La divisa de Judas

 





 

La divisa de Judas


 

Hay dos tipos de amigos: los verdaderos y los falsos. Los falsos son aquellos que sabes cuándo te van a traicionar. Los verdaderos son aquellos que nunca sabes cuándo te van a traicionar...

Jesús G. Maestro


 

Cuentan las malas lenguas, lenguas que aciertan, porque descubren lo que las buenas callan, que, cuando Judas, tras cobrar las 30 monedas de plata ―el precio de los esclavos en la época―, traicionó a su jefe, no se ahorcó, ni mucho menos, sino que simplemente huyó.

Las buenas lenguas relatan, de muchos modos, que se suicidó de forma ejemplar, bien en la horca, a donde lo conduce el apóstol Mateo, bien arrojándose al limo de un huerto, donde su cabeza se abre como un melón en mil pedazos, y su cuerpo implosiona de escarmiento, según la versión sin duda sesgada de los Hechos de los apóstoles.

La literatura, siempre al servicio de las causas nobles ―hasta cierto punto― le asignó un lugar de referencia en las luzbelinas fauces de Satanás, en lo más hondo de los avernos, desde Dante hasta Quevedo. Sólo un fantasioso Borges lo redimió anglosajonamente, es decir, virtuosamente, entre detectives y fantasmas. Pero lo cierto es que ninguno de ellos dijo la verdad. Borges, ni siquiera con ayuda de la aruspicina, pese a contar acaso con el auxilio de las agencias de inteligencia más notables del siglo XX.

Lo diré de una vez. Yo conocí a Judas, personalmente. Sí, a Judas, el Iscariote, el traidor por excelencia. Compartí con él vivencias y momentos esenciales en el curso de una de sus más recientes genealogías.

Cuando Judas consuma con su ósculo divino la traición a Jesús, era ya un veterano sicario, tahúr y traidor muy adiestrado, con un curriculum vitae francamente envidiable y desafiante. Un profesional, vamos, un garitero y engaitador de mucho cuidado. Astuto como pocos, huyó de Getsemaní en dirección a Partia, y logró, más que milagrosamente, llegar a Ctesifonte al cabo de más de seis meses de insólita supervivencia entre desertores romanos, tropas de vigilancia fronteriza, bandidos de toda suerte y desventura, y criminales de las más variadas e inhumanas ambiciones. Protagonista de novelas bizantinas inenarrables, sobrevive a todos los terremotos políticos.

Establecido en Tisfun, no tardó en mudar completamente de lengua, costumbres y modales, preservando siempre, por supuesto, el genoma de la traición. Sus virtudes de embaucador le llevaron pronto a convertirse en un cortesano más de la nobleza ctesifontina. Y al cabo de pocos meses era ya uno de ellos. Una divisa esencial le dio fama, honor y prestigio: Amicus Plato, sed magis amica veritas.

Judas llegó hablando arameo y latín. Entre los partos, el arameo era lengua franca. El latín fue lengua franca hasta que los Ilustrados la cambiaron, en París, por el inglés... Pero Judas, gran ilustrado mucho antes de que Lutero naciera alumbrando la Ilustración y preludiando el idealismo nazi, sobrevivió durante siglos a todas las potencias políticas, lingüísticas y religiosas. Ya lo he dicho: en el curso de varias de sus genealogías, Judas hizo una labor grandiosa y soberana. Yo lo conocí en una de ellas. El griego ―me refiero a la lengua― lo dominó después.

Cuando Judas acuñó entre los partos su famosa divisa ―Amicus Plato, sed magis amica veritas―, gozó de admiración, benevolencia y aplauso. Lo admiraban por sus virtudes ―desconocidas (la gente admira lo que ignora)―, como a filósofo, y por su ingenio ―falsario―, como a sofista (el vulgo adora la logorrea sólo si es incapaz de comprenderla). Entretanto, Fortuna, que no perdona jamás a los traidores ―ni a los cobardes―, observaba, inmortal, su pleonasmo real y verdadero. Me refiero a las cotidianas y muy industriosas exageraciones del Iscariote.

El crédito de Judas creció, rebasó las fronteras de Partia y volvió de nuevo a las geografías imperiales de Roma. Pero Judas ya no era Judas. Su nueva polionomasia respondía ahora al nombre de Clito. Tras la batalla de Ctesifonte, en 224, cuando las tropas sasánidas penetran en la ciudad, Judas ya no estaba en ella. Ingeniero de las más altas felonías políticas entre los últimos jerarcas partos, el Iscariote ―sabedor de la tormenta― huyó prevenido a Atenas poco antes de la llegada de los sasánidas. Y allá, en Atenas, hizo, de nuevo, su agosto, nuestro Clito, el famoso, el glorioso, el célebre, Clito.

No le faltó por aquellos años la atención de embobados plotinianos, amores tardíos y serondos de Platón, amantes de especulaciones, buscadores sin tregua de dioses y fantasmas de todo tipo. Judas, quiero decir, Clito, le pilló pronto la aguja de marear a los filósofos. Y en particular a los seguidores de Plotino. Platónicos neoembobados, protoadolescentes crónicos en busca de lo «uno» ―y de lo que no era «uno» también―, entraban, con Clito, en éxtasis. Individual y colectivamente. Ya hemos dicho que Judas, desde que se adentró en Ctesifonte, adquirió los dones del más afamado cortesano. Y que, en Atenas, dominó el griego.

Inquirió en alguna ocasión Clito a los atenienses qué se contaba de un tal Judas, traidor de Cristo, en el imperio de la ciudad eterna, por ver qué ocurrencias menudeaban sobre sí mismo en la malsinería de las gentes. Y brotó la divisa delatora, que el traidor reconoció al instante, sin palidecer: Amicus Christi, sed magis amica veritas.

A Judas no le hizo gracia volver a oír de nuevo su lema genealógico. Esperaba algo más gracioso y útil que aquel aforismo infidelísimo. Era imposible que lo identificaran, evidentemente, después de casi dos siglos y medio, pero... había que tomar precauciones. Nadie creía ya en la reencarnación por aquellas geografías, pero el mito del cainita errante podría afectarle, si se confirmaban algunos extraños detalles y pequeños sucesos.

Judas me aclaró que cuando había concertado la traición a Cristo, y apalabrado el cobro de los treinta famosos siclos de Tiro, dijo, en efecto, que él era amigo de Cristo, pero que lo era más de la verdad. De este modo, además de demostrar que no sabía propiamente latín, disoció al Dios cristiano de la verdad, y legitimó así su acción, obrando en nombre de una deidad superior y respetable, y desde luego más poderosa y virtuosa, una verdad que le obligaba a poner en su sitio a su supuesto amigo y adalid, su hasta entonces amado Jesús, Maestro. Fue allí mismo, en el templo, cuando, por vez primera, ante los treinta tetradracmas tirios, profirió con voz clara y suya: Amicus Christi, sed magis amica veritas.

Y Judas quedó mistando aquella frase para siempre entre sus labios... como un largo pianísimo con el que concluye una obertura elegíaca y soterradamente monstruosa. A los sacerdotes les asombró más la parénesis del traidor que la vileza de su avaricia, que no por habitual perdía fertilidad en cada demostración. La divisa de Judas impuso un silencio intimidatorio y culpable. ¿Tratábase de un aforismo monitorio y maligno? Se interpretó como el rezo furtivo de un presagio involuntario. Los sacerdotes se retiraron medrosos de sí mismos... Sin hablar ni proferir ―contenido― siquiera un aliento de angustia. Aquel apotegma resonó como un dicterio, que era, en realidad, una blasfemia prematura y eviterna. Era la divisa del traidor.

Pocos se atrevieron a recitarla de nuevo... por temor a invocar la señal del infame, el estigma del delator cuyo beso y verbo condenan a muerte a un aliado y amigo a quien se debe la vida, el honor y la supervivencia, la huélliga encendida en la carne del renegado, la espermicida semilla del infiel, la llaga intrigante del felón turiferario... La divisa ―redoblada― de un traidor.

No obstante, cuando, recién instaurado en la eclipsada Ctesifonte, quiso Judas de nuevo resultar grato y seductor, cambió el término clave del imperativo parenético, y se sirvió de un nombre desconocido y remoto entre los partos. Ajeno a toda sospecha y, para mejor recomendación, amigo ―como él― de la corte de los tiranos: Platón.

Fue entonces la primera vez que los partos oyeron hablar de Platón. Y su metafísica, idealista y fabulosa, les atrajo gratamente, como poco a poco ocurrió con los cristianos, mucho más especulativos y ladinos que los habitantes de Partia. Los amantes de los fantasmas, de los totalitarismos crueles y de los grandes amos exterminadores y patibularios, siempre tienen en Platón la bendición de un gran filósofo. La Iglesia medieval lo adoró como a un primo, hermano y profético, de Dios. El primer hermeneuta de la creación. No en vano la filosofía es el sucedáneo de la religión. Es la forma que adopta la sofística para seducir a los que se le declaran incrédulos de toda fe, pero siguen en el aprisco diseñado por el lobo que lidera la manada.

Desde entonces, la divisa cambió de dios, y para los sacerdotes de la filosofía, seculares creyentes de espíritus y espectros, Platón subrogó a Jesús. Semejante cambio salvaguardó preservadamente a la persona de Judas Iscariote, el traidor, no sólo entre los partos, sino también entre todos aquellos a quienes llegaba su fama, fueran atenienses, romanos o ilustrados agnósticos, habitantes ya de la más contemporánea anglosfera. La frase quedó desde entonces tal y como hoy la conocemos: Amicus Plato, sed magis amica veritas.

― ¿Volviste a usar tu divisa, tras tu salida de Atenas, poco antes del año 529, cuando Justiniano os cerró la Academia para propiciar el triunfo de Babel? ―Pregunté a Judas, que cuando yo lo conocí ya se hacía llamar ―sin pretensión alguna de llegar al papado― Francisco.

Hube de repetirle la pregunta, porque no comprendió muy bien lo de Babel y la cristiandad, que estimaba mucho más ordenada y cautelosa de lo que a mí me resultaba. Y finalmente, con algún titubeo y prevención, respondió que no, que no volvió a usar aquella divisa, secreta y suya. Y hoy pública y de todos los que no saben usarla en su más recto sentido y originalidad, porque desconocen la semilla de la traición. Y, sobre todo, de cuantos no saben latín. La ignorancia permite el triunfo de la hermenéutica. Quiero decir que cuando se ignora algo, todo se puede interpretar al revés, o de cualquier otro modo. No hay mayor libertad ―de conciencia (todo hay que decirlo)― que la del tonto.

―No, no, de ninguna manera ―respondió―. Tengo ciertos escrúpulos, aunque no lo parezca ni me creas. Esa divisa me delataba. No volví a usarla. Sin embargo, no puedo negarme a mí mismo la impronta de su fuerza y perseverancia. Se convirtió en un conjuro. Hoy la recita todo dios, pero yo aún me estremezco al oírla. Quienes la usan, no saben lo que dicen, y aún menos lo que hacen. Son inocentes recitando condenas de muerte a sí mismos dirigidas. La traición es incompatible con la supervivencia. Yo soy la única excepción. Y lo soy por algo. Por algo esencial que ellos ignoran.

―Pero, ¿qué delación temes tú?... Si te conoce todo el mundo. Eres la figura más famosa de la historia, la literatura, los evangelios y hasta la mitología de todos los tiempos. ¿De quién te quieres esconder? Todos saben quién eres...

―Pareces tonta... ―me interrumpió con violencia repentina―. ¿Todos saben quién soy? Di mejor que todos me tienen delante y nadie me ve. Todos me llevan a su lado y ninguno me reconoce. He estado en todas partes, con Viriato y contra él, contra César junto a Bruto y junto a Casio, cuando llegué a tu tocayo, yo era ya un traidor con un par: he sido Bolívar contra los tuyos y Martí contra los suyos, y he vivido en todas las cortes, pasillos y pocilgas de los más altos altares, tronos y palacios, me sé la historia viva de los papas y puedo adentrarme cuando quiera y cuanto quiera en la nocturnancia más profunda de todas las monarquías y repúblicas de la tierra y aún de su más pútrido subsuelo. He inspirado a Shakespeare tanto como a sus míseras musas, y sólo un Cervantes supo despreciarme. El único que no me quiso en sus invenciones literarias y fábulas sapienciales. Me ridiculizó en la figura grotesca de un bachiller, Sansón Carrasco. ¡Se burló de mí!... Cínicamente… Me devaluó como traidor. Me duele su desprecio, lo confieso. Aún hoy. Porque yo soy la esencia cruda de las relaciones humanas y sin mí el mundo no es posible ni tiene sentido. Soy el motor de tu especie. Soy la paradoja de vuestra vida: me compran todos, aunque no me quiera nadie. Todos me necesitáis varias veces en vuestra vida. ¿Que me vendo por dinero? ¿Y quién no se vende a diario por dinero? ¿Acaso no te vendes tú por lo que te dan a cambio de renunciar a tu libertad? ¿Acaso no has hecho tú lo posible por buscarte un trabajo o sustento que te priva, por dinero, de hacer lo que realmente quieres para hacer lo que neuróticamente te mandan? ¿O eres de esos que no tienen nada que hacer porque sólo sirven para obedecer y lamer culos? ¿Es que tú no has vendido tu vida ―lo único que tienes― a las ilusiones de un trabajo, un dinero y un reconocimiento? ¿A cuántos locos has curado verdaderamente? Sabes como yo que no tienen remedio. Y vives de engañarlos. Traicionas a tus pacientes como yo a mis amigos y aliados. Y no te podrás nunca permitir asumir esa verdad. Lo que yo hago lo hacéis todos. Hasta los ricos, que no tienen fe en nada, ni creencias ni ideologías, pero tienen dinero, y eso les basta, por mucho que la plebe los envidie y los maldiga, sin saber de ellos realmente nada. Y con ese dinero que obtienen, además, con mi ayuda, compran mis obras y mis actos, compran el trabajo de héroes proscritos como yo, absolutamente necesarios para el progreso y el avance de todo cuanto nos rodea, a ti, a ellos y a mí. Los ricos no tienen supersticiones ni creencias, pero tienen dinero. Sí, tienen mucho dinero, el mayor invento del mundo, el dinero, más poderoso por sí solo que el mayor de los poderes. El dinero, el verdadero y único dios de los mortales. El único instrumento que, acaso con el crimen, es más poderoso que la ley de hombres y dioses. El único dios que ningún muerto necesita. Yo no tenía fetiches ni mitos en que creer, pero nunca tuve dinero como ellos. ¿Me vendí? Sí, me vendí. ¿Y qué? Vendí a mi jefe, a mi maestro, a nuestro cabecilla espiritual y político, por 30 monedas que no me llegaron para nada. Hice lo mismo que hacéis todos: venderos por nada. Pero conmigo la tomasteis. Y a la vez me habéis convertido en una criatura inmortal: perseverante y única, sofisticada e indestructible. Y lo que es más: en un ser decisivo e imprescindible. Y hasta seductor. Yo soy Judas. Sí, Judas, el supremo traidor. Sin traidores, no sois nada. El hombre traiciona a su mujer y su mujer a su marido, el novio a la novia, el padre al hijo y el hijo a la madre. Las familias se venden por nada y por cobrar la partija entre sí se matan y maldicen presuntuosamente. La discordia se paga bien cara y muy alta en todas partes. El historiador vende los hechos a las ideologías y el traductor traiciona siempre cuando habla y más virtuosamente cuando escribe, e incluso hasta se jacta de ello con inteligencia certera y aplaudida. El médico traiciona la vida del enfermo por dinero, y si hace falta la de todos sus deudos, y se la pela todo, incluso ante la justicia. ¿Qué no traiciona un abogado, un juez, un mandatario? ¿A quién no ha traicionado un rey, un senador o un mísero aprendiz? ¿Qué no vende el mercado a quien lo compra? Por dinero la gente come basura que paga con ese mismo dinero del que se priva para cuidar de lo poco que tiene, sea hacienda, sea salud, sean emociones mal paridas. Y sólo por el placer de una traición ingeniosa algunos de tus más íntimos amigos, colegas y aliados te dejarían vendida y crucificada, de nuevo, en menos de sesenta segundos y en manos de tus más crueles y estúpidos adversarios. Como tú a ellos, si pudieras. Si no ha ocurrido aún, el dinero lo hará posible. No sólo los pobres traicionan. La traición es exclusiva de la especie humana. Se es hombre o mujer, se es adulto, porque se sabe traicionar. Como en todo, los más inteligentes son los más originales. La verdad que induce a la traición es un fanatismo, no una verdad. Decir la verdad es traicionar lo que hace posible la vida de los vencedores. Porque la esencia de la misma vida es la mentira. La verdad, su negación. La verdad es una ramera que nadie quiere encontrar en su cama al amanecer ni al despertar. Los sueños son siempre ideales y salubérrimos para todo tipo de impostores. La experiencia humana que mejor preserva la mentira. Ahí tienes a tu querido Freud. La verdad te arruina la vida. Bien lo sabes. Todo aliado lleva dentro de sí un Judas: esperándote.

Semejante canturía la soltó de forma muy pausada… pero sin interrupción posible, como si rezara el rosario o un Pater Noster, bajo la cobertura de una división acorazada de legiones humanas condenadas al infierno, en tono de La sostenido menor, o parecido... Como quien no sufre ni siente nada en particular al hablar, porque nada ha habido nunca que le haya hecho ni sufrir ni ser consciente de herida alguna. Judas, Clito, Francisco... no tenía sentimientos. Ni complejos. No los necesitaba. Lastres, los menos.

Cuando se tomó la pausa final... yo no interrumpí tampoco esa abrumadora y suya pausa codal... Fue como la arcada de un último vómito. El aire apestaba a traición monitoria. Le miré a la cara, donde permanecían fijos unos ojos oscuros, crudamente abiertos, inexpresivos, y medio asquerosos, a los que se mira como se observa o se contempla un tetrapléjico y semoviente gandujado de estiércol que dice bufonescamente la verdad. Pero sin razones personales que lo justifiquen. Así permanecimos durante mucho tiempo... Inmóviles, observándonos mutuamente, con ojos duramente abiertos, en un silencio fijo y sin historia, con ojos clavados bilateralmente en ojos mutuos y frontales, que se examinaban con espeluznante y sostenida repulsión. La tonalidad se acercaba a Re menor… Una mirada que sólo por momentos se bemolizaba simultáneamente y al unísono. Era un pulso en tablas. Verde sobre negro. Insolubles los ojos... Vomitantes. Al cabo de un rato incalculablemente largo... en el que estuvimos… impertérritos… sin pestañear… ojos abiertos… y sin mover ni un músculo facial… con una extraña combinación de relajadísima quietud y silencio absolutos… y por supuesto de desprecio perfectamente correspondido…

Judas retomó la palabra… sutil… artero… y perezoso... Como si nada…

Fue entonces cuando me confesó que había conocido a Plotino en Roma, en sus varios viajes al corazón del imperio, gracias a unas excelentes relaciones como embajador del neoplatonismo, allá por el ecuador del siglo III de nuestra Era.

―A Plotino ―decía― era fácil hacerle creer cualquier cosa. Era filósofo ―reía imitando, sin saberlo, a Diógenes entonelado―. (Digo que el que reía era el Iscariote, no el enamorado de Platón).

Según me arguyó, Judas logró hacer creer a Plotino que la divisa original tuvo como artífice a Aristóteles, nada menos, en admiración y honor a su maestro, Platón. Aquello a Plotino le provocaba orgasmos espirituales de la más variada combustión (orgasmos de filósofo, entiéndase, capaces de pasar una noche entera, como Borges, con Virgilio). Judas ―quiero decir, Francisco―, así me lo hizo saber.

Al parecer, Plotino se las arregló, desde la capital del imperio, para cambiar toda la historiografía genealógica de una divisa, cuyo origen fue la vileza épica de una traición, a fin de atribuírsela a los honores supremos de un maestro de la sofística, quiero decir, de la filosofía. Y borrar de este modo ―y para siempre― la huella de Judas en el artificio de tan grave agudeza, esto es, de semejante apotegma. Desde entonces, la divisa quedó tal y como hoy la conocemos: Amicus Plato, sed magis amica veritas. Palabra de traidor.

Le prometí a Judas no revelar nunca su identidad, pero a cambio le pedí autorización para contarlo. Y accedió, pues dio por supuesto que nadie me concedería el menor crédito.

―Pensarán que es un cuento de los tuyos, una logorrea psicológica más, propia de tu gremio―, me dijo, con gracia simbólica y sincera. Y se fue.

Nos despedimos así, sin palabras ni ceremonias. Fue la última vez que hablamos. Nunca volví a verlo personalmente, decreté, incluso en pasado, desafiando al futuro. Pero sé en dónde está y lo que hace. Soy una de las pocas que lo sabe. Sospecho que puede haber alguien más que también lo sepa, pero es imposible verificarlo, ni siquiera pretenderlo.

No puedo decir su nuevo nombre ―ya no se hace llamar Francisco―, ni dónde vive, pues sería traicionarlo ―así como vulnerar la Ley Orgánica de Protección de Datos―, pero sí puedo afirmar que fue uno de mis mejores pacientes… o interlocutores. Era brillante. Muchos canallas lo son. Es el encanto y la seducción de lo maligno y perverso y luzbelino, es la seducción del crimen y el fracaso, el placer de lo perverso y casi apocalíptico.

Inmortal entre nosotros, presumí que pronto gestionaría grandes proyectos globales. Hoy habla inglés y mandarín, y, como en el siglo I de nuestra Era, sigue ocupándose de la política y de las finanzas (no pierde el tiempo con la filosofía). Y sigue, también, relacionándose con sus personajes más llamativos y trágicos. Los dioses del dinero, los dueños de la política.

Y regresó…

Pasados algunos años, cuando ya me había olvidado por completo de este Iscariote, y tras ignorar algunas cartas y mensajes que me enviaba con reciente recurrencia, volvió a contactarme en estos términos, que renovaron, puntualmente, mi atención hacia él:

 

Querida amiga María Jesús:

No te pregunto cómo estás porque ya te veo en plena forma, aunque tú no lo sepas. No haces más que parir y trabajar. Eres tremenda. ¿Cómo te las arreglas, sin pertenecer a ninguna secta religiosa ni lobby político? Si te vendieras a alguna ideología de moda llegarías mucho más lejos y en cuestión de minutos. ¿No quieres ser una Oxford Girl? Piénsalo. Yo tengo mucho que ofrecerte, y nunca me prestas atención. Eres un talento perdido y desaprovechado. En medio del desierto de natalicios y del estiaje de recursos humanos, a ti sólo se te ocurre tener hijos y trabajar por ti misma, sin meterte en la cama de ningún partido político, gremio financiero u organización capaz de catapultarte al éxito. No me minusvaloras, me desaprovechas. Muchos querrían disponer de mis influencias, y tú, que me resultas tan interesante y útil para mis experimentos, no quieres participar como protagonista clave en ninguno de ellos.

Acuérdate de lo que te comenté de Borges. No me dejaba ni a sol ni a sombra. Y yo, para desesperarlo aún más, no le pedía dinero, sino únicamente aquello sin lo cual no podía sobrevivir. «Dame tu narcisismo ―le dije una tarde―, y a cambio de ello pactaré con quienes pueden apoyarte en tu gloria definitiva». Pues no me hizo caso. Y se quedó sin Nobel. Alegó que sin el anhelo narcisista no podría disfrutar de su éxito, porque carecería de esa autosatisfacción tan básica que tienen los narcisistas, y sin la cual viven privados del único placer del que disponen: el autoengaño de creerse públicamente valiosos en su absoluta vacuidad íntima y personal. No hay nada más insoportable que un idealista de su propio ego… En fin, tú lo sabes bien, pues los narcisos son tus más insoportables pacientes. Sabes que yo soy todo lo contrario. Necesito ser, como el agua en el agua, absolutamente invisible.  

Has sido mi psiquiatra entre dos siglos. Tuve que confesarte muchas verdades. Y has sabido guardar bien el secreto nuclear. Los verdaderos profesionales lo sois porque sabéis guardar secretos… y disimular cuanto poder obra en vosotros, ejerciéndolo sin ser notados… Lo sé por experiencia propia. Más de tres milenios no pasan en balde. Eres una de las siete personas que a lo largo de esos milenios llegó a saber quién yo era realmente. Pero de lo que no me puedo aún persuadir es de que no me necesites… Ni me quieras en acción. Serías la primera persona que no me necesita. Y además, mujer. ¿Te desafías a ti misma? Al final caerás. Sé que te tienes en muy alta estima… pero también sé que caerás en alguna de mis ofertas. Porque en el fondo eres como todos… y como todas… Acaso un poco más resistente y estirada. Pero yo sabré seducirte, porque el mundo, como el género humano, es mi aliado. Además, convéncete: las virtudes no valen nada. El virtuoso es un idealista del bien. Y la bondad es un espejismo que sólo ven y valoran los cobardes, es decir, los que no se atreven, por miedo, no por respeto, a arruinarle o joderle la vida al vecino.

No me respondiste a ninguno de los mensajes que te he enviado en los últimos tiempos. Qué desconfiada eres. Me obligas siempre a ser terriblemente explícito. Pero contigo tengo confianza. Y seguridad. Soy Heinz. Lo sabes de sobra. Te tienes que acordar de mí a la fuerza. No puedes ignorar nada de cuanto hablamos la última vez en tu despacho. Aunque entonces mi nombre era Francisco, si no recuerdo mal. Estuviste mirándome con tus ojos verdes a través de una eviternidad entera… ¿Querías echarme un pulso capaz de contrarrestar más de tres milenios? Eres única. No me digas que no me recuerdas, porque no te creo. Tú sabes que me harías reír: Amicus Plato, sed magis amica veritas. ¿Comprendes? Sí… Soy yo... ¡Judas, el sicariote! Me haces reír casi grotescamente… Mujer, por el gran delatado al madero, hazme caso finalmente…

No quiero ser pesado, pues dispongo de la paciencia de lo eterno, porque la inmortalidad es así, resistente a todo. Mira, si no me respondes esta vez, consideraré que te has enfadado conmigo. Y me tomaré mi tiempo. Pero el tuyo no es el mío: tú eres mortal. Los dos sabemos que cuando me necesites me llamarás de nuevo. No te pierdas virtuosamente. Siempre sabes dónde encontrarme. Me resulta increíble que no quieras contar nunca con mis servicios. A ti te hago precio de amiga, pese a que tú no me lo hiciste a mí jamás en ninguna de nuestras sesiones. ¡Qué avaros sois los médicos! Luego habláis de mí y de Shylock...

Sólo una cosa ―importante―, por la que te escribo ahora con urgencia y seriedad. Te dirán, en unos días, que he fallecido. Hacia el 29 de noviembre, si no se nos ocurre otra fecha mejor. Es mentira, evidentemente, como ya sabes. Pero toca reciclarse. Los medios te lo harán saber. Ya sabes que todos los medios son míos, pues ninguno de ellos sobrevive sin traicionar a los tres referentes esenciales de la experiencia humana, común a todos y cada uno de nosotros: la realidad, la verdad y la ley. No tengo que recordarte que la verdad es una realidad idealizada según un pacto o colusión entre gentes capaces de imponerla en nombre de lo que sea. Llámalo publicidad, si quieres.

En breve, pasada esa fecha, te escribiré de nuevo, pero sólo si me respondes a este mensaje. Te invito a pasar unos días en Boston con mi nueva familia. Vente estas Navidades. El próximo Día de Acción de Gracias será el último de Heinz. Y estrenaremos el fin de año con un nuevo nombre: Steven Kaufmann-Bèipàn Zhě. El segundo apellido es chino. Hay que actualizarse. Si gustas de los criptogramas: 背 叛 者

Ya lo sabes todo.

No me digas que no, porque nunca podrás prescindir de mí. Un día me necesitarás por vez primera y nunca última.

Yo, Judas Iscariote.

 

Y sí, fui a Boston, y pasé con Bèipàn Zhě algo más de dos semanas, en medio de las cuales el Planeta todavía decretaba y celebraba la muerte de Heinz, efectivamente, un 29 de noviembre. Pero de ello hablaré más adelante…

 

© Jesús G. Maestro
De Toledo a Madrid, 29 de noviembre de 2023.