Mostrando las entradas para la consulta Romanticismo ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta Romanticismo ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas

El Romanticismo anglosajón es consecuencia de la ignorancia del Barroco hispano y de la atrición de la Reforma

 


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro



Se ha repetido con frecuencia una mentira, según la cual la realidad pierde objetividad en el Barroco. 

No es cierto algo así. La realidad no pierde objetividad en el Barroco. El proceso es otro, y más complejo: a la objetividad de determinadas realidades se enfrenta, en el Barroco hispano –por primera vez en la Historia–, la objetividad de determinados individuos. 

Hablamos de objetividad, no de impulsos fideístas ni de ansiedades subjetivas, ni mucho menos de patologías idealistas ni de utopías políticas o religiosas, es decir, no hablamos de Lutero. 

El Romanticismo luchaba –desde las limitaciones históricas anglosajonas– por objetivos ya conseguidos en el Barroco hispánico: los objetivos del yo. Se trataba de logros hasta entonces –finales del siglo XVIII– inasequibles a la anglosfera.

La crítica tradicional anterior al Barroco hispano y al Romanticismo anglogermánico había considerado al personaje literario como agente de acciones, en la medida en que se enfrentaba a múltiples obstáculos para vencerlos, evitarlos o sucumbir en ellos. 

Las filosofías idealistas introducen en la anglosfera un concepto de sujeto y de persona desde el que se pretende identificar en el personaje una expresión de inteligencia y de voluntad que supere las exigencias de la fábula, y que al mismo tiempo demuestre cómo el protagonista literario toma conciencia de sí mismo, mediante la reflexión sobre sus propios actos y desde la inmanencia de su propio discurso (soliloquio dramático). 

Este concepto de personaje y de persona ya estaba presente en el Barroco hispano, y don Quijote, don Juan e incluso hasta Celestina, por no hablar de la Lozana andaluza, entre decenas de ejemplos, son clara muestra de ello. 

Se nos ha enseñado a interpretar el Romanticismo desde una trayectoria lineal, como una secuencia sucesiva y progresiva de ideas y corrientes de pensamiento dadas en el curso de la Historia. 

Sin embargo, el Romantismo no es un movimiento que pueda interpretarse como consecuencia de movimientos previos, sino como algo mucho más grave y crudamente delator: el Romancismo es consecuencia del aislamiento que, hasta la Ilustración europea y europeísta, limita y atrofia la forma de vida cultural, política y literaria de la anglosfera. 

El Romanticismo sólo se explica como un movimiento que surge desde la ignorancia histórica del Barroco hispánico, con el que se identifica, al descubrirlo a posteriori, cual legitimación de una profecía post eventum, el mundo anglosajón. 

Sin la atrición de la Reforma religiosa y el aislamiento valetudinario del luteranismo, que mantuvo en condiciones feudales el comercio y la inteligencia de su área geográfica, prácticamente hasta mediados del siglo XVIII, el Romanticismo alemán no habría tenido lugar jamás, del mismo modo que el idealismo filosófico prusiano hubiera sido solamente eso, una utopía sectaria y extraviada en uno de los divertículos de la Historia decimonónica. 

El éxito del Romanticismo, como el artificio publicitario del idealismo filosófico alemán, se debe al triunfo económico de la anglosfera, y sobre todo al papel propagandístico que uno y otro movimiento –Romanticismo e idealismo– desempeñaron desde finales del siglo XVIII en la construcción rosalegendaria de una Europa septentrional –que comienza a considerarse a sí misma moral y laboriosamente superior a la Europa meridional– y al servicio siempre de una imagen mítica y sofista de la anglosfera, un auténtica filfa que llega hasta nuestros días, cuyos estertores deja al descubierto hoy la crisis irrevocable e irreversible de la democracia posmoderna.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022 (IV, 2.14).



El miedo y la literatura

 



El miedo, en la literatura anterior al Romanticismo, es objeto de ridículo y burla, de escarnio y comicidad, y sólo las personas cobardes y de baja condición social son sujetos de él. Un personaje de noble disposición, un héroe, nunca muestra miedo. Jamás. 

Sólo con el Romanticismo el miedo se convierte en una emoción literaria que se toma en serio. Y se cultiva estéticamente. 

Es, incluso, el miedo el decorado emocional de lo fantástico, como una suerte de deleite en libertad, que reemplaza la emoción religiosa ―exigente y disciplinada― por una emoción libérrima y lúdica. 

Lo fantástico es el autoengaño ―secularizado― del arte anglosajón, el cual releva en el ser humano el auto-engaño  dogmático que hasta entonces ejercía la religión, a la vez que libera al artista o escritor de todo un rigor teológico. Ésa es la esencia de lo fantástico contemporáneo y prerromántico, en particular desde William Blake. 

El mundo anterior al Romanticismo no se toma en serio a los intimidables y timoratos. El Romanticismo, sin embargo, dota a los medrosos de crédito, dignidad y valor. Incluso los idolatra. 

Son las nuevas virtudes del antihéroe, es decir, del cobarde. Los héroes de nuestro tiempo son, realmente, los cobardes y los fracasados. 

El Romanticismo es, de hecho, un movimiento que acredita y amerita a los prototipos humanos más incompetentes. 

La literatura de la Edad Contemporánea, y sobre todo la literatura del siglo XX, ha sido un himno al fracaso individual y colectivo, un canto a la cobardía humana y una exaltación del antiheroísmo ―personal y propio― en todas sus formas posibles.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.


Apostillas de la Crítica de la razón literaria

        

Libro digital

Crítica de la razón literaria

Vol. 16 · Parte VI · Tomo 1.



Literatura, talón de aquiles de los filósofos



En este libro el lector encontrará las 13 apostillas que se publicaron con posterioridad a la primera edición impresa de la Crítica de la razón literaria, que tuvo lugar en 2017. 

Como es sabido, entre 2017 y 2022 esta obra conoció 9 ediciones impresas, hasta la décima y definitiva, en formato digital. 

En esta décima y última edición se reproducen las 13 apostillas a la Crítica de la razón literaria, que insisten esencialmente en dos dimensiones: 1) las limitaciones que sufren los filósofos cuando tienen que enfrentarse a la literatura, debidas a múltiples conceptos, entre ellos el de ficción que parece superarles en todos los sentidos y posibilidades, y 2) las deficiencias que, desde finales del siglo XVIII, la Anglosfera y el mundo académico anglosajón arrastran insuperablemente cada vez que se relacionan con la literatura, una materia que perciben como algo cada vez más ajeno a su sociedad y cultura mercantiles y más incompatible con su racionalismo financiero.

Es curioso que, desde la Ilustración y el Romanticismo, ni los filósofos ni los anglosajones sepan muy bien qué hacer con la literatura. Con anterioridad a este período, la filosofía se entretenía con la metafísica y la religión, más que con la política, y la Anglosfera no existía como tal, de modo que los territorios a posteriori anglosajones, por lo que se refería a la literatura, imitaban y reproducían los modelos y creaciones de la tradición literaria hispanogrecolatina.

Sin embargo, con la irrupción de la Ilustración europeísta y la deriva hacia el idealismo levitante del Romanticismo anglosajón, la filosofía deja de dedicarse a la religión y a la metafísica la ciencia newtoniana le corta definitivamente todo acceso y fundamento a ellas y pasa a ocuparse de la política, para ser matriz de todas las ideologías habidas y por haber, a fin de monopolizar, frente al Estado, todo tipo de creencias y formas emocionales de ideología e ignorancia colectiva, del mismo modo que en el mundo antiguo y durante la Edad Media había hecho con la fe y las creencias religiosas respecto a la Iglesia cristiana. 

Ya sabemos que la filosofía, o habla de religión, o habla de política, o no tiene nada que decir. O habla de fe, simulando razonar, o habla de ideología, desde la más excéntrica sofística. Fuera de estos temas, la filosofía esa forma excéntrica de ejercer la sofística enmudece, o saca la baraja de la autoayuda para jugar sus cartas en las timbas del siglo XXI, como Epicuro o Séneca hicieron ya en su propio tiempo. Y Freud en el suyo, para deleite de intelectuales y ociosos.

Por su parte, a la Anglosfera le sobra la literatura. La poética cuestiona demasiadas cosas, y la verdadera literatura resulta difícilmente comercializable. Exige demasiada inteligencia al lector y puede cuestionar el poder de los «amigos del comercio» de formas muy sutiles y molestas. 

Urge neutralizar los poderes e influencias de la literatura. De varios modos. La posmodernidad se encarga de ello: hay que disolverla en cultura, de manera que los estudios culturales reemplacen y extirpen los estudios literarios; urge analfabetizar sistemáticamente a la población, para que no disponga de recursos interpretativos sobre los materiales literarios, su Historia y su geografía; procede imponer la autoayuda y el autoengaño en lugar de la literatura y la experiencia educativa del desengaño...

La negación del árbol de la ciencia literaria, del fruto del conocimiento de la literatura, ha sido siempre un objetivo de la Anglosfera. El mundo anglosajón reconoce su absoluta inferioridad ante la mayor y más poderosa construcción de la Europa mediterránea: la literatura de Grecia, Italia y España. Es imprescindible inhabilitarla: invisibilizar históricamente a sus autores, incapacitar contemporáneamente a sus lectores, censurar y cancelar académica y universitariamente a sus intérpretes.

Es clave imponer y hacer creer una mentira decisiva, según la cual la literatura no se puede estudiar científicamente. He aquí una falencia a la que la Anglosfera no renunciará jamás. Contra esa mentira se escribió la Crítica de la razón literaria. Entre otras cosas.

 


¿Por qué los genios son incomprendidos por sus contemporáneos?

 

Crítica de la razón literaria


Es necesario, pues, identificar en toda obra de arte literaria estas tres dimensiones. 

En primer lugar, una concepción mecanicista, o estrictamente constructiva de la literatura, que hace referencia sobre todo al acto de construcción (tékhnē), al arte de elaboración o composición de la obra literaria (poieîn), que apela directamente a su autor, en tanto que artífice material de ella. 

En segundo lugar, una visión sensible, psicológica o fenomenológica de la misma obra literaria, que apelará en este punto a la sensibilidad del lector o espectador, esto es, a la estética  o sensación (aisthesis), en el sentido más puramente etimológico del término. 

A este destino, la sensación o aisthesis, redujo y jibarizó el idealismo alemán el valor de una obra de arte: a la novedad de sus efectos sensibles, sepultando en la sensibilidad del receptor toda exigencia de interpretación normativa por parte un crítico que pretendiera ir más allá. 

De este modo la subjetividad de lo sensible devoró, e incluso exterminó, la objetividad de lo inteligible. Así disolvió el idealismo alemán lo inteligible de la literatura y en lo sensible del arte: incluso se facultó a la sensibilidad del lector para derogar cualquier pretensión o exigencia de interpretación científica del arte y de la literatura por parte del crítico, intérprete o transductor. 

He aquí el imperativo más aberrante del Romanticismo anglosajón y anglogermano, asumido absurdamente en la Edad Contemporánea por buena parte de la Hispanosfera: la sensibilidad del artista prohíbe al crítico toda interpretación científica del arte y de la literatura. Huelga decir que contra este imperativo aberrante de la Anglosfera entre otras aberraciones de calibre posmoderno, se ha escrito la Crítica de la razón literaria

Y en tercer lugar, y a fin de superar la experiencia meramente sensible o fenomenológica de la literatura, se impone una interpretación de los materiales literarios basada en criterios racionales y lógicos, capaz de hacer comprensible, de forma justificada y normativa, la labor artística y poética propia de un genio, es decir, de un escritor que alcanza en su obra literaria una originalidad plena o superlativa en dos órdenes fundamentales y obligatorios en toda obra de arte verdadera: la creación de nuevas formas o procedimientos de construcción literaria y el descubrimiento de nuevos materiales o contenidos de invención literaria. 

Genio es aquel que innova en materia y en forma, es decir, es alguien capaz de concebir técnicas nuevas e inéditas para expresar temas y contenidos igualmente originales e insólitos. Sólo de este modo se puede superar la recurrencia o repetición de los mismos temas, preexistentes o conocidos, y la recursividad de formas o técnicas igualmente consabidas y procedentes de autores anteriores. 

Un genio, en el arte en general, y en la literatura en particular, es un autor que crea contenidos nuevos y formas igualmente nuevas, de tal manera que sus obras de arte instituyen un racionalismo inédito, inexistente antes de él, y que exige a sus lectores contemporáneos pensar en términos literarios y artísticos superiores a los que él mismo ha recibido en su formación, de modo que su obra literaria va más allá del racionalismo en el que se encontraban sus contemporáneos antes de acceder a la lectura su obra. 

Una obra de arte genial es aquella que nos sitúa un nivel de racionalismo superior al que hemos conocido y superior a aquel en el que nos encontramos. Una obra literaria genial es una obra literaria que exige razonar más y mejor que el resto de las obras literarias preexistentes. Es un obra que va más allá de la razón al uso, conocida y codificada. 

Dicho sintéticamente: el Quijote de Cervantes pone sobre la Historia de la Literatura una obra que exige al ser humano pensar en la literatura desde un racionalismo inédito para el siglo XVII, es decir, que los contemporáneos de Cervantes se verán obligados a razonar ante la literatura de una forma mucho más compleja, avanzada y ambiciosa de lo que habían hecho hasta la publicación del Quijote en 1605. 

Esto explica el tópico de que muchos contemporáneos no comprendan las obras geniales que tienen ante sí, y viceversa, que muchos autores geniales resulten incomprendidos por sus conterráneos y sus contemporáneos, desde el momento en que todo genio que verdaderamente lo es construye obras que superan las exigencias del racionalismo preexistente en su tiempo y en su espacio, en su historia y en su geografía, esto es, en su cronotopo político. Los contemporáneos y los conterráneos son demasiado pasionales y envidiosos como para juzgar rectamente a su prójimo.

Nadie es profeta en su tierra, ni tampoco en su época. De ahí la importancia de los críticos y de los intérpretes, ajenos en el tiempo y en el espacio, como responsables de hacer inteligible, más allá de lo sensible, el significado insólito de obras literarias y artísticas que, por su genialidad, rebasan los límites del racionalismo contemporáneo. 

La supremacía del espacio estético o poético reside precisamente en la construcción e interpretación de obras geniales, es decir, de obras que tanto en el contenido como en la forma superan toda experiencia artística precedente. Lo contrario es repetición de temas conocidos, o de formas y técnicas igualmente consabidas, es decir, lo demás es un kitsch.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.


Un eclipse literario casi absoluto

 

Heidegger



El proceso que conduce al exterminio del Humanismo en las aulas universitarias, a la extinción del estudio de las lenguas latina y griega en todos los niveles de enseñanza, y a la supresión de los estudios literarios, reemplazados por los estudios culturales (cultural studies), es un largo proceso que de hecho comienza en la Anglosfera con el Romanticismo, cuyas primeras reacciones académicas se urden y conjuran contra los estudios de retórica clásica. 

Sin embargo, hay un hecho curioso: mientras el profesorado que está en su trinchera ve mermadas día a día sus posibilidades laborales y académicas en la enseñanza de las Humanidades y los estudios literarios y grecolatinos, algunos de los presuntamente «grandes humanistas» siguen ―ajenos a la realidad de esa trinchera académica y educativa― coleccionando premios y galardones (que les otorgan políticos de todas las especies), recitando discursos desde los que lamentan lo mal que está la educación ―de cuyo sistema llevan formando parte activa y elitista durante décadas―, y congraciándose siempre con lo políticamente correcto de cada ocasión, para mayor bienestar de su propia gloria y sustento mediático. 

Entre tanto, el exterminio progresivo de la tradición literaria y humanista de genealogía hispanogrecolatina tiene en los estudios culturales anglosajones su último eslabón ―por el momento―, actual y posmoderno. ¿Qué vendrá después? China. 

Pero... ¿y la literatura? ¿Qué tiene previsto hacer China con la literatura? ¿De qué se hablará en el futuro cuando se hable de literatura? 

Sólo hay dos posibilidades. O bien se habla de tonterías, más o menos sofisticadas e ideológicamente suculentas, como de hecho ya se hace hoy en múltiples medios (incluidas las instituciones académicas, universitarias y sobre todo de enseñanza media, paradójicamente todas ellas «educativas»), o bien se habla de la historia y genealogía de tres países: Grecia, Italia y España. 

En consecuencia, todo induce a suponer que los próximos siglos serán de un eclipse literario casi absoluto.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017 · 2022.


El mito de la filosofía platónica ante las exigencias de la literatura

 

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria



Habitualmente se considera a Platón como fundador de la filosofía académica. Naturalmente esta consideración es razonable, pero también cuestionable desde determinados criterios. 

Acaso Platón sea el fundador de la filosofía institucionalizada académicamente, más que de la filosofía académica propiamente dicha. Vamos a explicar esta cuestión. 

No es Platón, a mi juicio, sino Aristóteles, quien lleva a cabo realmente esa fundación ―la fundación de la filosofía, como disciplina académica―, al liberar a la filosofía de una hipoteca metafísica, que la hace incompatible con la realidad. 

Platón, en cierta medida ―y sólo en cierta medida, dado que introduce cambios fundamentales, como el principio de symploké y la ontología dialéctica―, es el canto del cisne de la metafísica presocrática. 

Platón es un idealista filosófico, un utopista político y geómetra lúdico. Su idea de ciencia es totalmente formalista, sus planteamientos sobre política resultan absolutamente inviables, por imaginarios y fantasiosos, y sus conocimientos de literatura son abiertamente ridículos y por completo paupérrimos, además de amenazantes y patibularios. 

Hoy no se puede hablar de literatura en términos platónicos ―es decir, no se puede citar a Platón, como una autoridad sobre poética literaria―, porque este filósofo idealista desconoció toda la literatura que, durante 25 siglos de Historia y comparatismo, constituye y conforma la ontología literaria que hoy tenemos delante y a la que podemos y debemos enfrentarnos. Y que, desde luego, no es posible ni legítimo ignorar. 

No hay en Platón nada actual sobre interpretación literaria. Citar a Platón como autoridad o referente de la literatura es una cursilería que sólo se pueden permitir novatos, diletantes o inexpertos. Veamos por qué.

La locura, como la literatura, siempre es racionalmente muy ambigua. Lo que de veras sorprende es que hoy, en el siglo XXI, siga hablándose comúnmente ―incluso académicamente también― de locura en términos parejos a los del mundo antiguo y arcaizante. Y es aquí, en relación con la locura y la literatura, donde tenemos nuestra primera cita clave con Platón.

Había en la genuina Grecia dos corrientes metodológicas explicativas de la locura. Una de ellas, de raíces científicas y materialistas, procedió de Hipócrates (c. 460-377 a.n.E.), quien, desde la Isla de Cos, interpretó la locura al margen de las teorías demonológicas y numinosas, indudablemente metafísicas, que sus contemporáneos habían heredado e impuesto. 

Como sabemos, con Hipócrates surge en los siglos V y IV la primera escuela de medicina. Esta concepción hipocrática de la locura apunta genealógicamente a los pitagóricos, quienes, como el propio Hipócrates, consideraban que los trastornos mentales ―que hoy llamaríamos psicopatologías― tenían una causa física y exigían una explicación material. 

Se desestimaban de este modo las causas demonológicas y las explicaciones metafísicas de cualesquiera problemas psíquicos relativos a declaraciones, acciones o pensamientos supuestamente anómalos o anormales. Desde tales criterios hipocráticos, la locura se concebía como una enfermedad física que tenía causas y consecuencias naturales.

Sin embargo, esta concepción de la idea de locura resulta eclipsada y destruida por Platón y su filosofía metafísica, idealista y utópica, desde la cual se restaura de nuevo la tesis demonológica y espiritualista como causa de la locura. 

Desde finales del siglo V a.n.E., las ideas metafísicas (platónicas) sobre la locura se imponen a las tesis naturalistas o fisiológicas (hipocráticas) con un éxito sorprendente, el cual llega hasta nosotros, apadrinado por el cristianismo medieval, el protestantismo reformista, la ilustración europeísta ―pese a todos sus mitos hiperracionales y logocéntricos―, el idealismo alemán y la contemporánea posmodernidad anglosajona. 

¿No es curioso que la filosofía (idealista) de Platón haya destruido la medicina (materialista) de Hipócrates? ¿No resulta sorprendente que la filosofía, que se jacta de fundamentarse sobre saberes científicos, los rechace y desestime irracionalmente, nada menos que para la posteridad, y discurra por los caminos propios de una metafísica para explicar la realidad material humana? 

Platón​ (c. 427-347 a.n.E.) era aproximadamente unos 30 años más joven que Hipócrates, y su filosofía resultó más hechizante ―por idealista y utópica― que la medicina hipocrática, sin duda más naturalista, fisicalista y materialista. Y por ello mismo mucho menos atractiva. 

En la Historia del pensamiento de Occidente, como del mismo modo ocurrió en Oriente, y acaso allí con mucha mayor intensidad, el espíritu siempre ha gozado de buena fama, sin cardar una lana, frente a una materia que, sin duda y por supuesto, resultó demonizada desde siempre de forma irrevocable y sin apelación posible.

La obra platónica, saturada de misticismo, y salvaguardada por los intereses políticos y religiosos del cristianismo de todos los tiempos ―tanto del católico como incluso, con más fuerza aún, del reformado―, destruyó para la posteridad el crédito de las ideas hipocráticas sobre la explicación naturalista y materialista de la locura. 

Platón no sólo resultó ser en este punto un precursor del inconsciente freudiano, al anteponer el impulso místico como fundamento y motor de la locura, y prototipo del comportamiento psicopatológico, sino que fue responsable de legitimar la locura, ante los idealistas y románticos de la Edad Contemporánea, como una forma superior de racionalismo, al entender estos últimos, de forma revertida, que la «verdad» de lo humano se objetivaba en un inconsciente reprimido por la razón, o en un misticismo cuya fuerza se revelaba ―por fin, en libertad― en los estados oníricos, psicopatológicos o simplemente anómicos. 

De este modo, toda forma de heterodoxia queda definitivamente justificada, tanto en términos políticos como religiosos, bajo el amparo posmoderno de una idea de libertad completamente gratuita y presuntamente irracional. 

Enfrentarse a la razón será ―de nuevo― una forma de exhibir esta idea gratuita y falsa de libertad. Pero una cosa es exhibir un postureo libertario y posmoderno, y otra muy diferente es ejercer de veras la libertad. La saga de los sofistas y de los irracionalistas de diseño es recurrente: Montaigne, Rousseau, Nietzsche, Freud, Heidegger, Derrida, Foucault... E imitadores. Marx figura en otras listas, pero no en ésta. Carlos Marx no es soluble en ninguna posmodernidad. Su idealismo postula otros paraísos.

Sorprende impresionantemente que a nadie le haya sorprendido ―valga el extrañamiento― que Platón, el «fundador de la filosofía» para muchos autorizados filósofos, el transformador de la realidad a través de la política en su idealista República filosófica, en su modelo utópico e irreal de Estado, hubiera tomado como ciencia de referencia la geometría y no la medicina. ¿Por qué? ¿Por qué Platón toma como ciencia de referencia para entrar en la Academia la geometría y no la medicina? ¿Por qué puede entrar en la Academia quien ignore el materialismo médico pero no quien desconozca el idealismo geométrico? ¿Qué concepto tiene Platón de las ciencias? Pues un concepto completamente lúdico, idealista y logopédico. Platón juega con la geometría como si ésta fuera un logogrifo. ¿Qué puentes construyó Platón? ¿Qué campos aró, sembró o diseñó Platón como ingeniero o agrimensor gracias a sus conocimientos de geometría? 

Usar la geometría para para proponer ejercicios mentales, no operatorios, y jueguecitos filosóficos y filosocráticos ―lo que equivale a decir también pseudofilosóficos y pseudosofísticos (porque toda filosofía no es sino una forma excéntrica de ejercer la sofística)― es una muestra más de cinismo y de ludismo que de originalidad filosófica y de desarrollo científico. 

Desengáñese el admirador de los diálogos platónicos: Platón es artífice de una filosofía completamente incompatible con la realidad. Pero, precisamente por ello, de un poder seductor insólito y permanente. Platón es el primer seductor de idealistas. Y lo es aún hoy.

He insistido en diferentes lugares en que difícilmente se puede considerar a Platón como fundador de la filosofía. Platón es un sofista más, si bien excéntrico, como su maestro, Sócrates. 

Si la filosofía tiene realmente un comienzo, éste está en la obra de Aristóteles. Platón es el canto del cisne de un pensamiento realmente presocrático: su visión idealista y utópica, mística y metafísica, aunque le lleva a superar el monismo y el relativismo de todos sus predecesores, impulsado por un afán de originalidad que sólo en cierto modo fue capaz de satisfacer, no nos sitúa en la realidad de este mundo, sino en el idealismo absoluto de las ideas puras. 

Su filosofía, como la de su mítico maestro y socrático ventrílocuo, sin duda y sin reservas, no era de este mundo. Y esta huida hacia el idealismo, esta fuga hacia la metafísica idealista y utópica, tanto en política como en ciencia, es lo que hace fascinante su filosofía, aún hoy, para todos aquellos que ―adolescentemente― se ilusionan con la idea de ser disidentes, ante una realidad que les disgusta, y superiores, ante un entorno que ―como a Sócrates gualdrapero― no les comprende en su «genialidad».

Desde un idealismo filosófico incompatible con el racionalismo materialista, Platón explicó a su manera lo que formó parte de su tiempo y de su espacio, de su historia y su geografía, muy reducidas frente a las nuestras, con todas las limitaciones que esto entraña, y que la tradición posterior a Platón nos sirvió en bandeja —cristiana primero, y secularizada después—, como una preceptiva que estaba prohibido tocar y cuestionar, de la Edad Media romana y apostólica al Romanticismo teísta y protestante, y de éste a nuestra contemporánea y no menos espiritualista posmodernidad. 

El propio Aristóteles fue extremadamente cuidadoso en este punto con su maestro. Aristóteles fue un discípulo que supo nadar y guardar la ropa. Si todo discípulo es un intérprete sin originalidad ―que más que interpretar al maestro simplemente lo sigue, lo cita o lo recita―, Aristóteles supo ser un discípulo original, valga la abismal paradoja. Porque un discípulo original, a partir de cierto punto, deja de ser un discípulo, y se convierte en otra cosa. Es decir, deja de ser ―también― un condiscípulo.

Platón impregnó de misticismo todas sus interpretaciones de la realidad, e hipotecó definitivamente de este modo no sólo su propia filosofía, sino toda forma posible de interpretarla. 

Piénsese que para Platón hay dos tipos de locura: una, que resulta de la enfermedad física, de la que no se ocupa en absoluto; y otra, cuya causa es metafísica, y actúa por inspiración divina o posesión demoníaca, al dotar a su poseso de potencias ―que no facultades― proféticas, poéticas o irracionales. 

Es potencia, y no facultad, porque, para Platón, nadie enloquece cuando quiere, sino cuando puede, por mediación o intervención divinas o demonológicas. Aquí residiría la esencia, o la genialidad, de la creación poética: el poetizarAsí es como el misticismo filosófico de Platón eclipsa y disuelve el criterio naturalista de Hipócrates. 

En cierto modo, podríamos decir que las ideas platónicas sobre la locura perduran hasta hoy en la mente de ciertos pensadores, idealistas y adolescentes. 

Para Platón, la experiencia mística ―que no la experiencia fisiológica― explica el motor del comportamiento humano. Son los dioses quienes trastornan al ser humano, y no los hechos materiales de la vida real. 

¿Son éstas interpretaciones que pueda asumir un filósofo materialista? Porque ésta y no otra es la teoría de Platón sobre la poesía y los poetas, sobre el origen de la literatura y la causa misma del hecho literario: una locura metafísica, que hace del poeta una criatura «alada», «divina», «loca», «enajenada», «demente»... 

La poesía ―como prototipo de lo literario― era para Platón resultado del «alma» irracional, insensata, enferma, trastornada y alejada de todo racionalismo. 

Esto es una «teoría» metafísica de la poesía y de la literatura que nada tiene que ver ni con la poesía ni con la literatura, y que desde luego hay que explicar por contraposición a la idea de locura que sostiene Hipócrates, como enfermedad diagnosticable desde causas y consecuencias naturales, y por contraposición a la idea de literatura que exige la Crítica de la razón literaria, como sistema de materiales y formas que objetiva, a través de la ficción, una forma inédita de racionalismo. Pues toda literatura mide y objetiva el grado de racionalismo del que dispone la sociedad humana que la hace políticamente posible.

Hipócrates es científico y materialista, frente a un Platón filosófico, idealista y utópico. He aquí el discípulo de Sócrates y el «fundador» de una filosofía, siempre metafísica, idealista y utópica, absolutamente incompatible con la realidad. 

La filosofía de Platón es la de sus antepasados socráticos y presocráticos, pero mejor contada: «Porque es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia» (Platón, Ion, 534b). Y hasta aquí llega la inteligencia literaria de Platón. La filosofía platónica termina donde comienza la literatura. 

No por casualidad desde Platón la literatura ha sido el Talón de Aquiles de los filósofos. Cuando la literatura habla, la filosofía calla. Porque sólo la literatura puede silenciar a la filosofía. 

Sigue leyendo...

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (III, 1.1), 2017 · 2022.


Más allá de la Literatura Comparada: Idea, concepto y método de Literatura Comparada según la Crítica de la razón literaria

  

Libro digital

Crítica de la razón literaria

Vol. 9 · Parte III · Tomo 8.



Idea, concepto y método de Literatura Comparada según la Crítica de la razón literaria



La Literatura Comparada ha sido una de las disciplinas académicas más tempranamente destruidas por la posmodernidad anglosajona, tras su triunfo en las universidades estadounidenses con posterioridad a la II Guerra Mundial, en que la Anglosfera reemplaza el dominio francés, basado en la historiografía literaria, por el monopolio norteamericano, cuyo centro de gravedad será la teoría de la literatura desarrollada al modo anglosajón.

Y ha sido precisamente este modo de ejercer la teoría literaria, el anglosajón, el que, al desembocar en la posmodernidad actual, ha destruido completamente la Literatura Comparada. ¿Por qué? Pues porque al postular el mito de la isovalencia de las culturas, y reducir la literatura a cultura, e imponer la idea delusoria de que todas las literaturas son iguales, entonces, no hay nada que comparar.

Metodológicamente, la Literatura Comparada es hoy una actividad investigadora de minorías irreconocidas, o incluso ilegítimas, en el ámbito universitario. Como disciplina, ha desaparecido, o es apenas un arcaísmo pendiente de disolución. Y, sin embargo, la Literatura Comparada es la dimensión más importante de toda investigación literaria y de todo conocimiento relativo a la Teoría de la Literatura, porque representa el más amplio dominio de la interpretación literaria, al superar todo tipo de fronteras espaciales, temporales y estatales. La Literatura Comparada es la máxima y más plena interpretación de la literatura, más allá de la Historia, la geografía y la política.

Saber literatura es demostrar que se sabe Literatura Comparada. Es cumplir con una red de relaciones racionales entre lo más selecto de los materiales literarios: tiempos, espacios, naciones… géneros, temas, influencias… genealogías, autores, obras, lectores, intérpretes y transductores… La lista de relaciones y operaciones es interminable, frente a los términos, totalmente acotados en cuatro figuras esenciales y nucleares: autor, obra, lector e intérprete o transductor.

El cierre de la Teoría de la Literatura como ciencia categorial ―al igual que toda ciencia― está en sus términos, en el inventario de sus términos, y nunca en sus operaciones ni en sus relaciones. Si las ciencias estuvieran limitadas en sus relaciones y operaciones, automáticamente dejarían de existir como tales ciencias.

La Literatura Comparada es la relación racional entre dos o más términos literarios ―autores, obras, lectores e intérpretes―. La figura fundamental es aquí la relación metodológica, una auténtica symploké ― relación racional de términos― de la complejidad literaria, que revela la estructura sistemática de su propia totalidad. 

El comparatismo es un modelo que procede a partir de términos (autores, obras, etc.) para establecer relaciones entre ellos: Cervantes en Goethe, la Divina commedia en el Romanticismo europeo, el Quijote en la novela del siglo XX, etc. Los términos son limitados, las operaciones y las relaciones entre ellos son infinitas.

No sabe de literatura quien no sabe de Literatura Comparada. La posmodernidad está inhabilitada para el ejercicio comparatista. Si todas las literaturas son iguales, no hay nada que comparar.

Contra este imperativo nihilista, idealista y estéril, incompatible con la realidad de la literatura, se escribió este libro, en el que se exponen una idea, un concepto y un método de Literatura Comparada, según la Crítica de la razón literaria.



El timo de la estética kantiana, idealista y sin ideas

 

Teoría del arte


La expresión kantiana que concibe el arte como una finalidad sin fin aglutina una triplicidad de sofismas, relativos a: 

  1. La falacia del argumentum ad verecundiam o falacia de la autoridad, de tal modo que el contenido de una afirmación se fundamenta en el respeto debido a la persona que lo enuncia, o a quien se atribuye su enunciación, en este caso, la figura del propio Kant. 
  2. La falacia del razonamiento circular, en tanto que petitio principii (petición de principio) o declaración de fe de origen, desde el momento en que la proposición que ha de ser demostrada (el fin de una obra de arte) es una implicatura de la premisa de partida (porque el fin del arte es el arte mismo). 
  3. La falacia del argumentum ad consequentiam, sofisma típicamente kantiano, determinado por el psicologismo inherente a todo discurso idealista, que afirma una premisa dirigida contra sus propias consecuencias, con objeto de hacer prevalecer los contenidos de la premisa, con frecuencia falsos y siempre fenomenológicos, desacreditando todas cuantas consecuencias resulten alternativas a aquella en que se fundamenta la premisa fraudulenta. 

Dicho de otro modo: se trata de sostener un argumento según el cual una creencia (premisa) es verdadera o falsa si conduce respectivamente a una experiencia (consecuencia) benigna o indeseable para el interlocutor que la formula. 

Es sofisma porque basar la verdad de una afirmación en las consecuencias morales, esto es, en las normas de cohesión de una sociedad humana —lo que llamaríamos el «consenso»—, no sólo no asegura que el contenido de la premisa sea verdadero, sino que ni siquiera garantiza que sea real. 

Ésta es sobre todo falacia propia de idealistas. 

Y sobre todo de posmodernos, que llevan a la retórica del «consenso» o del «diálogo» la solución verbal de problemas que sólo pueden resolverse ontológicamente, esto es, no con palabras, sino con hechos. 

Asimismo, categorizar las consecuencias como benignas o indeseables es intrínsecamente un acto de subjetivismo radical, dado tanto en el yo del individuo (autologismo) como en el nosotros del gremio (dialogismo): «El arte ha de tener una finalidad sin fin, porque si tiene un fin fuera de sí mismo, entonces no es arte». 

He aquí la preceptiva sofista de la estética idealista del arte contemporáneo y posmoderno, confitada por la retórica de la antanaclasis, la geminación y la cohabitación oximorónica: «el arte es una finalidad sin fin». 

Kant no sólo reduce de este modo la estética o filosofía del arte nada menos que a una hermenéutica de la sensibilidad, a una suerte de psicología de la percepción (aisthesis), sino que llega aún más lejos, al conjurar definitivamente toda posibilidad de interpretación científica del arte en general y de la literatura en particular. 

Así se impone la interdicción científica de la interpretación literaria, en nombre no de una filosofía platónica, que destierra la literatura de la República, sino en nombre de una filosofía no menos idealista e incompatible con la realidad: una filosofía que no  ve en el arte nada útil y nada inteligible, porque sólo ve sentimientos personales y experiencias psicológicas. 

¿Cabe mayor miseria interpretativa en la Historia del Arte y de la Literatura que la ofertada por el Idealismo alemán? 

No sorprende que algo así se haya producido en la tradición luterana: lo que sorprende es que tal cosa haya encontrado seguidores más allá de la Anglosfera y más allá de un Romanticismo que no acaba de extinguirse. 

Kant reduce el arte a puro psicologismo (aisthesis = sensación). Porque el fin del arte, entre otros muchos fines, es el de ser interpretado lógicamente. 

El arte no puede limitarse a una experiencia estética, a una operación de aisthesis o sensación. 

El arte es superior e irreductible a lo sensible. 

El arte exige lo inteligible. 

El arte es arte, ante todo, porque es inteligible. 

Una «obra de arte» incomprensible no es, ni puede ser, una obra de arte.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.