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Lutero y la estética de la recepción






Decir en 1967 —como hizo Hans Robert Jauss— que el sentido de las obras literarias lo da el lector es retrotraernos, casi quinientos años después, a las tesis de Lutero aplicadas a la Literatura.



El Romanticismo anglosajón es consecuencia de la ignorancia del Barroco hispano y de la atrición de la Reforma

 


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro



Se ha repetido con frecuencia una mentira, según la cual la realidad pierde objetividad en el Barroco. 

No es cierto algo así. La realidad no pierde objetividad en el Barroco. El proceso es otro, y más complejo: a la objetividad de determinadas realidades se enfrenta, en el Barroco hispano –por primera vez en la Historia–, la objetividad de determinados individuos. 

Hablamos de objetividad, no de impulsos fideístas ni de ansiedades subjetivas, ni mucho menos de patologías idealistas ni de utopías políticas o religiosas, es decir, no hablamos de Lutero. 

El Romanticismo luchaba –desde las limitaciones históricas anglosajonas– por objetivos ya conseguidos en el Barroco hispánico: los objetivos del yo. Se trataba de logros hasta entonces –finales del siglo XVIII– inasequibles a la anglosfera.

La crítica tradicional anterior al Barroco hispano y al Romanticismo anglogermánico había considerado al personaje literario como agente de acciones, en la medida en que se enfrentaba a múltiples obstáculos para vencerlos, evitarlos o sucumbir en ellos. 

Las filosofías idealistas introducen en la anglosfera un concepto de sujeto y de persona desde el que se pretende identificar en el personaje una expresión de inteligencia y de voluntad que supere las exigencias de la fábula, y que al mismo tiempo demuestre cómo el protagonista literario toma conciencia de sí mismo, mediante la reflexión sobre sus propios actos y desde la inmanencia de su propio discurso (soliloquio dramático). 

Este concepto de personaje y de persona ya estaba presente en el Barroco hispano, y don Quijote, don Juan e incluso hasta Celestina, por no hablar de la Lozana andaluza, entre decenas de ejemplos, son clara muestra de ello. 

Se nos ha enseñado a interpretar el Romanticismo desde una trayectoria lineal, como una secuencia sucesiva y progresiva de ideas y corrientes de pensamiento dadas en el curso de la Historia. 

Sin embargo, el Romantismo no es un movimiento que pueda interpretarse como consecuencia de movimientos previos, sino como algo mucho más grave y crudamente delator: el Romancismo es consecuencia del aislamiento que, hasta la Ilustración europea y europeísta, limita y atrofia la forma de vida cultural, política y literaria de la anglosfera. 

El Romanticismo sólo se explica como un movimiento que surge desde la ignorancia histórica del Barroco hispánico, con el que se identifica, al descubrirlo a posteriori, cual legitimación de una profecía post eventum, el mundo anglosajón. 

Sin la atrición de la Reforma religiosa y el aislamiento valetudinario del luteranismo, que mantuvo en condiciones feudales el comercio y la inteligencia de su área geográfica, prácticamente hasta mediados del siglo XVIII, el Romanticismo alemán no habría tenido lugar jamás, del mismo modo que el idealismo filosófico prusiano hubiera sido solamente eso, una utopía sectaria y extraviada en uno de los divertículos de la Historia decimonónica. 

El éxito del Romanticismo, como el artificio publicitario del idealismo filosófico alemán, se debe al triunfo económico de la anglosfera, y sobre todo al papel propagandístico que uno y otro movimiento –Romanticismo e idealismo– desempeñaron desde finales del siglo XVIII en la construcción rosalegendaria de una Europa septentrional –que comienza a considerarse a sí misma moral y laboriosamente superior a la Europa meridional– y al servicio siempre de una imagen mítica y sofista de la anglosfera, un auténtica filfa que llega hasta nuestros días, cuyos estertores deja al descubierto hoy la crisis irrevocable e irreversible de la democracia posmoderna.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022 (IV, 2.14).



Pensar la literatura no es lo mismo que sentir la literatura

 

Derrida


Pensar la literatura no es lo mismo que sentir la literatura. 

La gnoseología nunca pierde de vista la realidad; la epistemología, sin embargo, tiende in extremis a ilusionar e idealizar toda visión de la realidad, convirtiendo a esta última en un espejismo. 

Recuérdese que el idealismo consiste en vivir en el espejismo sin disfrutar del oasis. 

Cuantas más personas «vivan» en el espejismo, mayor será la cantidad de recursos disponibles para quienes materialmente disfruten de hecho del oasis. 

Al espejismo, Platón lo denominó «la caverna» —un lugar realmente incómodo, y que exige para un adecuado consumo posmoderno una nueva nomenclatura—. 

La Crítica de la razón literaria lo denomina, simplemente, tercer mundo semántico

Desde Lutero, y sobre todo desde Kant, toda la teología protestante, primero, y la filosofía idealista, después, han trabajado de forma ininterrumpida por preservar y globalizar este espejismo de diseño anglosajón, esta reformada caverna platónica, hasta convertirlo en un portentoso tercer mundo semántico, saturado de ilusionismo, publicidad, autoayuda o autoengaño, relatos salvíficos y apocalípticos, cine, redes sociales, periodismo y mentira hábilmente gestionada. 

Por supuesto, dentro de este programa o experimento orwelliano[1], la literatura es una forma de cultura indefina y soluble en emociones sin sentido. Es decir, es cualquier cosa. En palabras sofisticadas de un Derrida: todo es texto. Y todos contentos. 

El objetivo es que el racionalismo literario resulte indescifrable, y que la inteligibilidad de la literatura sea igual a la nada. 

Que la literatura sea invisible, insípida e inodora. 

Ése es el objetivo de la educación posmoderna, de diseño anglosajón y globalizante, contra el cual se ha escrito esta obra, la Crítica de la razón literaria.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (III, 5.4.2.3), 2017 · 2022.


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NOTA

[1] Para suprimir libertades no es estrictamente necesario suprimir las palabras: es mucho más eficaz y contundente ocultar la realidad, hacer de ella algo racionalmente ilegible, invisible o ininteligible, es decir, potenciar las apariencias, mediante un uso familiar y a la vez impactante y seductor del lenguaje. Con todo, lo verdaderamente inquietante no es que se supriman libertades, algo que siempre ha ocurrido a lo largo de la Historia.  Lo verdaderamente inquietante es que esta jibarización y exterminio de libertades se haga en nombre de la democracia. ¿Cómo recuperar, fuera de la democracia, las libertades que suprime la propia democracia?


Literatura fantástica y libertad religiosa





La idea de que lo fantástico es un género literario que desde finales del siglo XVIII, a través de la secularización, busca alternativas de mayor libertad a las emociones religiosas impuestas en la cultura protestante no es tema menor. 

En las sociedades católicas, la religión no monopolizó la imaginación ―que discurrió muy libremente― del mismo modo que el protestantismo: la Reforma ejerció sobre la imaginación humana una presión inquisitiva sin precedentes históricos. 

El catolicismo iba hacia los hechos, las leyes y las normas, donde en términos político-teológicos impuso un absolutismo bien conocido. Lutero, por el contrario, intervino con obsesión en la fe, despreciando totalmente la razón. 

En el protestantismo, el objetivo de la libertad fue la conciencia: el territorio humano más duramente intervenido por la religión. Y paradójicamente, en nombre de la libertad. En el arte y la literatura ―las actividades humanas que mayor libertad exigen a la imaginación― el resultado fue desastroso. Así se pulverizaron las posibilidades, muy limitadas, de la literatura y de la imaginación literaria en los países intervenidos por el protestantismo. 

La literatura fantástica fue la principal línea de fuga desde finales del siglo XVIII. William Blake abrió la espita que otros seguirían. 

Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, no conocieron jamás tales limitaciones. Ni ellos, ni su obra, ni su público. El Quijote es un derroche de libertad, de racionalismo, de imaginación... y de literatura fantástica. La obra de Cervantes, como todo el Siglo de Oro español, fue la escuela de los románticos anglosajones.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.