Los filósofos no interpretan la literatura como literatura, sino como un material que les permite ―o no― legalizar el idealismo de su propia filosofía, frente al idealismo de las demás.
Los filósofos se relacionan con la literatura sólo para convencerse a sí mismos de la ilusoria legitimidad de sus ideales filosóficos, es decir, para engañarse a sí mismos malinterpretando obras literarias. Toda filosofía, por muy materialista que se pretenda, tiende siempre al idealismo.
Lukács es un filósofo ―a ratos― de la literatura, no un científico de la literatura. Cuando los filósofos se refieren a la literatura, la convierten en un extraño ideal, utópico y adúltero, hecho a la medida de su filosofía. Y en nombre de este ideal, tórpido y patológico, juzgan a la literatura real y verdadera, que es, indudablemente, superior e irreductible a su idealismo filosófico.
Para ello, es decir, para ejercer este dominio, quimérico y ladino, en el que por cierto creen ciega y firmemente, proponen una literatura programática o imperativa, de modo que la totalidad de la literatura en realidad existente debe convertirse, reducirse y someterse a este programa o imperativo, naturalmente filosófico, político o religioso. Esto es Lukács. Al igual que todos los filósofos que lo han precedido o seguido en el curso de la Historia.
Sin embargo, la literatura no es nada esto. Ni puede serlo. La literatura tiene vida propia. Una vida y una realidad que no caben en los términos de ninguna filosofía. Porque, como sugería un Hamlet más atento a la tradición literaria hispanogrecolatina que a la cultura anglosajona contemporánea al propio Shakespeare, hay en la realidad del mundo más cosas de aquellas con las que sueña ―y puede soñar― tu filosofía.
Jesús G. Maestro