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de la Crítica de la razón literaria
Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, como profesor universitario, autor de la Crítica de la razón literaria, dispone de forma abierta, libre y gratuita, de toda su actividad docente, académica e investigadora, en internet, con más de mil clases grabadas en su canal de YouTube.
La idea de que lo fantástico es un género literario que desde finales del siglo XVIII, a través de la secularización, busca alternativas de mayor libertad a las emociones religiosas impuestas en la cultura protestante no es tema menor.
En las sociedades católicas, la religión no monopolizó la imaginación ―que discurrió muy libremente― del mismo modo que el protestantismo: la Reforma ejerció sobre la imaginación humana una presión inquisitiva sin precedentes históricos.
El catolicismo iba hacia los hechos, las leyes y las normas, donde en términos político-teológicos impuso un absolutismo bien conocido. Lutero, por el contrario, intervino con obsesión en la fe, despreciando totalmente la razón.
En el protestantismo, el objetivo de la libertad fue la conciencia: el territorio humano más duramente intervenido por la religión. Y paradójicamente, en nombre de la libertad. En el arte y la literatura ―las actividades humanas que mayor libertad exigen a la imaginación― el resultado fue desastroso. Así se pulverizaron las posibilidades, muy limitadas, de la literatura y de la imaginación literaria en los países intervenidos por el protestantismo.
La literatura fantástica fue la principal línea de fuga desde finales del siglo XVIII. William Blake abrió la espita que otros seguirían.
Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, no conocieron jamás tales limitaciones. Ni ellos, ni su obra, ni su público. El Quijote es un derroche de libertad, de racionalismo, de imaginación... y de literatura fantástica. La obra de Cervantes, como todo el Siglo de Oro español, fue la escuela de los románticos anglosajones.
Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.
Es propio de los dioses mostrar la fuerza de su poder, de su ira o su misericordia, de su capacidad de sacrificio incluso, pero muy pocas veces nos dan muestras de su inteligencia. Su discurso apagorético es siempre intimidatorio.
Sobrevivientes en la nada, desde una soledad eterna y poderosa, dominan el todo. A veces, algunos de sus súbditos primigenios, los ángeles por ejemplo, traicionan incomprensiblemente su magnificencia; el hombre y la mujer por él creados no tardan en engañarle y mostrarse desagradecidos...; como consecuencia de ello disponen un mundo deliberadamente imperfecto, cuyo resultado es el caos más irremediable. ¿Es esta una labor de la que se deba estar especialmente orgulloso?
Los dioses, pues, hacen alarde de su poder, pero pocas veces de su inteligencia. Todo se reduce para ellos a una cuestión moral. No entienden, diríamos, de gnoseología. Sólo de ética. De una ética que descarta, por supuesto, cualquier experiencia cómica.
Por el uso de la inteligencia los dioses se asemejan a los seres humanos; y por una ambición desmesurada los propios seres humanos acaban por creerse, fraudulentamente, semejantes a un dios. Los númenes divinos no ofrecen pruebas de inteligencia, sino simplemente de poder o de sacrificio, según pretendan deslumbrarnos o seducirnos. Sus obras son obras de fuerza, no de sabiduría. No en vano la inteligencia se orienta esencialmente hacia la persuasión y la crítica, actividades sin duda mucho más humanas que divinas. Como la literatura, tan humana, tan profana, tan impía.
La inteligencia hace al ser humano; la ficción, a los dioses. Sin embargo, ambos están unidos, por el deseo, en una relación trágica. Ansiedad humana de trascendencia y deseo divino de posesión y dominio sobre lo terrenal.
Todos los dioses necesitan hacer milagros para revestirse periódicamente de cierta autoridad, pero sólo los seres humanos son capaces de contar esos milagros. Los númenes divinos necesitan de profetas y narradores para articular su propio discurso. ¿Quizá la modestia les impide hablar de sí mismos? Lo cierto es que los dioses necesitan la escritura. El fruto de la más humana de las invenciones: dar nombre y sentido a las cosas. He aquí la acción primigenia y adánica de ese primer hombre.
Los dioses que no están en los libros, que no están en las escrituras, no existen. En consecuencia, residen en la lectura, y se confirman en la experiencia trágica —y espectacular—, para sublimarse en ella ante los ojos mortales. Los dioses son fugitivos y persistentes visitantes de la literatura.
Toda su mitología está destinada a poblar un mundo visible, que la ficción poética ha hecho muchas veces comprensible y verosímil en su fuerza y sensorialidad.
Sin embargo, la poética no es la casa de los dioses, sino su laico camposanto, su cementerio civil, su territorio de ultratumba. La literatura, discurso pagano y secular por excelencia, no habla su mismo lenguaje, normativo y moralista, sino que instituye una voz de libertad y laicismo, de heterodoxia y desmitificación, que ha hecho de los númenes divinos su principal osamenta.
La poética ha convertido a todos los dioses en el osario de la literatura. Sin duda un enriquecido tesoro de influencias trascendentes.
Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.
La guerra es la distancia que separa
a los idealistas de la realidad
Jesús G. Maestro
Crítica de la razón literaria
2017-2022
¿Cómo estudiar la literatura desde la ciencia y la filosofía?
Carlos Javier González Serrano entrevista a Jesús G. Maestro, Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Vigo, y autor de la Crítica de la razón literaria.
Audio completo de la entrevista
No hay que olvidar que es precisamente en el ámbito de la pragmática donde, desde un punto de vista político, el imperativo marxista de transformar el mundo adquiere su máxima expresión: «los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de diferentes modos, pero lo que hay que hacer ahora es transformarlo». He aquí la célebre tesis XI de Marx sobre Feuerbach.
Hoy, como acaso en cualquier otro momento de la Historia, las normas de interpretación de los materiales literarios están más determinadas y condicionadas por la política que por la ciencia. Sin embargo, en nuestro tiempo, en el momento de escribir estas líneas, como sin duda en otros momentos de la Historia, no hay autores lo suficientemente inteligentes ―no todo el mundo es Dante, Cervantes o Quevedo― como para escribir una literatura capaz de enfrentarse, en favor de las exigencias del racionalismo literario, contra las limitaciones y censuras que imponen las ideologías programáticas y los imperativos de lo políticamente correcto, procedentes ―dicho sea de paso― del mundo anglosajón, donde han germinado por razones muy ajenas a lo acontecido históricamente en el Hispanismo y su geografía.
No son sujetos gnoseológicos ―los científicos― quienes dictan hoy estas leyes imperativas, sino sujetos ideológicos ―políticos, sofistas, humanistas, intelectuales, o simplemente ideólogos―.
Las normas son, en un contexto gnoseológico, pautas relativas a una pragmática del conocimiento, no a una retórica de la ideología. El conocimiento ha de estar fundamentado siempre sobre la práctica de su propia génesis y sobre el desarrollo de su particular estructura, de modo que fundamento teórico y operatorio habrá de desarrollarse estructuralmente sin disociarse en ningún caso de aquellos materiales sobre los que la teoría se construye y articula.
El conocimiento no puede convertirse nunca en un fin en sí mismo, como se pretende desde algunas posiciones afines incluso al Humanismo ―del Renacimiento a la posmodernidad―, ya que toda disociación cognoscitiva de una praxis se convierte en un puro formalismo, idealista, acrítico y retórico, basado exclusivamente en la implantación fideísta de un sistema, fácilmente soluble en un conjunto ideológico de imperativos morales, es decir, en la ilusión o invención de un discurso verbal que se desenvuelve por entero de espaldas a la realidad material, política, económica, histórica, etc., y en el que la subjetividad de la conciencia sólo se relaciona consigo misma, tal como procede, por ejemplo, Montaigne en sus ensayos, tan seductores y a la vez tan sorprendentemente triviales e inanes, equivalentes a un posmoderno libro de autoayuda.
Hay que salir, objetiva y normativamente, del yo —y sus circunstancias— para interpretar la realidad. Es la única forma de superar el idealismo y el egoísmo —narcisista y corporativo— en el que con frecuencia viven enquistados los autocelebrados humanistas. E intelectuales. De Montaigne a Lledó, pasando sin duda por Ortega, y toda su fantástica y maravillosa filosofía poética.
Por esta razón el autologismo ha de ejercitarse como una operación lógica individual, y no como una simple afirmación de la conciencia subjetiva. Los materiales literarios —autor, obra, lector e intérprete o transductor— están políticamente implantados en la realidad del mundo, y de ninguna manera el conocimiento que se ejerce sobre ellos puede disociarse de las condiciones materiales que lo hacen formalmente posible.
La literatura es inconcebible e ininteligible al margen de la realidad política, pero bajo ningún concepto puede reducirse a los límites simplistas y de bajísimo nivel fenomenológico que exigen las ideologías. Ideologías en las que comúnmente pastan los humanistas —antaño— o intelectuales —hogaño— de todo tiempo y lugar, fertilizando una y otra vez las consecuencias de ese pacto siniestro entre la cruz y la pluma, o el Estado y la prensa.
No hay poética sin política, pero una y otra han de imponerse a las ideologías para preservar el desarrollo de la ciencia literaria, porque el saber gnoseológico sobre la literatura no puede sobrevivir en la pobreza de umbrales fenomenológicos acríticos, por mucha seda humanista que los disfrace, desde el momento en que exige y requiere una implantación ―y una interpretación― científica, crítica y dialéctica.
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