Los dioses en la literatura




Es propio de los dioses mostrar la fuerza de su poder, de su ira o su misericordia, de su capacidad de sacrificio incluso, pero muy pocas veces nos dan muestras de su inteligencia. Su discurso apagorético es siempre intimidatorio.

Sobrevivientes en la nada, desde una soledad eterna y poderosa, dominan el todo. A veces, algunos de sus súbditos primigenios, los ángeles por ejemplo, traicionan incomprensiblemente su magnificencia; el hombre y la mujer por él creados no tardan en engañarle y mostrarse desagradecidos...; como consecuencia de ello disponen un mundo deliberadamente imperfecto, cuyo resultado es el caos más irremediable. ¿Es esta una labor de la que se deba estar especialmente orgulloso? 

Los dioses, pues, hacen alarde de su poder, pero pocas veces de su inteligencia. Todo se reduce para ellos a una cuestión moral. No entienden, diríamos, de gnoseología. Sólo de ética. De una ética que descarta, por supuesto, cualquier experiencia cómica. 

Por el uso de la inteligencia los dioses se asemejan a los seres humanos; y por una ambición desmesurada los propios seres humanos acaban por creerse, fraudulentamente, semejantes a un dios. Los númenes divinos no ofrecen pruebas de inteligencia, sino simplemente de poder o de sacrificio, según pretendan deslumbrarnos o seducirnos. Sus obras son obras de fuerza, no de sabiduría. No en vano la inteligencia se orienta esencialmente hacia la persuasión y la crítica, actividades sin duda mucho más humanas que divinas. Como la literatura, tan humana, tan profana, tan impía. 

La inteligencia hace al ser humano; la ficción, a los dioses. Sin embargo, ambos están unidos, por el deseo, en una relación trágica. Ansiedad humana de trascendencia y deseo divino de posesión y dominio sobre lo terrenal. 

Todos los dioses necesitan hacer milagros para revestirse periódicamente de cierta autoridad, pero sólo los seres humanos son capaces de contar esos milagros. Los númenes divinos necesitan de profetas y narradores para articular su propio discurso. ¿Quizá la modestia les impide hablar de sí mismos? Lo cierto es que los dioses necesitan la escritura. El fruto de la más humana de las invenciones: dar nombre y sentido a las cosas. He aquí la acción primigenia y adánica de ese primer hombre. 

Los dioses que no están en los libros, que no están en las escrituras, no existen. En consecuencia, residen en la lectura, y se confirman en la experiencia trágica —y espectacular—, para sublimarse en ella ante los ojos mortales. Los dioses son fugitivos y persistentes visitantes de la literatura. 

Toda su mitología está destinada a poblar un mundo visible, que la ficción poética ha hecho muchas veces comprensible y verosímil en su fuerza y sensorialidad. 

Sin embargo, la poética no es la casa de los dioses, sino su laico camposanto, su cementerio civil, su territorio de ultratumba. La literatura, discurso pagano y secular por excelencia, no habla su mismo lenguaje, normativo y moralista, sino que instituye una voz de libertad y laicismo, de heterodoxia y desmitificación, que ha hecho de los númenes divinos su principal osamenta. 

La poética ha convertido a todos los dioses en el osario de la literatura. Sin duda un enriquecido tesoro de influencias trascendentes.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.