Lo primero que hizo la Ilustración anglogermana y afrancesada fue cargarse la literatura. La suya y la de los demás. Destruir la suya propia no fue algo difícil, hemos de reconocerlo. No obstante, cada 23 de abril, aprovechando que se cumple el aniversario de la eternidad de Cervantes, nos sacan a Shakespeare en procesión. Shakespeare, el mejor amigo de los fantasmas.
Sin embargo, como decía, la Ilustración, aunque arruina por sí sola la interpretación de sus propias literaturas, e intenta también la ruina de las demás, no pudo abatir la literatura española, ni mucho menos el Siglo de Oro. Antes al contrario, el resultado fue admirativo. Una sublimación que, pese a todo su cacareado racionalismo, Alemania nunca supo explicar más allá epifonemas y exclamaciones místicas derramadas en páginas y páginas de Goethe, Schiller y los fraternales Schlegel. Todos ellos figuras multiuso para citas varias de alto valor emocional, sobre todo cuando no se sabe qué decir.
Es lo que la Ilustración debe al Romanticismo, su resonancia verborreica, su eufonía académica de trovas vacuas, tras la que se eclipsa un vacío literario sin precedentes. Con todo, no hay exigencias filosóficas capaces de hacer enmudecer a la literatura. Como tampoco hay interdicción religiosa, ni política, que la acalle o intimide.
Por eso mismo tampoco hay nada más irónico y ridículo que esos escritores y profesores de literatura, que movidos no sé muy bien por qué tipo de inercia o de ignorancia, reclaman una vuelta a la «razón ilustrada». No sé si es un ritual intelectual que practican quienes, bajo la ansiedad del narcisismo filosófico o académico, buscan hacerse visibles a través de cualquier forma de publicidad. Pero lo que sí sé es que tal declaración es una absurdidad completa.
Hablar de «razón ilustrada» es galvanizar un oxímoron, en cuyo germen habita el exterminio mismo de la literatura. El racionalismo ilustrado es incompatible con el racionalismo literario. Es un pseudorracionalismo filosófico que, idealista y narcisista, como el de Platón, y tantos otros, expulsa a la literatura del Estado. Y subsume al ser humano en un tercer mundo semántico, utópico y marfuz. La literatura es incompatible con la «razón ilustrada». El racionalismo de la literatura no cabe ni en el idealismo de los filósofos ni en el autoengaño de cortesanos, académicos y demás familia.
Jesús G. Maestro