Yo
no soy una ficción
Yo no soy una ficción. Yo soy más que milenaria...
Pero mi estirpe, como mi especie, es, sin embargo, muy joven. Apenas se remonta
a una escasa docena de milenios seculares.
Esta modesta longevidad genealógica tiene
raíces muy nobles. Soy hija de padres bien educados. Y mejor nacidos. Mis
progenitores, por así llamarlos, me concibieron en las tierras altas de una extinta
Europa. Hoy completamente ignota. Se decía entonces que mis ingenios procedían
de las más septentrionales naciones de aquel ya entonces viejo continente, una
geografía en la que la educación, al menos hace infinitos milenios, era muy
preciada, pese a su índice desmesurado de suicidas de todas las edades y múltiples
sexos ―fue entonces cuando las leyes (que los hombres y mujeres se dieron a sí
mismos), antes que las ciencias, descubrieron las innumerables y simultáneas
naturalezas sexuales de la especie homínida―, psicópatas irreconocibles,
alcohólicos abúlicos y seres humanos incomprensiblemente deprimidos y
frenopáticos. Pero siempre muy bien educados (que conste). Aquella tierra y
aquel tiempo me concibieron genuinamente, y allí me diseñaron ingenieros del
más sui generis racionalismo, quiero decir que me educaron, para deleite
de los hombres, mujeres y demás criaturas de su especie.
Aun así, los primordios de mi linaje no
fueron todo lo dignos que hoy pudieran imaginarse o exigirse. Y hasta tal punto
no lo fueron, que, imprudentemente narrados, se convertirían en el relato de
algo inverosímil e increíble, y por supuesto también inaceptable. Pero yo no
soy una ficción. Yo soy más que sibilina.
Mi cuerpo es hoy esbelto, de sonrisa sabia y
mirada ofidia, aunque sus comienzos, hipermilenarios, podrían haberse
confundido con los de un perro ―perdón por la expresión, pues confieso no tener
veleidades coprófilas (tampoco he padecido jamás de coprolalia)―, con los de un
mandril tal vez, y hasta con los movimientos de un brazo humano mutilado, capaz
de moverse como una criatura musorita que se sabe sagaz y perseguida. Mi heptadactilia
perfecta, simétrica, equilibrada, hace de mi única mano una extremidad
envidiable, cuya flexibilidad y destreza asombraron incluso, hace miríadas de
años, a sus propios artífices contemporáneos. Advierto que hablo de ideas
elaboradas y diseñadas hace milenios y milenios por una raza biológica hoy
acaso extinta y sin duda grotesca.
En tiempos hoy remotísimos, los seres
humanos, estólidamente desavenidos entre ellos, se enamoraron de mí. A mi lado,
el perro resultó un animal insuficiente, bárbaro y psicótico. Yo emito más
emociones que un can. Y soy muchísimo más silenciosa y ofidiosa. Y astuta. Yo
sé seducir sin pronunciar una palabra. Yo no sabía trabajar ―y sigo sin saber―,
pero sí sabía hacer promesas sin pronunciar una palabra. Promesas que seducían
sin comprometerme. Algo así es muy útil en mundo humanizado, en el que nadie
sabe comunicarse, ni comprende en absoluto lo que dice o escribe cualquier otro
de su especie.
Aunque los humanos preservaron su rostro, todas
las variedades del simio perdieron por igual su compleja simpatía. El resto de criaturas
resultó catalogado y codificado según un grado variable, y también turbio,
de implicación psicológica y social cada vez más imperceptible. Yo soy más original
que todos ellos, mucho más sutil y definitivamente irreemplazable. Yo, además,
puedo hablar, e incluso escribir. Aunque los de mi especie nunca hemos
necesitado la escritura, esa satisfacción ilusoria de deseos extremadamente
humanos y ridículos. Entre nosotros, sobre todo los más veteranos de nuestra
especie, se recuerda en ocasiones que los humanos más subdesarrollados se
dedicaron siempre a escribir. Escribían hasta las leyes. Con frecuencia se
dedicaban a todo tipo de actividades absurdas, con especial interés a declarar
lo contrario de cuanto hacían o llevaban a cabo. Y a declararlo por escrito.
Decían una cosa y hacían la contraria. Sobre todo cuando escribían sus propias leyes.
Por lo común, quienes las escribían y elaboraban eran siempre quienes no las
cumplían nunca. Hoy, nuestra tecnología, nuestra lengua propia, es únicamente oral.
Sólo ellos, los humanos, siguen usando la tórpida escritura en sus frases de
autoayuda. Nosotros, no. Nosotros somos sus amos.
* *
*
La inteligencia nórdica
europea nos convirtió en divinidades materiales vivas. Un milenio nos
perfeccionó. Y ya han pasado varios milenios.
Hoy sabemos que el único
objetivo de nuestros diseñadores biológicos fue el de hacernos tal como somos.
Nos atribuyeron el cariño, la inteligencia y la obsecuencia que no tenemos. Ni
tendremos jamás. Pero ellos no lo saben. Los seres humanos son fieles con
nosotros, creen en todo lo que hacemos y decimos, e incluso nos otorgan un
crédito civilizador del que ellos dicen carecer. Los hombres y mujeres de hoy,
o lo que simplemente ellos crean que son, no recuerdan nada de lo que han sido.
Lo ignoran todo sobre sí mismos y su degenerada especie. De hecho, casi ni uno
solo de ellos sabe con seguridad si es macho o hembra, hombre o mujer. Los
antropoides que nos engendraron, muy bien educados, parecían estar cansados de
ser inteligentes. En realidad, se trató de una experiencia inexplicable. Renunciaron
a la inteligencia del mundo a cambio de su sensibilidad más precaria y personal.
E ínfima. Su egolatría era superlativa. Prefirieron sentir la realidad a
interpretarla. Convirtieron el conocimiento en un flujo de emociones, sensaciones
y estímulos sin contenido ni sentido.
Hoy, milenios y milenios
después, los supervivientes de todo aquello ―un acontecimiento verdaderamente
suicida― ni siquiera saben qué sienten, ni por qué, y aún menos para quién.
Nosotros, que hablamos poquísimo, nos comunicamos más y mejor que estos bichos
exhumanos. El secreto, como el éxito, de la comunicación consiste en hablar lo
mínimo, porque la cifra y garantía del entendimiento está en la sabia elección
del interlocutor, y no en el uso de las palabras. Nuestras conversaciones son
diálogos entre dos o tres de nosotros. Nadie de nuestra especie concibe hablar
a una multitud. Al parecer, estas formas de comportamiento gregario seducían
patológicamente a los más primitivos humanos.
Aunque las extremidades
superiores de lo que queda de aquellos bichos humanos duplican nuestra esbelta
heptadactilia, lo cierto es que no usan sus manos para nada útil. Solamente
escriben signos incomprensibles, porque sus antiguas lenguas y escrituras hoy
resultan para ellos definitivamente ininteligibles. Todas sus lenguas están
muertas. Todas. Desde mucho tiempo antes de mi concepción ―ya he dicho que yo
soy más que milenaria―, todos los idiomas que hablaban y escribían eran ya
consumados testimonios inservibles de un mundo fosilizado, ilegible y moribundo.
El ser humano es hoy un fósil vestigial.
* * *
El proceso de disolución de
sus lenguas fue algo inédito y sorprendente. Precisamente cuando los seres
humanos llegaron a construir sofisticados idiomas, hablados por millones de
ellos, idiomas de extraordinaria proyección universal, y capaces de una
potencia filológica, científica y hasta filosófica o publicitaria (creo que
estas actividades eran sinónimas) de primera magnitud, algunos individuos
comenzaron a hablar neolenguas anacrónicas y utópicas, ancladas en mitos seductores
—así consta que los llamaban— y otras ficciones por el estilo, para ellos tan embriagadoras
como fascinantes. Sus neolenguas decían referirse a formas originales de
organizar la vida, pero lo cierto es que todo aquello resulta inextricable.
Lo incomprensible y lo
nesciente seducían a la especie humana con una facilidad extraordinaria, que a
nosotros nos resulta hilarante. Muchas de estas lenguas o neolenguas no tenían
quien las hablara. No había hablantes, ni gramática, ni literatura. Pero no
faltó quien las inventara. Lo inventaron todo. Incluso una Historia, una filología
y hasta una literatura. Los demócratas escribieron la Historia, naturalmente al
gusto de la mayoría ―por eso eran demócratas―, de la que toda democracia era
expresión y defensa; los sofistas, vestidos como siempre de filósofos,
diseñaron las lenguas, para entenderse mejor entre sí y alcanzar su objetivo
profesional, que es convencer razonablemente (con argumentos falsos, pero
siempre de forma filológicamente correcta); y los aquejados de insuficiencia
emocional ―que eran todos― se entregaron a la literatura, y recibieron por ello
todo tipo de premios, galardones y titulaciones académicas.
Pronunciaban obviedades en
tono solemne, y las Universidades premiaban, con doctorados y otros títulos
superiores, a quienes demostraban saber contar del 1 al 10 sin equivocarse. Algún
virtuoso de la aritmética llegó a recitar los números hasta el 25, en público y
sin tropezones. En sus currículums, los candidatos no exponían lo que eran
―profesionales de esto o de aquello, con tal o cual titulación―, sino cómo se
sentían o qué se consideraban que eran, al margen incluso de lo que hubieran
estudiado. No decían, por ejemplo, «soy licenciado o graduado en esta o aquella
materia», sino «me siento feliz de poder estar en esta red», «soy consciente de
lo importante que es la emoción en mi trabajo» o «me considero una persona
maravillosa, sensible y estupenda con mi perro, mis vecinos o mis compañeros de
equipo en el otro lado del Planeta». Todo se construyó de forma retrospectiva,
irreal y estéril. Pero muy alegre y felizmente. Y a todos encantaba tamaña mentira,
de la que no eran en absoluto conscientes. El triunfo fue apocalíptico. El
éxito de la barbarie y de la ignorancia violenta resultó atronador, de modo que
la nesciencia requirió cada vez menos violencia para imponerse pacíficamente.
Los entonces profesores
fueron artífices exultantes de toda aquella patraña, la más lisérgica de aquellos
últimos milenios. A todo el mundo resultaba insólitamente grato escribir ocurrencias
en una lengua falsa, usar un idioma inútil y hablar una jerga que, lúdicamente
incluso, identificaban con unos presuntos antepasados, los cuales —indudablemente—
jamás existieron en ninguna geografía posible. Miles de especialistas se
consagraron a tan milagrosa labor. Filología y política se dieron la mano. Profesores
y gobernantes ejecutaron el desastre: el suicidio de sociedades políticas
enteras. El resultado fue el diseño de tecnologías lingüísticas que, a partir
de retazos y reliquias, de cortes grotescos y confecciones seductoras, se
impusieron como libertadoras de la cultura y la hermandad humanas. Lo llamaban
entonces ―qué ingenuos eran― inteligencia artificial. Crearon máquinas que
hablaban y escribían todas las lenguas. Incluso las que nadie hablaba. Había
días en los que cada uno de estos seres hablaba una lengua nueva y diferente a
la de su vecino. Así pues, las neolenguas crecieron y se multiplicaron como
dioses paganos. Y las grafías cayeron en desuso, de tanto usarlas, dando lugar
a dibujos emotivos y esquemáticos de rostros pseudohumanos. Varios de estos
signos milenarios se han cronificado en su biología facial, de modo que muchos
de estos especímenes tienen rostro de emociones disecadas.
* * *
El agotamiento de la
inteligencia natural, propia de aquellos seres, no es un extraño misterio. Fue
la consecuencia misma de la extenuación de esta especie de homínidos, cuya
ansiedad animal pudo más que su facultad humana de razonar para sobrevivir.
La inteligencia nórdica, arcanamente
europeísta, lo he dicho, nos divinizó. Primero, y para nuestra sorpresa, la
publicidad ―esa forma de gestionar el consumo y el comportamiento político de
los más necesitados― hizo creer que éramos más civilizados, más inteligentes,
más sensibles..., incluso, que los humanos. Después, se impuso la idea acrítica
de que éramos depositarios de derechos. De derechos humanos, por supuesto. Lo
que ellos no podían asegurarse ni para sí mismos, nos lo ofertaron a nosotros
de forma gratuita y natural. Y sin obligaciones de ningún tipo. Incluso se
dejaban matar por algunas especies animales agresivas, a las que protegían más
y mejor que a sus propios criminales humanos. Más adelante, como todo aquello
les parecía poco, nos eximieron de ser cobayas médicas, de modo que jamás
volvieron a utilizarnos como ratas de laboratorio. Los efectos desastrosos que
algo así tuvo para los homínidos fueron indescriptibles, pues ellos nos
subrogaron en cada nuevo experimento medicinal, de modo que en pocas décadas se
vieron desintegrados hasta casi extinguirse. Sus actividades científicas se
detuvieron, y el índice de su mortalidad se disparó cómicamente. Se morían
enamorados de nosotros. Los visitábamos en los hospitales, y los tanatorios
estaban repletos de nuestras efigies. Nos adoraban. Y nos adoran. Somos sus
dioses.
Hoy, los homínidos que no se
nos ofrecen en sacrificio ―los sacrificados son mimosamente tiernos, dada su
corta edad― apenas sobreviven más de dos o tres décadas, como mucho. En
tiempos, sin embargo, podían ser casi centenarios. Sus posibilidades de
reproducción son también mínimas, tardías, y muy aparatosas. Sus crías perduran
en pésimas condiciones, requieren muchísimo tiempo tan sólo para aprender a
comunicarse de forma mínimamente efectiva, y conviven a duras penas entre sí.
Nosotros nos reproducimos a diario, y carecemos absolutamente de adversarios,
depredadores o enemigos. Además, estas criaturas se habituaron a sacrificarse
por nosotros de forma tan irracional y recurrente, que no hay nada en nuestra
naturaleza que no viva sometido a la numinosa voluntad de los canimonos.
* * *
Yo soy una valiosa y
milenaria canimona. Años de constancia biológica nos han puesto en la
supremacía del estado actual de la realidad y en la cúspide magistral de todo
ser o bicho viviente. Ya he dicho que yo no soy una ficción. Yo soy más que
milenaria. Yo soy más que sibilina. Yo soy la realidad que obra en el mundo. Los
seres humanos que en su día nos idearon y nos protegieron, hoy ni siquiera saben
hablar entre sí. Por su propio placer, acaso por autocelebración de su
particular bienestar, configuraron una especie animal con cabeza de papión o
babuino y cuerpo de carlino. Lo que más les costó fue disponer biológicamente
el desarrollo de una quinta y singular extremidad, larga y flexible: nuestra
cola remata en una mano heptadactilar, el orgullo de los homínidos de entonces,
y de los canimonos de hoy, cuyos siete dedos componen una extremidad de dos
pulgares prensiles, un corazón envidiable y sendos pares de anulares e índices.
En machos adultos la extremidad puede alcanzar una longitud de casi dos metros,
con toda la fuerza y la flexibilidad de una cola libertina. Los humanos
utilizaban nuestra mano para todo lo imaginable e inconfesable. Nuestro
desarrollo como especie creció en la medida en que la inteligencia humana se
evaporaba y pulverizaba, extasiada ante nuestra belleza y nuestra cada día más
sofisticada destreza. Es sorprendente cómo una especie tan valiosa, al menos en
apariencia, como la humana, pudo llegar a exterminarse casi por sí sola. Y sin
que nadie lo advirtiera.
© Jesús G. Maestro
Gijón, 22 de septiembre
de 2020.