Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, como profesor universitario, autor de la Crítica de la razón literaria, dispone de forma abierta, libre y gratuita, de toda su actividad docente, académica e investigadora, en internet, con más de mil clases grabadas en su canal de YouTube.
La filosofía tradicional, incluso hasta el pensamiento kantiano y todo el idealismo alemán, identificó en el mundo desconocido la metafísica.
Kant denomina noúmeno al mundo desconocido, e identifica el mundo conocido con el fenómeno.
Con la irrupción de la retórica nietzscheana, freudiana y heideggeriana, y en particular en todo el discurso posmoderno, la metafísica tradicional sufre una eversión, una vuelta del revés o Umstülpung, de modo que comienza a hablarse de una forma desposeía de materia [Ø], es decir, de una forma incorpórea, algo, como digo, inconcebible desde la Crítica de la razón literaria.
Nietzsche es el primero en dar este paso, al postular una metafísica nihilista, desde su proclamación de la muerte de Dios en el parágrafo 125 de su Die fröhliche Wissenschaft (1882).
Nietzsche proclama una suerte de teología sin Dios, un Universo sin fundamento, un mundo sin amo, un teatro vacío, un espacio sin hechos. Dicho en términos gnoseológicos: no habrá hechos, sino interpretaciones, porque no habrá materia, sino sólo formas.
De una declaración de este tipo sólo pueden surgir fantasmas, es decir, formas incorpóreas, esto es, nada. Y la más poderosa de estas formas incorpóreas, el más deslumbrante de estos fantasmas es de diseño freudiano, y su nombre fue Inconsciente.
Esta figura, de ingeniería extraordinariamente racional, pero disfrazada de irracionalismo seductor, es depositaria de toda la metafísica anterior a Nietzsche, pero desposeída ahora de toda materia.
El Inconsciente es pura forma sin materia. Es la eversión posmoderna del mundo desconocido de los antiguos, pero disfrazado de irracionalismo seductor (el cebo no debe permitir que se vea el anzuelo). Es decir, es la nada [Ø].
El Inconsciente no es un órgano corporal, como puede serlo el hígado, el pulmón o la uretra, pero fue un objeto de conocimiento de la medicina en una de sus etapas históricas más recientes y más novelescas o fabulosas. Hasta que la medicina descubre el trampantojo, y se lo devuelve a la filosofía. Como un deshecho, ajeno a la ciencia.
Freud fue, sin duda, el mejor novelista del siglo XX. A Freud los médicos lo leen como se lee a un narrador de historias fabulosas, y los filósofos lo leen como quien lee a un científico. Algo así como leer el Origen de las especies (1859) de Darwin como una novela y el Génesis bíblico como el origen biológico e histórico de la especie humana.
Nietzsche, Freud y Heidegger son de hecho los fundadores y diseñadores de la metafísica posmoderna, caracterizada por entronar, en nombre de un relativismo absoluto ―adviértase la hiperbólica paradoja― la eversión o negatividad de la metafísica tradicional: de la materia sin forma (M) [el Dios de la Teología] se ha pasado a la forma sin materia (Ø) [la muerte de Dios, en Nietzsche; el inconsciente en Freud; el Dasein en Heidegger…; hasta la absurda idea de texto infinito de Derrida, por ejemplo, donde estaría formalmente «escrito» todo lo que materialmente no existe].
El inconsciente brota genealógicamente de una transducción de la idea de voluntad procedente de Schopenhauer, heredera a su vez de una secularización de la Idea de Dios, que a través de Nietzsche adquiere en Freud la expresión ―fantasmagórica― de una forma desposeída de materia. Es el logro de una forma incorpórea.
La secularización de la Idea de Dios supone un paso de la trascendencia a la inmanencia, de la metafísica tradicional al nihilismo retórico ―y poético―, en virtud del cual “Dios ha muerto” (Nietzsche, La gaya ciencia, § 125). Dios ha muerto, sí, pero su “voluntad” parece persistir en la conciencia humana del Universo. De lo contrario, todo el relato nihilista perdería su gracia, y su amenazadora seducción.
Si la nada no se fundamenta en una divinidad, aunque esta divinidad sea antropológica, ¿qué uso podrá hacerse del nihilismo? Sin una idea de Dios, la nada resulta ilegible. E inerme. La propia conciencia del ser humano interioriza la fuerza psicológica de esta “poderosa voluntad inmanente” ―ya secularizada―, y la identifica con sus propias pulsiones. Las más personales.
A la formalización de esos impulsos, inmanentes e inderogables, Freud les asignó una sala VIP, un escenario oculto y soterrado en un lugar de sofisticado diseño y, por supuesto, completamente imaginario. Naturalmente, inaccesible. Una suerte de espacio metafísico, depositado ―inexplicablemente― en una parte no identificada del organismo humano, denominada, según describe ficticiamente la retórica psicoanalítica, inconsciente. He aquí uno de los espacios más fabulosos y rentables de la psicología y la sociología del siglo XX.
Hoy se habla más del narcisismo que del miedo, cuando este último es un polizón que acompaña todos nuestros actos, sentimientos, pensamientos y omisiones.
El miedo a la libertad del prójimo explica el origen y pervivencia de todo tipo de religiones, filosofías e ideologías.
El ser humano se agrupa en órdenes religiosas, escuelas filosóficas y grupos ideológicos para sentirse más seguro frente a la libertad de los demás. Y, por supuesto, para limitarla, contrarrestarla o exterminarla, siempre que sea posible.
El inconsciente mismo, tal como lo plantea Freud, es el miedo a la razón de los demás. El inconsciente es siempre muy consciente de las razones ajenas.
Explicar el miedo exige ponerlo en relación con hechos de los que hasta hoy nadie ha hablado con claridad suficiente. El miedo es el tabú de las personas inteligentes.
En este libro el lector encontrará las 13
apostillas que se publicaron con posterioridad a la primera edición impresa de
la Crítica de la razón literaria, que tuvo lugar en 2017.
Como es sabido, entre
2017 y 2022 esta obra conoció 9 ediciones impresas, hasta la décima y
definitiva, en formato digital.
En esta décima y última edición se reproducen
las 13 apostillas a la Crítica de la razón literaria, que insisten
esencialmente en dos dimensiones: 1) las limitaciones que sufren los filósofos
cuando tienen que enfrentarse a la literatura, debidas a múltiples conceptos,
entre ellos el de ficción ―que parece superarles en todos los sentidos y
posibilidades―, y 2) las deficiencias que, desde finales del siglo XVIII, la
Anglosfera y el mundo académico anglosajón arrastran insuperablemente cada vez
que se relacionan con la literatura, una materia que perciben como algo cada
vez más ajeno a su sociedad y cultura mercantiles y más incompatible con su
racionalismo financiero.
Es curioso que, desde la Ilustración y el Romanticismo,
ni los filósofos ni los anglosajones sepan muy bien qué hacer con la
literatura. Con anterioridad a este período, la filosofía se entretenía con la
metafísica y la religión, más que con la política, y la Anglosfera no existía
como tal, de modo que los territorios a posteriori anglosajones, por lo que se
refería a la literatura, imitaban y reproducían los modelos y creaciones de la
tradición literaria hispanogrecolatina.
Sin embargo, con la irrupción de la
Ilustración europeísta y la deriva hacia el idealismo levitante del
Romanticismo anglosajón, la filosofía deja de dedicarse a la religión y a la
metafísica ―la ciencia newtoniana le corta definitivamente todo acceso y
fundamento a ellas― y pasa a ocuparse de la política, para ser matriz de todas
las ideologías habidas y por haber, a fin de monopolizar, frente al Estado,
todo tipo de creencias y formas emocionales de ideología e ignorancia
colectiva, del mismo modo que en el mundo antiguo y durante la Edad Media había
hecho con la fe y las creencias religiosas respecto a la Iglesia cristiana.
Ya
sabemos que la filosofía, o habla de religión, o habla de política, o no tiene
nada que decir. O habla de fe, simulando razonar, o habla de ideología, desde
la más excéntrica sofística. Fuera de estos temas, la filosofía ―esa forma
excéntrica de ejercer la sofística― enmudece, o saca la baraja de la autoayuda
para jugar sus cartas en las timbas del siglo XXI, como Epicuro o Séneca
hicieron ya en su propio tiempo. Y Freud en el suyo, para deleite de intelectuales
y ociosos.
Por su parte, a la Anglosfera le sobra la
literatura. La poética cuestiona demasiadas cosas, y la verdadera literatura
resulta difícilmente comercializable. Exige demasiada inteligencia al lector y
puede cuestionar el poder de los «amigos del comercio» de formas muy sutiles y
molestas.
Urge neutralizar los poderes e influencias de la literatura. De
varios modos. La posmodernidad se encarga de ello: hay que disolverla en
cultura, de manera que los estudios culturales reemplacen y extirpen los
estudios literarios; urge analfabetizar sistemáticamente a la población, para
que no disponga de recursos interpretativos sobre los materiales literarios, su
Historia y su geografía; procede imponer la autoayuda y el autoengaño en lugar
de la literatura y la experiencia educativa del desengaño...
La negación del árbol de la ciencia
literaria, del fruto del conocimiento de la literatura, ha sido siempre un
objetivo de la Anglosfera. El mundo anglosajón reconoce su absoluta
inferioridad ante la mayor y más poderosa construcción de la Europa
mediterránea: la literatura de Grecia, Italia y España. Es imprescindible
inhabilitarla: invisibilizar históricamente a sus autores, incapacitar
contemporáneamente a sus lectores, censurar y cancelar académica y universitariamente
a sus intérpretes.
Es clave imponer y hacer creer una mentira
decisiva, según la cual la literatura no se puede estudiar científicamente. He
aquí una falencia a la que la Anglosfera no renunciará jamás. Contra esa
mentira se escribió la Crítica de la razón literaria. Entre otras cosas.
Ha de insistirse en que la mayor parte de las teorías literarias desarrolladas en las últimas décadas no se ha enfrentado nunca directamente con la totalidad de los materiales literarios. A veces no se ha enfrentado ni siquiera a materiales literarios. Y en muchos casos no sólo no se han enfrentado entre sí, como sistemas de interpretación literaria, sino que simplemente se ignoran de forma mutua y absoluta. Es decir, no ejercen ni la crítica ni la dialéctica. En la mayoría de los casos, son teorías literarias ablativas, que cercenan o amputan partes esenciales de los materiales literarios, o incluso materiales literarios completos, como el autor o el intérprete. En otros casos, se trata abiertamente de teorías literarias que se relacionan entre sí sin relacionarse con la literatura.
La dialéctica es más importante que el diálogo, porque desde todos los puntos de vista aquélla presupone a éste, lo engloba y lo hace progresar. En consecuencia, no se buscará aquí el consenso, sino la crítica. El diálogo no es suficiente. Habermas siempre ha sido una caricatura, jibarizada, de Marx. La Crítica de la razón literaria exige la dialéctica.
El narcisismo es la lucha
del propio yo hacia una idealización de sí mismo más allá de las posibilidades
reales. Es el idealismo de un ego deficiente. Y no hay que olvidar que la
distancia que separa al idealismo de una patología psíquica es invisible.
Religión, filosofía e
ideologías saben mucho de idealismo. La Historia de la religión, la filosofía y
las ideologías es, con frecuencia, la Historia del idealismo en sus múltiples
facetas. No en vano cada una de estas actividades humanas, tan patológicamente
seductoras, ha invertido mucho de su caudal emocional en legitimar la tierra
firme de su idealismo. Una firmeza telúrica que, con frecuencia nefelibata,
está siempre en un más allá inaccesible y redentor. Platón se jactaba de
conocer el mundo ideal y metafísico de las ideas puras, purísimas ―como si
alguna vez hubiera estado allí como un registrador ante la propiedad―, Tomás de
Aquino trataba a Dios de tú, Hegel hacía lo propio con el espíritu absoluto y
Marx anunció en su visionaria utopía comunista el itinerario que conducía a la
tierra prometida. Nietzsche descubrió la nada absoluta ―sin duda antes de que
Lucrecio la justificara por vez primera siglos antes―, Freud dialogó en directo
con el inconsciente de todos sus pacientes, y Heidegger ―poseso de éxtasis―
vio al Dasein, con más nitidez (y más retórica) que Blancanieves a los
siete enanitos. Amén. La filosofía, la religión y la política, en todas sus
envolturas e imperativos ideológicos, nos han dejado una magnífica antología de
Narcisos. Difícil es saber cuál ha sido el más siniestro y prometedor.
Cuanto más idealista es
una persona, más débil resulta en todo cuando hace, piensa y dice sentir, por
mucha alexitimia que resulte padecer: su debilidad recorre relaciones
personales, sociales y profesionales, amor y sexualidad, trabajo y objetivos
laborales, ocio y gestión del tiempo libre... El idealismo conduce siempre al
fracaso, por lo que, para evitarlo, el idealista se rodea de todos los medios
posibles para preservar el autoengaño colectivo y personal. En este punto es
clave vivir cercado de otros idealistas ―que sirven de escolta y blindaje―, de
modo que todos, conjuntamente, asuman vivir de forma concertada en un mundo
idealizado. Y falso. Un coliving fabuloso y feliz. Por decreto
emocional. En este punto resulta irrenunciable imponer a los «realistas» la
obligación de que asuman el idealismo exigido por los idealistas. No es una
redundancia, es una exigencia, que ―más pronto que tarde― puede disponerse
imperativamente en el Código Civil de una democracia posmoderna. La democracia
misma es un idealismo político incuestionado como tal.
El poder del idealismo en
la Edad Contemporánea ha sido siempre el de una triple negación: la negación de
la realidad (yo soy la verdad ―la realidad exterior se equivoca, yo no―),
la negación de la objetividad (todo es subjetivo ―menos lo que digo yo―)
y la negación de la ciencia cuando esta última demuestra las falacias de los
ideales exigidos (la razón no sirve para explicar la complejidad de la vida
―mis sentimientos sí sirven―). El idealismo es un formalismo incompatible
con la realidad que el propio idealismo, paradójicamente, exige asumir. Es una
teoría capaz de afirmar que, si algo falla, la culpa la tiene la realidad, no
el idealista. El idealista, como el narcisista, es incapaz de asumir cualquier
responsabilidad. La culpa la tienen ―siempre― los demás.
El poder del idealismo es
el poder del número, es una fuerza cuántica, no cualitativa, cuyo destino es el
fracaso colectivo, masivo y global. Naturalmente, se trata de un fracaso
invisible.
Sólo los débiles
necesitan el idealismo. Los fuertes pueden asumir emocionalmente, y
cognoscitivamente, el fracaso, mediante el desengaño personal y a través de una
capacidad de reacción para rehacerse de nuevo, en condiciones compatibles con
las exigencias de la realidad. Los pedantes a esto lo llaman resiliencia. El
idealismo debilita enormemente cualquier tipo de sociedad humana, a la vez que
la hace creerse ―de forma ilusa y equivocada― más fuerte que las demás. La
Alemania nazi es en este punto un ejemplo de referencia histórica y universal. Lo
mismo ocurre con los individuos: la fortaleza emocional del idealista se basa
en el fanatismo. Es una fuerza altísima y potentísima. Tan poderosa como
cegadora. Y esa ceguera es la que, ante la realidad que no ve, le hace fracasar
por completo. Porque la realidad no tolera a quien no es compatible con ella.
El desenlace de todo idealismo es el fracaso más absoluto. Pero es un fracaso
que no se ve, muy diferido, y que nuestra sociedad evita declarar públicamente,
entregada, como está, a la promoción y defensa a ultranza de todos los
idealismos.
De hecho, el idealismo
tiene un final trágico, porque, como toda tragedia, sus causas son invisibles y
sus consecuencias irreversibles. Si fuera visible, es decir, prolépticamente inteligible,
el fracaso, como la tragedia, se evitaría. Un exceso de sensibilidad nos priva,
con frecuencia, de un mínimo de inteligibilidad. El mínimo necesario para
evitar el fracaso. A Edipo le ciega la pasión; a Narciso, el idealismo de su
propio ego. Los idealistas tienen la tragedia delante, pero no la ven. Viven
en la indefensión más absoluta, pero no lo saben. Y pueden entregar su vida por
una causa que ―ideal y falsa― consideran suprema, sublime y ―por supuesto―
moralmente imperativa y necesaria. El imperativo categórico kantiano es una
orden por las buenas. Viven como monomaníacos de ideales que imponen en
su propio nombre ―el yo― o en nombre de una colectividad en la que
obsesivamente se integran ―el nosotros―. El idealista nunca está solo.
Nunca. El idealista es miembro servil de un ejército unanimista y ciego.
Siempre hay un Führer narcisista que pastorea rebaños de Narcisos. Dicen
de este modo dar sentido a sus vidas, cuando en realidad lo que hacen es darles
un pseudosentido idealista y radical, que sólo puede desembocar en un fracaso
violento.
La Edad Contemporánea, de
la mano del idealismo alemán, heredero sin duda del idealismo fideísta
luterano, ha engendrado y promovido formas de ser absolutamente obsesionadas
con imperativos idealistas de vida. Ha construido un prototipo humano que
considera que puede vivir en una realidad personalizada, hecha a su propia escala
hedonista, en la que su egolatrado ego sea la unidad definitiva de medida y exigencia de
todas las cosas. Hasta tal punto que el prójimo está obligado imperativamente a
satisfacerle ―y a obedecerle― en el cumplimiento de cada uno de sus ideales
personales y egotistas, yoístas y egocéntricos. Esto es el narcisismo, en
cualquiera de sus facetas, géneros y pulsiones. Todas ellas patológicas.
El respeto posmoderno
hacia el narcisismo del siglo XXI explica que el fracaso humano no se
publicite. Pocos saben de primera mano que más de la mitad de la gente que se
dedica a «los negocios» acaba en la ruina. Ningún escritor quiere ―ni puede―
admitir hoy que su supuesto éxito editorial no se debe a un talento literario,
ni a su propia inteligencia poética (de la que carece), sino al empeño
mercantil y empresarial de grupos financieros que hacen caja con sus libros en
los actuales supermercados de libros, establecimientos comerciales a los que de
ninguna manera se les puede llamar librerías. Si un escritor hoy es «genial»,
no lo es por lo que escribe, sino porque los genios son quienes han diseñado y
promocionado la campaña publicitaria de su obra, la cual se extinguirá en menos
de 90 días. La zanahoria caduca en tres meses.
Casi nadie sabe que la
vida de un profesor universitario es un autoengaño institucional promovido por
las agencias de calidad y de evaluación de la papelería académica, el gran
camión de la basura de la enseñanza superior. Algún docente ha hablado en redes
sociales de que la enseñanza actual es un engaño para todos los estudiantes, y
claramente les ha dicho ―en un sazonado presente continuo muy anglosajón―
«querido alumno: te estamos engañando». Sí, se engaña a los alumnos, es cierto:
tanto como los profesores nos engañamos entre nosotros. No conviene olvidar la
viga en el ojo propio. Y una prueba de que algo así ―el engaño al alumnado― todo
el mundo lo sabe y lo sabía es que, después de anunciarlo de forma pública y
sonora, absolutamente todo sigue exactamente igual que antes: intacto. A la
gente le encanta que la engañen ―mundus vult decipi (el vulgo quiere ser
engañado, reza el adagio latino)―, y el alumno universitario, lejos de ser una
excepción, es el ejemplo más juvenil, alegre y sofisticado de Narciso. No hay
mejor engaño que el que resiste más allá de su descubrimiento y publicación. No
pasa nada: su revelación no altera el éxito de la fullería, que continúa sin
alteraciones. Narciso es el dios del siglo XXI. Capítulo interesante será la
visión de su derrumbe divino: el ocaso de Narciso. Un buen título ―que les
regalo― para una novela de autoayuda. El narcisismo es la crónica de un fracaso
anunciado. El ocaso imposible de Narciso está asegurado en nuestro tiempo.
Sin embargo, el fracaso
que se exhibe vulgarmente en redes sociales no es realmente un fracaso, sino
una forma narcisista de buscar complicidades emocionales. Es uno de los
múltiples géneros estéticos de la autoayuda narcisista. El narcisismo de la
modestia, de la humildad o de la derrota. El narcisismo incluso de la
ignorancia, del que se jactan algunos intelectuales, que afirman no saber usar
el correo electrónico, por ejemplo. Kavafis dedicó a aquel motivo literario
todo un poema, admirado esencialmente por los narcisistas de la derrota:
«Ítaca». Toda la lírica del siglo XX es un cántico al narcisismo de la derrota
y a la placidez estética del fracaso. Es un excelente narcótico seductor de
narcisistas. Es el narcisismo, y no la genialidad, lo que explica el éxito de
la denominada incomprensiblemente «poesía de la experiencia». ¿Experiencia? ¿De
qué? De la vagancia.
El narcisismo es la lucha
que un idealista mantiene contra la realidad de su propio yo, negándola. El
narcisista sabe que realmente no sirve, que no vale, para hacerse compatible
con la realidad, y por ello mismo se inventa una realidad alternativa, virtual
e idealizada. Y se rodea de las dramatis personae que mejor le
convienen. El actual mundo posmoderno no sólo lo permite, sino que lo promueve,
estimula y galardona. El siglo XXI premia el narcisismo en todos sus géneros,
incluido ―sobre todo― el más extremadamente maligno y luzbelino.
Todo este trampantojo verbenero
permite al narcisista olvidarse de que no es compatible con la realidad. Pero
la realidad, como la muerte, nunca falta a ninguna de sus citas. Si alguien se
divorcia excesivamente de la realidad, ella misma se encarga de corregir esa
desviación, cobrando alta la factura. Pero para un narcisista, como para casi
todos los idealistas, los signos reales ―los signos de la realidad― son
ininterpretables. Lo suyo no es la semiótica de lo real. El fracaso es la
distancia que separa a los idealistas de la realidad. Y el narcisismo es la
negación del fracaso que se tiene delante. El fracaso se manifiesta de
múltiples formas: la guerra, el crimen, el divorcio, la deuda impagable y
creciente, el suicidio, la revolución política, las ideologías, la utopía, la
superchería, las religiones, el cadalso, las filosofías de todas las naciones,
las democráticas elecciones nacionales y supranacionales ―¿cuántos fracasos no
han logrado disimular unas elecciones democráticas?―. El narcisismo es una forma
―patológica― de idealismo. Y su destino es el fracaso. La curación es realmente
difícil. Además, el rendimiento mercantil del narcisismo es altísimo. Es una de
las principales fuentes de energía financiera de nuestro tiempo. El narcisismo
es uno de los motores económicos del siglo XXI.
El poder permite ejercer
el narcisismo. Y preservar ―diuturno― el ejercicio del narcisismo, demorando el
fracaso lo más posible. Pero sin evitarlo a largo plazo. Porque dilatar un
fracaso es prorrogar un calvario. Un narcisista sin poder no es un narcisista de
verdad, es un gilipollas. Un donnadie, víctima cruda de su propio ego
minusculizado. A Narciso le gusta el poder. Es su salvoconducto y golosina, su
fortín y su blindaje, su imagen y su espejo. Su hogar y también sus propias
fauces. Le preserva del fracaso, que le sobreviene ―inmediato― cuando pierde el
poder. Pero el poder, cualquier forma de poder, es una ilusión temporal, aunque
funcione del mejor modo posible durante un tiempo lisérgico y embelesante. El
poder es una bomba de relojería cuyo temporizador desconoces.
Un ejemplo básico y
masivo de narcisista sin poder es el consumidor de redes sociales. Lo llaman usuario,
cuando en realidad es un consumidor, una víctima de Narciso y de Aracne, es
decir, de sus propias limitaciones y a merced de la tiranía administrada por
quien ha tejido la red, es decir, la tela de la araña, en que se desangra
emocionalmente su ansiedad y su tiempo. La erosión psicológica del narcisista es
brutal. Consumidor y productor de contenidos para redes públicas, vive así esta
atrición emocional, desesperante y teatralizada. Estos infelices narcisos
―comentaristas de internet sin apenas saber leer ni escribir (no saben que no
saben)― alimentan la red para facilitar el tráfico de dinero y las actividades
mercantiles de otros. Ésa es su función básica. Son transmisores internáuticos
de dinero ajeno. Son también potentes publicistas gratuitos de logros de otras
personas, a las que promocionan creyendo discutirlas o censurarlas. Pero en
todo caso, las promocionan siempre. Generan siempre lo contrario de lo que se
proponen, porque ―idealistas y narcisos― siempre desconocen e ignoran las
consecuencias reales de sus actos. Son el plancton necesario a los mercenarios
del comercio global. Mercatransmisores, soportes publicitarios y consumidores
inconscientes, a los que se promueve haciéndoles creer en un concepto tan vago
como vacuo: creadores de contenido. De nuevo, la zanahoria. El único
valor de ese contenido es contribuir a la mercatransmisión globalista del
dinero que generan internet y sus redes sociales, y del que, en el mejor de los
casos, reciben una parte ridícula, porque el más alto porcentaje se lo lleva la
fiscalización del Estado ―y, sobre todo, la araña que teje la red (no trabaja
gratis las araña que teje la red)―, un Estado hoy subordinado a los intereses
de los amigos del comercio global, quien de hecho ha diseñado arácnidamente la
«creatividad» de las redes sociales y sus seductoras y adictivas patologías.
Hoy Narciso ya no es el hijo
de Cefiso y Liríope. Ya no hay dioses fluviales ni ninfas risueñas en las redes
―sociales― de tu vida. Hoy Narciso es un arácnido engendro de internet. Hoy
Narciso eres tú.
Jesús G. Maestro
Utilidad mercantil del narcisista:
idealismo y narcisismo de un mercatransmisor en redes sociales
Si no se sabe lo que es la ficción, no se sabe lo que es la literatura. Sin ficción no hay literatura, y, sin literatura, la ficción queda limitada a una suerte de enunciado matemático para escolares, parábola moralizante o grimorio religioso, cuyos protagonistas son agentes de episodios que, siendo imaginarios, no son precisamente poéticos. Son disciplinarios o preceptivos.
Téngase en cuenta que la literatura nace esencialmente porque construye con palabras ―con palabras poéticas― hechos que jamás han tenido lugar tal y como se han contado con esas mismas palabras. Hechos que, sin embargo, una vez construidos verbalmente, resultan imposibles de olvidar y soslayar. Con hechos así se identifican las personas, los pueblos, las ideologías, las sociedades bárbaras y las sociedades civilizadas, las gentes de paz y hasta los más crueles asesinos. La literatura se ha impuesto siempre por medio de la ficción. Y siempre con consecuencias reales. Porque la ficción, en contra de lo que nos han enseñado, no es algo disociable de la realidad, sino una parte esencial de ella. No salimos de la realidad cuando leemos una novela o «vivimos» una obra de ficción.
Y ha sido la ficción la que ha permitido sortear censuras, limitaciones, interdicciones, proscripciones e incluso patíbulos. Sólo en épocas de extrema intolerancia, como la que actualmente atravesamos y vivimos ―sin querer reconocerlo―, la ficción se ha tomado legalmente en serio. A veces, hasta el punto de censurarla, prohibirla o simplemente derogarla. Lo políticamente correcto no entiende de ficciones. Y aún menos entiende de literatura. Como Platón, su filosofía moral es muy otra, y muy ajena a la ficción y a la literatura. Sólo el tramposo se toma el juego en serio. Pero el tramposo, con excesiva frecuencia en la Historia, dispone de más poderes que el poeta. Y de mejores alianzas y amistades. Las formas de enfrentarse a la ficción son sutiles y perversas. Pero todas son insuficientes. La única forma de destruir la ficción es destruir al ser humano.
Siempre he dicho que el grado de libertad de una sociedad lo mide la literatura, y no la religión ni la política, ni tampoco la filosofía, actividades estas tres que con frecuencia pactan su propia supervivencia a costa de la libertad humana, a la que reprimen sin pudor ―y con fruición― siempre que pueden. Se ha dicho que Marx, Nietzsche y Freud son los hermeneutas de la sospecha, porque invitan a «sospechar» de la realidad. Lo cierto es que la obra de estos autores alberga las más sospechosas interpretaciones de la realidad con las que un ser humano puede toparse, si nos atenemos, cuando menos, a la dimensión enormemente ficticia, y tan pobremente literaria, que desencadena toda su obra: utopía, barbarie e irracionalismo. Tres formas de ficción que la literatura descartó ―por estériles― desde su más temprana genealogía. Tres formas de ficción que se quedaron, respectivamente, en manos de la política, la religión y la filosofía.
Este libro expone la teoría de la ficción de la Crítica de la razón literaria, según la cual la ficción es aquella materia que carece de existencia operatoria, es decir, aquella parte de la realidad que sólo dispone de existencia poética, estructural o formal, porque su contenido operatorio es nulo. Don Quijote, el príncipe Hamlet o Dante en los Infiernos, no son personas fuera de la literatura que habitan estructuralmente como personajes. Dicho de otro modo, no operan fuera de una ficción que existe, sí, pero como parte inerte de una realidad que no las teme ―por inoperantes―, aunque las haya creado, comunicado e interpretado durante siglos.
Sólo un déspota teme la ficción. Sólo los enemigos de la literatura tienen como objetivo la censura y proscripción política, religiosa o filosófica de la ficción literaria y de la literatura misma. La sombra de Platón es ―muy― alargada. La mano de la filosofía siempre mece la cuna de la religión y de la política. Negar el distintivo específico, exclusivo y casi excluyente, que la literatura posee sobre la ficción, es el primer paso para hacer de la ficción algo ininteligible, previo a su destierro político y a su exterminio poético.
Defender la ficción es defender la literatura, y defender la literatura es defender la libertad.
El idealismo científico no
es posible sin la intervención fanática y extrema de las ideologías. Es un
fenómeno que se manifiesta en la Historia de forma periódica, y deja como
consecuencia una resaca de frustración, impotencia y resentimiento, cuya
venganza, contras las ciencias, asumen inmediatamente la religión, la filosofía
y la autoayuda ideológica más irascible. La ansiedad que provocó el positivismo
decimonónico se saldó con el éxito de Nietzsche, Freud y Heidegger, entre otros
gurús y hechiceros del más allá que profetizaban ―apocalípticos― en el más
acá.
Cuanto más débil es
psicológicamente el ser humano, más vulnerable es a caer en la red que tejen
para él las religiones, las filosofías y las ideologías. Las personas fuertes
no son susceptibles del mismo modo a estas formas retóricas de dominio y
sumisión. En realidad, no suelen serlo apenas de ningún modo: las ignoran y
desprecian. La religión condena a quien no la profesa, la filosofía minusvalora
a quien no la aprecia y las ideologías declaran la guerra a quien no las
secunda. Unas ofrecen salvación eterna, otras prometen una forma de vida
superior y engreída, y las últimas aseguran derechos gremiales a quienes se
unen a ellas. Son modos de incurrir en megalomanías, narcisismos y gregarismos.
Son los tres géneros históricos del autoengaño colectivo: religión, filosofía e
ideologías. Placebos de fortaleza exterior y gregaria que disimulan una
superlativa debilidad psicológica individual e íntimamente inconfesable.
Algunas personas consideran,
no sin razones, que hay algo peor que un Estado totalitario, y piensan en la República
de Platón, en la Ciudad de Dios de Agustín de Hipona o en la utopía socialista
de Carlos Marx. No nos olvidemos, tampoco, de la globalización trazada hoy por
los «amigos del comercio». Todas ellas son las diferentes máscaras del mismo
totalitarismo, en el que una y otra vez religiones, filosofías e ideologías se
dan la mano de forma latebrosa y permanente.
Hoy las ideologías exigen a
las ciencias ir contra natura. El comercio ha encontrado aquí un
importante mercado. A diferencia de lo ocurrido en el siglo XIX, hoy el
imperativo no es ir más allá de lo posible, sino en contra de lo necesario.
Ésta es la preceptiva posmoderna: hacer creer que es factible científicamente
invertir sin consecuencias el curso de la naturaleza. Foucault, lejos de
resolver el problema, lo legitimó en una de sus formulaciones más fanáticas: el
narcisismo de un ego sexualmente idealista y absoluto, con propio derecho
a todo, incluido el derecho a alterar, en su individualista y exclusivo
beneficio, el curso natural de la naturaleza, ignorando fabulosamente todas las
consecuencias reales.
El ser humano es un diseño
de la naturaleza, no un diseño de la ciencia. La interacción entre ciencia y
naturaleza no puede llevarse gratuitamente a extremos que desemboquen en la
destrucción de uno de ambos polos. La ingeniería de la naturaleza dispone que
los seres humanos se complementen mutuamente en su anatomía, psicología y
fisiología. Nótese que religiones, filosofías e ideologías siempre han nacido y
crecido con la obsesión patológica de intervenir en las relaciones sexuales
humanas de un modo obstinado e insaciable.
No hay religión, ni
filosofía, ni ideología, que no haya tratado de pontificar cómo deben ser,
imperativamente, las relaciones ―por supuesto sexuales― entre los seres humanos.
Y lo han hecho siempre para dañarlo todo, es decir, para estropear y adulterar
―con sus creencias, ideas y prejuicios― la unidad que, al fin y al cabo, el
macho y la hembra naturales y biológicos protagonizan en su desarrollo vital.
Esta unidad que el macho y la hembra buscan, de forma natural, y por instinto
humano esencial, es lo que hace posible la vida en la Tierra.
Una de las formas más
sofisticadamente astutas y recurrentes de destruir la vida en la Tierra es
intervenir en las relaciones sexuales de las especies ―sobre todo la especie
humana― para dañarlas, estropearlas y malograrlas. Siempre en nombre de una
religión, una filosofía o una ideología. Es difícil exterminar la vida, porque
la biología se abre paso sobre todas las cosas, y, por supuesto, sobre los
venenos de la religión, la filosofía y las ideologías, las cuales, hay que
constatarlo, se transforman históricamente, una y otra vez, para seguir hastiando
a todos y cada uno de nosotros,es decir
―dicho en crudo― jodiendo a todo dios.
Ansiedad de idealismo científico: intervención fanática y extrema de religión, filosofía e ideología
Los filósofos de hoy han dejado de interpretar el mundo para dedicarse solamente a interpretar la filosofía. Una filosofía repleta de contenidos vacíos, es decir, llena de nada.
Han hecho de la filosofía una hermenéutica de sí misma, con frecuencia derivada hacia una hermenéutica del yo. Freud y el psicoanálisis no son los únicos responsables. El caso de Heidegger es, en este punto, una hipérbole inconmensurable. De hecho, toda la posmodernidad es un monumento a un ego vacío y a una filosofía que sirve para todo porque en realidad no sirve para nada. Ni para nadie.
Es un libro de autoayuda escrito entre todos y que entre todos se lee y se difunde como la publicidad, el catecismo o la prensa rosa y amarilla.
La célebre tesis XI de Marx sobre Feuerbach, según la cual «los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de diferentes modos, pero lo que hay que hacer ahora es transformarlo», no sólo revela la ignorancia ―cegadora― respecto a filósofos anteriores, como Platón, y sus intenciones políticas, tan utópicas como las marxistas, sin duda, o como el mismísimo Pablo de Tarso, quien llegó más lejos que Platón con ideas no menos metafísicas, sino que exhibe una absoluta y espeluznante falta de conocimiento frente a un hecho capital, relativo a la realidad y sus cambios, a saber: que el mundo lo transforman todos los días los trabajadores, no los filósofos.
Si Marx hubiera trabajado alguna vez, se habría percatado inmediatamente que desde la filosofía no se cambia ni se transforma nada de nada, porque sólo trabajando es posible intervenir en la realidad y alterar el curso de las operaciones que en ella tienen lugar. Lo demás son diferentes formas de autoengaño filosófico, ideológico y sofístico.
Y, sin embargo, hay todavía algo aún mucho más sorprendente en todo esto: porque en la pluma de Marx, esta frase es sólo un autoengaño, pero en boca de cuantos la recitan sin saber lo que dicen ―incluida la Universidad Humboldt de Berlín― sólo demuestra una superlativa ignorancia de la realidad productiva del trabajo y del idealismo ocioso de la filosofía.
Desde los orígenes del ser humano, el trabajador se ha dedicado a transformar el mundo, y los ociosos a parasitarse del trabajo ajeno, a través de múltiples formas y procedimientos, entre los cuales la filosofía sigue siendo, para bien y para mal, uno de los más dicharacheros. Si algo tiene el trabajar, es que te hace madurar sin autoengaños. Primum vivere, deinde philosophari.
El inconsciente freudiano es, además, una forma incorpórea dotada de competencias operatorias, a las que se atribuye, incluso, por si fuera poco, la capacidad de sustraerse a la razón, de ser superior al racionalismo humano, y de vencerlo y burlarlo en cualesquiera circunstancias y tesituras.
El inconsciente freudiano sería algo así como un Dios todopoderoso e inmutable, indomesticable e incognoscible, que todo ser humano lleva dentro —aunque no se sabe exactamente dónde... (¿cerebro, testículos, hígado, tobillo, ombligo...?)—, y del que resulta imposible desasirse o desligarse, que aflora sobre todo durante el sueño, y que, para terminar, o para empezar, nos tiene —según los postulados freudianos— cogidos por los mismísimos genitales, núcleo energético y libidinoso fundamental de las actividades humanas todas.
Indudablemente, semejante duende, demon o numen, tiene una gracia extraordinaria.
Lástima que sólo exista en la imaginación de los relatos freudianos, y en la mente de sus creyentes lectores.
Si Nietzsche hubiera podido leer los relatos o cuentecillos de Freud sólo habría reconocido en tales fábulas la expresión más caricaturesca y épica de sus propios escritos. Cuando no un sofisticado plagio de aspectos esenciales de su propio pensamiento.
Habitualmente se considera a Platón como fundador de la filosofía académica. Naturalmente esta consideración es razonable, pero también cuestionable desde determinados criterios.
Acaso Platón sea el fundador de la filosofía institucionalizada académicamente, más que de la filosofía académica propiamente dicha. Vamos a explicar esta cuestión.
No es Platón, a mi juicio, sino Aristóteles, quien lleva a cabo realmente esa fundación ―la fundación de la filosofía, como disciplina académica―, al liberar a la filosofía de una hipoteca metafísica, que la hace incompatible con la realidad.
Platón, en cierta medida ―y sólo en cierta medida, dado que introduce cambios fundamentales, como el principio de symploké y la ontología dialéctica―, es el canto del cisne de la metafísica presocrática.
Platón es un idealista filosófico, un utopista político y geómetra lúdico. Su idea de ciencia es totalmente formalista, sus planteamientos sobre política resultan absolutamente inviables, por imaginarios y fantasiosos, y sus conocimientos de literatura son abiertamente ridículos y por completo paupérrimos, además de amenazantes y patibularios.
Hoy no se puede hablar de literatura en términos platónicos ―es decir, no se puede citar a Platón, como una autoridad sobre poética literaria―, porque este filósofo idealista desconoció toda la literatura que, durante 25 siglos de Historia y comparatismo, constituye y conforma la ontología literaria que hoy tenemos delante y a la que podemos y debemos enfrentarnos. Y que, desde luego, no es posible ni legítimo ignorar.
No hay en Platón nadaactual sobre interpretación literaria. Citar a Platón como autoridad o referente de la literatura es una cursilería que sólo se pueden permitir novatos, diletantes o inexpertos. Veamos por qué.
La locura, como la literatura, siempre es racionalmente muy ambigua. Lo que de veras sorprende es que hoy, en el siglo XXI, siga hablándose comúnmente ―incluso académicamente también― de locura en términos parejos a los del mundo antiguo y arcaizante. Y es aquí, en relación con la locura y la literatura, donde tenemos nuestra primera cita clave con Platón.
Había en la genuina Grecia dos corrientes metodológicas explicativas de la locura. Una de ellas, de raíces científicas y materialistas, procedió de Hipócrates (c. 460-377 a.n.E.), quien, desde la Isla de Cos, interpretó la locura al margen de las teorías demonológicas y numinosas, indudablemente metafísicas, que sus contemporáneos habían heredado e impuesto.
Como sabemos, con Hipócrates surge en los siglos V y IV la primera escuela de medicina. Esta concepción hipocrática de la locura apunta genealógicamente a los pitagóricos, quienes, como el propio Hipócrates, consideraban que los trastornos mentales ―que hoy llamaríamos psicopatologías― tenían una causa física y exigían una explicación material.
Se desestimaban de este modo las causas demonológicas y las explicaciones metafísicas de cualesquiera problemas psíquicos relativos a declaraciones, acciones o pensamientos supuestamente anómalos o anormales. Desde tales criterios hipocráticos, la locura se concebía como una enfermedad física que tenía causas y consecuencias naturales.
Sin embargo, esta concepción de la idea de locura resulta eclipsada y destruida por Platón y su filosofía metafísica, idealista y utópica, desde la cual se restaura de nuevo la tesis demonológica y espiritualista como causa de la locura.
Desde finales del siglo V a.n.E., las ideas metafísicas (platónicas) sobre la locura se imponen a las tesis naturalistas o fisiológicas (hipocráticas) con un éxito sorprendente, el cual llega hasta nosotros, apadrinado por el cristianismo medieval, el protestantismo reformista, la ilustración europeísta ―pese a todos sus mitos hiperracionales y logocéntricos―, el idealismo alemán y la contemporánea posmodernidad anglosajona.
¿No es curioso que la filosofía (idealista) de Platón haya destruido la medicina (materialista) de Hipócrates? ¿No resulta sorprendente que la filosofía, que se jacta de fundamentarse sobre saberes científicos, los rechace y desestime irracionalmente, nada menos que para la posteridad, y discurra por los caminos propios de una metafísica para explicar la realidad material humana?
Platón (c. 427-347 a.n.E.) era aproximadamente unos 30 años más joven que Hipócrates, y su filosofía resultó más hechizante ―por idealista y utópica― que la medicina hipocrática, sin duda más naturalista, fisicalista y materialista. Y por ello mismo mucho menos atractiva.
En la Historia del pensamiento de Occidente, como del mismo modo ocurrió en Oriente, y acaso allí con mucha mayor intensidad, el espíritu siempre ha gozado de buena fama, sin cardar una lana, frente a una materia que, sin duda y por supuesto, resultó demonizada desde siempre de forma irrevocable y sin apelación posible.
La obra platónica, saturada de misticismo, y salvaguardada por los intereses políticos y religiosos del cristianismo de todos los tiempos ―tanto del católico como incluso, con más fuerza aún, del reformado―, destruyó para la posteridad el crédito de las ideas hipocráticas sobre la explicación naturalista y materialista de la locura.
Platón no sólo resultó ser en este punto un precursor del inconsciente freudiano, al anteponer el impulso místico como fundamento y motor de la locura, y prototipo del comportamiento psicopatológico, sino que fue responsable de legitimar la locura, ante los idealistas y románticos de la Edad Contemporánea, como una forma superior de racionalismo, al entender estos últimos, de forma revertida, que la «verdad» de lo humano se objetivaba en un inconsciente reprimido por la razón, o en un misticismo cuya fuerza se revelaba ―por fin, en libertad― en los estados oníricos, psicopatológicos o simplemente anómicos.
De este modo, toda forma de heterodoxia queda definitivamente justificada, tanto en términos políticos como religiosos, bajo el amparo posmoderno de una idea de libertad completamente gratuita y presuntamente irracional.
Enfrentarse a la razón será ―de nuevo― una forma de exhibir esta idea gratuita y falsa de libertad. Pero una cosa es exhibir un postureo libertario y posmoderno, y otra muy diferente es ejercer de veras la libertad. La saga de los sofistas y de los irracionalistas de diseño es recurrente: Montaigne, Rousseau, Nietzsche, Freud, Heidegger, Derrida, Foucault... E imitadores. Marx figura en otras listas, pero no en ésta. Carlos Marx no es soluble en ninguna posmodernidad. Su idealismo postula otros paraísos.
Sorprende impresionantemente que a nadie le haya sorprendido ―valga el extrañamiento― que Platón, el «fundador de la filosofía» para muchos autorizados filósofos, el transformador de la realidad a través de la política en su idealista República filosófica, en su modelo utópico e irreal de Estado, hubiera tomado como ciencia de referencia la geometría y no la medicina. ¿Por qué? ¿Por qué Platón toma como ciencia de referencia para entrar en la Academia la geometría y no la medicina? ¿Por qué puede entrar en la Academia quien ignore el materialismo médico pero no quien desconozca el idealismo geométrico? ¿Qué concepto tiene Platón de las ciencias? Pues un concepto completamente lúdico, idealista y logopédico. Platón juega con la geometría como si ésta fuera un logogrifo. ¿Qué puentes construyó Platón? ¿Qué campos aró, sembró o diseñó Platón como ingeniero o agrimensor gracias a sus conocimientos de geometría?
Usar la geometría para para proponer ejercicios mentales, no operatorios, y jueguecitos filosóficos y filosocráticos ―lo que equivale a decir también pseudofilosóficos y pseudosofísticos (porque toda filosofía no es sino una forma excéntrica de ejercer la sofística)― es una muestra más de cinismo y de ludismo que de originalidad filosófica y de desarrollo científico.
Desengáñese el admirador de los diálogos platónicos: Platón es artífice de una filosofía completamente incompatible con la realidad. Pero, precisamente por ello, de un poder seductor insólito y permanente. Platón es el primer seductor de idealistas. Y lo es aún hoy.
He insistido en diferentes lugares en que difícilmente se puede considerar a Platón como fundador de la filosofía. Platón es un sofista más, si bien excéntrico, como su maestro, Sócrates.
Si la filosofía tiene realmente un comienzo, éste está en la obra de Aristóteles. Platón es el canto del cisne de un pensamiento realmente presocrático: su visión idealista y utópica, mística y metafísica, aunque le lleva a superar el monismo y el relativismo de todos sus predecesores, impulsado por un afán de originalidad que sólo en cierto modo fue capaz de satisfacer, no nos sitúa en la realidad de este mundo, sino en el idealismo absoluto de las ideas puras.
Su filosofía, como la de su mítico maestro y socrático ventrílocuo, sin duda y sin reservas, no era de este mundo. Y esta huida hacia el idealismo, esta fuga hacia la metafísica idealista y utópica, tanto en política como en ciencia, es lo que hace fascinante su filosofía, aún hoy, para todos aquellos que ―adolescentemente― se ilusionan con la idea de ser disidentes, ante una realidad que les disgusta, y superiores, ante un entorno que ―como a Sócrates gualdrapero― no les comprende en su «genialidad».
Desde un idealismo filosófico incompatible con el racionalismo materialista, Platón explicó a su manera lo que formó parte de su tiempo y de su espacio, de su historia y su geografía, muy reducidas frente a las nuestras, con todas las limitaciones que esto entraña, y que la tradición posterior a Platón nos sirvió en bandeja —cristiana primero, y secularizada después—, como una preceptiva que estaba prohibido tocar y cuestionar, de la Edad Media romana y apostólica al Romanticismo teísta y protestante, y de éste a nuestra contemporánea y no menos espiritualista posmodernidad.
El propio Aristóteles fue extremadamente cuidadoso en este punto con su maestro. Aristóteles fue un discípulo que supo nadar y guardar la ropa. Si todo discípulo es un intérprete sin originalidad ―que más que interpretar al maestro simplemente lo sigue, lo cita o lo recita―, Aristóteles supo ser un discípulo original, valga la abismal paradoja. Porque un discípulo original, a partir de cierto punto, deja de ser un discípulo, y se convierte en otra cosa. Es decir, deja de ser ―también― un condiscípulo.
Platón impregnó de misticismo todas sus interpretaciones de la realidad, e hipotecó definitivamente de este modo no sólo su propia filosofía, sino toda forma posible de interpretarla.
Piénsese que para Platón hay dos tipos de locura: una, que resulta de la enfermedad física, de la que no se ocupa en absoluto; y otra, cuya causa es metafísica, y actúa por inspiración divina o posesión demoníaca, al dotar a su poseso de potencias ―que no facultades― proféticas, poéticas o irracionales.
Es potencia, y no facultad, porque, para Platón, nadie enloquece cuando quiere, sino cuando puede, por mediación o intervención divinas o demonológicas. Aquí residiría la esencia, o la genialidad, de la creación poética: el poetizar. Así es como el misticismo filosófico de Platón eclipsa y disuelve el criterio naturalista de Hipócrates.
En cierto modo, podríamos decir que las ideas platónicas sobre la locura perduran hasta hoy en la mente de ciertos pensadores, idealistas y adolescentes.
Para Platón, la experiencia mística ―que no la experiencia fisiológica― explica el motor del comportamiento humano. Son los dioses quienes trastornan al ser humano, y no los hechos materiales de la vida real.
¿Son éstas interpretaciones que pueda asumir un filósofo materialista? Porque ésta y no otra es la teoría de Platón sobre la poesía y los poetas, sobre el origen de la literatura y la causa misma del hecho literario: una locura metafísica, que hace del poeta una criatura «alada», «divina», «loca», «enajenada», «demente»...
La poesía ―como prototipo de lo literario― era para Platón resultado del «alma» irracional, insensata, enferma, trastornada y alejada de todo racionalismo.
Esto es una «teoría» metafísica de la poesía y de la literatura que nada tiene que ver ni con la poesía ni con la literatura, y que desde luego hay que explicar por contraposición a la idea de locura que sostiene Hipócrates, como enfermedad diagnosticable desde causas y consecuencias naturales, y por contraposición a la idea de literatura que exige laCrítica de la razón literaria, como sistema de materiales y formas que objetiva, a través de la ficción, una forma inédita de racionalismo. Pues toda literatura mide y objetiva el grado de racionalismo del que dispone la sociedad humana que la hace políticamente posible.
Hipócrates es científico y materialista, frente a un Platón filosófico, idealista y utópico. He aquí el discípulo de Sócrates y el «fundador» de una filosofía, siempre metafísica, idealista y utópica, absolutamente incompatible con la realidad.
La filosofía de Platón es la de sus antepasados socráticos y presocráticos, pero mejor contada: «Porque es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia» (Platón, Ion, 534b). Y hasta aquí llega la inteligencia literaria de Platón. La filosofía platónica termina donde comienza la literatura.
No por casualidad desde Platón la literatura ha sido el Talón de Aquiles de los filósofos. Cuando la literatura habla, la filosofía calla. Porque sólo la literatura puede silenciar a la filosofía.
Opciones metodológicas, en teoría y crítica literarias, para elaborar una tesis doctoral en la Universidad del siglo XXI*
Jesús
G. Maestro
En esta
sesión vamos a hablar de una cuestión muy importante, que afecta a muchas
personas que desarrollan tesis doctorales en la universidad del siglo XXI. Aquí
vamos a referirnos a una serie de cuestiones metodológicas fundamentales en
teoría y crítica de la literatura para el desarrollo de una tesis doctoral en
una universidad propia de este siglo.
Estas
cuestiones metodológicas, a las que con frecuencia se enfrenta cualquier
persona que lleva a cabo una investigación más allá de un trabajo de fin de
grado, es decir, una tesis doctoral, se exigen como imprescindibles para saber
de qué hablamos cuando hablamos de literatura. La mayor parte de la gente que
desarrolla una tesis doctoral ignora muchas de las cuestiones que aquí vamos a
exponer, y con frecuencia las afronta careciendo de una serie de conocimientos
que resultan absolutamente fundamentales para que la tesis doctoral no sea una
ilusión, no sea un espejismo y no sea, con el paso del tiempo, un fracaso.
Tengan en
cuenta que la mayor parte de las tesis doctorales que se llevan a cabo, al cabo
de 24 horas ya han envejecido, entre otras cosas, porque son tesis doctorales
que nacen muertas. La exigencia de percibir un tema de tesis doctoral y una
metodología de investigación de tesis doctoral que no sea necrótica, es decir,
que no suponga la muerte, al cabo de 24 o 48 horas, de un día o dos días, de
esa tesis doctoral, es absolutamente decisiva. Entonces, muchos de ustedes se
pueden preguntar: ¿qué tema de tesis puedo seleccionar para que la tesis
doctoral que voy a realizar no sea un fracaso, no sea un espejismo?
En primer
lugar, el tema de tesis ha de responder a una necesidad, no tanto a las modas.
Porque si hacemos una tesis doctoral que se inscriba dentro de una moda, cuando
esa moda pase, la tesis doctoral va a morir, va a quedar completamente anulada.
Pero hay
otra cosa más grave: si hacemos una tesis doctoral que responde a la moda,
nuestra tesis doctoral será un Kitsch, es decir, será una más de tantas otras
tesis doctorales que responden a la moda actual y, por lo tanto, bastará leer
el título para descartarla. ¿Por qué? Porque con frecuencia, una tesis doctoral
que rinde culto a las modas metodológicas o temáticas de una determinada época
es una tesis doctoral ya conocida, es decir, no va a decir nada nuevo y, por lo
tanto, es una tesis doctoral completamente prescindible. Poco importa la
calificación académica que se otorgue a la tesis doctoral. No hagan caso de las
calificaciones académicas que se les otorguen, porque esas calificaciones
académicas, con frecuencia, suelen ser el resultado, no diré de un pacto
académico, que también, sino simplemente un visto bueno, una complacencia para
quitar al doctorando de en medio y por quitar, también de en medio, el problema
o trámite de la tesis doctoral. Pero no se ilusionen con el «apto con laude por
unanimidad» porque eso realmente no significa absolutamente nada.
Me dirán
ustedes: «Bueno, ¿no significa eso que se aprueba mi tesis, que se supera la
prueba de mi tesis?». Sí, pero eso no significa absolutamente nada. Eso no es
más que una etiqueta académica que realmente no va a ninguna parte, más allá
del trámite burocrático de oficio. Pero si lo que realmente les interesa es una
investigación académica, que resulte original dentro del campo de investigación
de la Teoría de la Literatura y de la crítica de la literatura, quizá lo que
les voy a decir les puede interesar.
Voy a
referirme aquí a una serie de cuestiones metodológicas absolutamente
fundamentales, que enumero en ocho puntos, y que voy a exponer a continuación
de manera bastante crítica. No les aseguro que lo que les voy a decir les
guste, pero yo no hablo para darles gusto, yo hablo para darles ideas. Otra
cosa es que las ideas gusten o disgusten, y eso ya es una cuestión emocional
que depende de cada uno.
1. Postulados fundamentales
Expongo la
que considero primera cuestión a la que nos enfrentamos cuando tratamos de
tener en cuenta una serie de opciones metodológicas para el desarrollo en
Teoría de la Literatura y crítica de la literatura, es decir, en materia
literaria, de una tesis doctoral en las universidades del siglo XXI.
La primera
cuestión exige reconocer una serie de postulados absolutamente fundamentales,
es decir, ustedes, cuando se enfrentan a la literatura, tienen que moverse
necesariamente por relación a cinco criterios por completo imprescindibles.
Otra cosa es que ustedes ignoren la existencia de estos criterios, es decir,
ustedes pueden navegar por el mar desconociendo la brújula, y entonces llegarán
a tierra en algún momento dado, pero no a la tierra que ustedes quieren llegar,
ni en las condiciones en las que ustedes quieren llegar. Hay un concepto que es
el concepto de elongación, que es la distancia de un astro al sol por relación
a la tierra. Bien, aquí la elongación en la que ustedes se encuentren cuando
desarrollen una tesis doctoral será la distancia de ustedes respecto a una
investigación futura y propia por relación al estado actual de una
investigación presente o en curso, pero ajena a ustedes. Y a la que pretenden
incorporarse. En consecuencia, en este punto número uno, en este primer punto,
hay una serie de postulados que son esencialmente cinco y respecto a esos
postulados ustedes tendrán que tener unos criterios claros a la hora de hacer
la tesis doctoral.
El primero
de estos postulados es el de racionalismo. Ustedes tienen que hacer una tesis
doctoral sobre ideas racionales. Es posible que consideren que todas las ideas
que manejan son ideas racionales. Pero si quieren hacer una tesis sobre el
«alma de la literatura rusa», por ejemplo, o sobre el «alma de la literatura
española», ya parten de un concepto completamente irracional, porque en la
literatura no hay «alma». Es decir, en la literatura hay autores, hay obras,
hay lectores y hay intérpretes, pero no hay «alma». Es decir, si ustedes hacen
una tesis doctoral partiendo de conceptos poéticos como conceptos
metodológicos, ya se equivocan completamente. Tienen que estudiar conceptos
poéticos, no servirse de conceptos poéticos para estudiar conceptos poéticos,
porque entonces no hacen una tesis doctoral, hacen un poema. No diré yo que el
poema no tenga calidad, pero es que no es lo mismo hacer un poema, interpretar
la realidad poéticamente, que hacer una tesis doctoral sobre un poema, esto es,
interpretar científicamente un poema. Dicho de otro modo: interpretar
científicamente una obra de arte es una cuestión completamente diferente a
interpretar poéticamente una obra de arte. O somos poetas, o somos científicos.
Por estas
razones, la primera cuestión a la que tienen que enfrentarse es la de confirmar
que los criterios que ustedes manejan son criterios racionales. No se puede
trabajar con ideas que rebasan la razón humana. Es decir, el arte siempre es
una construcción racional, incluso cuando finge ser irracional, como el
surrealismo. El arte surrealista no es más que el resultado de un proceso
extraordinariamente racional desde el cual se construye una visión irracional
del mundo que obedece a una ingeniería profundamente racional. Es decir, sólo
hay arte racionalista, porque no hay arte irracionalista. El irracionalismo en
el arte es una construcción de diseño completamente racional. Lo irracional, en
el arte, es un racionalismo dado a un nivel diferente del racionalismo conocido
por el público. De ahí la originalidad del arte. No muerdan ese anzuelo
creyendo que ustedes van a explicar lo irracional siendo una especie de
«segundo Freud», porque esto es un timo completo, es decir, les habrán engañado
completamente. Ustedes sólo pueden trabajar con ideas racionales y de
construcción absolutamente racional para interpretar la literatura, incluso
aquella literatura o aquella obra de arte que se les presenta de manera
aparentemente racional. Porque toda construcción surrealista, dadaísta,
ultraísta del arte es una construcción que ofrece resultados y que exige
interpretaciones profundamente racionales. El primer postulado es el
racionalismo.
El segundo
postulado es el de la crítica, esto es, ustedes tienen que hacer crítica
literaria, no abogacía de la literatura. Es decir, cuando se interpreta un
autor, una obra literaria, cuando se analizan las lecturas que intérpretes
anteriores a nosotros han hecho de una obra literaria, ustedes no tienen por
qué actuar como abogados de ese autor o como abogados de esa obra literaria, ni
tampoco como fiscales. Ustedes tienen que actuar como jueces, es decir, ustedes
tienen que actuar como críticos literarios. El crítico literario es alguien que
establece valores y contravalores, es decir, establece unos criterios que
analiza por oposición y por relación antinómicas. Y precisamente en el
contraste y en la relación antinómica de criterios, la crítica literaria se
desenvuelve y desarrolla válidamente.
Vamos a la
tercera dimensión, que es la dialéctica. Hablamos de racionalismo en primer
lugar, y de crítica en segundo lugar. Insisto que la crítica es el
establecimiento de valores que se enfrentan a contravalores, de tal manera que
―insisto en ello― cuando ustedes analizan una obra literaria, no pueden actuar
como abogados de la obra literaria ni tampoco como fiscales, tienen que actuar
como jueces, es decir, tienen que contrastar valores defensivos con valores
negativos, valores positivos con valores acusatorios. Y de alguna manera tiene
que resultar de ahí un cociente que dialécticamente ―y aquí vamos al tercer
aspecto― relaciona las tres primeras dimensiones: el racionalismo y la crítica
con un tercero, la dialéctica.
La
dialéctica consiste en la interpretación de una idea tomando como referencia la
idea contraria, la idea antinómica. Hay que tener en cuenta que los dialécticos
parten siempre de aquellas ideas que quieren negar, mientras que los dialógicos
nunca perciben aquellas ideas que quieren negar, porque no niegan ninguna idea,
simplemente las asumen todas acríticamente. La relación dialógica es una
relación acrítica, la relación dialéctica es una relación crítica. Y ustedes,
si pretenden hacer una tesis original sobre literatura, desde opciones
metodológicas actuales y competentes, tienen que adoptar posiciones críticas o
dialécticas, porque si adoptan posiciones acríticas o dialógicas, entonces no
hacen una tesis doctoral, entonces hacen un elogio, como hizo Gorgias en el
Encomio de Helena, pero no harán una tesis doctoral. Harán un Kitsch. Una cosa
es que nos gusten los insectos y otra cosa es que seamos un entomólogo. Una
cosa es que nos guste la literatura y otra cosa es que ejerzamos la crítica
literaria. No es necesario ser un insecto para interpretar a los insectos,
basta ser un entomólogo.
A ustedes no
se les pide que se conviertan en Edgar Allan Poe para interpretar a Edgar Allan
Poe, a ustedes se les pide que actúen como intérpretes de la literatura de
Edgar Allan Poe. No hay que confundir ser un lector de una obra literaria con
ser alguien que quede embelesado completamente por la obra literaria.
Imagínense que son médicos que ejercen la medicina y de repente se encuentran
con un paciente y se enamoran de ese paciente. Nadie les pide que se enamoren o
no de la literatura, a ustedes se les exige que curen la enfermedad de un
paciente, se les pide que examinen la literatura. Si les gusta la literatura y
no les gusta la crítica literaria, dedíquense a otra cosa, y disfruten de la
literatura sin analizarla críticamente. Pero si lo que se proponen hacer es una
tesis doctoral, al margen de los gustos que ustedes tengan por la literatura,
tendrán que ofrecer una interpretación racionalista, crítica y dialéctica. Y,
desde luego, sólo a partir de una interpretación racionalista, crítica y
dialéctica se construye un análisis científico de una determinada realidad.
Cuando comemos una manzana, podemos degustar el sabor de la manzana, pero
naturalmente desde un punto de vista químico sabemos que la manzana contiene,
entre otros componentes, glucosa, y que es posible analizar científicamente la
fórmula de la glucosa.
Con la
literatura ocurre lo mismo: podemos leer las églogas de Garcilaso, pero eso no
impide que lleguemos a establecer fórmulas completamente objetivas, en virtud
de las cuales Garcilaso compone sus églogas utilizando endecasílabos, que son
importación de la métrica italiana en la literatura española del momento. Un
endecasílabo, un verso de once sílabas métricas. Y esto es una verdad objetiva.
Con
frecuencia se nos ha educado en la idea, completamente equivocada, de que la
crítica siempre es subjetiva. No, la crítica puede ser subjetiva o puede ser
objetiva. La crítica es subjetiva cuando se basa en valores emotivos,
emocionales y psicológicos, y la crítica es objetiva cuando se basa en ideas,
valores y criterios que rebasan la subjetividad individual y se objetivan en
una suprasubjetividad, por así decirlo, es decir, en una objetividad, que va
más allá de lo que piensa un individuo, un yo, y está más allá de lo que piensa
un grupo, un nosotros. El código de la circulación no es una crítica subjetiva
de cómo se circula, porque si cada uno circulara o condujera como le da la
gana, no podría haber código de circulación. El código de circulación existe
precisamente porque es una crítica objetiva a diferentes opciones de conducir
un vehículo, que en unos casos se objetivan como legales, si están dentro de la
legalidad, y en otros casos se objetivan como ilegales, si están fuera de la
legalidad, o se trata de cuestiones que son objeto de disputa jurídica en un
momento dado. Una multa o una sanción, si es objeto de una disputa jurídica, lo
es porque hay unos criterios objetivos que permiten dirimir esa disputa en
términos judiciales: en términos de «corte jurídico» se puede establecer un
«corte», diciendo hasta aquí sí y hasta aquí no. Eso, en definitiva, es posible
porque hay un criterio objetivo capaz de dirimir la interpretación, y es lo que
se sostiene en este caso: el valor ontológico de la objetividad.
Lo que se
pretende demostrar es que el concepto en virtud del cual toda crítica, toda
interpretación crítica, es siempre subjetiva es un concepto completamente
absurdo, inútil y gratuito, porque es falso. La crítica que, en geometría, se
puede fundamentar sobre la idea de que un triángulo es un polígono de tres
lados es una crítica completamente objetiva. Por lo tanto, considerar que toda
crítica es subjetiva equivale a no saber lo que se dice, no saber de lo que se
habla en un momento dado. Este postulado, desechémoslo, porque la crítica puede
ser objetiva, si se basa en criterios objetivos, y subjetiva, si se basa en
criterios, ideas o estímulos emocionales, psicológicos, que no tengan más
fundamento que el estado de ánimo, más o menos espontáneo, de la persona que
habla. Ustedes sabrán si lo que hacen es una crítica fundamentada en un estado
emocional, más o menos espontáneo, transitorio y ocurrente, o si se trata de un
teorema en plan Pitágoras, que lleva vigente más de tres mil años, incluso
podríamos decir, desde luego, más de dos mil quinientos años. No sabemos
incluso si alguien antes de Pitágoras lo habría podido formular.
Además de
estos cuatro criterios que he mencionado —racionalismo, crítica, dialéctica y
ciencia—, pues evidentemente, es necesario, insisto, estudiar científicamente
los materiales literarios, hay que referirse, en último lugar, a un quinto
punto. Se trata del concepto de relación o symploké, es decir, los
materiales literarios mantienen entre sí relaciones sistemáticas, de tal forma
que no todos los materiales literarios se relacionan entre sí, ni ningún
material literario queda aislado de otro, sino que los materiales literarios se
relacionan con algunos, con unos, pero no con todos, y ningún material
literario queda completamente aislado. Quiero decir con esto que, cuando
ustedes hacen una tesis doctoral, tienen que seleccionar aquellos materiales
literarios estrictamente relacionados con la materia que estudian, pero deben
descartar otros.
Lo que
ocurre con frecuencia es que, en muchos casos, los materiales que son objeto de
estudio de una tesis doctoral no están debidamente relacionados con aquellos
que son causa o efecto de ellos, y suelen estar relacionados, gratuitamente,
con aspectos que nada tienen que ver con ellos. En suma, el éxito de una tesis
doctoral depende mucho, muy seriamente y muy rigurosamente, de las relaciones
racionales, críticas, dialécticas y científicas que ustedes establezcan entre
los temas elegidos y los procedimientos metodológicos seleccionados para
interpretarlos. Esto es algo absolutamente fundamental, porque si utilizan un
tema desestructurado, un tema mal relacionado, evidentemente, los resultados
van a ser de fracaso. Y si acogen un buen tema, si seleccionan un buen tema, y
sin embargo lo analizan desde criterios metodológicos completamente
fraudulentos, cuyo fraude ustedes no perciben, el resultado va a ser igualmente
de fracaso.
Les pongo un
ejemplo: ustedes pueden interpretar el Quijote desde los presupuestos del
budismo. Ustedes pueden decir «Cervantes era budista, y por tanto, yo voy a
interpretar el Quijote como una novela budista». Seguramente, si se
proponen hacerlo, lo consiguen, y llevarán a cabo una tesis doctoral donde
acaben demostrando que Cervantes, efectivamente, era budista. Era un
criptobudista. Bien, pueden hacer esto, y seguramente van a encontrar un
tribunal que les dé el apto con laude por unanimidad, porque la amistad
resuelve todos los problemas entre los colegas, a veces la enemistad también,
pero lo van a encontrar, sin duda. Ahora bien, ¿quiere eso decir que ustedes
habrán hecho un estudio valioso, importante, del Quijote? No, eso no es lo que
quiere decir una tesis así. Ustedes habrán hecho un muy buen chiste literario,
una muy buena tomadura de pelo al mundo académico. Eso es el Retablo de las
maravillas cervantino. ¿Por qué razón? Pues porque en el Quijote no es
posible encontrar ninguna estructura propia del budismo zen. Ahora bien, si
ustedes son antirracionales, si no ejercen la crítica, si no mantienen una
relación dialéctica entre las ideas de Cervantes y el budismo, si niegan la
interpretación científica de los materiales literarios cervantinos, y establecen
relaciones, o una symploké entre Cervantes y el budismo, como si eso
fuera completamente natural, entonces tienen el resultado de una tesis doctoral
completamente aberrante. Completamente aberrante. Pero puede que no lo sepan,
porque ustedes pueden estar muy convencidos de que efectivamente Cervantes era
budista zen. Es una tesis doctoral completamente errática. Pero yo les aseguro
que si se lo proponen, y encuentran quién se la dirija, acaban por obtener un
apto cum laude por unanimidad. Sin embargo, esto no significa que su
tesis doctoral sea valiosa. Es original, sí, pero la originalidad no consiste
en desarrollar una patología, sino que consiste en desarrollar ideas
innovadoras desde el punto de vista de las técnicas y las metodologías, y desde
las posibilidades de los temas que se tratan, pues serían temas originales
porque nunca se han tratado antes. Es cierto que nunca ha hablado nadie antes
del budismo en el Quijote, no, ni del Quijote como una obra budista, pero no
les aconsejo que lo hagan, porque no tiene fundamento racional, ni dialéctico,
ni crítico, ni científico, y no es posible fundamentar tampoco una relación en symploké
de esos materiales. Por lo tanto, cuando hagan una tesis doctoral, aten estos
cinco cabos: que sea racionalista, que sea crítica, que sea dialéctica, que sea
científica, y que la relación en symploké de las diferentes partes
coincida, al menos, sistemáticamente.
2. El concepto de literatura
Vamos al
punto dos. El punto dos tiene una cita con el concepto de literatura. Si
ustedes hacen una tesis doctoral sobre literatura, tienen que tener muy claro
cuál es su concepto de literatura. Háganse esta pregunta: ¿Qué es literatura? Y
no me acudan a los libros que han escrito muchas personas con este título ―qué
es literatura―, y después no responden a esta pregunta. Es el caso de Jean-Paul
Sartre, es el caso de Terry Eagleton, escriben libros cuyo encabezado, cuyo
título, apela a una definición de literatura, y concluyen en que la literatura
no se puede definir. Esto no es un libro sobre la definición de literatura,
esto es una tomadura de pelo, la escriba Agamenón o su porquero, Jean-Paul
Sartre o Terry Eagleton.
En este
punto, hay un hecho absolutamente fundamental, y es el siguiente: se carece con
frecuencia de una definición de literatura. Se dice que la literatura no se
puede definir. Bien, no voy a perder el tiempo con esto, voy a dar mi
definición de literatura. La literatura es una construcción humana, y es
también una construcción racionalista. Es una construcción humana y
racionalista porque brota de la razón humana, que se abre camino hacia la
libertad a través de la lucha y del enfrentamiento dialéctico. La literatura
tiene siempre una cita con el ejercicio de la libertad. La literatura siempre
amplía las posibilidades de la libertad humana y exige una ampliación de las
posibilidades de la libertad humana más allá de las leyes, más allá del
racionalismo matemático, que es un racionalismo muy cuadriculado y deductivo,
más allá del racionalismo científico de otras disciplinas propias de las
denominadas ciencias naturales. La literatura articular un racionalismo y exige
una libertad que no se da al mismo nivel y a la misma escala que otras
actividades humanas, como pueden ser la medicina, la matemática, la
termodinámica, la física, la química o incluso la música, que no deja de ser
más que el sonido de una matemática más o menos deductiva.
El caso es
que la literatura es una construcción racional y humana que se abre camino
hacia la libertad a través de la lucha y del enfrentamiento dialéctico. Tengan
en cuenta que la historia siempre supone el triunfo de una ilegalidad. La
historia avanza mediante el triunfo de ilegalidades sucesivas, y la literatura
tiene mucho que ver con el triunfo de numerosas ilegalidades históricas. Lo que
en el pasado era una ilegalidad, hoy es un mérito. ¿Como consecuencia de qué?,
pues como consecuencia de haberse enfrentado a una ampliación de la libertad,
de haberse enfrentado a una ampliación de realidades y poderes que limitan la
libertad humana, y respecto a los cuales la literatura ha tenido mucho que
decir. El Libro de Buen Amor, la Celestina, el propio Quijote,
La Regenta, las obras verdaderamente originales de la Historia de la
literatura han sido obras que se han enfrentado a los límites que el poder ha
impuesto a la libertad.
Ustedes
pueden hacer una tesis doctoral para confirmar el poder que reprime la libertad
humana, adaptándose a lo políticamente correcto de cada época, o pueden hacer
una tesis doctoral defendiendo la literatura que se enfrenta a quienes limitan
la libertad humana. Eso ya es una cuestión de cada cual, son las opciones que
cada uno tiene sobre la mesa, pero lo que no se puede olvidar es que Cervantes
es un autor que puso la literatura al servicio de la libertad, y Calderón de la
Barca, por ejemplo, fue un autor que puso la literatura al servicio de una
teología. Eso no se puede negar de ninguna manera. Otra cosa es que la teología
de Calderón nos guste o no nos guste, y otra cosa es que el concepto de
libertad al cual Cervantes puso la literatura a prestar un servicio nos guste o
nos disguste. Lo que sí sostengo aquí es que la literatura es una construcción
humana y racionalista que se enfrenta a los enemigos de la libertad y que, a
través de la lucha y del enfrentamiento dialéctico, trata de ampliar esa libertad.
Además, la
literatura utiliza signos lingüísticos. Utiliza el lenguaje, las palabras,
signos a los que inviste de una función poética, de un valor, de un estatuto
poético, y también de una dimensión ficticia. Es decir, el lenguaje, la poética
―que los alemanes idealistas llamaron estética― y la ficción son tres
dimensiones irrenunciables de la literatura. No hay literatura sin palabras, no
hay literatura sin valor poético, y no hay literatura sin ficción. Cualquier
persona que me plantee formas literarias sin ficción, sin palabras, o sin valor
estético, no me habla de literatura, me habla de ocurrencias que están fuera
del campo al que yo me refiero. Si ustedes tienen ocurrencias de esta
naturaleza, naturalmente pueden hacer tesis doctorales sobre ese tipo de temas,
pero ya no entran dentro de lo que yo les digo. Entonces pueden dejar de leer
ya desde este momento y dedicarse a su tesis doctoral, pero no será una tesis
doctoral sobre literatura, será una tesis doctoral sobre sucedáneos literarios
o sobre formas patológicas de imitar la literatura. Son cosas completamente
diferentes.
Insisto en
que la literatura es una construcción racional y humana, que se abre camino
hacia la libertad a través de la lucha y del enfrentamiento dialéctico, que
utiliza signos lingüísticos a los que inviste de un valor poético, que los
idealistas alemanes llamaron estético, y que posee un estatuto ficcional, una
función ficticia y, además, ya para terminar, se inscribe en un proceso
comunicativo de dimensiones pragmáticas, enmarcadas en un contexto político,
histórico y geográfico.
En suma, la
literatura se desarrolla a lo largo del tiempo, constituye una Historia, se
desarrolla a lo largo de un espacio, es decir, a través de una geografía, y por
supuesto, está siempre vinculada, implicada, incrustada en una sociedad
política, es decir, en un Estado. Los Estados, de alguna manera, han llevado a
cabo la expropiación de los materiales literarios, al menos desde el
Renacimiento, que es cuando se configuran los Estados modernos. Con
anterioridad al Renacimiento y a los Estados modernos, hay territorios
literarios, Historias literarias, que no siempre han sido intervenidas por un
Estado. A partir del siglo XXI asistimos a la disolución de los Estados y a la
conversión de los Estados en entidades políticas sin referencia ni poder. Hoy
están fagocitados completamente, es decir, hay una fagocitación, si se permite
la palabra, por parte de estructuras supranacionales, de los Estados. Esta
disolución de los Estados implica también una disolución de las literaturas
nacionales, que se sustraen a literaturas populares, o a enfoques populares de
la literatura. El siglo XXI se caracteriza por el fracaso de la democracia, la
disolución de los Estados y la desnaturalización digital del ser humano. Son
tres características típicas del siglo XXI, que todavía no se han manifestado
necesariamente en obras literarias, pero que probablemente, si es que la
literatura sigue existiendo y reviviendo a lo largo del siglo XXI, acabarán por
desarrollarse. Quiero decir con todo esto que la literatura se inscribe en un proceso
comunicativo de dimensiones pragmáticas y sociales, que naturalmente se
incardinan, se coordinan, a lo largo del tiempo y la Historia, a lo largo del
espacio y de la geografía, y en un contexto siempre político, que se organiza
en una comunidad política o Estado.
Además, la
literatura se objetiva en cuatro términos o elementos fundamentales que son el
autor, que es quien existe, quien escribe la obra, la obra literaria o texto,
el lector de la obra literaria y el intérprete o transductor. El lector es
alguien que interpreta para sí, el intérprete o transductor es alguien que
interpreta para los demás.
Ésta es la
definición de literatura que ustedes tienen que tomar como referencia, si
quieren definir su posición frente a la literatura. Otra cosa es que, una vez
tomada como referencia esta definición, la discutan, la superen, la contrasten
con otras que conocen y valoren la utilidad que pueda tener o no este concepto
de literatura. Pero lo que no pueden hacer de ninguna manera es enfrentarse a
la literatura sin tener una idea clara de lo que la literatura es.
Lo más
sorprendente de todo es que la mayor parte de la gente se gradúe o se licencie
en estudios literarios sin tener una definición clara de lo que es la
literatura, y esto ocurre sobre todo porque los estudios literarios que se
imparten en las universidades del siglo XXI se desarrollan no como estudios
literarios, sino como estudios culturales, debido a la influencia del mundo
anglosajón. Y hay que advertir que el mundo anglosajón no tiene un concepto de
lo que es la literatura, y no lo ha tenido nunca. Cuando se habla de literatura
dentro de la tradición hispanogrecolatina, se habla de algo muy diferente de lo
que por literatura concibe la tradición anglosajona. Dicho de otro modo: el
mundo anglosajón no tiene el mismo concepto de literatura que tiene el mundo
hispanogrecolatino, y es un enorme error suponer que cuando alguien va a los
Estados Unidos se va a encontrar con el concepto de literatura que procede de
la tradición hispana, griega y latina. Otra cuestión es que no nos guste el
concepto de literatura de Homero, Dante o Cervantes; eso es otra cuestión, pero
ése es el concepto nuclear de literatura.
A partir de
aquí podemos convertir la literatura de tradición hispanogrecolatina en una
yogurtera, en una iguana o simplemente en energía eólica, pero eso ya es otro
desenlace, es otra cuestión completamente diferente. Harry Potter no es el Quijote,
las Cincuenta sombras de Grey no tienen nada que ver con Homero, es
decir, son una suerte de Agatha Christie, algo que nada tiene que ver con
Dante, Quevedo o Apuleyo. Hoy podemos hacer una literatura, entre comillas, de low
cost, como se puede hacer leche en polvo en sustitución de la leche de
vaca, o como se puede hacer carne sintética como sucedáneo de la carne de
verdad. Sabemos que el mundo anglosajón es un mundo especializado en hacer
productos de low cost para abaratar el consumo, generarlos fácilmente de
forma masiva y enriquecer el mercado de los amigos del comercio, pero ésa no es
la cuestión de la literatura, eso no es el concepto de literatura que
manejamos. Una cosa es la literatura y otra cosa es ―insisto― la «literatura de
consumo», es decir, hacer de la literatura un producto mercantil, tanto
académicamente para el registro tesis doctorales en serie, tesis doctorales
como churros, o como un producto que se emite o se construye en talleres, como
la literatura de ficción que se «fabricaba» en la novela de Orwell 1984,
en virtud de la cual, mediante determinados procedimientos ―hoy se haría por
inteligencia artificial―, se escribían novelas del tema que fuera para
entretener a la población. No nos engañemos: hoy ocurre literalmente lo mismo.
Pero eso no es literatura, eso es un tipo de discurso que provoca reacciones
emocionales, como los puede provocar una novela de terror o una película
pornográfica. Pero eso no es literatura, la literatura no tiene como finalidad
provocar emociones, aunque las provoque; la literatura tiene como finalidad,
sobre todo, desafiar la inteligencia humana y exigir una interpretación
científica y normativa, es decir, el objetivo de la literatura es la
interpretación científica. Otra cosa es que la gente se entretenga con la literatura.
Del mismo modo, la música es un desafío a la interpretación humana: cualquier
partitura musical es un desafío a su interpretación, y exige al ser humano ser
interpretada instrumentalmente. Otra cuestión es que el resultado de esa
interpretación, o el proceso mismo de esa interpretación musical, resulte
satisfactoria al ser humano, y resulte también emocionalmente complaciente,
pero eso es un efecto colateral, porque el objetivo fundamental es ejecutar una
buena interpretación musical, del mismo modo que, en cualquier forma artística,
el objetivo fundamental es conseguir una buena expresión estética, poética,
arquitectónica, escultórica, pictórica, etcétera. Una vez construida
naturalmente podrá provocar los efectos que sean de belleza, admiración,
emoción, de lo que se quiera, pero también es posible estudiar científicamente
las obras de arte, porque si no, resultarían ilegibles, nos moverían
simplemente en un terreno emocional, en el terreno de lo sensible, pero no de
lo inteligible.
Si ustedes
quieren hacer una tesis doctoral en el ámbito de lo emocional y de lo sensible,
naturalmente podrán hacerlo, pero imagínense que ejercieran una medicina en el
terreno de lo emocional, y de lo sensible: no curarían ninguna enfermedad. Y me
dirán: «Bueno, es que no somos médicos». Sí, claro, pero es que no tenemos por
qué ser tontos. ¿O es que los únicos inteligentes van a ser los médicos? ¿Por
qué quieren renunciar ustedes a la inteligencia y al estatuto científico de la
interpretación literaria? ¿Qué ganan con eso, ser más felices? Para eso no
necesitan la literatura, para eso simplemente se van a paseo, y ya son más
felices, o cuidan de una mascota, o simplemente se dedican a hacer rayitas
sobre un papel o a dormir y a soñar despiertos.
La
literatura es un procedimiento excesivamente caro para hacer feliz a la gente,
cuando hay procedimientos mucho más elementales para hacer feliz a cualquiera.
Hay instrumentos o juguetes que permiten a la gente ser completamente feliz y
no pienso, precisamente en un puzle, sino en cualquier cosa que provoque un
placer más o menos inmediato, y nada más. En suma, la literatura es una forma
mucho más compleja que todo esto, y no se puede reducir a la consecución de
momentos emocionalmente felices y satisfactorios, porque el objeto de la
literatura es la interpretación científica.
3. El origen de la literatura
Vamos ahora
al tercer punto de nuestra sesión. Este tercer apartado tiene una cita con la
genealogía de la literatura, es decir, con el origen de la literatura.
Cuando hagan
una tesis doctoral sobre literatura, siempre se van a referir a cuatro tipos de
literatura, aunque no lo sepan. En primer lugar, está la literatura primitiva o
dogmática. Es el caso, por ejemplo, de la Biblia. Es un tipo de literatura que
se caracteriza porque no es crítica. No es crítica y no es tampoco racional, en
el sentido de que relatos en virtud de los cuales un ser humano divide, por
intervención divina, un mar en dos mitades y puede atravesarlo, eso
evidentemente no es racional. Ustedes pueden ponerse delante de cualquier mar y
tratar de separarlo en dos mitades y verán que eso no funciona. Por lo tanto,
las literaturas que son acríticas, porque no critican nada, y que son
irracionales, porque su idea de razón no es contemporánea a nosotros, al ser
una idea de razón extemporánea, de un racionalismo extemporáneo, y por lo tanto
incompatible con el racionalismo actual, ese tipo de literaturas reciben el
nombre de literaturas primitivas o dogmáticas. ¿Por qué? Pues porque son
acríticas y porque son, en realidad, irracionales. Se basan en tipos de
conocimiento que se articulan en el mito, la magia, la religión y técnicas
básicas.
Frente a las
literaturas primitivas o dogmáticas, tenemos las literaturas críticas o
indicativas. Es el caso del Quijote, por ejemplo. Son literaturas que
resultan críticas ante el poder y frente a determinadas formas de la realidad,
y que resultan profundamente racionales. ¿Por qué? Pues porque han convertido
el mito en algo desmitificado. Desmitifican el mito, y también la magia, que es
racionalizada. Ponen al descubierto que la magia, en realidad, es un truco, es
decir, que consiste en creer en el poder de las palabras las cuales no tienen
ningún poder sobrenatural. Otra cosa es que sigamos creyendo en la magia y que
creamos que por decir que estamos muy bien o que somos muy guapos, o muy
listos, nos convirtamos en seres de buena salud, apuestos e inteligentes,
aunque se sea un tarugo completo o se padezca, por desgracia, una enfermedad.
Quiero decir que los problemas ontológicos no tienen soluciones filológicas, ni
necesariamente psicológicas. Yo puedo decir que soy una rana o que soy un
hipopótamo, pero realmente no lo soy. Una cuestión es que yo me engañe a mí
mismo y que los demás acepten este engaño, creyendo que las palabras construyen
el mundo, un gran engaño filológico, en el que vivió Wittgenstein, por ejemplo,
y muchos otros filósofos. Tengan en cuenta que la filosofía sólo y siempre
habla de religión, de política o de autoayuda, y nunca de otra cosa. El
contenido de la filosofía siempre es una hipoteca, un vacío. En realidad, la
filosofía es un auténtico mito, es un mito impresionante en el que muerde el
cebo toda cuanta persona pretende ser inteligente. En realidad es uno de los
mayores timos y mitos que se han construido en la Historia del pensamiento
humano, la filosofía.
Ocurre que
cuando el mito se desmitifica, pierde su valor mítico; cuando la magia se
explica racionalmente, queda al descubierto como un truco. Toda la obra de
Cervantes no es más que una desmitificación de trucos en los que la
superchería, la imaginación fraudulenta, había creído y vendía como timos.
Evidentemente, cuando los conocimientos religiosos se discuten, entramos en
facetas como las de la ciencia, que trituran creen religiosas y las
desmitifican. Frente a esas posturas, hay reacciones filosóficas o religiosas
desde las que se trata de desacreditar a la ciencia o el progreso. Se reprocha
a la ciencia un materialismo, un consumismo, un servilismo, incluso. Se trata
de posturas siempre enfrentadas, y en este contexto se mueve la literatura
crítica o indicativa, que se basa en reacciones críticas y en movimientos
racionales, no idealistas.
Por otro
lado, tenemos una literatura programática o imperativa. La literatura
programática o imperativa es aquella que desarrolla un programa, básicamente un
programa político, un ideario político. Es una literatura que es crítica, pero
no contra sí misma, sino contra otras literaturas, y que es racionalista, pero
en un sentido sofista, es decir, que razona contra los demás, pero no razona
respecto a sus propios fundamentos. No critica sus propios fundamentos, critica
las ideologías ajenas, razona contra las filosofías ajenas, pero siempre se
reserva un margen acrítico para preservar sus propios dogmas y fundamentos.
Siempre se reserva un margen irracional para no someter a racionalismo crítico
sus propios fundamentos. Podríamos decir en síntesis que se trata de una
literatura racional, pero acrítica consigo misma y crítica con las demás. Es el
caso de la literatura roussoniana, de obras como Emilio, por ejemplo, y
es el caso de la mayor parte de las obras filosóficas, si las leyéramos como
obras literarias. Si leyéramos la filosofía como literatura, veríamos que la
filosofía es una literatura que tiene una ficción muy pobre y que además las
pocas ficciones de que dispone se las toma en serio, algo que jamás hace
realmente la literatura.
Tengan en
cuenta la cantidad de ficciones que hay en las obras filosóficas: el nous
de Anaxágoras, el ápeiron de Anaximandro, el noúmeno de Kant, el motor
perpetuo de Aristóteles, el Leviatán de Hobbes, el demiurgo
de Platón, el espíritu absoluto de Hegel, la sustancia pura de
Spinoza, el inconsciente de Freud, el superhombre de Nietzsche,
el Dasein de Heidegger, el ego trascendental de Gustavo Bueno,
etc. Todas las filosofías, todos los sistemas filosóficos están llenos de
ficciones, pero a diferencia de lo que ocurre con la literatura, los filósofos
creen en la existencia real de sus propias ficciones, mientras que los
literatos no se lo creen en absoluto. Si algo nos enseña Borges, sobre todo, es
que la literatura se convierte en el terreno de juego de la filosofía. Borges
leyó a todos los filósofos como a autores literarios frustrados, y en ese punto
nos enseñó las fragilidades de la filosofía.
En
definitiva, tengan en cuenta, como dije antes, que la filosofía, o habla de
religión ―de hecho, todos los filósofos anteriores al siglo XVII hablaron de
religión cuando hablaban de filosofía―, o habla de política ―los filósofos
posteriores al siglo XVII hablan de política cuando hablan de filosofía― y unos
y otros siempre han hablado de autoayuda, desde Epicuro hasta el propio Platón,
proponiendo terapias grupales y gremiales para vencer no se sabe muy bien qué
pasiones, como si el ser humano preservara su humanidad al margen de sus
pasiones.
Es en este
punto, es mucho más valiosa y mucho más crítica la literatura que la filosofía.
Hemos hablado de la literatura primitiva o dogmática, que es acrítica e
irracional; de la literatura crítica o indicativa, que es crítica y
racionalista; y de la literatura programática o imperativa, que es acrítica y
racionalista, pero hasta cierto punto, pues nunca razona contra sí misma, de
modo que actúa como una literatura que convierte el mito en ideología, que hace
de la magia una pseudociencia y que trata de preservar astutamente,
cínicamente, cual sofista, muchos valores de la literatura primitiva o
dogmática.
Finalmente,
nos encontramos con una cuarta y última familia literaria, que es la literatura
sofisticada reconstructiva. Ésta es una literatura que finge un irracionalismo
en el que no cree y que es profundamente crítica. Es el caso, por ejemplo, de
toda la literatura fantástica, desde El asno de oro de Apuleyo hasta los
poemas de William Blake.
Es el caso,
por ejemplo, del famoso verso de Juan Ramón Jiménez cuando escribe que «Dios
está azul». Si nosotros le dijéramos a un filósofo que Dios está azul,
imagínense ustedes qué cara le quedaría a Benito de Espinosa, a Tomás de Aquino
o a Platón. Los tres dirían que este poeta que afirma que Dios está azul está
loco, evidentemente. Platón diría: «Veis como tengo razón, veis como los poetas
son locos, psicópatas o psicóticos, que no saben de qué hablan, que no saben lo
que dicen». Dios no puede estar azul porque Dios es causa primera o suprema,
sustancia pura, y una causa sui que es sustancia pura no puede recibir
accidentes. El color es un accidente. Es ridículo afirmar que un Dios es azul.
Por lo tanto, este poeta, como todos los poetas, está loco, es decir, carece de
racionalismo, es un chiflado. Tal es la argumentación del filósofo.
Naturalmente, es el juicio de alguien que no sabe qué es la literatura. Ni la
ficción. Es la interpretación de alguien que ignora lo que es una metáfora, y
que no es capaz de ir más allá de la literalidad de los tropos.
En
definitiva, no es así. El Dios de los poetas no es el dios de los filósofos. El
dios de la literatura no es el dios de la religión, no es el dios de la
teología, por fortuna. Porque en literatura, como dije antes, se lleva a cabo
una lucha por la libertad y por la ampliación de las posibilidades humanas. Si
ustedes hubieran escrito en la Edad Media que Dios está azul, probablemente
acabarían en una hoguera inquisitorial, no por haber insultado a Dios, sino
simplemente por haber malinterpretado el concepto de sustancia pura,
atribuyéndole accidentes impropios de la sustancia pura, como es un cromatismo.
Les juzgarían por mancillar la imagen de Dios. No se puede decir que Dios está
azul: Dios está azul cuando el ateísmo, a través del parnasianismo y del simbolismo,
y de la mitología poética codificada en el Siglo de Oro español, se ha logrado
imponer, y la literatura así lo objetiva. Por lo tanto, cuando alguien afirma
que «Dios está azul», ha ampliado nuestra libertad. Al menos, ha roto con
seculares imperativos religiosos. La libertad se ha ampliado en la medida en
que usted o yo podemos hoy mencionar el nombre de Dios en vano, cosa que
inculca uno de los mandamientos más primitivos e imperativos. Esta libertad,
registrada en la literatura, no siempre ha tenido lugar, y ni la filosofía ni
la religión lo han permitido. Téngase en cuenta que filosofía y religión han
sido con frecuencia muy aliadas en sus intentos por limitar, censurar y derogar
múltiples libertades humanas. Nunca encontrarán a la literatura prestando estos
servicios de represión política, religiosa o ideológica.
Uno de los
principales enemigos de la literatura no ha sido solamente la religión, ha sido
también la filosofía. La filosofía ha nacido precisamente de Platón con el
propósito de exterminar la literatura, de expulsarla del Estado, y de calificar
de psicópatas y de psicóticos a todos los que se dedican a su cultivo. Y a
algunos les ha encantado esta condena filosófica, porque por un narcisismo
insatisfecho al menos se habla de ellos como locos. Es decir, los narcisistas,
como todo el mundo sabe, buscan en muchas facetas provocar reacciones tanto
positivas como negativas, porque no perciben las consecuencias ni les importan;
simplemente quieren que se hable de ellos, aunque sea bien.
Éstas son
las cuatro genealogías literarias. Cuando ustedes hacen una tesis doctoral
sobre literatura, sean o no conscientes de ello, se refieren a una de estas
cuatro genealogías, y les conviene saber muy bien cuáles son las
características específicas de cada una de estas genealogías, porque si no,
pueden llegar a procedimientos y resultados muy erráticos y muy equivocados en
la interpretación de la literatura que manejan.
4. Los materiales literarios
Vamos al
punto cuarto de nuestra sesión: los materiales literarios. Los materiales
literarios son cuatro. No hay más, ni uno más, ni uno menos. Esos materiales
literarios son el autor, la obra literaria, el lector y el intérprete o
transductor, que están señalados en la definición que di anteriormente de
literatura. El autor es la persona que construye la obra literaria, y quien es
artífice de las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios.
Otra cosa es que no sepamos quién es el autor y entonces hablemos de anonimia.
Otra cosa es que el autor se disfrace con un pseudónimo, y entonces hablemos de
pseudonimia. Y otra cosa es que el autor utilice varios nombres, y entonces
hablemos de polionomasia. Pero hablemos de heteronimia ―si ficcionaliza su
propia identidad―, polionomasia, pseudonimia o anonimia, siempre hay alguien
que escribe una obra literaria, una o varias personas que escriben una obra
literaria.
Cada obra
literaria se objetiva en un texto, que naturalmente ha podido plasmarse en una
tablilla de cera, en un papiro, en un papel, en un pergamino, en un libro o en
una plantilla digital o de plasma. Puede ser un texto exclusivamente oral,
porque incluso antes de soporte escrito, la literatura tiene una transmisión
oral. Sea como fuere, siempre hay una obra donde se objetivan los valores
literarios. Naturalmente, hay un lector, uno o varios lectores, unos receptores
y unos intérpretes. El lector interpreta para sí; el intérprete o transductor
es alguien que interpreta para los demás, es alguien que transduce, es decir,
es alguien que conduce un sentido a través de un medio, es alguien que
transmite algo y que por el hecho mismo de transmitirlo también lo transforma,
de ahí la necesidad de utilizar este étimo latino: transducción.
Tengan
ustedes en cuenta que si siguen el esquema de Jakobson, si es que todavía les
hablan de Jakobson en las universidades del siglo XXI, observarán que este
lingüista distinguía tres términos básicos en la comunicación humana: emisor,
mensaje y receptor. Jakobson habló de esto en 1958, en un congreso famoso
celebrado en Indiana, en Estados Unidos, y todo el mundo se admiró de ello, sin
excepción se admiró, dejando al descubierto claramente y abiertamente su
ignorancia de la Retórica de Aristóteles.
Aristóteles
en su Retórica, casi dos mil quinientos años antes, había escrito que
eran tres los términos básicos de la comunicación humana: el que habla, lo que
dice y el que escucha. Bien, pues esto mismo repite Jakobson en 1958, y todo el
mundo queda con la boca abierta, delatando no tanto la admiración hacia
Jakobson cuanto la ignorancia profunda de la tradición literaria
hispanogrecolatina, porque tal cosa ya se sabía desde hacía casi dos mil
quinientos años antes. Pero el mundo académico anglosajón al completo, y
después el hispano, que parece haber sido educado en Estados Unidos en lugar de
la tradición hispanogrecolatina, se admiraba completamente de esta obviedad.
Siempre es posible descubrir el Mediterráneo dos milenios y medio después.
A mí esto
siempre me pareció completamente ridículo. Ahora bien, cuando ustedes se
enfrentan a materiales literarios, tienen que saber que trabajan sobre cuatro
materiales literarios, pero no sobre tres, y si no lo saben, ignoran un hecho
tan importante como puede ser la existencia de un autor que el estructuralismo
se destruyó idealmente, en una suerte de nihilismo mágico, al afirmar
que el autor no existía. Barthes decretó la muerte del autor, como un chiste
bien contado. Foucault repitió, sin mucha originalidad, que el autor era una
función social. Si el autor es una función social, ¿por qué ustedes firman una
tesis doctoral, y en lugar de su nombre no declaran que la escribió «una
función social»? No pongan su nombre ni apellidos, escriban simplemente esto:
«una función social». Si el autor es una función social, ¿por qué firman
ustedes un contrato laboral? Indiquen que quien trabaja es «una función
social», y que esta función social cobre su nómina de ustedes. Es
curioso que hoy las funciones sociales no sean anónimas, y con frecuencia
tengan nombre registral de sociedades anónimas.
Es muy
bonito decir que el autor ha muerto, parafraseando el fragmento 125 de La
gaya ciencia de Nietzsche, quien aclamaba lunáticamente que Dios había
muerto. En definitiva, Barthes y Foucault lo único que hacen es reproducir, en
términos de pseudoteoría de la literatura, ni más ni menos, una ocurrencia
filosófica de Nietzsche. No nos hemos equivocado de Dios, afirma hoy un
escritor contemporáneo nuestro, pero resulta que los que han acertado en la
elección de Dios apostaron por un Dios que se les muere en las manos ―en las
manos de Nietzsche―, del mismo modo que se cuenta en el fragmento 125 de La
gaya ciencia, Dios ha muerto.
Sin embargo,
el autor no ha muerto, porque Cervantes sigue ahí, evidentemente, y Agatha
Christie sigue ahí, aunque no sea una autora de obras literarias, sino de
literatura de consumo. Muy elogiada en nuestro tiempo, sobre todo cuando los
estudios culturales reemplazan a los estudios literarios, respondiendo a un
imperativo muy propio del mundo anglosajón, es decir, que la cultura es un
invento de los pueblos que carecen de literatura. Los pueblos que no tienen
literatura se inventan la cultura, como un sucedáneo de literatura, del mismo
modo que la leche en polvo es un sucedáneo de la leche de verdad, o que la
carne sintética es un sucedáneo de la carne de verdad.
Quienes
hemos comido carne verdadera, bebido leche verdadera y leído literatura
verdadera, sabemos distinguir el trigo de la paja. Otra cosa es que, como los
editores saben distinguir el trigo de la paja, publiquen la paja y quemen el
trigo. Pero eso lo hacen los editores, no los intérpretes literarios de verdad.
Otra cuestión es que ustedes en su tesis doctoral, conociendo lo verdadero y
conociendo falso, silencien lo valioso y estudien lo fraudulento. La literatura
es superior e irreductible a la cultura. Pero eso ya es una cuestión de cada
cual y del criterio que cada uno tenga de lo que hace, de sus conocimientos
literarios y de sus limitaciones culturales.
Lo que sí es
cierto es que los materiales literarios son estos cuatro y que ignorar uno de
estos cuatro supone incurrir en lo que se llama ablación de la literatura y de
la Teoría de la Literatura, para limitarse a una teoría literaria ablativa. Una
teoría literaria ablativa es aquella que suprime, amputa o cercena uno o varios
de estos cuatro materiales literarios. La teoría literaria de Foucault es una
teoría literaria ablativa desde el punto de vista del autor, porque lo suprime.
La teoría literaria de Jakobson es una teoría literaria ablativa desde el punto
de vista del transductor, porque no lo ve, es decir, que es probable que muchas
teorías literarias que ustedes utilicen en la elaboración de su tesis doctoral
sean teorías literarias ablativas y no lo sepan.
Piense en
ello, a menos que les interese efectivamente incurrir en una teoría literaria
ablativa, limitada e impotente. Sería lo mismo que si estudian medicina y se
especializan, por ejemplo, en medicina interna, y prescinden completamente del
resto de los órganos del cuerpo. Pueden acabar diciendo que el cerebro piensa.
No, el cerebro no piensa, piensa la persona que tiene cerebro. Ustedes pueden
concluir diciendo que el ojo ve. No, el ojo no ve. El ojo no ve fuera de las
cuencas oculares, ve la persona que tiene ojos y una vista sana. Es disparatar:
como si dicen que un violador no viola, sino que viola su órgano genital. No,
el órgano genital no viola a nadie, viola el violador, y no uno de sus órganos.
Es una manera absurda de hablar y decir «no, yo soy inocente, el culpable son
mis genitales». Algo así no tiene gracia, ni tampoco ingenio. Yo no tengo malos
pensamientos, los malos pensamientos los tiene mi cerebro, yo no soy
responsable de los malos pensamientos de mi cerebro. Absurdidades. Es una manera
de interpretar ablativamente la realidad, y la propia neurociencia, de una
forma más neurótica que científica.
5. El conocimiento científico de la literatura
El punto
cinco nos exige hablar de la ciencia literaria. Consideramos aquí que la Teoría
de la Literatura es el conocimiento científico de los materiales literarios.
Los materiales literarios son previos a la ciencia literaria, no se puede
construir una ciencia literaria de espaldas a la literatura. La Teoría de la
Literatura, de hecho, es una disciplina genitiva de la literatura, es
Teoría de la Literatura, no teoría de la cultura. La teoría de la cultura es
otra cosa. La literatura no es soluble en cultura, la literatura es superior e
irreductible a la cultura, ya lo hemos dicho. La literatura es un género
específico dentro del cual se desarrolla una serie de aspectos que no pueden
reducirse a cultura. Es decir, Homero no es sólo cultura, Homero exige algo más
que conocimientos culturales para su interpretación, exige conocimientos
lingüísticos, filológicos y literarios.
Reducir la
literatura a cultura supone asumir un enfoque miope acerca de lo que exigen los
estudios literarios, y ver con de forma borrosa la literatura. Aquí lo que se
plantea y se exige es una interpretación científica de la literatura.
La Teoría de
la Literatura es el conocimiento científico de los materiales literarios, y
conocer científicamente la literatura exige la implicación, el aprendizaje, de
una serie de técnicas, métodos y procedimientos que nos permitan enfrentarnos a
los materiales literarios. Estos son materiales sensibles desde una perspectiva
inteligible; no podemos reducir la interpretación de la literatura a lo
sensible, porque entonces no llevamos a cabo una interpretación literaria, sino
un cúmulo de reacciones emocionales. El conocimiento literario no es un
despliegue de reacciones emocionales; eso es lo mismo que si un médico examina
a un paciente y, en lugar de dar diagnóstico de su enfermedad, da simplemente
cuentas del estado de simpatía, antipatía o empatía que ha podido provocarle su
encuentro con el paciente. Eso no tiene nada que ver en absoluto con el
conocimiento literaria. Es decir, ustedes pueden relacionarse con la literatura
como se relaciona alguien que experimenta sensaciones, o pueden relacionarse con
la literatura como alguien que la analiza críticamente, científicamente.
Recuerden los postulados iniciales: racionalismo, crítica, dialéctica, ciencia
y relaciones sistemáticas dadas en symploké entre los materiales
literarios. Si ustedes ignoran esto, harán otra cosa, pero no investigación
literaria.
6. La ficción literaria
En sexto
lugar, la ficción. La ficción es un elemento absolutamente esencial e
imprescindible en la literatura; no hay literatura sin ficción. Si ustedes me
dicen que hay literatura sin ficción, pueden dejar de leerme inmediatamente.
Dedíquense a la literatura sin ficción, es decir, a la filosofía o la religión.
Porque la literatura sin ficción es filosofía, es teología, es ensayo; la
literatura sin ficción es un texto que está bien escrito, que tiene componentes
retóricos, pero que carece de componentes poéticos lo suficientemente
desarrollados como para construir una fábula ficticia y propiamente literaria.
Lo que hace que la paella de mariscos sea una paella de mariscos, y no
simplemente una gramínea, es que, aparte de gramíneas, tiene otros componentes,
que combinados entre sí dan lugar a una paella de marisco.
Para
escribir literatura, no basta simplemente acumular figuras retóricas; no basta
simplemente construir un texto que suene bien, que tenga una eufonía al oído;
la obra literaria requiere la construcción poética, no simplemente retórica. No
es una acumulación de palabras; es decir, no siempre once sílabas métricas son
un endecasílabo; puede haber endecasílabos literarios y endecasílabos no
literarios. Es decir, versos octosílabos tales como «y mi corazón palpita /
como una patata frita», que no son versos literarios. Naturalmente, ustedes
pueden hacer una tesis doctoral sobre los valores literarios de poesías así.
Bien, es un pareado, y además, un chiste. Ningún cardiólogo se puede tomar en
serio esto. Aunque el corazón de los poetas no sea el corazón de los
cardiólogos, ni el corazón de los banqueros, que es un corazón intacto. Ya
saben ustedes el comentario que hizo Mario Draghi en un momento dado, cuando le
preguntaron qué haría si se encontrara en una situación de terrible enfermedad
y necesitara un corazón, ¿escogería entre el corazón de un banquero o el
corazón de una buena persona, de una persona honrada? ¿Cuál escogería?, y
Draghi responde: «Yo escogería el corazón de un banquero, porque el corazón de
un banquero está intacto», es decir, es un corazón que no ha sufrido nunca nada
ni por nadie. Quiere decir con todo esto que el corazón de los poetas no es el
corazón de los cardiólogos, pero versos como el pareado antemencionado,
evidentemente, contiene una figura retórica, una figura que es una similitud,
una similicadencia, una rima final, una epífora, pero no es literario, es
decir, es una manifestación cultural, pero no es una manifestación literaria.
Es una tontería, por decirlo claramente. No se empeñen en buscar ficción donde
no la hay para convertir artificialmente un conjunto de palabras en literatura.
La literatura siempre requiere una ficción. No hay literatura sin ficción; la
literatura sin ficción es un simulacro literario o simplemente una forma
patológica de hacer creer que lo que tenemos delante es literatura; es decir,
es una farsa, un espejismo, una alucinación.
En
definitiva, cuando estudian la ficción en la literatura, tienen que saber a qué
teoría de la ficción se suscriben, aunque lo hagan inconscientemente. Ustedes
se suscriben a una teoría de la ficción, y hay varias teorías de la ficción,
pero básicamente podríamos reducirlas a tres.
Aquellas que
consideran que la realidad supera la ficción: es el concepto aristotélico, en
virtud del cual la literatura, el arte, es una imitación de la realidad, y por
tanto, al imitar la realidad, pues la imitación artística siempre va a estar
por debajo de los logros de la realidad, la realidad es el modelo, y el arte es
una variable. Es también la tesis del realismo socialista, es decir, el arte y
la literatura como un reflejo de la realidad.
Pero, por
otro lado, tenemos las tesis de la ficción de variante kantiana, que consideran
que la ficción supera la realidad, y la ficción supera la realidad porque el
arte es una construcción imaginaria más allá de la propia realidad, y la
ficción que brota de esa construcción imaginaria, al ir más allá de la propia
realidad, supera la realidad matriz.
Hay una
tercera variante, que es la platónica, en virtud de la cual la realidad que
tenemos delante es una ficción, y la verdadera realidad es la que está más
allá, es la que está en el mundo de los muertos, y Platón habla de esto con
una absoluta soltura, como si hubiera estado en el mundo de los muertos,
hubiera visto todo aquello, hubiera vuelto y lo hubiera contado en su
inverosímil República filosófica. Es una cosa fascinante cómo se ha
podido dar tanto crédito a una obra tan paranoica, verdaderamente, como es la República
de Platón, y a tantos otros de sus ensayos. Platón despachó en su vida una
serie de ideas de una simpleza sobrecogedora y de un crédito inconmensurable:
los poetas eran unos locos, afirmó. En realidad, si él se hubiera mirado al
espejo de sus propios escritos, comprendería acaso alguna vez que escribió
obras absolutamente psicopáticas.
La República
es, sin complejos, la obra de un psicópata, de un individuo que no tiene ningún
conocimiento de lo que es la realidad, ni le importa en absoluto la voluntad
del prójimo. Imaginar que un grupo de filósofos, apoyados por el ejército ―un
ejército sin duda imaginario―, puede implantar un totalitarismo feroz en la
totalidad de la tierra es no tener ni idea de lo que es el ser humano. Hablo de
filósofos, no de empresarios. Ni de amigos del comercio. Porque aún si hubiera
dicho que un grupo de empresarios o de amigos del comercio, apoyados por
fuerzas bélicas, pueden mantener un orden mundial, aún se habría aproximado a
lo que es el siglo XXI. Y a la narrativa de Orwell en 1984. Pero
considerar que los filósofos, que son lo más ingenuo del mundo, lo más inocente
que puede haber, considerar que ellos realmente interpretan la realidad, es un
caso de singular aislamiento del mundo. Los filósofos interpretan la realidad
leyendo a los filósofos; la gente común y corriente interpreta la realidad
trabajando, o simplemente enfrentándose laboralmente a ella.
El caso de
Platón es el de una ficción sin la menor gracia posible, porque considerar que
se puede diseñar, con la ingeniería política que se describe en la República,
un Estado en el que los filósofos gobiernen con el apoyo del ejército, e
impongan un modelo de vida absolutamente totalitaria, es una ingenuidad, además
de una insensata aberración. Patibularia, además. Un mundo donde la literatura
no existe. Una sociedad en la que la literatura no existe es una sociedad sin
libertad. Defender la literatura básicamente es defender la ficción y defender
también la libertad.
Y hay una
cuarta teoría de la ficción, aparte de estas tres básicas. Es la teoría que se
expone en la Crítica de la razón
literaria: la ficción es una materia que carece de existencia operatoria.
Nosotros no tenemos ninguna posibilidad de tener un encuentro real, una cita
real, ni con don Quijote, ni con el príncipe Hamlet, ni con Dante y Virgilio
caminando por el infierno. Es decir, que las criaturas literarias, las figuras
literarias, son realidades materiales, porque de hecho las construimos y
accedemos a ellas materialmente a través del lenguaje. Y el lenguaje no es
inmaterial, el lenguaje se objetiva en obras literarias, e incluso oralmente.
Si el lenguaje fuera inmaterial, sería una construcción fantasmagórica que no
podríamos percibir por los sentidos. Hasta los fantasmas se tienen que
materializarse para que podamos saber que existen. Otra cosa es que se
materialicen acústicamente y no físicamente.
Considerar
que la literatura es inmaterial es no saber lo que es ni la materia ni la
literatura. Que le digan a los bibliotecarios que la literatura es inmaterial:
la cantidad de veces que tienen que mover libros no les permite idealizar la
literatura. Parece mentira que alguien que se dedica a la literatura diga que
la literatura es inmaterial. Y este error gnoseológico es muy recurrente.
Cuando se lee un libro, ¿qué se lee? ¿Se leen inmaterialidades? Es decir,
¿tiene alguno de nosotros capacidad para relacionarse con formas incorpóreas?
Si la literatura fuera inmaterial, sería una forma incorpórea. No hay formas
incorpóreas, salvo para Platón, que pareció haber ido a hablar con ellas,
conocido las ideas puras y volver para contarnos su experiencia. Algo
así se llama paranoia, simplemente, y eso es un trastorno de personalidad que,
en principio, no debería estar relacionado con la filosofía. Éste es quien se
permitía llamar locos a los poetas.
En síntesis,
la teoría de la ficción que ustedes usen, sean o no conscientes de ella, es
algo que va a reflejar el grado de conocimiento que en su tesis doctoral tengan
sobre la ficción literaria. Hagan, pues, un chequeo de todas estas
características sobre la ficción en su tesis doctoral, si es que les interesa
ser conscientes de las ideas y criterios que manejan. Si no, puede seguir
leyendo a Platón, a Aristóteles o a Kant. Y también a Pérez Reverte.
7. Los géneros literarios
Séptima
cuestión, los géneros literarios. Género es el conjunto de características
comunes que pueden identificarse entre las diferentes partes que constituyen
una totalidad. El género es un sistema de características semejantes
entre partes diferentes, es decir, características análogas entre partes
distintas que constituyen un todo. Lazarillo de Tormes, AMDG de
Pérez de Ayala y Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe
son tres novelas distintas, pero todas ellas tienen en común una característica
que es el ser una novela de aprendizaje. Suele decirse que Wilhelm Meister
de Goethe es una de las primeras novelas de aprendizaje. No han leído Lazarillo
de Tormes, pues, ¿no es el Lazarillo una novela de aprendizaje
además de ser una novela picaresca? El Lazarillo, La pícara Justina
y La Lozana andaluza son tres novelas picarescas. Pero es que Lazarillo
es también un Bildungsroman, una novela de aprendizaje, como lo es AMDG,
Retrato del artista adolescente o la antemencionada obra de Goethe.
Evidentemente, son novelas que, siendo diferentes entre sí, presentan
características comunes. Eso es el género.
Cuando
ustedes en una tesis doctoral hablen de literatura, tienen una cita con el
género literario: otra cosa es que ustedes la ignoren o no esta cita, pero
tienen una cita con el género literario. Fíjense, les voy a leer una secuencia.
Quiero leerla porque no quiero hablar en este punto de memoria. En el mundo
anglosajón, en Estados Unidos, se dice en las últimas estadísticas de una
encuesta realizada por «OnePoll on behalf of ThriftBooks», que los «géneros
literarios» ―así lo mismo lo dicen, los «géneros literarios»― más populares en
Estados Unidos son los siguientes. Ya me dirán ustedes si esto son géneros y si
se pueden referir a literatura, porque lo que voy a mencionar aquí no es
literatura, son tipos de libros, pero no géneros literarios. Pues ése es el
concepto de género literario que manejan en Estados Unidos. Ésa es la teoría
literaria que maneja la anglosfera. Ya les digo que no puede haber una buena
teoría literaria donde hay una mala literatura. De esto no puede salir una
teoría literaria. E incluso hablan de géneros literarios para referirse a tipos
de libros editoriales. No son más que productos editoriales. Estos son los
datos. Les cito. En número: fantasía, romance, historia, ciencia ficción,
comedia, acción y aventura, misterio, horror, thriller o misterio (de
nuevo), autoayuda, mitología y LGBTQIA Plus. Claro, esto no son géneros
literarios. Estos son tipos de libros que, como productos comerciales, tratan
de venderse en una sociedad que no sabe lo que es la literatura ni le importa.
Tengan en
cuenta que en Estados Unidos nunca ha habido pasión por la literatura. En
Estados Unidos no se lee literatura. En Estados Unidos se leen «cosas» como se
leen aquí también, indudablemente. Pero decir que estos son géneros literarios
es no saber ni lo que es la literatura, ni lo que son los géneros, ni lo que
son los productos culturales que financieramente mantienen editoriales. Porque
hablar de la fantasía como género literario, del romance como género... La
Historia no es un género literario, la Historia es el conocimiento científico
de los hechos pretéritos. La ciencia ficción no es un género literario, es un
género de escritura, pero no necesariamente literario. El misterio, el horror,
el thriller, la autoayuda... no son géneros literarios, son productos
comerciales. La autoayuda es un timo filosófico, es una forma de autoengaño. En
definitiva, si utilizamos categorías propias del mundo anglosajón para
interpretar la literatura, y desconocemos las categorías que la historia
literaria de tradición hispanogrecolatina nos ha proporcionado, lo único que
conseguimos es hacer tesis doctorales que están en consonancia con el siglo
XXI, sí, pero que académicamente morirán en 24 horas. Tesis doctorales con una
obsolescencia programada de apenas un día. Si ustedes quieren hacer tesis
doctorales con obsolescencia programada, pueden hacerlo, naturalmente, pero
tengan en cuenta que la tesis doctoral es uno de esos trabajos que, al cabo de
unos meses, puede resultar completamente vergonzante, o no. Sólo les advierto
de estos riesgos. Si no disponen de una teoría competente sobre géneros
literarios, no se dediquen a la interpretación de la literatura.
8. Literatura Comparada
Último
punto, ocho: la Literatura Comparada. Cuando ustedes se enfrenten en una tesis
doctoral a una obra literaria, tengan en cuenta las relaciones que esta obra
literaria exige con otras obras y materiales literarios.
Hay obras
literarias que exigen más relaciones que otras, hay obras literarias que tienen
unas relaciones muy específicas, que es necesario conocer, en unos casos, de
una gran envergadura, en otros casos, de una muy sutil conexión, que no todo el
mundo está en condiciones de identificar y seguir. Pero no prescindan de la
consciencia que exige prestar atención a estos hechos.
El Quijote
es una obra literaria que tiene relación con muchas obras literarias, pero no
con el budismo. Si ustedes establecen relaciones literarias que no sean
racionales, que no sean críticas, que no sean científicas, que no tengan un
fundamento dialéctico, pueden equivocarse muy fácilmente. Desde luego,
tienen que seleccionar esas posibles relaciones literarias, pero tienen que
acertar en las que planteen. No pueden plantear disparates: sólo pueden
plantear disparates, si se aseguran un tribunal que acepte tales disparates, y
no les faltará quien lo haga, pero otra cuestión es que ustedes quieran hacer
una tesis doctoral para cumplir con un currículum o quieran hacer una tesis
doctoral para interpretar literatura. Eso es una cuestión de cada cual.
La cita con
la Literatura Comparada es absolutamente inexcusable, y les advierto de algo
importante: la posmodernidad es incompatible con el ejercicio de la Literatura
Comparada. ¿Por qué razón? Porque la posmodernidad se basa en el planteamiento
de la isovalencia de las culturas, y postula una aberración: todas las culturas
son iguales, por lo tanto, todas las literaturas son iguales, porque las
literaturas se disuelven en cultura. En consecuencia, si todas las culturas son
iguales, porque todas las literaturas son iguales, entonces no hay nada que
comparar, dado que no se puede establecer una comparación entre dos términos
idénticos. Si todas las literaturas son iguales, se acabó la Literatura
Comparada. En esa paradoja se resumen el ideario comparatista de la
posmodernidad: una tomadura de pelo.
Se trata, en
suma, de una ablación, ya no sólo de la literatura, sino de una metodología de
interpretación literaria como es una Literatura Comparada, toda una relación
crítica entre materiales literarios: autores, obras, lectores y transductores.
9. Conclusión
Estos ocho
puntos son, a mi juicio, absolutamente fundamentales para revisar críticamente
los planteamientos metodológicos, las opciones interpretativas, que ustedes
tienen en el siglo XXI para realizar en cualquier universidad de hoy una tesis
doctoral sobre Teoría de la Literatura y crítica literaria. Si las quieren
tener en cuenta, son muy libres de hacerlo, y si no, también, pero tengan algo
muy presente: una tesis doctoral mal hecha es una tesis doctoral de una
obsolescencia inmediata. ¿Quieren abortar en menos de un día una labor
investigadora que ha llevado años? Y sólo una última cuestión: en la
originalidad de las tesis doctorales, presten atención a esto: ustedes pueden
hacer una tesis doctoral que sea un Kitsch. ¿Cómo se consigue que una
tesis doctoral resulte un Kitsch?: repitiendo literalmente lo que han
dicho ya otras personas antes que ustedes, eso es un Kitsch. Si su tesis
doctoral se entiende leyendo sólo el título, no hace falta pasar a la siguiente
página, porque será una tesis doctoral como todas las demás, será una más del
mismo tipo, del mismo género. Si escriben una novela rosa, bastará que el
lector haya leído a Corín Tellado con anterioridad para descartar cualquier
originalidad en la nueva novela del mismo género, porque ya conocen qué cuenta,
y cómo se cuenta, una novela rosa. Si su tesis doctoral no es original, si es
solamente un Kitsch, no es que tenga una obsolescencia de 24 horas, es
que no la va a leer nadie.
¿Cómo se
supera el Kitsch?: usen un método original, lo cual es bastante difícil
en una tesis doctoral, porque es muy difícil que alguien que haga una tesis
doctoral tenga la potencia para crear un nuevo método de interpretación
literaria. Algo así es bastante improbable, no diré que imposible, pero es
bastante difícil. No he conocido ningún caso. Pero al menos pueden utilizar un
método que sea más original que otros, y que alguien, con más experiencia, haya
construido. Si ustedes hacen la enésima tesis doctoral sobre el mismo método,
en el que se llevan, por ejemplo, más de cincuenta años haciendo tesis
doctorales, el resultado va a ser mucho más pobre, es decir, mucho menos
original, que si utilizan un método más reciente, nuevo y original, más
insólito, más actual.
Por otro
lado, si hacen una tesis doctoral sobre un tema conocido, aunque sea un tema de
moda, eso les puede dar más visibilidad o más audiencia en un momento dado,
pero al día siguiente ese efecto o impacto ya habrá pasado, porque será su
tesis será la número 7584 que se haya hecho sobre el mismo tema. Si repiten un
tema o clonan una metodología, las posibilidades de desembocar en un Kitsch son
altísimas. Si se sirven de un tema nuevo con una metodología conocida, pueden
desarrollar las potencialidades de esa metodología. Si utilizan un tema
conocido con una metodología original, quizá puedan ofrecer nuevos puntos de
vista metodológicamente hablando sobre ese tema ya conocido. Y si utilizan una
metodología nueva con un tema nuevo, entonces ya alcanzarán logros mucho más
duraderos, porque esa tesis doctoral tendrá una pervivencia en el tiempo mucho
más potente y mucho más poderosa que la que pueda hacer alguien que repita los
temas y que reitere los métodos preexistentes.
En este
punto insisto, se resume la sesión fundamental de esta intervención, en la que
les planteo que, si hacen una tesis doctoral en las universidades del siglo XXI
sobre Teoría de la Literatura y literatura comparada, tengan en cuenta estos
procedimientos, que son los que se exponen en la Crítica de la razón
literaria.
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NOTA
[1] A continuación, ofrecemos la transcripción de nuestra intervención
oral en el I Congreso Internacional de Estudios Literarios. Leer e
interpretar la literatura en el siglo XXI, celebrado en enero de 2024 bajo
la dirección académica de la profesora Mónica María Martínez Sariego, de la
Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, a quien agradecemos su invitación.
Hemos evitado deliberadamente el aparato crítico, y también de forma
intencional hemos optado por una síntesis, propia de la lengua oral, en la exposición
de todos nuestros contenidos y puntos esenciales. Se observará el tono
coloquial de la exposición, ya que no seguimos ningún texto previamente
escrito, y el documento adjunto es una transcripción literal de las palabras
entonces pronunciadas en directo ante el público presente y grabadas
audiovisualmente en este vídeo. El lector interesado
encontrará en la edición en línea de la Críticade la razón literaria todos los recursos complementarios a esta exposición,
en el siguiente enlace de internet: https://acortar.link/iSnb63
* * *
Vídeo complementario
Opciones metodológicas, en teoría y crítica literarias,