Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, como profesor universitario, autor de la Crítica de la razón literaria, dispone de forma abierta, libre y gratuita, de toda su actividad docente, académica e investigadora, en internet, con más de mil clases grabadas en su canal de YouTube.
Se ha repetido con frecuencia una mentira, según la cual la realidad pierde objetividad en el Barroco.
No es cierto algo así. La realidad no pierde objetividad en el Barroco. El proceso es otro, y más complejo: a la objetividad de determinadas realidades se enfrenta, en el Barroco hispano –por primera vez en la Historia–, la objetividad de determinados individuos.
Hablamos de objetividad, no de impulsos fideístas ni de ansiedades subjetivas, ni mucho menos de patologías idealistas ni de utopías políticas o religiosas, es decir, no hablamos de Lutero.
El Romanticismo luchaba –desde las limitaciones históricas anglosajonas– por objetivos ya conseguidos en el Barroco hispánico: los objetivos del yo. Se trataba de logros hasta entonces –finales del siglo XVIII– inasequibles a la anglosfera.
La crítica tradicional anterior al Barroco hispano y al Romanticismo anglogermánico había considerado al personaje literario como agente de acciones, en la medida en que se enfrentaba a múltiples obstáculos para vencerlos, evitarlos o sucumbir en ellos.
Las filosofías idealistas introducen en la anglosfera un concepto de sujeto y de persona desde el que se pretende identificar en el personaje una expresión de inteligencia y de voluntad que supere las exigencias de la fábula, y que al mismo tiempo demuestre cómo el protagonista literario toma conciencia de sí mismo, mediante la reflexión sobre sus propios actos y desde la inmanencia de su propio discurso (soliloquio dramático).
Este concepto de personaje y de persona ya estaba presente en el Barroco hispano, y don Quijote, don Juan e incluso hasta Celestina, por no hablar de la Lozana andaluza, entre decenas de ejemplos, son clara muestra de ello.
Se nos ha enseñado a interpretar el Romanticismo desde una trayectoria lineal, como una secuencia sucesiva y progresiva de ideas y corrientes de pensamiento dadas en el curso de la Historia.
Sin embargo, el Romantismo no es un movimiento que pueda interpretarse como consecuencia de movimientos previos, sino como algo mucho más grave y crudamente delator: el Romancismo es consecuencia del aislamiento que, hasta la Ilustración europea y europeísta, limita y atrofia la forma de vida cultural, política y literaria de la anglosfera.
El Romanticismo sólo se explica como un movimiento que surge desde la ignorancia histórica del Barroco hispánico, con el que se identifica, al descubrirlo a posteriori, cual legitimación de una profecía post eventum, el mundo anglosajón.
Sin la atrición de la Reforma religiosa y el aislamiento valetudinario del luteranismo, que mantuvo en condiciones feudales el comercio y la inteligencia de su área geográfica, prácticamente hasta mediados del siglo XVIII, el Romanticismo alemán no habría tenido lugar jamás, del mismo modo que el idealismo filosófico prusiano hubiera sido solamente eso, una utopía sectaria y extraviada en uno de los divertículos de la Historia decimonónica.
El éxito del Romanticismo, como el artificio publicitario del idealismo filosófico alemán, se debe al triunfo económico de la anglosfera, y sobre todo al papel propagandístico que uno y otro movimiento –Romanticismo e idealismo– desempeñaron desde finales del siglo XVIII en la construcción rosalegendaria de una Europa septentrional –que comienza a considerarse a sí misma moral y laboriosamente superior a la Europa meridional– y al servicio siempre de una imagen mítica y sofista de la anglosfera, un auténtica filfa que llega hasta nuestros días, cuyos estertores deja al descubierto hoy la crisis irrevocable e irreversible de la democracia posmoderna.
El miedo, en la literatura anterior al Romanticismo, es objeto de ridículo y burla, de escarnio y comicidad, y sólo las personas cobardes y de baja condición social son sujetos de él. Un personaje de noble disposición, un héroe, nunca muestra miedo. Jamás.
Sólo con el Romanticismo el miedo se convierte en una emoción literaria que se toma en serio. Y se cultiva estéticamente.
Es, incluso, el miedo el decorado emocional de lo fantástico, como una suerte de deleite en libertad, que reemplaza la emoción religiosa ―exigente y disciplinada― por una emoción libérrima y lúdica.
Lo fantástico es el autoengaño ―secularizado― del arte anglosajón, el cual releva en el ser humano el auto-engaño dogmático que hasta entonces ejercía la religión, a la vez que libera al artista o escritor de todo un rigor teológico. Ésa es la esencia de lo fantástico contemporáneo y prerromántico, en particular desde William Blake.
El mundo anterior al Romanticismo no se toma en serio a los intimidables y timoratos. El Romanticismo, sin embargo, dota a los medrosos de crédito, dignidad y valor. Incluso los idolatra.
Son las nuevas virtudes del antihéroe, es decir, del cobarde. Los héroes de nuestro tiempo son, realmente, los cobardes y los fracasados.
El Romanticismo es, de hecho, un movimiento que acredita y amerita a los prototipos humanos más incompetentes.
La literatura de la Edad Contemporánea, y sobre todo la literatura del siglo XX, ha sido un himno al fracaso individual y colectivo, un canto a la cobardía humana y una exaltación del antiheroísmo ―personal y propio― en todas sus formas posibles.
En este libro el lector encontrará las 13
apostillas que se publicaron con posterioridad a la primera edición impresa de
la Crítica de la razón literaria, que tuvo lugar en 2017.
Como es sabido, entre
2017 y 2022 esta obra conoció 9 ediciones impresas, hasta la décima y
definitiva, en formato digital.
En esta décima y última edición se reproducen
las 13 apostillas a la Crítica de la razón literaria, que insisten
esencialmente en dos dimensiones: 1) las limitaciones que sufren los filósofos
cuando tienen que enfrentarse a la literatura, debidas a múltiples conceptos,
entre ellos el de ficción ―que parece superarles en todos los sentidos y
posibilidades―, y 2) las deficiencias que, desde finales del siglo XVIII, la
Anglosfera y el mundo académico anglosajón arrastran insuperablemente cada vez
que se relacionan con la literatura, una materia que perciben como algo cada
vez más ajeno a su sociedad y cultura mercantiles y más incompatible con su
racionalismo financiero.
Es curioso que, desde la Ilustración y el Romanticismo,
ni los filósofos ni los anglosajones sepan muy bien qué hacer con la
literatura. Con anterioridad a este período, la filosofía se entretenía con la
metafísica y la religión, más que con la política, y la Anglosfera no existía
como tal, de modo que los territorios a posteriori anglosajones, por lo que se
refería a la literatura, imitaban y reproducían los modelos y creaciones de la
tradición literaria hispanogrecolatina.
Sin embargo, con la irrupción de la
Ilustración europeísta y la deriva hacia el idealismo levitante del
Romanticismo anglosajón, la filosofía deja de dedicarse a la religión y a la
metafísica ―la ciencia newtoniana le corta definitivamente todo acceso y
fundamento a ellas― y pasa a ocuparse de la política, para ser matriz de todas
las ideologías habidas y por haber, a fin de monopolizar, frente al Estado,
todo tipo de creencias y formas emocionales de ideología e ignorancia
colectiva, del mismo modo que en el mundo antiguo y durante la Edad Media había
hecho con la fe y las creencias religiosas respecto a la Iglesia cristiana.
Ya
sabemos que la filosofía, o habla de religión, o habla de política, o no tiene
nada que decir. O habla de fe, simulando razonar, o habla de ideología, desde
la más excéntrica sofística. Fuera de estos temas, la filosofía ―esa forma
excéntrica de ejercer la sofística― enmudece, o saca la baraja de la autoayuda
para jugar sus cartas en las timbas del siglo XXI, como Epicuro o Séneca
hicieron ya en su propio tiempo. Y Freud en el suyo, para deleite de intelectuales
y ociosos.
Por su parte, a la Anglosfera le sobra la
literatura. La poética cuestiona demasiadas cosas, y la verdadera literatura
resulta difícilmente comercializable. Exige demasiada inteligencia al lector y
puede cuestionar el poder de los «amigos del comercio» de formas muy sutiles y
molestas.
Urge neutralizar los poderes e influencias de la literatura. De
varios modos. La posmodernidad se encarga de ello: hay que disolverla en
cultura, de manera que los estudios culturales reemplacen y extirpen los
estudios literarios; urge analfabetizar sistemáticamente a la población, para
que no disponga de recursos interpretativos sobre los materiales literarios, su
Historia y su geografía; procede imponer la autoayuda y el autoengaño en lugar
de la literatura y la experiencia educativa del desengaño...
La negación del árbol de la ciencia
literaria, del fruto del conocimiento de la literatura, ha sido siempre un
objetivo de la Anglosfera. El mundo anglosajón reconoce su absoluta
inferioridad ante la mayor y más poderosa construcción de la Europa
mediterránea: la literatura de Grecia, Italia y España. Es imprescindible
inhabilitarla: invisibilizar históricamente a sus autores, incapacitar
contemporáneamente a sus lectores, censurar y cancelar académica y universitariamente
a sus intérpretes.
Es clave imponer y hacer creer una mentira
decisiva, según la cual la literatura no se puede estudiar científicamente. He
aquí una falencia a la que la Anglosfera no renunciará jamás. Contra esa
mentira se escribió la Crítica de la razón literaria. Entre otras cosas.
Entrevista de Alonso
Rabí Do Carmo a Jesús G. Maestro
1. [Alonso Rabí Do Carmo]: En un mundo
dominado por la tecnología, la inmediatez, el pragmatismo sin ética y la
banalidad sin fin, ¿cuál es el destino de la literatura? ¿Está acaso en peligro
de muerte?
[Jesús G. Maestro]: La literatura
no tiene ningún destino específico. El futuro se construye, no se adivina. El
futuro de la literatura y el futuro de cualquier otra cosa. Presuponerle a la
literatura un destino es un idealismo. Acaso también una presunción. La
literatura, como el sentido del humor o de lo trágico, se escribe y se
construye según la inteligencia de la que se dispone. Cuando el mundo era
diferente a lo que hoy es, y me permito dudar de que esencialmente haya sido
alguna vez diferente a lo que actualmente es, la literatura era indiferente a
las pretensiones del destino y de las utopías de los seres humanos. La
literatura no depende del destino del mundo: la literatura depende de la
inteligencia humana. En todo caso, es innegable que en una sociedad sin
tecnología, sin prisas y sin pragmatismo, hay literatura igual que la hay en
una sociedad de signo contrario. Este hecho lo he explicado en mi obra Genealogía de la literatura, donde se interpreta la literatura según una conjunción de
conocimientos críticos o acríticos, racionales o irracionales. Una sociedad
pragmática no da lugar necesariamente a una literatura ni mejor ni peor que la
que se puede originar en una sociedad estéril. Por otro lado, la banalidad, sea
del bien, sea del mal, no asegura por sí misma una buena literatura, ni tampoco
una mala literatura. La banalidad del mal, como la banalidad del bien, en sí
misma no significa nada. Vincular el valor de una obra literaria a un
determinado tipo de sociedad es algo que en sí mismo tampoco explica nada.
Sugerir que un mundo no sometido a la tecnología o a la inmediatez, por
suscribirme a los términos de la pregunta, da lugar a una literatura de menor
calidad que la que genera otra sociedad es un error. Por otro lado, aplicar a
la literatura la idea de un «peligro de muerte» es algo más humano que
literario, más apocalíptico que realista. La literatura aparece y desaparece a
lo largo de la geografía y de la historia, como aparecen y desaparecen, crecen
o disminuyen, muchos otros aspectos y variables, como son la libertad, la
inteligencia, la razón o simplemente la estupidez. Tocante a literatura,
estamos hoy como siempre. Rodeados de parásitos, de tontos charlatanes y de
inteligentes que, atentos a su astucia, esperan su momento. Los genios lucen
más después de muertos. Sobre todo, una vez que el poder ha controlado las
consecuencias de su genialidad. La literatura atrae a todo tipo de parásitos,
sofistas, charlatanes y apocalípticos, que viven de ella como cualquier
vendedor de humo vive de sus vacuidades, desde la felicidad o la geopolítica
hasta la aruspicina o el tarot.
2. [ARDC]. Humanoides
letrados: ¿Pesadilla o próxima realidad? ¿Qué es lo peor y lo mejor que tiene
la inteligencia artificial que ofrecerle a la literatura?
[JGM] La literatura
y la inteligencia artificial no tienen nada que ver. La literatura es obra de
la inteligencia natural humana y de sus posibilidades de racionalismo. La
inteligencia artificial es una pseudointeligencia, una programación de
combinaciones infinitas y selectas que ofrece al ser humano determinados
resultados y posibilidades optimizadas. En el caso de la literatura, la llamada
inteligencia artificial es útil a los autores de kitsch y modelos
ortodoxos de pseudoarte. Sirve al mercado y a la producción mecanizada de
textos y productos cualesquiera. La literatura, la verdadera literatura, valga
la redundancia, es totalmente indiferente a la inteligencia artificial. Quien
no es indiferente a las tentaciones que le ofrece la inteligencia artificial es
quien carece de la inteligencia natural necesaria para escribir obras
literarias. El lector que, sin formación literaria, no desea adquirirla es y
será siempre indiferente a la literatura. Y para este tipo de lector cualquier
cosa puede pasar por literatura, desde un código de barras hasta el prospecto
de un medicamento, lo elabore una inteligencia artificial o lo redacte un
chimpancé tecleando una pantalla digital.
3. [ARDC].En el mundo
de hoy la educación se orienta cada vez más a alimentar el mundo laboral,
olvidando que la educación toda es un proceso formativo en el que se adquieren
conocimientos, claro, pero también valores fundamentales como el pensamiento
crítico. ¿Qué hacer?
[JGM]Pues cada uno
hace lo que puede, lo que sabe y no lo que quiere, sino lo que le dejan hacer.
Yo no creo que la educación organizada de espaldas al mundo laboral sea mejor,
ni más valiosa, que la educación orientada en función del mundo laboral,
empresarial o mercantil. Es, simplemente, una educación diferente. Es común
entre determinados idealistas de una supuesta educación humanista considerar
que una educación ajena a intereses empresariales es más valiosa. Eso es un
espejismo más, entre muchos otros espejismos. Es incluso una forma de
narcisismo gremial, muy propio de humanistas y académicos, y también una forma
de supremacismo moral, intelectual y hasta clasista. Algo en realidad ridículo
y también grotesco, sobre todo porque resulta irrelevante y económicamente muy empobrecedor.
La sofística enriquece más y mejor que el humanismo. Y hay que advertir que la
mayor parte de los humanistas son unos sofistas profesionales y de medio pelo.
Esta actitud o creencia de que una educación en valores ajenos a lo mercantil
resulta más valiosa que otras es en el fondo una forma de legitimar un
ascetismo idealista y fabuloso, es decir, de justificar erróneamente una vida
irreal, y francamente empobrecida, al margen del mercado y de sus exigencias. No
hay que olvidar que, hasta cierto punto, las exigencias del mercado son las
exigencias de la realidad, sobre todo en un mundo como el actual, donde el mercado
se ha apoderado del Estado, globalmente y acaso con intenciones seculares, es
decir, durante los próximos siglos. Los humanistas han sido (casi) siempre así:
narcisistas, parasitarios y engreídos en su propia esterilidad. Erasmo es un
magnífico ejemplo. Siempre han recelado de todo aquello que puede hacerles
competencia, sea el dominio de la Iglesia (a la que se subordinaron cuando les
hizo falta), sea el poder del Estado (con el que colaboran siempre que pueden y
del que reciben subvenciones, ayudas y premios), sea el afán depredador del
mercado (al que se venden felices y contentos de la forma más barata que puede
constatarse tan pronto como pueden), sea el poder de ciencias cuyo desarrollo
les hace sombra (ciencias a las que fingen interpretar desde una ignorancia con
frecuencia supina y absoluta). En realidad, todo saber es útil y necesario,
venga del mercado, o de cualquier otra parte, si nos permite hacernos
compatibles con la realidad y conocerla para preservar nuestra supervivencia
biológica. Lo que se haga con la vida es ya otra cuestión, que afecta a la
moral (la vida del grupo) y a la ética (la vida del individuo), entre otras
muchas cosas. Por otro lado, cuando se habla de «pensamiento crítico», confieso
que no sé realmente de qué se habla. Pensamiento crítico, ¿de qué? Hoy se
observa que muchas personas que se declaran críticas por su forma de pensar,
cuando exponen lo que dicen pensar, dejan en evidencia que ni piensan ni saben
lo que es la crítica. Sus pensamientos son emociones en el vacío, o más
simplemente aún: son reacciones emocionales suscitadas por ilusiones,
espejismos o ideologías. Y sus críticas son ocurrencias fugaces, pasajeras o
completamente ridículas. Yo recomendaría a muchas personas que pierden su
tiempo prestando atención a quienes dicen dedicarse o ejercer el pensamiento
crítico, que se pregunten en qué trabajan estos pensantes críticos, y que
constaten que estos timadores, en la mayor parte de los casos, no trabajan en
nada útil. Entre otras cosas, porque lo que dicen pensar no son, en realidad,
más que tonterías y ocurrencias. Eso sí, muy seductoras. Téngase en cuenta que
cuando se admira en demasía la inteligencia ajena, tal vez la causa es que,
simplemente, se carece de inteligencia propia. A veces, la inteligencia del prójimo es sólo un espejismo resultante de la
ignorancia en la que uno mismo vive sin saberlo.
4. [ARDC].Es muy
claro el retroceso de las Humanidades, tanto en las escuelas como en las
universidades. Se las considera imprácticas, verbosas, incapaces de resolver
problemas concretos. Tengo la incómoda impresión de que en estos días ser
profesor de literatura es pertenecer a una especie en extinción, o en la
versión más mejorada de este pesimismo, alguien excéntrico.
[JGM]A las
humanidades se las considera así, inútiles, porque los humanistas son también así,
inútiles. La mayor parte de los humanistas ni son humanistas ni son nada, y no
sirven ni a las lenguas ni a las literaturas, ni absolutamente a nada ni a
nadie. Son parásitos. Hoy ser profesor de literatura es ser lo de siempre. Hay
profesores de literatura muy bien formados, pero son poquísimos. Como siempre
ha ocurrido. La mayor parte, como Vd. dice de las humanidades, son personas
rábulas, inútiles, irresponsables incapaces de resolver cualquier tipo de
problema. Esto es una realidad totalmente innegable. El fracaso de las
humanidades es resultado del fracaso de quienes se dedican a ellas. La mayor
parte es gente que no sirve para nada, y se mete en esta profesión, la de
profesor de literatura, para disimular su inutilidad. Es una forma de
parasitismo. La crisis de la clerecía ha provocado un crecimiento del
parasitismo humanista y académico. La gente ha cambiado el seminario por la
universidad. La filosofía es una secularización de la religión. Las Iglesias
están vacías y las Facultades de Filosofía están saturadas de gentes que en
otro tiempo no serían otra cosa que seminaristas. En una generación más, esto
también habrá cambiado, y los llamados filósofos se dedicarán a la autoayuda,
es decir, a vender humo. De hecho, la filosofía siempre ha vendido humo: lo que
ha cambiado es su clientela. Primero han sido los creyentes en dioses,
divinidades y criaturas metafísicas. Es la etapa en la que la filosofía está al
servicio de la religión. Después, con el triunfo de la Ilustración y de la
razón secular, la filosofía se pone al servicio del Estado y de las ideologías
políticas. Sus nuevos clientes son los votantes y los partidos políticos: las
creencias ya no religiosas, sino políticas. Los nuevos dioses son los
estadistas, los superhombres, los duces, Führer y caudillos. Hoy,
agotados todos los productos religiosos y políticos, la filosofía vende el humo
de la autoayuda. Son los nuevos clientes. De buscadores de dioses, los
filósofos han pasado a ser inventores de superhombres, y hoy, actúan como
ingenieros de la felicidad y otras monsergas por el estilo. Eso es la filosofía:
un timo atractivo y seductor, con atavío académico, retórica solemne y un lenguaje
casi onírico y quimérico. El resultado es una forma acomodada de ejercer la
pseudociencia.
5. [ARDC].En una
conversación con un intelectual de mi país, surgió la idea de que hacer y
practicar humanidades era una forma de ejercer resistencia. ¿Suscribiría esto?
[JGM]Pues no lo sé,
porque para poder suscribir algo así tendría que saber a qué se resisten las
actuales humanidades, cuáles son sus contenidos y contra qué se oponen. ¿A qué
se resisten? Yo en las humanidades y en los humanistas solamente veo
colaboración con el poder. Concretamente, con el poder que más calienta. Un
poder cambiante y mutante, por supuesto, al igual que los intelectuales y
humanistas, perfectos heliotropos del amo de cada época y lugar. En realidad,
veo todo lo contrario a resistencia: constato sumisión, obsecuencia y
servilismo. Hoy cualquiera de nosotros puede observar que bajo el rótulo de
«humanidades» cabe cualquier cosa: filosofía (pero... ¿qué filosofía?, porque
unas son incompatibles con otras), ideologías (pero... ¿qué ideologías?, porque
hay muchísimas, y casi todas luchan también unas contra otras), credos,
fideísmos, culturas, indigenismos, fanatismos y hasta religiones... Por lo
tanto, habrá que delimitar muy bien cuáles son los contenidos de esas
humanidades de las que hablamos. Por otro lado, observo igualmente que quienes
dicen hablar en nombre de las humanidades son gentes bien acomodadas en el
sistema, trabajan en colaboración con diferentes poderes. Veo, sin ser
visionario, profesores de universidades del primer mundo muy bien pagados por
un aparato político e ideológico que los promociona, edita y galardona
globalmente. Por eso me pregunto, no sin razones, en dónde está esa
resistencia, y contra quién se ejerce. La supuesta resistencia de las
humanidades es una farsa, un idealismo, un autoengaño, un timo o un mito, si se
permite el anagrama. Muchos humanistas ―no generalicemos acríticamente― viven
en perfecta consonancia con el poder. Hoy, como ayer. No necesitan oponerse ni
resistirse a nada. No hay ninguna razón para ellos ni para ello. Hoy una gran
mayoría de intelectuales europeos animan a las multitudes a ir a una guerra.
Lejos de rechazar la guerra, estos intelectuales exigen que Europa se rearme, y
agitan a las masas a guerrear. Pero no veo que ninguno de estos intelectuales
se haya alistado en ningún ejército ni frente de guerra. ¿Dónde está, entonces,
la resistencia de las humanidades? Yo sólo veo colaboracionismo de estos
humanistas con el poder político. Si tanto quieren proteger al pueblo de una
guerra, en lugar de animarlo a guerrear, deberían ser ellos quienes lo
defendieran alistándose en el ejército que consideren oportuno. ¿Por qué no rehabilitan,
con el ejemplo, la clásica tradición de las armas y las letras? Si quieren
guerra, que vayan ellos al frente de guerra, pero que dejen al pueblo en paz,
nunca mejor dicho. Porque hoy el pueblo sabe que la guerra es la distancia que
separa a los idealistas de la realidad. Y lo saben mejor que todos esos
intelectuales y humanistas que incitan a la guerra en tiempos de paz. Hoy, como
ayer, muchos de estos intelectuales ―insisto en no generalizar― son los mayores
idealistas de una sociedad. Y los idealistas son los más peligrosos recursos
humanos de cualesquiera totalitarismos. Son sus fuerzas armadas básicas.
6. [ARDC].¿Cómo se
explica usted estos retrocesos educativos? ¿El solo poder de las agendas
conservadoras es suficiente para eso o hay más? Se cambian los finales de obras
clásicas para no ofender a ciertos auditorios, en el peor de los escenarios se
prohíben y censuran libros y autores. ¿A dónde vamos?
[JGM]Vamos a donde
siempre hemos estado: a una lucha constante por la libertad. Los retrocesos
educativos, como los avances educativos, son ciclos históricos, geográficos y
políticos, como son todas las cosas, y también la literatura misma. Los
programas y las agendas conservadores, como los de sus adversarios, son
cambiantes y mutantes, como sus propias denominaciones (Ilustración, idealismo,
marxismo, krausismo, socialismo, comunismo, globalización, «woke», etc.). La
polionomasia es infinita. Hoy son unos y mañana otros. Las gentes de cada época
y lugar hipotecan sus vidas defendiendo a unos o a otros según momentos,
circunstancias y variables. Pero en esencia todo sigue igual: unos oprimen y
otros son reprimidos, unos hacen de inquisidores y otros de herejes. En todas
las épocas se ha interpretado el pasado, y también el presente, según el poder
imperante. Hoy, igual. Cambia quien ejerce el poder y cambia el contenido de la
censura, pero el poder como tal y el acto de censurar como tal siguen vigentes.
Hoy, como siempre. Esperar lo contrario es un idealismo, una vana espera. Si
alguien pensaba que la democracia era un sistema político diferente a otros, en
nuestro presente siglo XXI tiene las respuestas necesarias para desengañarse.
Cada cual que haga y que piense lo que quiera, pero lo cierto es que, en plena
democracia, la censura se impone con la misma fuerza que en siglos pasados bajo
absolutismos feroces y reprobables. Digo con la misma fuerza, pero no siempre con
las mismas consecuencias. Hoy no se quema a la gente viva en una hoguera, ni se
la guillotina en una plaza pública. Por el momento. Pero no es menos cierto que
muchas personas esperamos de la democracia algo más que la derogación de
hogueras y guillotinas. Ha sido un paso decisivo, pero sospechamos que es
insuficiente, y tememos que puede resultar reversible. ¿A dónde vamos? Yo no lo
sé. No manejo la presciencia ni la aruspicina. Pero espero que no volvamos a
revivir feroces tragedias como las del pasado más reciente, tragedias como las
de una Alemania que legitimó en el poder a los ingenieros del nazismo tras la
primera posguerra mundial y hasta su derrota en mayo de 1945. Acaso vamos hacia
un mundo en el que la democracia se comporta ya de hecho y de derecho como un
nuevo totalitarismo, pero con formas insólitas y tal vez no tan cruentas como
en otros tiempos pasados. Eso lo sabrán quienes sobrevivan a la primera mitad
del siglo XXI. Porque cuando la democracia se comporta como si fuera un
totalitarismo es posible que la democracia sea ya un totalitarismo que finge
ser una democracia.
7. [ARDC].Pasemos a
un tema quizá más grato. Cervantes y el Quijote. Usted subraya la plena
vigencia del Quijote. Parecería un acto contradictorio en la medida en
que Don Quijote se lee de verdad ―si es que se lee― recién en el punto
más temprano de la adultez…
[JGM]No sé a qué
edad la gente que lee el Quijote lee el Quijote. Yo lo leí con 14 años, y lo seguí
leyendo desde entonces en varios momentos de la vida. Lo he estudiado a fondo,
según mis posibilidades, y he dado cuenta de ello en mi obra Crítica de la razón literaria, en
concreto en el volumen 20 de los 25 de que consta esta obra, titulado Anatomía
del Quijote. No
creo que una persona adulta, por el hecho de ser adulta, tenga más capacidad de
comprensión que otra joven por ser joven al leer esta novela. La capacidad de
interpretación depende de la formación adquirida, y no tanto de la experiencia
o de los años acumulados. El diablo no sabe más por viejo que por diablo. Eso
es una gran mentira disfrazada de paremia. El diablo nace viejo, podríamos
decir, y, como todo ser humano, nace sabiendo maldades innatas. El diablo sabe
más por humano que por diablo. Y los diablos no leen el Quijote. De
hecho, el ser humano deja de ser una criatura diabólica cuando comienza a
comprender lo que es la literatura.
8. [ARDC].Hay
múltiples maneras de interpretar la vida de Alonso Quijano, luego don Quijote.
El idealismo, la locura, la ilusión barroca, etc. ¿Qué se lee
contemporáneamente, hacia donde van las recientes lecturas del Quijote?
[JGM]A donde han
ido desde la Ilustración y el Romanticismo: hacia el idealismo más estúpido.
Cuando alguien me dice que ha leído el Quijote y con él ha aprendido a soñar, en
primer lugar, me pregunto qué tipo de chorradas puede soñar, y en segundo lugar
me digo (a mí mismo, porque a tal interlocutor no tengo nada que decirle)... «otro
que no se ha enterado de nada».El
idealismo es esencialmente una invención germana, luterana primero y kantiana
después. Hitler creyó en ella atrozmente. Y ya sabemos cómo acabó esa
monstruosísima barbaridad. Los sueños de los idealistas provocan insomnio. Son
salubérrimos para enloquecer y fracasar. Creer en las utopías de los idealistas
conduce a horrendos mataderos humanos. Los griegos homéricos inventaron la
ficción, pero no el idealismo. Los hebreos patentaron las Sagradas Escrituras.
Es el idealismo del dogma. Pero la literatura es otra cosa. La literatura no es
ni dogma ni utopía. Es ficción. El sentido de la ficción es algo de lo que
carecen los curas y los filósofos. Les cuesta trabajo comprender la ficción. De
hecho, no la comprenden. Se toman la ficción en serio. Se siente deslegitimados
y ofendidos por la ficción. El dogma y la utopía los atenaza y no les deja ver
más allá de lo que les ofrecen sus propios fantasmas, a los que tratan como
entes y criaturas reales. Los filósofos ven mónadas, noúmenos, espíritus
absolutos, demiurgos, dioses ―como los curas―, cosas pensantes, superhombres,
inconscientes, figuras como el Da-Sein y espectros de todo tipo. El
mundo hispanogrecolatino depositó la ficción en el arte, no en la política. Ningún
hombre de Iglesia puede admitir que su Dios es una ficción literaria. La
política nunca creyó en la religión, sino que la usó como un medio de organizar
la vida social. Con frecuencia de forma cruenta. Hoy, sin embargo, un gozque es
más terapéutico que un cura.
9. [ARDC].En la
universidad un profesor muy entusiasta definía el Quijote como libro de
libros, libro para lectores y manual para escritores. ¿Sigue siendo así?
[JGM]Del Quijote
cualquiera puede decir cualquier cosa. Es una forma de hacerse publicidad. Esa
afirmación de que «el Quijote es un libro de libros, un libro para
lectores y un manual para escritores» puede decirse del Quijote, del derecho penal o de un código
de barras. Es propio de un profesor de universidad hacer ese tipo de
afirmaciones. Me recuerda a las de Tomás Rueda, ese personaje cervantino que se
creía de vidrio sólo porque se comió el membrillo de una cortesana y su
inmadurez sexual no le permitió estar a la altura, un tontaina que llena la
novela que lleva su nombre de un cúmulo de afirmaciones estúpidas y vacuas, que
causan la admiración simplona de los profesores, doctores y teólogos
universitarios que dicen haberle dado clase. Una burla pavorosa de Cervantes a
lo que hay dentro de la Universidad.
10. [ARDC].Hay muchas
audacias en el Quijote. Me parece ver que en la relación entre Cervantes
y Cide Hamete, como autores, está el germen de ese famoso cuento de Borges
titulado «Pierre Menard, autor del Quijote».
[JGM]Ese cuento de
Borges es una soberana tomadura de pelo. Sirve para que con él se entretengan
teóricos de la literatura de alto voltaje, cuyo objetivo es resolver problemas
que no existirían si no existiera la Teoría de la Literatura. Borges es una
castalia de sofismas. Un venero de ocurrencias para teóricos y parásitos de la
literatura. Es muy rentable. Una cita de Borges queda bien en cualquier parte. Sirve
para todo porque no sirve realmente para nada.
11. [ARDC].El corpus
de biografías de Cervantes es muy considerable en volumen. ¿Usted como lector,
cuál de ellas recomendaría y por qué?
[JGM]Todas dicen lo
mismo. Leyendo una, una cualquiera, se han leído todas. No en vano todas se
refieren al mismo autor: una persona genial que escribió la más valiosa
literatura de todos los tiempos como si él mismo, Miguel de Cervantes, no
hubiera existido ni vivido jamás en ninguna parte. Sospecho que Cervantes era
de origen gallego. No puedo demostrarlo, pero intuyo que su genealogía está en
Galicia. Y digo lo que he dicho ya muchas veces: todos los españoles comunes y
corrientes, aquellos que no formamos ni hemos formado nunca parte de las
élites, somos un Cervantes que no ha escrito el Quijote.
12. [ARDC].¿Qué obra
de autor español contemporáneo le parece particularmente destacable desde su
punto de vista?
[JGM]Después de Cien
años de soledad no se ha escrito nada superior a esta epopeya contemporánea
del mundo hispano. A partir de aquí, cada cual puede hablar de sus gustos ―y
disgustos― personales y literarios como le venga en gana. Yo digo lo que pienso.
13. [ARDC].Se han
discutido largamente los méritos científicos de la teoría literaria. ¿Es
ciencia la literatura o puede aspirar a serlo? Suponga que se lo pregunta un
párvulo…
[JGM]La tesis 4 de
la Crítica de la razón literaria dice
explícitamente que «la literatura no es una ciencia», y lo explica con las
siguientes palabras: «La literatura no es una ciencia ni una filosofía, aunque
pueda contener informaciones científicas o aseveraciones filosóficas: la
literatura es una obra de arte poética y ficticia, que exige, más allá de lo
sensible, una interpretación inteligible, en términos racionales, críticos,
científicos, dialécticos y sistemáticos, la cual constituye un desafío
permanente a la inteligencia humana». Afirmar que la literatura es una ciencia
es una absurdidad del tipo «el agua oxigenada es una ciencia» o «un podenco es
una ciencia». Pero los filósofos tienen más ocurrencias que los poetas. Cada
cual se gana la vida como puede. Lo comprendo. Los párvulos no preguntan sobre
lo que ignoran, porque no son conscientes de lo que ignoran. Los párvulos
preguntan ocurrencias, con frecuencia filosóficas: ¿si un árbol se cae y nadie
lo oye caer, hace ruido o no hace ruido? Dos filósofos podrían estar siglos
debatiendo al respecto. Una persona trabajadora no puede permitirse tal
ergotismo: tiene que ganarse la vida. Una pregunta que plantea si la literatura
es o no una ciencia revela, esencialmente, una incapacidad previa y duradera
ante la literatura y ante las ciencias. Una pregunta así implica, ante todo,
una pésima digestión y estudio de ideas y conocimientos en relación con la
literatura y con las ciencias. Una pregunta así es el resultado de una
intoxicación filosófica grave. La filosofía, con frecuencia, estropea todo lo
que toca. La filosofía, por desgracia, y es muy triste decirlo y aún más
lamentable constatarlo, está muy adulterada por la ignorancia de la mayor parte
de las personas que se dedican a ella.
14. [ARDC].Usted ha
dicho una frase polémica: «Los ricos no tienen ideologías, tienen dinero» y ha
dejado la ideología en manos de los pobres. ¿Podría dar más detalle sobre esto?
[JGM]Sí, lo que
dije exactamente, y está escrito en mi libro Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, es que «los ricos no tienen
ideología, tienen dinero: la ideología es la emoción de los pobres». Es tan
evidente que no necesita en realidad ninguna explicación. Las ideologías son
formas de organizar emocionalmente la ignorancia colectiva. En el pasado, la
ignorancia colectiva se administraba a través de las religiones, la ortodoxia y
la heterodoxia, las sectas y los heresiarcas, las inquisiciones y las hogueras.
Lo hemos dicho. Hoy esta labor la llevan a cabo no las Iglesias, sino los
partidos políticos, al menos en las democracias occidentales. A los ricos les
importa muy poco la ideología que elijan los pobres. De hecho, promueven la
libertad de elección y de cambio entre múltiples ideologías posibles. Para que los
pobres escojan, muten y se entretengan bien hormonados emocionalmente con
ellas. Lo que les interesa a los ricos, como es lógico, es gestionar el dinero particular
y globalmente. Las ideologías son un medio más de ejecutar esas y otras
gestiones. Antes era la religión, hoy es la ideología. Advierta que la
filosofía siempre anda por el medio, buscando también su lugar y comedero.
Antaño, la filosofía se ocupaba de los dioses ―que eran el instrumento del
poder, el látigo―, y lo suyo ―me refiero a la filosofía― era coquetear con la
religión, las sectas y las creencias metafísicas. Con el fracaso de las
religiones y el éxito de la secularización de las creencias, la filosofía
cambió de bando, y comenzó a coquetear con las ideologías, que daban más dinero
y visibilidad que las religiones. Hoy el látigo son las ideologías. Unas y
otras se flagelan entre sí, y todas ellas flagelan ante todo a sus miembros y
seguidores. La secta vigila más a sus miembros que a sus enemigos, he oído
decir. Es entonces cuando la filosofía se convierte en el motor y el
combustible de la política. El siglo XVIII es el momento histórico en el que la
cortesana cambia de cama. De la Iglesia al Estado. El marxismo es, en este
punto, un movimiento clave. Los seminarios se vacían para llenar de recursos
humanos a las Facultades de Filosofía. El resultado, como el objetivo, es el
mismo: la gestión de las creencias colectivas, primero en nombre de la
religión, después en nombre de la ideología. Hoy, en nombre de la autoayuda. Fíjese
que la filosofía está en todas partes. Ayer, confesionalizada en las Iglesias,
bajo la cobertura de la teología; hoy, secularizada y politizada en los
partidos políticos, bajo la indumentaria plural de las ideologías. La
democracia posmoderna hace el resto. ¿En dónde están los ricos? Donde han
estado siempre: trabajando en sus negocios, haciendo caja. Los ricos trabajan
mucho más de lo que los pobres imaginan. Y su vida no es tan fácil como se
cree, ni como se idealiza desde las clases más bajas. ¿En dónde están los
pobres? Donde siempre, sobreviviendo como pueden, haciendo milagros para llegar
a fin de mes, y siempre hablando de política, e hipotecando su vida en nombre
de una o varias de las religiones o ideologías que los administradores de
emociones diseñan para ellos. Da igual que se les diga con palabras claras y
precisas: la mayor parte de la gente no se entera de nada. La verdad se puede
publicar a los cuatro vientos. Da lo mismo. La verdad no interesa a nadie. Y
menos que a nadie a los filósofos. Con frecuencia se jactan de afirmar que son
más amigos de la verdad que de Platón. En realidad, son, como todo ser humano,
más amigos de los vicios que más virtuosamente dicen combatir, como lo es todo
hijo de vecino. Sin duda, la gente prefiere la mentira. Siempre. El prejuicio
es mucho más rentable que cualquier otra cosa. Entre el original y el
sucedáneo, la gente compra el sucedáneo. El éxito del low-cost no es una
casualidad.
15. [ARDC].Usted
tiene una clara vocación por la docencia y por la crítica. Me pica la
curiosidad por saber si ha incursionado en la ficción, si a lo mejor es autor
de una obra secreta…
[JGM]Sí, he escrito
dos cuentos totalmente irrelevantes, que están disponibles en mi canal de
YouTube, en estos dos enlaces. Se titulan Yo soy casi luzbelina (https://youtu.be/7bUXLlIZV0A) y Yo no soy una ficción (https://youtu.be/5ZqrlO8KKbU). Cualquiera puede acceder a ellos.
He escrito más. Los publicaré cuando me parezca. Y aclaro acaso algo
importante: yo no tengo vocación en absoluto ni por la docencia ni por la
crítica. Yo tengo interésen que la
literatura tenga valor y en que el ser humano sea capaz de interpretar esos
valores. Y hasta tal punto tengo interés en eso que he hipotecado mi vida para
cumplir esos objetivos. Lo que cada persona haga con mis ideas ya no es
responsabilidad mía. Yo hablo para que la literatura tenga valor, no para tener
seguidores. No soy el flautista de Hamelín, ni trato a mis oyentes como a
criaturas musoritas para exhibir estadísticas. Eso ya lo hacen los demás. Yo sé
distinguir entre seguidores e intérpretes. Me quedo con los segundos, que, para
mí son los primeros.
16. [ARDC].¿Le queda
tiempo para leer por placer, más allá de las obligaciones de la academia?
[JGM]Nunca he leído
por placer. Y nunca he leído con prisa. Por placer hago otras cosas que no
tienen nada que ver con la literatura, ni con la lectura, ni ―desde luego― con el
trabajo, que es aquello, el trabajo, que sólo hago por dinero. Es un grandísimo
error considerar que la literatura tiene como fin el placer, porque considerar
que la literatura es placer supone ignorar todo acerca de la literatura y,
sinceramente, no tener ni la menor idea de lo que es el placer. La literatura
no es un consolador. La idea de literatura como placer es, una vez más, una
idea ilustrada y romántica, no absolutamente genuina del idealismo anglosajón,
porque ya estaba en clásicos como Horacio, pero combinada en el mundo
hispanogrecolatino con la exigencia de conocimiento. Esta exigencia de
conocimiento la anglosfera la niega totalmente, porque ni la ve ni es capaz de
afrontarla. De ahí que niegue, también, la posibilidad de interpretar
científicamente la literatura y el arte, y reduzca ambas actividades humanas a
una finalidad placentera, prostibularia o simplemente estúpida. Pero eso sí:
siempre comercial. El mundo anglosajón convierte en dinero todo lo que no puede
destruir. No por casualidad prohíbe todo aquello que no es rentable, desde el
conocimiento científico de las artes hasta la sexualidad humana en contextos no
mercantiles. Era Borges quien decía que sus noches estaban llenas de Virgilio. Pobre
hombre. Yo no me voy a la cama con Virgilio, desde luego.
17. [ARDC].¿Qué ve en
el futuro del libro y la lectura?
[JGM]Veo gente convertida en una hemorragia
de emoticonos.
* * *
Entrevista de Alonso Rabí Do Carmo a Jesús G. Maestro: 17 preguntas clave sobre Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI
Es necesario, pues, identificar en toda obra de arte literaria estas tres dimensiones.
En primer lugar, una concepción mecanicista, o estrictamente constructiva de la literatura, que hace referencia sobre todo al acto de construcción (tékhnē), al arte de elaboración o composición de la obra literaria (poieîn), que apela directamente a su autor, en tanto que artífice material de ella.
En segundo lugar, una visión sensible, psicológica o fenomenológica de la misma obra literaria, que apelará en este punto a la sensibilidad del lector o espectador, esto es, a la estética o sensación (aisthesis), en el sentido más puramente etimológico del término.
A este destino, la sensación o aisthesis, redujo y jibarizó el idealismo alemán el valor de una obra de arte: a la novedad de sus efectos sensibles, sepultando en la sensibilidad del receptor toda exigencia de interpretación normativa por parte un crítico que pretendiera ir más allá.
De este modo la subjetividad de lo sensible devoró, e incluso exterminó, la objetividad de lo inteligible. Así disolvió el idealismo alemán lo inteligible de la literatura y en lo sensible del arte: incluso se facultó a la sensibilidad del lector para derogar cualquier pretensión o exigencia de interpretación científica del arte y de la literatura por parte del crítico, intérprete o transductor.
He aquí el imperativo más aberrante del Romanticismo anglosajón y anglogermano, asumido absurdamente en la Edad Contemporánea por buena parte de la Hispanosfera: la sensibilidad del artista prohíbe al crítico toda interpretación científica del arte y de la literatura. Huelga decir que contra este imperativo aberrante de la Anglosfera ―entre otras aberraciones de calibre posmoderno―, se ha escrito la Crítica de la razón literaria.
Y en tercer lugar, y a fin de superar la experiencia meramente sensible o fenomenológica de la literatura, se impone una interpretación de los materiales literarios basada en criterios racionales y lógicos, capaz de hacer comprensible, de forma justificada y normativa, la labor artística y poética propia de un genio, es decir, de un escritor que alcanza en su obra literaria una originalidad plena o superlativa en dos órdenes fundamentales y obligatorios en toda obra de arte verdadera: la creación de nuevas formas o procedimientos de construcción literaria y el descubrimiento de nuevos materiales o contenidos de invención literaria.
Un genio, en el arte en general, y en la literatura en particular, es un autor que crea contenidos nuevos y formas igualmente nuevas, de tal manera que sus obras de arte instituyen un racionalismo inédito, inexistente antes de él, y que exige a sus lectores contemporáneos pensar en términos literarios y artísticos superiores a los que él mismo ha recibido en su formación, de modo que su obra literaria va más allá del racionalismo en el que se encontraban sus contemporáneos antes de acceder a la lectura su obra.
Una obra de arte genial es aquella que nos sitúa un nivel de racionalismo superior al que hemos conocido y superior a aquel en el que nos encontramos. Una obra literaria genial es una obra literaria que exige razonar más y mejor que el resto de las obras literarias preexistentes. Es un obra que va más allá de la razón al uso, conocida y codificada.
Dicho sintéticamente: el Quijote de Cervantes pone sobre la Historia de la Literatura una obra que exige al ser humano pensar en la literatura desde un racionalismo inédito para el siglo XVII, es decir, que los contemporáneos de Cervantes se verán obligados a razonar ante la literatura de una forma mucho más compleja, avanzada y ambiciosa de lo que habían hecho hasta la publicación del Quijote en 1605.
Esto explica el tópico de que muchos contemporáneos no comprendan las obras geniales que tienen ante sí, y viceversa, que muchos autores geniales resulten incomprendidos por sus conterráneos y sus contemporáneos, desde el momento en que todo genio que verdaderamente lo es construye obras que superan las exigencias del racionalismo preexistente en su tiempo y en su espacio, en su historia y en su geografía, esto es, en su cronotopo político. Los contemporáneos y los conterráneos son demasiado pasionales y envidiosos como para juzgar rectamente a su prójimo.
Nadie es profeta en su tierra, ni tampoco en su época. De ahí la importancia de los críticos y de los intérpretes, ajenos en el tiempo y en el espacio, como responsables de hacer inteligible, más allá de lo sensible, el significado insólito de obras literarias y artísticas que, por su genialidad, rebasan los límites del racionalismo contemporáneo.
La supremacía del espacio estético o poético reside precisamente en la construcción e interpretación de obras geniales, es decir, de obras que tanto en el contenido como en la forma superan toda experiencia artística precedente. Lo contrario es repetición de temas conocidos, o de formas y técnicas igualmente consabidas, es decir, lo demás es un kitsch.
El proceso que conduce al exterminio del Humanismo en las aulas universitarias, a la extinción del estudio de las lenguas latina y griega en todos los niveles de enseñanza, y a la supresión de los estudios literarios, reemplazados por los estudios culturales (cultural studies), es un largo proceso que de hecho comienza en la Anglosfera con el Romanticismo, cuyas primeras reacciones académicas se urden y conjuran contra los estudios de retórica clásica.
Sin embargo, hay un hecho curioso: mientras el profesorado que está en su trinchera ve mermadas día a día sus posibilidades laborales y académicas en la enseñanza de las Humanidades y los estudios literarios y grecolatinos, algunos de los presuntamente «grandes humanistas» siguen ―ajenos a la realidad de esa trinchera académica y educativa― coleccionando premios y galardones (que les otorgan políticos de todas las especies), recitando discursos desde los que lamentan lo mal que está la educación ―de cuyo sistema llevan formando parte activa y elitista durante décadas―, y congraciándose siempre con lo políticamente correcto de cada ocasión, para mayor bienestar de su propia gloria y sustento mediático.
Entre tanto, el exterminio progresivo de la tradición literaria y humanista de genealogía hispanogrecolatina tiene en los estudios culturales anglosajones su último eslabón ―por el momento―, actual y posmoderno. ¿Qué vendrá después? China.
Pero... ¿y la literatura? ¿Qué tiene previsto hacer China con la literatura? ¿De qué se hablará en el futuro cuando se hable de literatura?
Sólo hay dos posibilidades. O bien se habla de tonterías, más o menos sofisticadas e ideológicamente suculentas, como de hecho ya se hace hoy en múltiples medios (incluidas las instituciones académicas, universitarias y sobre todo de enseñanza media, paradójicamente todas ellas «educativas»), o bien se habla de la historia y genealogía de tres países: Grecia, Italia y España.
En consecuencia, todo induce a suponer que los próximos siglos serán de un eclipse literario casi absoluto.
Los idealistas no saben qué hacer con la
literatura. Realmente, nunca han sabido qué hacer con la literatura. Cuando se
enfrentan a ella, se encuentran en un laberinto. En todos los casos, fingen
ante sus lectores una inteligencia de la que carecen, y que sólo resulta
alucinante para quienes, peores aún que ellos, por su ignorancia, se dejan
encantar y fascinar por palabras que les suenan bien simplemente porque no las
entienden. Y no las entienden porque nada significan. Lo peor de un ignorante
no es que no sepa distinguir un redondel de una circunferencia, según la
geometría, o un Mi sostenido de un Fa natural, según la escala cromática. Lo
peor es que no permite ni tolera que los demás sean capaces de distinguirlo y de
explicárselo.
La crítica literaria está sobresaturada,
sobre todo desde la Ilustración y el Romanticismo, de gentes que creen que
interpretar la literatura es escribir y publicar «cosas bonitas» sobre
literatura, desde citas ectópicas de metáforas ajenas hasta frases de autoayuda
que sólo se pueden cultivar en las emociones más básicas de un tercer mundo
semántico y bobalicón.
A la gente se la seduce por sus deficiencias
emocionales, no por su inteligencia. Eso lo sabe muy bien todo tipo de
sofistas, intelectuales y amigos del comercio. Y de este modo se la conduce
hacia los laberintos del siglo XXI, de modo que nadie pueda salir de ellos. La
ignorancia individual desemboca en la hipnosis colectiva. Porque hay algo peor
que un ignorante que desconoce lo que la literatura es: hablo del impostor que utiliza
la literatura para engañar a sus posibles lectores. Servirse de la literatura
para timar al prójimo es algo acaso tan infame como servirse de la medicina
para privar de vida a un ser humano contra su voluntad y conocimiento. Porque
privar a alguien de una vida inteligente es uno de los mayores actos de
crueldad y vileza que pueden darse en este mundo.
Jesús G. Maestro
A la gente se la seduce por sus deficiencias emocionales, no por su inteligencia: los timadores
Habitualmente se considera a Platón como fundador de la filosofía académica. Naturalmente esta consideración es razonable, pero también cuestionable desde determinados criterios.
Acaso Platón sea el fundador de la filosofía institucionalizada académicamente, más que de la filosofía académica propiamente dicha. Vamos a explicar esta cuestión.
No es Platón, a mi juicio, sino Aristóteles, quien lleva a cabo realmente esa fundación ―la fundación de la filosofía, como disciplina académica―, al liberar a la filosofía de una hipoteca metafísica, que la hace incompatible con la realidad.
Platón, en cierta medida ―y sólo en cierta medida, dado que introduce cambios fundamentales, como el principio de symploké y la ontología dialéctica―, es el canto del cisne de la metafísica presocrática.
Platón es un idealista filosófico, un utopista político y geómetra lúdico. Su idea de ciencia es totalmente formalista, sus planteamientos sobre política resultan absolutamente inviables, por imaginarios y fantasiosos, y sus conocimientos de literatura son abiertamente ridículos y por completo paupérrimos, además de amenazantes y patibularios.
Hoy no se puede hablar de literatura en términos platónicos ―es decir, no se puede citar a Platón, como una autoridad sobre poética literaria―, porque este filósofo idealista desconoció toda la literatura que, durante 25 siglos de Historia y comparatismo, constituye y conforma la ontología literaria que hoy tenemos delante y a la que podemos y debemos enfrentarnos. Y que, desde luego, no es posible ni legítimo ignorar.
No hay en Platón nadaactual sobre interpretación literaria. Citar a Platón como autoridad o referente de la literatura es una cursilería que sólo se pueden permitir novatos, diletantes o inexpertos. Veamos por qué.
La locura, como la literatura, siempre es racionalmente muy ambigua. Lo que de veras sorprende es que hoy, en el siglo XXI, siga hablándose comúnmente ―incluso académicamente también― de locura en términos parejos a los del mundo antiguo y arcaizante. Y es aquí, en relación con la locura y la literatura, donde tenemos nuestra primera cita clave con Platón.
Había en la genuina Grecia dos corrientes metodológicas explicativas de la locura. Una de ellas, de raíces científicas y materialistas, procedió de Hipócrates (c. 460-377 a.n.E.), quien, desde la Isla de Cos, interpretó la locura al margen de las teorías demonológicas y numinosas, indudablemente metafísicas, que sus contemporáneos habían heredado e impuesto.
Como sabemos, con Hipócrates surge en los siglos V y IV la primera escuela de medicina. Esta concepción hipocrática de la locura apunta genealógicamente a los pitagóricos, quienes, como el propio Hipócrates, consideraban que los trastornos mentales ―que hoy llamaríamos psicopatologías― tenían una causa física y exigían una explicación material.
Se desestimaban de este modo las causas demonológicas y las explicaciones metafísicas de cualesquiera problemas psíquicos relativos a declaraciones, acciones o pensamientos supuestamente anómalos o anormales. Desde tales criterios hipocráticos, la locura se concebía como una enfermedad física que tenía causas y consecuencias naturales.
Sin embargo, esta concepción de la idea de locura resulta eclipsada y destruida por Platón y su filosofía metafísica, idealista y utópica, desde la cual se restaura de nuevo la tesis demonológica y espiritualista como causa de la locura.
Desde finales del siglo V a.n.E., las ideas metafísicas (platónicas) sobre la locura se imponen a las tesis naturalistas o fisiológicas (hipocráticas) con un éxito sorprendente, el cual llega hasta nosotros, apadrinado por el cristianismo medieval, el protestantismo reformista, la ilustración europeísta ―pese a todos sus mitos hiperracionales y logocéntricos―, el idealismo alemán y la contemporánea posmodernidad anglosajona.
¿No es curioso que la filosofía (idealista) de Platón haya destruido la medicina (materialista) de Hipócrates? ¿No resulta sorprendente que la filosofía, que se jacta de fundamentarse sobre saberes científicos, los rechace y desestime irracionalmente, nada menos que para la posteridad, y discurra por los caminos propios de una metafísica para explicar la realidad material humana?
Platón (c. 427-347 a.n.E.) era aproximadamente unos 30 años más joven que Hipócrates, y su filosofía resultó más hechizante ―por idealista y utópica― que la medicina hipocrática, sin duda más naturalista, fisicalista y materialista. Y por ello mismo mucho menos atractiva.
En la Historia del pensamiento de Occidente, como del mismo modo ocurrió en Oriente, y acaso allí con mucha mayor intensidad, el espíritu siempre ha gozado de buena fama, sin cardar una lana, frente a una materia que, sin duda y por supuesto, resultó demonizada desde siempre de forma irrevocable y sin apelación posible.
La obra platónica, saturada de misticismo, y salvaguardada por los intereses políticos y religiosos del cristianismo de todos los tiempos ―tanto del católico como incluso, con más fuerza aún, del reformado―, destruyó para la posteridad el crédito de las ideas hipocráticas sobre la explicación naturalista y materialista de la locura.
Platón no sólo resultó ser en este punto un precursor del inconsciente freudiano, al anteponer el impulso místico como fundamento y motor de la locura, y prototipo del comportamiento psicopatológico, sino que fue responsable de legitimar la locura, ante los idealistas y románticos de la Edad Contemporánea, como una forma superior de racionalismo, al entender estos últimos, de forma revertida, que la «verdad» de lo humano se objetivaba en un inconsciente reprimido por la razón, o en un misticismo cuya fuerza se revelaba ―por fin, en libertad― en los estados oníricos, psicopatológicos o simplemente anómicos.
De este modo, toda forma de heterodoxia queda definitivamente justificada, tanto en términos políticos como religiosos, bajo el amparo posmoderno de una idea de libertad completamente gratuita y presuntamente irracional.
Enfrentarse a la razón será ―de nuevo― una forma de exhibir esta idea gratuita y falsa de libertad. Pero una cosa es exhibir un postureo libertario y posmoderno, y otra muy diferente es ejercer de veras la libertad. La saga de los sofistas y de los irracionalistas de diseño es recurrente: Montaigne, Rousseau, Nietzsche, Freud, Heidegger, Derrida, Foucault... E imitadores. Marx figura en otras listas, pero no en ésta. Carlos Marx no es soluble en ninguna posmodernidad. Su idealismo postula otros paraísos.
Sorprende impresionantemente que a nadie le haya sorprendido ―valga el extrañamiento― que Platón, el «fundador de la filosofía» para muchos autorizados filósofos, el transformador de la realidad a través de la política en su idealista República filosófica, en su modelo utópico e irreal de Estado, hubiera tomado como ciencia de referencia la geometría y no la medicina. ¿Por qué? ¿Por qué Platón toma como ciencia de referencia para entrar en la Academia la geometría y no la medicina? ¿Por qué puede entrar en la Academia quien ignore el materialismo médico pero no quien desconozca el idealismo geométrico? ¿Qué concepto tiene Platón de las ciencias? Pues un concepto completamente lúdico, idealista y logopédico. Platón juega con la geometría como si ésta fuera un logogrifo. ¿Qué puentes construyó Platón? ¿Qué campos aró, sembró o diseñó Platón como ingeniero o agrimensor gracias a sus conocimientos de geometría?
Usar la geometría para para proponer ejercicios mentales, no operatorios, y jueguecitos filosóficos y filosocráticos ―lo que equivale a decir también pseudofilosóficos y pseudosofísticos (porque toda filosofía no es sino una forma excéntrica de ejercer la sofística)― es una muestra más de cinismo y de ludismo que de originalidad filosófica y de desarrollo científico.
Desengáñese el admirador de los diálogos platónicos: Platón es artífice de una filosofía completamente incompatible con la realidad. Pero, precisamente por ello, de un poder seductor insólito y permanente. Platón es el primer seductor de idealistas. Y lo es aún hoy.
He insistido en diferentes lugares en que difícilmente se puede considerar a Platón como fundador de la filosofía. Platón es un sofista más, si bien excéntrico, como su maestro, Sócrates.
Si la filosofía tiene realmente un comienzo, éste está en la obra de Aristóteles. Platón es el canto del cisne de un pensamiento realmente presocrático: su visión idealista y utópica, mística y metafísica, aunque le lleva a superar el monismo y el relativismo de todos sus predecesores, impulsado por un afán de originalidad que sólo en cierto modo fue capaz de satisfacer, no nos sitúa en la realidad de este mundo, sino en el idealismo absoluto de las ideas puras.
Su filosofía, como la de su mítico maestro y socrático ventrílocuo, sin duda y sin reservas, no era de este mundo. Y esta huida hacia el idealismo, esta fuga hacia la metafísica idealista y utópica, tanto en política como en ciencia, es lo que hace fascinante su filosofía, aún hoy, para todos aquellos que ―adolescentemente― se ilusionan con la idea de ser disidentes, ante una realidad que les disgusta, y superiores, ante un entorno que ―como a Sócrates gualdrapero― no les comprende en su «genialidad».
Desde un idealismo filosófico incompatible con el racionalismo materialista, Platón explicó a su manera lo que formó parte de su tiempo y de su espacio, de su historia y su geografía, muy reducidas frente a las nuestras, con todas las limitaciones que esto entraña, y que la tradición posterior a Platón nos sirvió en bandeja —cristiana primero, y secularizada después—, como una preceptiva que estaba prohibido tocar y cuestionar, de la Edad Media romana y apostólica al Romanticismo teísta y protestante, y de éste a nuestra contemporánea y no menos espiritualista posmodernidad.
El propio Aristóteles fue extremadamente cuidadoso en este punto con su maestro. Aristóteles fue un discípulo que supo nadar y guardar la ropa. Si todo discípulo es un intérprete sin originalidad ―que más que interpretar al maestro simplemente lo sigue, lo cita o lo recita―, Aristóteles supo ser un discípulo original, valga la abismal paradoja. Porque un discípulo original, a partir de cierto punto, deja de ser un discípulo, y se convierte en otra cosa. Es decir, deja de ser ―también― un condiscípulo.
Platón impregnó de misticismo todas sus interpretaciones de la realidad, e hipotecó definitivamente de este modo no sólo su propia filosofía, sino toda forma posible de interpretarla.
Piénsese que para Platón hay dos tipos de locura: una, que resulta de la enfermedad física, de la que no se ocupa en absoluto; y otra, cuya causa es metafísica, y actúa por inspiración divina o posesión demoníaca, al dotar a su poseso de potencias ―que no facultades― proféticas, poéticas o irracionales.
Es potencia, y no facultad, porque, para Platón, nadie enloquece cuando quiere, sino cuando puede, por mediación o intervención divinas o demonológicas. Aquí residiría la esencia, o la genialidad, de la creación poética: el poetizar. Así es como el misticismo filosófico de Platón eclipsa y disuelve el criterio naturalista de Hipócrates.
En cierto modo, podríamos decir que las ideas platónicas sobre la locura perduran hasta hoy en la mente de ciertos pensadores, idealistas y adolescentes.
Para Platón, la experiencia mística ―que no la experiencia fisiológica― explica el motor del comportamiento humano. Son los dioses quienes trastornan al ser humano, y no los hechos materiales de la vida real.
¿Son éstas interpretaciones que pueda asumir un filósofo materialista? Porque ésta y no otra es la teoría de Platón sobre la poesía y los poetas, sobre el origen de la literatura y la causa misma del hecho literario: una locura metafísica, que hace del poeta una criatura «alada», «divina», «loca», «enajenada», «demente»...
La poesía ―como prototipo de lo literario― era para Platón resultado del «alma» irracional, insensata, enferma, trastornada y alejada de todo racionalismo.
Esto es una «teoría» metafísica de la poesía y de la literatura que nada tiene que ver ni con la poesía ni con la literatura, y que desde luego hay que explicar por contraposición a la idea de locura que sostiene Hipócrates, como enfermedad diagnosticable desde causas y consecuencias naturales, y por contraposición a la idea de literatura que exige laCrítica de la razón literaria, como sistema de materiales y formas que objetiva, a través de la ficción, una forma inédita de racionalismo. Pues toda literatura mide y objetiva el grado de racionalismo del que dispone la sociedad humana que la hace políticamente posible.
Hipócrates es científico y materialista, frente a un Platón filosófico, idealista y utópico. He aquí el discípulo de Sócrates y el «fundador» de una filosofía, siempre metafísica, idealista y utópica, absolutamente incompatible con la realidad.
La filosofía de Platón es la de sus antepasados socráticos y presocráticos, pero mejor contada: «Porque es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia» (Platón, Ion, 534b). Y hasta aquí llega la inteligencia literaria de Platón. La filosofía platónica termina donde comienza la literatura.
No por casualidad desde Platón la literatura ha sido el Talón de Aquiles de los filósofos. Cuando la literatura habla, la filosofía calla. Porque sólo la literatura puede silenciar a la filosofía.