La ficción no legitima la falsificación de la realidad
Es sorprendente que Cervantes esté hoy de
moda por ser lo que no fue, pero no por ser lo que realmente fue: el autor de
la obra literaria más importante de la Historia de la Literatura Universal. El
hecho de que escribiera el Quijote es algo irrelevante en este siglo
XXI. Esto se llama coger el rábano por las hojas. Por favor, no me lo tomen en
el mal sentido.
Lo penoso es que a nadie le importa hoy lo
que significa esta novela, desde el punto de vista de la libertad, la religión
o la política, ni en los colegios (donde ni se menciona), ni en los institutos
de enseñanza media (donde se lee, acaso, a cachos maltrechos), ni en la
Universidad (donde en lugar de hablar de Cervantes se habla de «gamerización» y
otras baratijas). Hoy cualquier cosa es más importante que la literatura, la
inteligencia o, simplemente, la realidad. Y cuando la realidad no existe, todo
está permitido. Esa es la magnífica herencia que nos han dado Kant, la
Ilustración y los idealistas.
Cervantes, si hoy interesa a alguna gente,
no es por la literatura ni el Quijote, ni por su teatro trágico y
cómico, ni mucho menos por su poesía. Resulta que hoy Cervantes importa por sus
posaderas. Otros méritos no se valoran. Queda claro que nuestra sociedad tiene
un sentido extremadamente «recto» de las virtudes y costumbres. Amén.
En una sociedad así de alegre, faltar a la
verdad, es decir, a la realidad de los hechos, es muy fácil. Entre otras cosas,
porque, muy al contrario de lo que se cree, es imposible desmentir algo que
nunca ha tenido lugar. Podemos decir que Cervantes fue budista, espía de los
turcos o embajador de los marcianos en el planeta Tierra durante el siglo XVII.
Y díganme que no. Podemos decir que fue gallego (tengo pruebas, aducidas en un
artículo publicado en FARO DE VIGO el 17 de abril de 2016). Podemos decir de Cervantes
todo lo que queramos, sobre todo en un mundo que, como el actual, ha perdido de
vista la realidad. ¿Por qué?
Pues porque vivir ignorando la realidad es
muy divertido. Te permite decir lo que te dé la gana, sobre todo si es
gracioso, polémico o rentable. Lo que menos importa es la verdad. Lo que de
veras interesa es que sea chistoso aunque no tenga gracia, que moleste cuanto
más mejor al mayor número posible de gente y que dé dinero a costa de
falsificar lo que sea, porque nada importa y porque la mentira se paga y gusta
más que la verdad.
Cuando una persona ha fallecido hace siglos
(pongamos en 1616), es icono universal de valores que en realidad nadie sabe
explicar ―pero que están ahí como un reclamo publicitario, como la cara del Che
o de Marilyn Monroe― y su imagen se puede usar prostibulariamente con toda
libertad, porque nadie va a exigir derechos allí donde el Derecho parece una
ficción, hay margen para un buen negociete. El cine, la tele e internet hacen
el resto.
Si además resulta que esta persona fue autor
de una serie de obras literarias de las que apenas se conoce una sola de ellas
―porque en realidad no se ha leído ninguna―, titulada El ingenioso hidalgo
don Quijote de la Mancha, que ni siquiera tienen
en su casa estudiantes universitarios matriculados y graduados en Facultades de
Letras (porque ellos tampoco la han leído), pues entonces todo el monte es
orégano para hacer y decir lo que a uno le dé la real gana con este fulano, un
tal Miguel. La impunidad es absoluta y, como bien dice el refrán, la ignorancia
es osada. Desde luego, nuestra sociedad traga con todo.
Aquí parece que todo dios ―sobre todo los Cupidos
nacidos en la segunda mitad del siglo XX― se acostó con Cervantes y conoce
todos sus secretos y éxitos sexuales. Curiosa información, que no ha
desclasificado ni la CIA, y sin embargo conocen al dedillo del ojete (léase
derivado de ojo) los que ni han leído su obra literaria. Resulta que de un
hombre del que no se conservó nunca ni un solo retrato fiable de su rostro (el
atribuido a Juan de Jáuregui es apócrifo) se conocen ahora, sin duda por arte
de magia (no sé si negra, blanca o fucsia), todos los detalles de su vida
sexual... en cinco años de Argel (1575-1580). Ni que la hubieran registrado
ante notario.
En el capítulo 59 de la segunda parte del Quijote, Cervantes escribe esa famosa frase que dice: «Retráteme el que
quisiere —dijo don Quijote—, pero no me maltrate, que muchas veces suele caerse
la paciencia cuando la cargan de injurias». Si pensamos en la cantidad de
maravillas que el cine puede aportar a la interpretación de la literatura,
tendríamos para días y días de disertaciones. Sin embargo, cuando todo se
reduce a una colonoscopia, mejor nos dedicamos a la medicina interna, por
ejemplo, y dejamos en paz el arte de cinematografía. Y, desde luego, el colon
del autor del Quijote.
¿Vale la pena dedicar tiempo en la vida a
ver cómo se cuenta una mentira? No hablo de ficción, sino de mentira, de
falacia, de exposición fraudulenta de hechos con intención de engañar al
espectador y de sesgar sus posibilidades interpretativas. Mentira es lo que se
hace, dice o silencia con intención de inducir al error de forma intencional.
No seré yo el que niegue a nadie el placer que suscita el consumo de mentiras,
pero las trampas al solitario son muy poco inteligentes. ¿Es necesario
engañarse uno a sí mismo con el consumo de productos así para sentirse mejor?
Haga cada cual lo que estime oportuno, pues para gustos, colores.
Pero por si les resulta útil, se lo explico
con palabras del propio Cervantes, quien detestaba el arte de contenido falso y
embustero. Cuando en el mismo Quijote condena tanto los libros de
caballerías como el teatro de Lope de Vega, por los múltiples disparates allí
representados, leemos en el capítulo 47 de la primera parte: «Hanse de casar
las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren». ¿Qué diría
Cervantes, si se viera retratado ―en la literatura, la pintura o el cine― como
lo que nunca fue? Pues que se trata de una mentira. Y a una mentira sólo se
puede responder con la verdad disponible.
Sin embargo, ante una tontería sólo es
posible actuar de dos modos: o bien ignorándola por completo, o bien con otra
tontería. Los trabajadores optan por la primera opción, porque no tienen tiempo
para perderlo, mientras que los ociosos, que no tienen nada que hacer ni que
rascar, ni lo pretenden, optan por la segunda. Y así, como el número de
sandios, se multiplican las sandeces hasta el infinito.
Pero hay tonterías extremadamente rentables.
Si una ocurrencia estulta genera una estela de respuestas igualmente estultas,
internet canta bingo. Entonces las mentiras resultan muy crematísticas, porque
los glóbulos rojos de las redes sociales, es decir, el flujo publicitario que
generan comentarios y comentaristas del más ocioso pelaje crece como la espuma.
Disculpen mi franqueza, pero nuestra época
tiene más tragaderas que un cornudo de los del siglo XVII, de esos que aparecen
en los entremeses de Quevedo. Que ya es decir... La ficción no legitima la falsificación de la realidad.