narcisismo ciega a quien lo padece. Narciso está esclavizado
por el idealismo de su propio ego. Los demás, sin embargo, lo contemplan, ridículo y fracasado, desde la realidad. Pero
él no lo sabe. Si las personas que hacen el ridículo fueran conscientes del
ridículo que hacen, dejarían de hacerlo. Pero no lo saben.
Lo mismo ocurre con los
narcisistas. Sólo se ven a sí mismos, es decir, ignoran todo acerca del mundo
en que viven. Mejor para los demás. Tenemos más libertad. El narcisista no
tiene poder. Es un esclavo de su propia ceguera, idealismo y espejismo. Luis
Alberto de Cuenca no tiene nada que ver ni con Narciso ni con Judas. El otro
personaje de esta historia. De este último hemos hablado en el cuento titulado
precisamente La divisa de Judas (más académica de lo que parece). Pero
esto es otra historia, que contamos en nuestro cuento. El que avisa no es
traidor. Ni da esplendor.
El honor de no ser académico