Resulta sorprendente que en
una sociedad como la nuestra, obsesionada hasta la patología, por la búsqueda
de la felicidad, la mayor parte de la gente busque el placer en formas de
comportamiento que dañan no sólo su salud física, sino sobre todo su salud
psíquica y mental. Y la de quienes están a su alrededor. Me refiero a la
estrecha relación que se establece, sin pensarlo dos veces, entre ruido y
felicidad.
Se ha dicho chistosamente muchas
veces que «el dinero no da la felicidad, sino que la compra ya hecha». El tema
tiene gracia, sin duda, pero no podemos decir lo mismo del silencio. Porque el
silencio es hoy más caro que el ruido, que se expande de forma barata e
incontrolada, subvencionada y legal. Si Larra viviera hoy, sin duda escribiría
incontables artículos de costumbres sobre el uso abusivo y patológico que en
nuestra época se hace del ruido.
Vivimos en una de las
sociedades más ruidosas de la historia. No sólo porque hoy se dispone de
infinitos instrumentos y aparatos para hacer ruido, sino porque la gente no se
controla. Y porque busca, justo en el ruido, emociones fuertes. Y lo que es más
preocupante: busca en el ruido la satisfacción de las más fuertes de todas las
emociones posibles. Pienso en la violencia.
El ruido es un problema
social y de salud pública que se nos va de las manos, y del que nadie quiere
hacerse responsable. Nadie se reconoce como causante de ruidos molestos, pero
mucha gente los sufre en silencio, si se nos permite la paradoja. Del mismo
modo que se ve la paja en el ojo ajeno y nunca la viga en el propio, con el
ruido ocurre lo mismo: mi perro no ladra (el del vecino, sí), yo no pongo la
música alta (los demás, sí) y jamás hablo a gritos (eso lo hacen otros); mi
moto es silenciosa (porque no la oigo yo, lo que oigan los demás es cosa suya)
y nunca he ido de botellón (sólo tomo algo con amigos en grandes grupos); no
tiro petardos (simplemente nos divertimos así) y respeto el medio ambiente
(porque no vemos nada de la basura que arrojamos). Esto es lo que se piensa
habitualmente. La culpa siempre la tienen los demás. El problema es que los
demás somos, también, nosotros.
La contaminación acústica es
invisible, pero no inaudible. El ser humano no es insensible al ruido.
Indiferente a los daños acústicos, y desde luego también insensible a ellos,
suelen serlo las autoridades políticas. No se legisla en prevención de ruidos.
Es la gran asignatura pendiente de las democracias occidentales, tan en crisis
en estos últimos años. Están las democracias como para ocuparse de los
ruidos... con los tambores de guerra que suenan en los horizontes de todos los
puntos cardinales.
Pero fíjense en estos datos
que proporcionan los informes de la Organización Mundial de la Salud. Uno de
cada cinco europeos está expuesto a niveles de ruido superiores a 55 decibelios
(dB) durante la noche, lo que aumenta el riesgo de enfermedades
cardiovasculares. Tráfico y transporte son las principales fuentes de
contaminación acústica en las ciudades occidentales, con niveles entre 70 y 90
dB. Se estima que el ruido propicia más de 48.000 casos de enfermedades
cardíacas y más de 12.000 muertes prematuras al año en Europa. Ese ruido
incrementa problemas interminables de sueño, ya no sólo en directo (la música
del vecino que no te deja dormir), sino también en diferido (la cabeza
sobresaturada de estrés provocado por ruidos que impiden bajar la adrenalina y
el cortisol, cuya actividad es incompatible con el descanso y el sueño
nocturnos). Nadie sabe hoy lo que es el conticinio.
Más de seis millones y medio
de europeos sufren trastornos de sueño debido al ruido nocturno directo. Y no
hablemos de la hipoacusia o pérdida auditiva ocasionada por la exposición
insalubre al ruido. En Estados Unidos y Europa, algo más del 15% de la
población sufre problemas auditivos por exceso de ruido.
Sin embargo, pese a toda
esta cruda realidad, el combate del ruido no ha entrado en los grandes relatos
de la posmodernidad. Hay otros temas, sin duda de gran interés o actualidad,
según la ideología de unos y otros, asunto en el que no entramos, pues cada
persona tiene sus orientaciones e intereses (animales, veganismo, mujer,
cultura, terraplanismo, ecologismo, enfermedades mentales, suicidio, cambio
climático, problemas laborales, depresiones, tabaquismo, alcohol, sexo, drogas
y demás asuntos, incluidos algunos pecados ―o expecados― capitales...), pero el
ruido no está entre las principales figuras de estos catálogos y repertorios. Más
bien sirve de orquesta, acompañamiento y banda sonora a muchos de ellos. Los
activismos usan el ruido para hacerse oír. Y esta es una razón por la que nadie
se mete con el ruido. Todos lo usan para lo que les conviene.
Por eso el ruido goza de
simpatía, tolerancia y aplauso, como punto de encuentro de todo tipo de
estímulos emocionales. Tiene amparo legal y complicidad social. El ruido,
podríamos decir, «atrae a las fieras»: es garantía de emociones fuertes. Y
nuestra sociedad busca emociones cada vez más fuertes en todos los terrenos. Ayuntamientos
e instituciones promueven el ruido asociado a fiestas y espectáculos públicos,
sonoros y con estrepitosos altavoces. Y lo llevan a todos los rincones de
ciudades y poblaciones. Se da por supuesto que el ruido hace la felicidad.
Hoy es prácticamente imposible encontrar un lugar silencioso, preservado del ruido. Supongo que tal vez un convento de clausura, una vida cartuja o un desierto soleado pueden ser lugares silenciosos, pero no es la vocación de la mayoría sobrevivir en un escenario así. Vivir recluido no es vivir en la realidad que exige la sociedad, sino en el sucedáneo de una sociedad. El ser humano es un animal social, a pesar del propio ser humano y de su peligrosa forma de relacionarse con los de su misma especie. El ruido no hace la felicidad, pero, sin duda, destruye tu salud y la de tu vecino. Un problema ante el que no se puede hacer oídos sordos. Y un tema del que nadie quiere oír hablar. Curioso.
Jesús G. Maestro