No hay que olvidar que es precisamente en el ámbito de la pragmática donde, desde un punto de vista político, el imperativo marxista de transformar el mundo adquiere su máxima expresión: «los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de diferentes modos, pero lo que hay que hacer ahora es transformarlo». He aquí la célebre tesis XI de Marx sobre Feuerbach.
Hoy, como acaso en cualquier otro momento de la Historia, las normas de interpretación de los materiales literarios están más determinadas y condicionadas por la política que por la ciencia. Sin embargo, en nuestro tiempo, en el momento de escribir estas líneas, como sin duda en otros momentos de la Historia, no hay autores lo suficientemente inteligentes ―no todo el mundo es Dante, Cervantes o Quevedo― como para escribir una literatura capaz de enfrentarse, en favor de las exigencias del racionalismo literario, contra las limitaciones y censuras que imponen las ideologías programáticas y los imperativos de lo políticamente correcto, procedentes ―dicho sea de paso― del mundo anglosajón, donde han germinado por razones muy ajenas a lo acontecido históricamente en el Hispanismo y su geografía.
No son sujetos gnoseológicos ―los científicos― quienes dictan hoy estas leyes imperativas, sino sujetos ideológicos ―políticos, sofistas, humanistas, intelectuales, o simplemente ideólogos―.
Las normas son, en un contexto gnoseológico, pautas relativas a una pragmática del conocimiento, no a una retórica de la ideología. El conocimiento ha de estar fundamentado siempre sobre la práctica de su propia génesis y sobre el desarrollo de su particular estructura, de modo que fundamento teórico y operatorio habrá de desarrollarse estructuralmente sin disociarse en ningún caso de aquellos materiales sobre los que la teoría se construye y articula.
El conocimiento no puede convertirse nunca en un fin en sí mismo, como se pretende desde algunas posiciones afines incluso al Humanismo ―del Renacimiento a la posmodernidad―, ya que toda disociación cognoscitiva de una praxis se convierte en un puro formalismo, idealista, acrítico y retórico, basado exclusivamente en la implantación fideísta de un sistema, fácilmente soluble en un conjunto ideológico de imperativos morales, es decir, en la ilusión o invención de un discurso verbal que se desenvuelve por entero de espaldas a la realidad material, política, económica, histórica, etc., y en el que la subjetividad de la conciencia sólo se relaciona consigo misma, tal como procede, por ejemplo, Montaigne en sus ensayos, tan seductores y a la vez tan sorprendentemente triviales e inanes, equivalentes a un posmoderno libro de autoayuda.
Hay que salir, objetiva y normativamente, del yo —y sus circunstancias— para interpretar la realidad. Es la única forma de superar el idealismo y el egoísmo —narcisista y corporativo— en el que con frecuencia viven enquistados los autocelebrados humanistas. E intelectuales. De Montaigne a Lledó, pasando sin duda por Ortega, y toda su fantástica y maravillosa filosofía poética.
Por esta razón el autologismo ha de ejercitarse como una operación lógica individual, y no como una simple afirmación de la conciencia subjetiva. Los materiales literarios —autor, obra, lector e intérprete o transductor— están políticamente implantados en la realidad del mundo, y de ninguna manera el conocimiento que se ejerce sobre ellos puede disociarse de las condiciones materiales que lo hacen formalmente posible.
La literatura es inconcebible e ininteligible al margen de la realidad política, pero bajo ningún concepto puede reducirse a los límites simplistas y de bajísimo nivel fenomenológico que exigen las ideologías. Ideologías en las que comúnmente pastan los humanistas —antaño— o intelectuales —hogaño— de todo tiempo y lugar, fertilizando una y otra vez las consecuencias de ese pacto siniestro entre la cruz y la pluma, o el Estado y la prensa.
No hay poética sin política, pero una y otra han de imponerse a las ideologías para preservar el desarrollo de la ciencia literaria, porque el saber gnoseológico sobre la literatura no puede sobrevivir en la pobreza de umbrales fenomenológicos acríticos, por mucha seda humanista que los disfrace, desde el momento en que exige y requiere una implantación ―y una interpretación― científica, crítica y dialéctica.
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