Mostrando las entradas para la consulta religión ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta religión ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas

¿Qué es la literatura? Idea y concepto de literatura según la Crítica de la razón literaria

 

Libro digital

Crítica de la razón literaria

Vol. 3 · Parte III · Tomo 2.



 


En este libro el lector encontrará una teoría sobre el origen de la literatura. Se expone así una genealogía literaria que trata de responder a cómo y por qué nació la literatura. La Crítica de la razón literaria es la única Teoría de la Literatura que expone una explicación sobre el origen de la literatura. Ninguna otra obra lo ha hecho con anterioridad. Se ha hablado con frecuencia del origen de la escritura, de la filosofía, del Derecho, de la medicina y hasta ―nietzscheanamente― de la moral y de la tragedia, pero nunca se ha expuesto ni una sola teoría sobre el origen de la literatura. 

La tesis que aquí se sostiene es que la literatura nace del mito, la magia, la religión y las técnicas más básicas de oralidad y escritura humanas, y que comparte en su génesis muchas formas y contenidos con otras formas del saber. Sin embargo, la literatura no tardará en divorciarse estas formas de organización del conocimiento ―y de la ignorancia―, principalmente de la religión y de la filosofía, provocando ante ellas fuertes reacciones de dialéctica hostil y de animadversión histórica. 

Platón no es soluble en Homero. La literatura nace, y no por casualidad, en una geografía no intervenida por Yahvéh. Hay un componente clave en el divorcio entre literatura y religión: la ficción. Ninguna religión está dispuesta a que sus divinidades se conviertan en ficciones. Todo creyente cree en la realidad de su dios. Y como la religión, la filosofía quiere creer en sus propias divinidades, desde el ápeiron y el nous hasta el espíritu absoluto, pasando por el demiurgo, el motor perpetuo, la sustancia pura, las mónadas, el inconsciente, el Dasein, el superhombre o el Ego trascendental, perífrasis patibularias en muchos casos de una suerte de «Gran Hermano» orwelliano. 

La Historia de la filosofía, como la Historia de la religión, es un desfile ―con frecuencia inquietante y siniestro― de fantasmas, tiranos y criaturas esperpénticas diseñadas por la mente de los filósofos, revestidos ―además― de engreídos humanistas y salvadores ―incautos como adolescentes― del género humano. La filosofía… que siempre desemboca o en los pantanos totalitarios de la religión o en los mares turbulentos de la política. 

Frente a estos imperativos y proscripciones, siempre limitadoras de las libertades de la literatura, se han rebelado numerosos autores. Y lo han hecho desde una literatura primitiva o dogmática, de la que han tratado de libertarse, a través de una literatura crítica o indicativa, en la línea del Quijote cervantino. Cuando no ha sido posible, el racionalismo humano se ha manifestado a través de una literatura sofisticada o reconstructivista, que trata de razonar de una forma sólo irracional en apariencia, pues en el arte y en la literatura todo irracionalismo es un irracionalismo de diseño racional. Y frente a él, siempre alerta y acechante, latebrosamente, una literatura programática o imperativa, como la diseñada por Platón en su patibularia y siniestra ―y por ello mismo seductora― República.

La literatura es el discurso de la libertad, y su genealogía así lo demuestra históricamente. La literatura es una lucha constante contra el idealismo. Algo de lo que los idealistas no se han percatado jamás. El Quijote de Cervantes es, en este punto, la más explícita demostración. Es una obra cuyo éxito se ha logrado precisamente porque ha seducido a sus víctimas, de las que se burla constantemente y desautoriza siempre: los idealistas. Pero ellos no lo saben. Y es mejor que así sea. Si descubrieran el hechizo, quemarían la obra de Cervantes. No importa que se lo digamos: no lo creen. No hay fuerza más poderosa que la ignorancia de un idealista.

Para triunfar en la vida es necesario seducir a los idealistas. Nadie prospera ni tiene éxito tratando de desengañar al prójimo. La gente quiere que la engañen, no que la eduquen. La gente presta atención a los políticos, no a los profesores. Y eso que casi siempre los unos son los portavoces vocingleros de los otros.

En la genealogía de la literatura está escrita la Historia de la libertad humana. Una Historia del desengaño diseñada contra los idealistas, cuyas son la creencia en la mentira y la sumisión a un poder trascendente. La literatura siempre pondrá genealógicamente su dedo en la llaga de tu irracionalismo. Tu supervivencia depende de que lo sigas ignorando.



Genealogía de la literatura: Origen, concepción y génesis de la literatura

  

Libro digital

Crítica de la razón literaria

Vol. 4 · Parte III · Tomo 3.



 

 

En este libro el lector encontrará una teoría sobre el origen de la literatura. Se expone así una genealogía literaria que trata de responder a cómo y por qué nació la literatura. La Crítica de la razón literaria es la única Teoría de la Literatura que expone una explicación sobre el origen de la literatura. Ninguna otra obra lo ha hecho con anterioridad. Se ha hablado con frecuencia del origen de la escritura, de la filosofía, del Derecho, de la medicina y hasta ―nietzscheanamente― de la moral y de la tragedia, pero nunca se ha expuesto ni una sola teoría sobre el origen de la literatura. 

La tesis que aquí se sostiene es que la literatura nace del mito, la magia, la religión y las técnicas más básicas de oralidad y escritura humanas, y que comparte en su génesis muchas formas y contenidos con otras formas del saber. 

Sin embargo, la literatura no tardará en divorciarse estas formas de organización del conocimiento ―y de la ignorancia―, principalmente de la religión y de la filosofía, provocando ante ellas fuertes reacciones de dialéctica hostil y de animadversión histórica. 

Platón no es soluble en Homero. La literatura nace, y no por casualidad, en una geografía no intervenida por Yahvéh. Hay un componente clave en el divorcio entre literatura y religión: la ficción. Ninguna religión está dispuesta a que sus divinidades se conviertan en ficciones. Todo creyente cree en la realidad de su dios. 

Y como la religión, la filosofía quiere creer en sus propias divinidades, desde el ápeiron y el nous hasta el espíritu absoluto, pasando por el demiurgo, el motor perpetuo, la sustancia pura, las mónadas, el inconsciente, el Dasein, el superhombre o el Ego trascendental, perífrasis patibularias en muchos casos de una suerte de «Gran Hermano» orwelliano. 

La Historia de la filosofía, como la Historia de la religión, es un desfile ―con frecuencia inquietante y siniestro― de fantasmas, tiranos y criaturas esperpénticas diseñadas por la mente de los filósofos, revestidos ―además― de engreídos humanistas y salvadores ―incautos como adolescentes― del género humano. La filosofía… que siempre desemboca o en los pantanos totalitarios de la religión o en los mares turbulentos de la política. 

Frente a estos imperativos y proscripciones, siempre limitadoras de las libertades de la literatura, se han rebelado numerosos autores. Y lo han hecho desde una literatura primitiva o dogmática, de la que han tratado de libertarse, a través de una literatura crítica o indicativa, en la línea del Quijote cervantino. 

Cuando no ha sido posible, el racionalismo humano se ha manifestado a través de una literatura sofisticada o reconstructivista, que trata de razonar de una forma sólo irracional en apariencia, pues en el arte y en la literatura todo irracionalismo es un irracionalismo de diseño racional. Y frente a él, siempre alerta y acechante, latebrosamente, una literatura programática o imperativa, como la diseñada por Platón en su patibularia y siniestra ―y por ello mismo seductora― República.

La literatura es el discurso de la libertad, y su genealogía así lo demuestra históricamente. La literatura es una lucha constante contra el idealismo. Algo de lo que los idealistas no se han percatado jamás. 

El Quijote de Cervantes es, en este punto, la más explícita demostración. Es una obra cuyo éxito se ha logrado precisamente porque ha seducido a sus víctimas, de las que se burla constantemente y desautoriza siempre: los idealistas. Pero ellos no lo saben. Y es mejor que así sea. Si descubrieran el hechizo, quemarían la obra de Cervantes. No importa que se lo digamos: no lo creen. No hay fuerza más poderosa que la ignorancia de un idealista.

Para triunfar en la vida es necesario seducir a los idealistas. Nadie prospera ni tiene éxito tratando de desengañar al prójimo. La gente quiere que la engañen, no que la eduquen. La gente presta atención a los políticos, no a los profesores. Y eso que casi siempre los unos son los portavoces vocingleros de los otros.

En la genealogía de la literatura está escrita la Historia de la libertad humana. Una Historia del desengaño diseñada contra los idealistas, cuyas son la creencia en la mentira y la sumisión a un poder trascendente. La literatura siempre pondrá genealógicamente su dedo en la llaga de tu irracionalismo. Tu supervivencia depende de que lo sigas ignorando.



Ansiedad de idealismo científico

 


 

El idealismo científico no es posible sin la intervención fanática y extrema de las ideologías. Es un fenómeno que se manifiesta en la Historia de forma periódica, y deja como consecuencia una resaca de frustración, impotencia y resentimiento, cuya venganza, contras las ciencias, asumen inmediatamente la religión, la filosofía y la autoayuda ideológica más irascible. La ansiedad que provocó el positivismo decimonónico se saldó con el éxito de Nietzsche, Freud y Heidegger, entre otros gurús y hechiceros del más allá que profetizaban ―apocalípticos― en el más acá.

Cuanto más débil es psicológicamente el ser humano, más vulnerable es a caer en la red que tejen para él las religiones, las filosofías y las ideologías. Las personas fuertes no son susceptibles del mismo modo a estas formas retóricas de dominio y sumisión. En realidad, no suelen serlo apenas de ningún modo: las ignoran y desprecian. La religión condena a quien no la profesa, la filosofía minusvalora a quien no la aprecia y las ideologías declaran la guerra a quien no las secunda. Unas ofrecen salvación eterna, otras prometen una forma de vida superior y engreída, y las últimas aseguran derechos gremiales a quienes se unen a ellas. Son modos de incurrir en megalomanías, narcisismos y gregarismos. Son los tres géneros históricos del autoengaño colectivo: religión, filosofía e ideologías. Placebos de fortaleza exterior y gregaria que disimulan una superlativa debilidad psicológica individual e íntimamente inconfesable.

Algunas personas consideran, no sin razones, que hay algo peor que un Estado totalitario, y piensan en la República de Platón, en la Ciudad de Dios de Agustín de Hipona o en la utopía socialista de Carlos Marx. No nos olvidemos, tampoco, de la globalización trazada hoy por los «amigos del comercio». Todas ellas son las diferentes máscaras del mismo totalitarismo, en el que una y otra vez religiones, filosofías e ideologías se dan la mano de forma latebrosa y permanente.

Hoy las ideologías exigen a las ciencias ir contra natura. El comercio ha encontrado aquí un importante mercado. A diferencia de lo ocurrido en el siglo XIX, hoy el imperativo no es ir más allá de lo posible, sino en contra de lo necesario. Ésta es la preceptiva posmoderna: hacer creer que es factible científicamente invertir sin consecuencias el curso de la naturaleza. Foucault, lejos de resolver el problema, lo legitimó en una de sus formulaciones más fanáticas: el narcisismo de un ego sexualmente idealista y absoluto, con propio derecho a todo, incluido el derecho a alterar, en su individualista y exclusivo beneficio, el curso natural de la naturaleza, ignorando fabulosamente todas las consecuencias reales.

El ser humano es un diseño de la naturaleza, no un diseño de la ciencia. La interacción entre ciencia y naturaleza no puede llevarse gratuitamente a extremos que desemboquen en la destrucción de uno de ambos polos. La ingeniería de la naturaleza dispone que los seres humanos se complementen mutuamente en su anatomía, psicología y fisiología. Nótese que religiones, filosofías e ideologías siempre han nacido y crecido con la obsesión patológica de intervenir en las relaciones sexuales humanas de un modo obstinado e insaciable.

No hay religión, ni filosofía, ni ideología, que no haya tratado de pontificar cómo deben ser, imperativamente, las relaciones ―por supuesto sexuales― entre los seres humanos. Y lo han hecho siempre para dañarlo todo, es decir, para estropear y adulterar ―con sus creencias, ideas y prejuicios― la unidad que, al fin y al cabo, el macho y la hembra naturales y biológicos protagonizan en su desarrollo vital. Esta unidad que el macho y la hembra buscan, de forma natural, y por instinto humano esencial, es lo que hace posible la vida en la Tierra.

Una de las formas más sofisticadamente astutas y recurrentes de destruir la vida en la Tierra es intervenir en las relaciones sexuales de las especies ―sobre todo la especie humana― para dañarlas, estropearlas y malograrlas. Siempre en nombre de una religión, una filosofía o una ideología. Es difícil exterminar la vida, porque la biología se abre paso sobre todas las cosas, y, por supuesto, sobre los venenos de la religión, la filosofía y las ideologías, las cuales, hay que constatarlo, se transforman históricamente, una y otra vez, para seguir hastiando a todos y cada uno de nosotros,  es decir ―dicho en crudo― jodiendo a todo dios.

 

Ansiedad de idealismo científico:
intervención fanática y extrema de religión, filosofía e ideología



Historia de la filosofía

 



La filosofía es siempre una respuesta a lo que la ciencia deja sin explicar. No por casualidad la filosofía está perpetuamente en el margen de las ciencias, en sus afueras y arrabales. Merodeando. No puede ir más allá. Su objetivo son los restos del conocimiento científico. Los rebojos del saber operatorio. Podemos disfrazar estos rebojos con el vuelo de la lechuza, pero aunque la filosofía se vista de seda, filosofía se queda. ¿Lechuza o buitre? Preservemos la imagen de la lechuza para la filosofía; el buitre es más bien icono de sofistas.

Los caminos de la filosofía son los ámbitos que las ciencias ignoran, desprecian o silencian. A veces, incluso, fueron caminos silenciados por los imperativos e inquisiciones de la propia filosofía, vestida ya no de seda, sino de teología, religión o fundamentalismo filosófico.

No todas las filosofías son iguales ―esto es algo que no debe olvidarse jamás―, pero allí donde la ciencia habla, la filosofía calla. Incluso a veces ocurre algo peor: cuando la ciencia habla, la filosofía se convierte en sofística. De hecho, la sofística es la filosofía que no se calla ante la ciencia.

En todas las épocas, la filosofía ha sido una explicación a preguntas que la ciencia ignora. El máximo esplendor de la filosofía corresponde a aquellos períodos de mayor decrepitud o limitación operatoria de las ciencias. A media que cada ciencia amplía su campo de operaciones, cada filosofía ve mermada su propia capacidad de maniobra. Por este camino, la filosofía puede convertirse incluso en un pasatiempo de ignorantes. Y en efecto la posmodernidad ha hecho de la filosofía precisamente esto: un pasatiempo de ignorantes cuyo hábitat es internet.

Ésta es la mayor denigración que puede hacerse de la filosofía, porque equivale, en primer lugar, a declarar su inferioridad ante las ciencias, y, en segundo lugar, a afirmar su inutilidad ante esas mismas ciencias. Y ante las exigencias de la vida real. La filosofía ha sido siempre el terreno en el que se mueven quienes no saben manejar con resultados positivos las operaciones científicas. En su lugar, se limitan ―en el mejor de los casos― al hablar, al escribir, al dar consejos, a la paremia de la obviedad solemne, a la presunta literatura sapiencial, al saber, al especular, al organizar contenidos preexistentes, a conversar sobre lo que todo el mundo sabe, a los libros de autoayuda y de autoengaño, a dialogar monológicamente, como Platón, arrogándose siempre una suerte de superioridad moral. En el peor de los casos, algunos filósofos se limitan a comerciar con la sofística, el engaño, la seducción, el simulacro, la mohatra de las ideas. Porque en el fondo, toda filosofía es una forma excéntrica de ejercer la sofística.

En aquellas épocas en las que las ciencias y su operatividad parecen resolverlo todo, y dar respuestas a todo, la filosofía acciona sus celos, sus sospechas, sus condenas, sus complejos, sus censuras. Emergen los hermeneutas. Los ventrílocuos del lenguaje. Filosofía y religión son parientes cercanas, comparten infancia ―siniestra― y genealogía ―traicionera―, y con frecuencia se comportan, bien como enemigas íntimas, bien como aliadas contra terceros objetivos comunes, entre los que con frecuencia se encuentran la ciencia y la literatura. Cuando procede, la filosofía es la secularización de la religión. Cuando no, la religión preserva a la filosofía ―por lo que pueda suceder― o pacta puntualmente con ella «amistad y lo que surja».

La filosofía muestra sus furias cuando alguien trata de usar la razón sin consultarla. A los filósofos se debe esa engreída frase ―atribuida a Aristóteles (¿a quién si no?; Cervantes sólo la usa en contextos burlescos: Quijote II, 51)― que declara con jactancia ser amigo de la verdad y de Platón, y disponer de potestad para elegir libremente entre una y otro (amicus Plato sed magis amica veritas), como si la verdad necesitara de la amistad de nadie, y menos de la de los filósofos. Así, todo filósofo genuino disputa siempre en nombre de la verdad, como si los demás no tuvieran derecho a hacer lo mismo, y no menores razones, en nombre de sus propias actividades profesionales y oficios particulares. Y pelea el filósofo por el monopolio de la razón filosófica contra cualesquiera otras razones humanas.

Platón disputó la razón filosófica, negándosela a la literatura, como si no fuera posible una crítica de la razón literaria, es decir, una crítica del racionalismo literario. Platón se esforzó por presentar siempre a la filosofía como una aliada de las ciencias. Como si las ciencias, al igual que los tiranos de Siracusa, necesitaran a Platón, y a su filosofía, para algo.

Los escolásticos, en una Edad Media que había convertido a la teología en la reina de las ciencias, hicieron de la filosofía una religión. Nótese que muchos filósofos ―no todos―, al menos hasta el siglo XVIII, fueron también científicos. Después, o fueron esencialmente científicos, o fueron solamente filósofos: filósofos idealistas (valga la redundancia). Toda filosofía, por el hecho de serlo, tiende al idealismo.

Un filósofo, cuando habla, nos dice más sobre aquello que ignora que sobre aquello que sabe. Salvo que actúe como un sofista. ¿Qué nos ha enseñado Espinosa sobre Dios? ¿Quién ha visto la cara del inconsciente de Freud, su cuerpo o sus órganos? ¿Qué nos ha aclarado el Dasein de Heidegger? ¿Quién se ha encontrado alguna vez una mónada de Leibniz? ¿Qué nos explicó Platón sobre la geometría o sobre la locura que no nos demostrara mejor, respectivamente, Tales de Mileto o Hipócrates de Cos? Todo filósofo piensa con la mente de un adolescente.

Newton es un hombre que se hace preguntas filosóficas a las que da respuestas científicas. Con él, las ciencias se divorcian definitivamente de la filosofía. En adelante, la filosofía será sólo una hermenéutica de la realidad, cuando no, algo mucho peor: una sofística al servicio de la democracia. O contra ella.

¿Qué ciencia construyó Platón? ¿Qué ciencia hicieron Kant, Hegel, Fichte, Herder o Nietzsche y sus discípulos? ¿Qué ciencia cultivó Heidegger, filósofo del nazismo ―primero― y de la posmodernidad ―después―? ¿Y Gadarmer? ¿Y Habermas? Y sus discípulos... ¿Dónde está la obra científica de todos ellos? ¿Dónde está la obra científica del idealismo alemán? Mejor no nos hagamos estas preguntas..., porque no todos los caminos de la Historia conducen a Roma. Algunos llevan a Auschwitz. Porque, desde finales del siglo XVIII, la ciencia prescinde de la filosofía como quien se libera de un lastre insoportable. La impedimenta histórica de las ciencias no fue solamente la teología, sino también, y con creces, la filosofía.

La filosofía ha cortejado todas las formas de poder: ciencia, religión y política. Hoy día sólo la política, bajo el formato de ciertas ideologías, le muestra algún puntual aprecio. Por parasitismo mutuamente conveniente. La religión se siente traicionada, desde el siglo XVIII ―definitivamente―, por una filosofía que desde esa centuria pactó con las ciencias su propia supervivencia, pero no la de sus creyentes, que dejó a merced de El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Con frecuencia no siempre se cita el título completo de esta obra de Darwin (1859), acaso por evitarse con la palabra tabú del alemán actual: raza. Desde entonces, la filosofía se hizo muy «insolidaria» con la religión, legitimó determinadas luchas por la supervivencia y cortejó con cinismo el apoyo de ciencias emergentes. Pero las ciencias, además de no necesitar a la filosofía, no olvidan ni perdonan los cuernos que históricamente ésta les puso ―al aliarse con la religión, y los fundamentalismos teológicos― durante las edades Media y Moderna.

Con el avance de la Edad Contemporánea, la filosofía, tras fracasar en todos sus intentos y pretensiones de disputarle a las ciencias, desplegadas con una fuerza constructiva sin precedentes, el monopolio de la razón, reacciona con violencia, se rearma dialécticamente, y se viste de moral. ¿Y qué hace? Lo de siempre: condena, denigra y deslegitima aquello que se opone a su propia supremacía. Y maldice la ciencia, la impugna y la desautoriza. Surgen así los Nietzsche, los Freud, los Heidegger: los hermeneutas de la sospecha. Los resentidos del éxito ajeno. Porque si la razón no es mía, mejor que se muera. Si la verdad no es mi amiga, que no lo sea de nadie. Si la filosofía es no es la reina de la noche, aquí no amanece ni Dios. Y el culto a la ciencia se pagará con la muerte de todo Dios. Hágase el nihilismo. La razón ha muerto ―es el imperativo que exige el filósofo―, si es que alguien formula una razón más seductora o más convincente que la suya propia.

No sorprende en absoluto que desde el siglo XVIII la filosofía se haya recluido, hasta la nadería y lo trivial, en el terreno del idealismo, alemán ―primero― y posmoderno ―después―. Si disponemos de una ciencia sobre de determinada materia, ¿para qué una filosofía? Para engañarse a uno mismo. Y a los demás. Porque ante el desarrollo de las ciencias, la filosofía no tiene nada que hacer, más que contarse a sí misma como una Historia de sí misma. Como las historias de un abuelo Cebolleta, que habla de un pasado irrelevante. Cuando la filosofía se convierte en hermenéutica, es porque se ha disuelto en retórica, sofística o ideología de sí misma, en libro de autoayuda o en lecciones de ética para geopolíticos (la nueva telenovela), en publicidad y propaganda de temas de moda, en periodismo, en cultura, en una actualidad que es caricatura de la realidad, es decir ―con permiso de Góngora― «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». La ciencia, y curiosamente también la literatura, son las únicas actividades humanas capaces de hacer enmudecer a la filosofía, o de delatar su sofistería. Sofistería histórica y también posmoderna. Hoy la filosofía se encuentra sin aliados: con la religión ya no puede contar, la ciencia le da la espalda, y la política no la necesita, porque prefiere el periodismo y las redes sociales. La vida del siglo XXI ha convertido a la sofística y a la filosofía en términos sinónimos.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022 (VI, 15.19).


Filosofía, sofística y religión

 



La filosofía es aquella actividad humana que permite organizar los conocimientos que tienen aquellas personas que no tienen conocimientos científicos. 

Dicho de otro modo más ―o menos― sutil: filosofía es lo que practican quienes no disponen de conocimientos científicos. 

Sucedió en las Edades Antigua y Media, y también en la Edad Contemporánea. No así en la ―excepcional― Edad Moderna. 

¿Por qué hoy los científicos no son filósofos, ni los filósofos científicos? Tal vez porque la ciencia hace de la filosofía, como de la religión, algo innecesario. Y completamente prescindible. ¿Un reservorio de sofistas? Procede ser cauteloso, sin dejar de ser observador. 

Todos conocemos a muchas personas que, sin saber nada de filosofía, sin haberla estudiado ni cursado jamás, han organizado su vida muchísimo mejor de lo que han conseguido hacerlo artífices de grandes e históricos sistemas ―o asistemas― filosóficos. 

Junto al fundamentalismo científico también cabe hablar de un fundamentalismo religioso, y por supuesto de un fundamentalismo filosófico. Y político. Porque cada actividad humana tiene ―invisible a sus practicantes y cofrades― su propio fundamentalismo. 

No es casualidad que filosofía, sofística y religión hayan nacido y ―sobre todo― crecido, como hermanas nefelibatas, de la mano: siempre en busca del poder y su legitimación, del conocimiento y su administración, de la libertad y su organización… política, terrenal y humana. Jíbara. 

Toda religión tiene su Dios; toda filosofía, su Gran Hermano; toda sofística, su líder carismático, su caudillo o Führer furibundo. 

Platón y su descendencia… en la corte de los tiranos. Acaso un buen título para un libro que nunca escribió María Zambrano. Ni Hannah Arendt. Ni Simone de Beauvoir. Terrible imagen, Martin y Adolfo. Y no es menos casual que las tres ―filosofía, religión y sofística (dejemos ahora a María, Ana y Simona)―, nacidas de un afán por iluminarnos, revelarnos, explicarnos ―dando por supuesto que somos tontos― lo que tenemos delante, nos conduzcan casi siempre a la metafísica, a lo desconocido, a lo espiritual, a lo «interior», a lo «profundo», es decir, a lo que no tenemos delante, porque con frecuencia no existe, pero hay que inventarlo, porque el cebo (ideológico) es más atractivo que el anzuelo (desnudo). 

Gorgias, Platón y los profetas…, como dicen de sí mismos algunos olvidados rockandrolleros, «nunca mueren». Son ―como la democracia― formas perpetuas de seducción para engañar a las personas más inteligentes (me refiero ahora a Platón y cía., no exactamente a los rockeros…). Y también para seducir a las personas más insatisfechas. Y también ―y muy especialmente― a las más insaciables. De nuevo, Martin y Adolfo. 

Los simples no necesitan tanta seducción ni tanta inversión financiera. Les basta ―y atrae― cualquier totalitarismo. La democracia comienza a resultar uno de los más caros. Pese a ser uno de los más atractivos. Y posmodernos.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (V, 7), 2017 · 2022.


Anatomía del Quijote

       

Libro digital

Crítica de la razón literaria

Vol. 15 · Parte V · Tomo 2.



Crítica de la razón literaria



Anatomía del Quijote es el título de uno de los itinerarios de lectura fundamentales de la Crítica de la razón literaria

Se analiza aquí la obra más importante de la literatura universal, el Quijote de Cervantes, a través de 9 cuestiones clave: 1) el narrador del Quijote, al que consideramos un cínico y un fingidor; 2) la gramática del Quijote, que nos cita con una serie selecta de personajes, funciones, tiempos y espacios determinantes de la novela; 3) la parodia contra el idealismo, al que consideramos una filosofía incompatible con la realidad; 4) los géneros literarios del Quijote; 5) la transformación específica de cada uno de los géneros literarios del Quijote; 6) la falsa locura del protagonista; 7) la figura de don Quijote como prototipo literario de proyección universal, y en particular de la puga de Cervantes contra Avellaneda; 8) las ideas del autor sobre política y religión, tal como se plasman en el Quijote; y 9) las formas de la materia cómica objetivadas en la novela, que son, sin duda, las más valiosas de la literatura de todos los tiempos. 

En esta obra de Cervantes está, escrito en español, el genoma de la literatura universal. 

Hay además dos tesis fundamentales, sin las cuales Cervantes resulta incomprensible. 

En primer lugar, está el hecho de que el Quijote es un libro escrito contra los idealistas, y en absoluto a su favor, bien al contrario de lo que éstos han querido entender. Es un libro para desengañarse, no para ilusionarse. El idealismo alemán no supo comprender en absoluto esta obra. 

En segundo lugar, Cervantes es insoluble en agua bendita: es un precursor del racionalismo y del ateísmo contemporáneos.

Cervantes es el escritor más contemporáneo de la Historia de la literatura universal. No sólo porque su obra contiene el genoma de la literatura, sino porque en ella se descifran los códigos esenciales de la libertad humana.

Hay algo importante que con frecuencia ignoran filólogos y filósofos: el mundo no se interpreta interpretando sólo palabras. La literatura, tampoco. Los enemigos del placer no pueden comprender qué es la literatura. Los enemigos de la inteligencia, aún menos.

La literatura no es una hipertrofia de la fantasía, sino una exigencia de realidad, y de la realidad. Si algo nos enseña la literatura de Cervantes es precisamente la importancia que el racionalismo literario posee ante el desafío y la exigencia que supone la interpretación de la realidad. La lucha contra el idealismo que nos hace incompatibles con la realidad es la gran aportación del Quijote.

Del mismo modo, la ciencia literaria, es decir, la Teoría de la Literatura, es lo único que nos permite analizar metodológicamente, desde exigencias que superen los umbrales de lo sensible y fenomenológico, y por supuesto también de lo ideológico, los materiales literarios.

La ciencia es lo único que, verdaderamente, hace prosperar la vida humana. Ni la religión, ni la política, ni la filosofía han alcanzado nunca los progresos de las ciencias. Con frecuencia, ni siquiera los han permitido en numerosas ocasiones históricas. Religión, política y filosofía han sido muchas veces obstáculos en el desarrollo de las ciencias. Históricamente y también actualmente.

Lo hemos dicho muchas veces: si la libertad es lo que los demás nos dejan hacer, la literatura es aquella construcción humana que, a lo largo de la Historia, ni la religión ni la política han podido evitar ni censurar. A veces, con la alianza y ayuda de la filosofía. No olvidemos que la República de Platón pretende nada menos que el exterminio de la literatura en el seno del Estado. La ansiedad por destruir la literatura es algo que une y fascina a sacerdotes, políticos y filósofos. 

Ante la imposibilidad de destruirla aspiran a censurarla. Y si en la censura fracasan, siempre queda una alternativa: hacerla incomprensible, tornarla ininteligible, disolverla en lo sensible, enajenarla de la razón. Platón puso mucho empeño en esta última obsesión: decretar el irracionalismo sustancial de todo lo poético. Como si su propia filosofía, idealista y aberrante, utópica y totalitaria, dogmática y patibularia, fuera más racional y compatible con la realidad. Hay más patologías en las ideas políticas de Platón que en la lírica de cualquier poeta.

En este itinerario de lectura de la Crítica de la razón literaria hemos tratado de dar cuenta de las razones por las cuales Cervantes es ese genio contemporáneo de la literatura universal, cuyas claves están escritas en español. 

Ningún otro escritor ha podido alcanzarlo, ni puede compararse con él. Los intentos del imperialismo inglés por hacer de Shakespeare una hendíadis con Cervantes son ridículos. Pero ésta es una cuestión que exige un nuevo itinerario.



Apostillas de la Crítica de la razón literaria

        

Libro digital

Crítica de la razón literaria

Vol. 16 · Parte VI · Tomo 1.



Literatura, talón de aquiles de los filósofos



En este libro el lector encontrará las 13 apostillas que se publicaron con posterioridad a la primera edición impresa de la Crítica de la razón literaria, que tuvo lugar en 2017. 

Como es sabido, entre 2017 y 2022 esta obra conoció 9 ediciones impresas, hasta la décima y definitiva, en formato digital. 

En esta décima y última edición se reproducen las 13 apostillas a la Crítica de la razón literaria, que insisten esencialmente en dos dimensiones: 1) las limitaciones que sufren los filósofos cuando tienen que enfrentarse a la literatura, debidas a múltiples conceptos, entre ellos el de ficción que parece superarles en todos los sentidos y posibilidades, y 2) las deficiencias que, desde finales del siglo XVIII, la Anglosfera y el mundo académico anglosajón arrastran insuperablemente cada vez que se relacionan con la literatura, una materia que perciben como algo cada vez más ajeno a su sociedad y cultura mercantiles y más incompatible con su racionalismo financiero.

Es curioso que, desde la Ilustración y el Romanticismo, ni los filósofos ni los anglosajones sepan muy bien qué hacer con la literatura. Con anterioridad a este período, la filosofía se entretenía con la metafísica y la religión, más que con la política, y la Anglosfera no existía como tal, de modo que los territorios a posteriori anglosajones, por lo que se refería a la literatura, imitaban y reproducían los modelos y creaciones de la tradición literaria hispanogrecolatina.

Sin embargo, con la irrupción de la Ilustración europeísta y la deriva hacia el idealismo levitante del Romanticismo anglosajón, la filosofía deja de dedicarse a la religión y a la metafísica la ciencia newtoniana le corta definitivamente todo acceso y fundamento a ellas y pasa a ocuparse de la política, para ser matriz de todas las ideologías habidas y por haber, a fin de monopolizar, frente al Estado, todo tipo de creencias y formas emocionales de ideología e ignorancia colectiva, del mismo modo que en el mundo antiguo y durante la Edad Media había hecho con la fe y las creencias religiosas respecto a la Iglesia cristiana. 

Ya sabemos que la filosofía, o habla de religión, o habla de política, o no tiene nada que decir. O habla de fe, simulando razonar, o habla de ideología, desde la más excéntrica sofística. Fuera de estos temas, la filosofía esa forma excéntrica de ejercer la sofística enmudece, o saca la baraja de la autoayuda para jugar sus cartas en las timbas del siglo XXI, como Epicuro o Séneca hicieron ya en su propio tiempo. Y Freud en el suyo, para deleite de intelectuales y ociosos.

Por su parte, a la Anglosfera le sobra la literatura. La poética cuestiona demasiadas cosas, y la verdadera literatura resulta difícilmente comercializable. Exige demasiada inteligencia al lector y puede cuestionar el poder de los «amigos del comercio» de formas muy sutiles y molestas. 

Urge neutralizar los poderes e influencias de la literatura. De varios modos. La posmodernidad se encarga de ello: hay que disolverla en cultura, de manera que los estudios culturales reemplacen y extirpen los estudios literarios; urge analfabetizar sistemáticamente a la población, para que no disponga de recursos interpretativos sobre los materiales literarios, su Historia y su geografía; procede imponer la autoayuda y el autoengaño en lugar de la literatura y la experiencia educativa del desengaño...

La negación del árbol de la ciencia literaria, del fruto del conocimiento de la literatura, ha sido siempre un objetivo de la Anglosfera. El mundo anglosajón reconoce su absoluta inferioridad ante la mayor y más poderosa construcción de la Europa mediterránea: la literatura de Grecia, Italia y España. Es imprescindible inhabilitarla: invisibilizar históricamente a sus autores, incapacitar contemporáneamente a sus lectores, censurar y cancelar académica y universitariamente a sus intérpretes.

Es clave imponer y hacer creer una mentira decisiva, según la cual la literatura no se puede estudiar científicamente. He aquí una falencia a la que la Anglosfera no renunciará jamás. Contra esa mentira se escribió la Crítica de la razón literaria. Entre otras cosas.

 


Utilidad mercantil del narcisista: idealismo y narcisismo de un mercatransmisor en redes sociales

 


El narcisismo es la lucha del propio yo hacia una idealización de sí mismo más allá de las posibilidades reales. Es el idealismo de un ego deficiente. Y no hay que olvidar que la distancia que separa al idealismo de una patología psíquica es invisible.

Religión, filosofía e ideologías saben mucho de idealismo. La Historia de la religión, la filosofía y las ideologías es, con frecuencia, la Historia del idealismo en sus múltiples facetas. No en vano cada una de estas actividades humanas, tan patológicamente seductoras, ha invertido mucho de su caudal emocional en legitimar la tierra firme de su idealismo. Una firmeza telúrica que, con frecuencia nefelibata, está siempre en un más allá inaccesible y redentor. Platón se jactaba de conocer el mundo ideal y metafísico de las ideas puras, purísimas ―como si alguna vez hubiera estado allí como un registrador ante la propiedad―, Tomás de Aquino trataba a Dios de tú, Hegel hacía lo propio con el espíritu absoluto y Marx anunció en su visionaria utopía comunista el itinerario que conducía a la tierra prometida. Nietzsche descubrió la nada absoluta ―sin duda antes de que Lucrecio la justificara por vez primera siglos antes―, Freud dialogó en directo con el inconsciente de todos sus pacientes, y Heidegger ―poseso de éxtasis― vio al Dasein, con más nitidez (y más retórica) que Blancanieves a los siete enanitos. Amén. La filosofía, la religión y la política, en todas sus envolturas e imperativos ideológicos, nos han dejado una magnífica antología de Narcisos. Difícil es saber cuál ha sido el más siniestro y prometedor.

Cuanto más idealista es una persona, más débil resulta en todo cuando hace, piensa y dice sentir, por mucha alexitimia que resulte padecer: su debilidad recorre relaciones personales, sociales y profesionales, amor y sexualidad, trabajo y objetivos laborales, ocio y gestión del tiempo libre... El idealismo conduce siempre al fracaso, por lo que, para evitarlo, el idealista se rodea de todos los medios posibles para preservar el autoengaño colectivo y personal. En este punto es clave vivir cercado de otros idealistas ―que sirven de escolta y blindaje―, de modo que todos, conjuntamente, asuman vivir de forma concertada en un mundo idealizado. Y falso. Un coliving fabuloso y feliz. Por decreto emocional. En este punto resulta irrenunciable imponer a los «realistas» la obligación de que asuman el idealismo exigido por los idealistas. No es una redundancia, es una exigencia, que ―más pronto que tarde― puede disponerse imperativamente en el Código Civil de una democracia posmoderna. La democracia misma es un idealismo político incuestionado como tal.

El poder del idealismo en la Edad Contemporánea ha sido siempre el de una triple negación: la negación de la realidad (yo soy la verdad ―la realidad exterior se equivoca, yo no―), la negación de la objetividad (todo es subjetivo ―menos lo que digo yo―) y la negación de la ciencia cuando esta última demuestra las falacias de los ideales exigidos (la razón no sirve para explicar la complejidad de la vida ―mis sentimientos sí sirven―). El idealismo es un formalismo incompatible con la realidad que el propio idealismo, paradójicamente, exige asumir. Es una teoría capaz de afirmar que, si algo falla, la culpa la tiene la realidad, no el idealista. El idealista, como el narcisista, es incapaz de asumir cualquier responsabilidad. La culpa la tienen ―siempre― los demás.

El poder del idealismo es el poder del número, es una fuerza cuántica, no cualitativa, cuyo destino es el fracaso colectivo, masivo y global. Naturalmente, se trata de un fracaso invisible.

Sólo los débiles necesitan el idealismo. Los fuertes pueden asumir emocionalmente, y cognoscitivamente, el fracaso, mediante el desengaño personal y a través de una capacidad de reacción para rehacerse de nuevo, en condiciones compatibles con las exigencias de la realidad. Los pedantes a esto lo llaman resiliencia. El idealismo debilita enormemente cualquier tipo de sociedad humana, a la vez que la hace creerse ―de forma ilusa y equivocada― más fuerte que las demás. La Alemania nazi es en este punto un ejemplo de referencia histórica y universal. Lo mismo ocurre con los individuos: la fortaleza emocional del idealista se basa en el fanatismo. Es una fuerza altísima y potentísima. Tan poderosa como cegadora. Y esa ceguera es la que, ante la realidad que no ve, le hace fracasar por completo. Porque la realidad no tolera a quien no es compatible con ella. El desenlace de todo idealismo es el fracaso más absoluto. Pero es un fracaso que no se ve, muy diferido, y que nuestra sociedad evita declarar públicamente, entregada, como está, a la promoción y defensa a ultranza de todos los idealismos.

De hecho, el idealismo tiene un final trágico, porque, como toda tragedia, sus causas son invisibles y sus consecuencias irreversibles. Si fuera visible, es decir, prolépticamente inteligible, el fracaso, como la tragedia, se evitaría. Un exceso de sensibilidad nos priva, con frecuencia, de un mínimo de inteligibilidad. El mínimo necesario para evitar el fracaso. A Edipo le ciega la pasión; a Narciso, el idealismo de su propio ego. Los idealistas tienen la tragedia delante, pero no la ven. Viven en la indefensión más absoluta, pero no lo saben. Y pueden entregar su vida por una causa que ―ideal y falsa― consideran suprema, sublime y ―por supuesto― moralmente imperativa y necesaria. El imperativo categórico kantiano es una orden por las buenas. Viven como monomaníacos de ideales que imponen en su propio nombre ―el yo― o en nombre de una colectividad en la que obsesivamente se integran ―el nosotros―. El idealista nunca está solo. Nunca. El idealista es miembro servil de un ejército unanimista y ciego. Siempre hay un Führer narcisista que pastorea rebaños de Narcisos. Dicen de este modo dar sentido a sus vidas, cuando en realidad lo que hacen es darles un pseudosentido idealista y radical, que sólo puede desembocar en un fracaso violento.

La Edad Contemporánea, de la mano del idealismo alemán, heredero sin duda del idealismo fideísta luterano, ha engendrado y promovido formas de ser absolutamente obsesionadas con imperativos idealistas de vida. Ha construido un prototipo humano que considera que puede vivir en una realidad personalizada, hecha a su propia escala hedonista, en la que su egolatrado ego sea la unidad definitiva de medida y exigencia de todas las cosas. Hasta tal punto que el prójimo está obligado imperativamente a satisfacerle ―y a obedecerle― en el cumplimiento de cada uno de sus ideales personales y egotistas, yoístas y egocéntricos. Esto es el narcisismo, en cualquiera de sus facetas, géneros y pulsiones. Todas ellas patológicas.

El respeto posmoderno hacia el narcisismo del siglo XXI explica que el fracaso humano no se publicite. Pocos saben de primera mano que más de la mitad de la gente que se dedica a «los negocios» acaba en la ruina. Ningún escritor quiere ―ni puede― admitir hoy que su supuesto éxito editorial no se debe a un talento literario, ni a su propia inteligencia poética (de la que carece), sino al empeño mercantil y empresarial de grupos financieros que hacen caja con sus libros en los actuales supermercados de libros, establecimientos comerciales a los que de ninguna manera se les puede llamar librerías. Si un escritor hoy es «genial», no lo es por lo que escribe, sino porque los genios son quienes han diseñado y promocionado la campaña publicitaria de su obra, la cual se extinguirá en menos de 90 días. La zanahoria caduca en tres meses.

Casi nadie sabe que la vida de un profesor universitario es un autoengaño institucional promovido por las agencias de calidad y de evaluación de la papelería académica, el gran camión de la basura de la enseñanza superior. Algún docente ha hablado en redes sociales de que la enseñanza actual es un engaño para todos los estudiantes, y claramente les ha dicho ―en un sazonado presente continuo muy anglosajón― «querido alumno: te estamos engañando». Sí, se engaña a los alumnos, es cierto: tanto como los profesores nos engañamos entre nosotros. No conviene olvidar la viga en el ojo propio. Y una prueba de que algo así ―el engaño al alumnado― todo el mundo lo sabe y lo sabía es que, después de anunciarlo de forma pública y sonora, absolutamente todo sigue exactamente igual que antes: intacto. A la gente le encanta que la engañen ―mundus vult decipi (el vulgo quiere ser engañado, reza el adagio latino)―, y el alumno universitario, lejos de ser una excepción, es el ejemplo más juvenil, alegre y sofisticado de Narciso. No hay mejor engaño que el que resiste más allá de su descubrimiento y publicación. No pasa nada: su revelación no altera el éxito de la fullería, que continúa sin alteraciones. Narciso es el dios del siglo XXI. Capítulo interesante será la visión de su derrumbe divino: el ocaso de Narciso. Un buen título ―que les regalo― para una novela de autoayuda. El narcisismo es la crónica de un fracaso anunciado. El ocaso imposible de Narciso está asegurado en nuestro tiempo.

Sin embargo, el fracaso que se exhibe vulgarmente en redes sociales no es realmente un fracaso, sino una forma narcisista de buscar complicidades emocionales. Es uno de los múltiples géneros estéticos de la autoayuda narcisista. El narcisismo de la modestia, de la humildad o de la derrota. El narcisismo incluso de la ignorancia, del que se jactan algunos intelectuales, que afirman no saber usar el correo electrónico, por ejemplo. Kavafis dedicó a aquel motivo literario todo un poema, admirado esencialmente por los narcisistas de la derrota: «Ítaca». Toda la lírica del siglo XX es un cántico al narcisismo de la derrota y a la placidez estética del fracaso. Es un excelente narcótico seductor de narcisistas. Es el narcisismo, y no la genialidad, lo que explica el éxito de la denominada incomprensiblemente «poesía de la experiencia». ¿Experiencia? ¿De qué? De la vagancia.

El narcisismo es la lucha que un idealista mantiene contra la realidad de su propio yo, negándola. El narcisista sabe que realmente no sirve, que no vale, para hacerse compatible con la realidad, y por ello mismo se inventa una realidad alternativa, virtual e idealizada. Y se rodea de las dramatis personae que mejor le convienen. El actual mundo posmoderno no sólo lo permite, sino que lo promueve, estimula y galardona. El siglo XXI premia el narcisismo en todos sus géneros, incluido ―sobre todo― el más extremadamente maligno y luzbelino.

Todo este trampantojo verbenero permite al narcisista olvidarse de que no es compatible con la realidad. Pero la realidad, como la muerte, nunca falta a ninguna de sus citas. Si alguien se divorcia excesivamente de la realidad, ella misma se encarga de corregir esa desviación, cobrando alta la factura. Pero para un narcisista, como para casi todos los idealistas, los signos reales ―los signos de la realidad― son ininterpretables. Lo suyo no es la semiótica de lo real. El fracaso es la distancia que separa a los idealistas de la realidad. Y el narcisismo es la negación del fracaso que se tiene delante. El fracaso se manifiesta de múltiples formas: la guerra, el crimen, el divorcio, la deuda impagable y creciente, el suicidio, la revolución política, las ideologías, la utopía, la superchería, las religiones, el cadalso, las filosofías de todas las naciones, las democráticas elecciones nacionales y supranacionales ―¿cuántos fracasos no han logrado disimular unas elecciones democráticas?―. El narcisismo es una forma ―patológica― de idealismo. Y su destino es el fracaso. La curación es realmente difícil. Además, el rendimiento mercantil del narcisismo es altísimo. Es una de las principales fuentes de energía financiera de nuestro tiempo. El narcisismo es uno de los motores económicos del siglo XXI.

El poder permite ejercer el narcisismo. Y preservar ―diuturno― el ejercicio del narcisismo, demorando el fracaso lo más posible. Pero sin evitarlo a largo plazo. Porque dilatar un fracaso es prorrogar un calvario. Un narcisista sin poder no es un narcisista de verdad, es un gilipollas. Un donnadie, víctima cruda de su propio ego minusculizado. A Narciso le gusta el poder. Es su salvoconducto y golosina, su fortín y su blindaje, su imagen y su espejo. Su hogar y también sus propias fauces. Le preserva del fracaso, que le sobreviene ―inmediato― cuando pierde el poder. Pero el poder, cualquier forma de poder, es una ilusión temporal, aunque funcione del mejor modo posible durante un tiempo lisérgico y embelesante. El poder es una bomba de relojería cuyo temporizador desconoces.

Un ejemplo básico y masivo de narcisista sin poder es el consumidor de redes sociales. Lo llaman usuario, cuando en realidad es un consumidor, una víctima de Narciso y de Aracne, es decir, de sus propias limitaciones y a merced de la tiranía administrada por quien ha tejido la red, es decir, la tela de la araña, en que se desangra emocionalmente su ansiedad y su tiempo. La erosión psicológica del narcisista es brutal. Consumidor y productor de contenidos para redes públicas, vive así esta atrición emocional, desesperante y teatralizada. Estos infelices narcisos ―comentaristas de internet sin apenas saber leer ni escribir (no saben que no saben)― alimentan la red para facilitar el tráfico de dinero y las actividades mercantiles de otros. Ésa es su función básica. Son transmisores internáuticos de dinero ajeno. Son también potentes publicistas gratuitos de logros de otras personas, a las que promocionan creyendo discutirlas o censurarlas. Pero en todo caso, las promocionan siempre. Generan siempre lo contrario de lo que se proponen, porque ―idealistas y narcisos― siempre desconocen e ignoran las consecuencias reales de sus actos. Son el plancton necesario a los mercenarios del comercio global. Mercatransmisores, soportes publicitarios y consumidores inconscientes, a los que se promueve haciéndoles creer en un concepto tan vago como vacuo: creadores de contenido. De nuevo, la zanahoria. El único valor de ese contenido es contribuir a la mercatransmisión globalista del dinero que generan internet y sus redes sociales, y del que, en el mejor de los casos, reciben una parte ridícula, porque el más alto porcentaje se lo lleva la fiscalización del Estado ―y, sobre todo, la araña que teje la red (no trabaja gratis las araña que teje la red)―, un Estado hoy subordinado a los intereses de los amigos del comercio global, quien de hecho ha diseñado arácnidamente la «creatividad» de las redes sociales y sus seductoras y adictivas patologías.

Hoy Narciso ya no es el hijo de Cefiso y Liríope. Ya no hay dioses fluviales ni ninfas risueñas en las redes ―sociales― de tu vida. Hoy Narciso es un arácnido engendro de internet. Hoy Narciso eres tú.


Jesús G. Maestro


Utilidad mercantil del narcisista:
idealismo y narcisismo de un mercatransmisor en redes sociales

El concepto de ficción en la literatura


Libro digital

Crítica de la razón literaria

Vol. 7 · Parte III · Tomo 6.



Crítica de la razón literaria



Si no se sabe lo que es la ficción, no se sabe lo que es la literatura. Sin ficción no hay literatura, y, sin literatura, la ficción queda limitada a una suerte de enunciado matemático para escolares, parábola moralizante o grimorio religioso, cuyos protagonistas son agentes de episodios que, siendo imaginarios, no son precisamente poéticos. Son disciplinarios o preceptivos.

Téngase en cuenta que la literatura nace esencialmente porque construye con palabras ―con palabras poéticas― hechos que jamás han tenido lugar tal y como se han contado con esas mismas palabras. Hechos que, sin embargo, una vez construidos verbalmente, resultan imposibles de olvidar y soslayar. Con hechos así se identifican las personas, los pueblos, las ideologías, las sociedades bárbaras y las sociedades civilizadas, las gentes de paz y hasta los más crueles asesinos. La literatura se ha impuesto siempre por medio de la ficción. Y siempre con consecuencias reales. Porque la ficción, en contra de lo que nos han enseñado, no es algo disociable de la realidad, sino una parte esencial de ella. No salimos de la realidad cuando leemos una novela o «vivimos» una obra de ficción.

Y ha sido la ficción la que ha permitido sortear censuras, limitaciones, interdicciones, proscripciones e incluso patíbulos. Sólo en épocas de extrema intolerancia, como la que actualmente atravesamos y vivimos ―sin querer reconocerlo―, la ficción se ha tomado legalmente en serio. A veces, hasta el punto de censurarla, prohibirla o simplemente derogarla. Lo políticamente correcto no entiende de ficciones. Y aún menos entiende de literatura. Como Platón, su filosofía moral es muy otra, y muy ajena a la ficción y a la literatura. Sólo el tramposo se toma el juego en serio. Pero el tramposo, con excesiva frecuencia en la Historia, dispone de más poderes que el poeta. Y de mejores alianzas y amistades. Las formas de enfrentarse a la ficción son sutiles y perversas. Pero todas son insuficientes. La única forma de destruir la ficción es destruir al ser humano. 

Siempre he dicho que el grado de libertad de una sociedad lo mide la literatura, y no la religión ni la política, ni tampoco la filosofía, actividades estas tres que con frecuencia pactan su propia supervivencia a costa de la libertad humana, a la que reprimen sin pudor ―y con fruición― siempre que pueden. Se ha dicho que Marx, Nietzsche y Freud son los hermeneutas de la sospecha, porque invitan a «sospechar» de la realidad. Lo cierto es que la obra de estos autores alberga las más sospechosas interpretaciones de la realidad con las que un ser humano puede toparse, si nos atenemos, cuando menos, a la dimensión enormemente ficticia, y tan pobremente literaria, que desencadena toda su obra: utopía, barbarie e irracionalismo. Tres formas de ficción que la literatura descartó ―por estériles― desde su más temprana genealogía. Tres formas de ficción que se quedaron, respectivamente, en manos de la política, la religión y la filosofía.

Este libro expone la teoría de la ficción de la Crítica de la razón literaria, según la cual la ficción es aquella materia que carece de existencia operatoria, es decir, aquella parte de la realidad que sólo dispone de existencia poética, estructural o formal, porque su contenido operatorio es nulo. Don Quijote, el príncipe Hamlet o Dante en los Infiernos, no son personas fuera de la literatura que habitan estructuralmente como personajes. Dicho de otro modo, no operan fuera de una ficción que existe, sí, pero como parte inerte de una realidad que no las teme ―por inoperantes―, aunque las haya creado, comunicado e interpretado durante siglos.

Sólo un déspota teme la ficción. Sólo los enemigos de la literatura tienen como objetivo la censura y proscripción política, religiosa o filosófica de la ficción literaria y de la literatura misma. La sombra de Platón es ―muy― alargada. La mano de la filosofía siempre mece la cuna de la religión y de la política. Negar el distintivo específico, exclusivo y casi excluyente, que la literatura posee sobre la ficción, es el primer paso para hacer de la ficción algo ininteligible, previo a su destierro político y a su exterminio poético.

Defender la ficción es defender la literatura, y defender la literatura es defender la libertad.



Platón y su descendencia… en la corte de los tiranos

Itinerario de lectura, 3

Crítica de la razón literaria





Platón y su descendencia… en la corte de los tiranos. El mito de la filosofía y la realidad del totalitarismo frente a la libertad de la literatura es el título de uno de los itinerarios de lectura de la Crítica de la razón literaria

Se sostienen aquí dos ideas clave: 1) la filosofía como fundamento de los totalitarismos de todos los tiempos, de Platón y los presocráticos a la actual posmodernidad anglosajona, y 2) la literatura como discurso de la libertad frente a los fundamentalismos filosóficos y políticos. 

La filosofía, lejos de ser ese mitificado «amor a la sabiduría» ―¿sabiduria de qué?, hay que preguntarse―, ha sido siempre la búsqueda de un «Gran Hermano», en nombre del cual doblegar al ser humano, antaño en nombre de la religión y hoy en nombre de la política. De hecho, la filosofía, o habla de religión o habla de política. Fuera de estas exigencias, se queda sin palabras. 

La filosofía siempre ha sido una forma excéntrica de ejercer la sofística. Frente a ella, la literatura, de historia y genealogía hispanogrecolatinas, representa la libertad y la lucha por sobrevivir en un mundo de censura e interdicción políticas realmente devastadoras. 

La literatura es lo que, a lo largo de la Historia, la religión y la política no han podido evitar, ni censurar. Entonces, ¿por qué hoy la democracia censura la literatura? Urge responder a esta pregunta sin miedos ni complejos. 

Y no olvidemos que la filosofía nació con la pretensión patibularia de expulsar a la literatura del Estado.



¿Qué tipo de literatura escribes o lees?

 




 

Escribas o leas la literatura que quieras,
siempre escribirás o leerás uno o varios de estos cuatro tipos de literatura: 

 

1. Literatura Primitiva o Dogmática

Es aquella literatura cuyos modos y tipos de conocimientos son, respectivamente, acríticos e irracionales, es decir, cuyos saberes, característicos de sociedades pre-estatales o prerracionales, se basan en el mito, la magia, la religión y la técnica. Uno de los ejemplos más sobresalientes y representativos de Literatura Primitiva o Dogmática es la Biblia. Otro ejemplo es el Poema de Gilgamesh.

 

2. Literatura Crítica o Indicativa

Es aquella literatura cuyos tipos y modos de conocimientos son, respectivamente, racionales y críticos, es decir, cuyos saberes, característicos de sociedades políticas estatales (Estados) o supraestatales (Imperios), se basan en el racionalismo, la desmitificación, la Ciencia y la Filosofía. Los ejemplos más sobresalientes y representativos de Literatura Crítica o Indicativa son las obras constituyentes de un Canon literario. Este tipo de Literatura es resultado explícito del racionalismo crítico y dialéctico. El Quijote es el ejemplo más potente y universal de Literatura Crítica o Indicativa.

 

3. Literatura Programática o Imperativa

Es aquella que se construye sobre un racionalismo acrítico, es decir, que sus artífices, obras y agentes trabajan en la combinación de tipos de conocimiento racional y modos de conocimiento acrítico. Sus saberes y contenidos son propios de sociedades políticas muy avanzadas y sofisticadas (Estados e Imperios), que hacen, allí donde conviene, un uso adulterado, esto es, acrítico, del conocimiento racional. De este modo, reemplazan los referentes de la Literatura Crítica o Indicativa —racionalismo, desmitificación, Ciencia y Filosofía— por sus respectivas adulteraciones o devaluaciones, que, en la Literatura Programática o Imperativa, se corresponden con las Pseudociencias, las Ideologías, las Tecnologías y la Teología. Estas cuatro formas de conocimiento son el resultado del uso acrítico del racionalismo, es decir, del aprovechamiento deturpado del avance de la razón. Se razona, pero sin criticar. Esta es la base de la sofística: la argumentación acrítica. En líneas generales la Literatura Programática o Imperativa puede identificarse con la vulgarmente denominada «literatura comprometida», así como con toda literatura puesta al servicio de ideologías.

 

4. Literatura Sofisticada o Reconstructivista

Es aquella que combina, de forma tan poética como retórica, es decir, tan estética como artificiosa, contenidos pre-racionales —o pseudoirracionales— y saberes críticos, esto es, tipos de conocimiento antiguos e incluso arcaicos, de naturaleza irracional, propios de la magia, la mitología, la religión y la técnica, con modos de conocimiento basales, de naturaleza crítica, sofisticados gracias al desarrollo del racionalismo sobre el que se construyen, perfeccionados y ejercitados en el reconocimiento de la desmitificación que revelan, así como en la aceptación de la filosofía crítica y en la reconstrucción tecnológica y formalista de los materiales literarios. Este tipo de Literatura Sofisticada o Reconstructivista deja explícitamente al descubierto su naturaleza formalista y esteticista, no exenta con frecuencia de implicaciones lúdicas y recreativas, en las que se incluye de modo más o menos latente o patente el ejercicio de la crítica sobre la complejidad y la realidad de la vida humana. Toda la literatura de cualesquiera tiempos y lugares está penetrada de esta combinación oximorónica entre contenidos irracionales y formalizaciones críticas de tales contenidos, extraídos con frecuencia de contextos culturales previos a la consolidación del racionalismo humano, y que se reiteran y preservan en él a través de las más diversas formas estéticas, retóricas y poéticas.