Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, como profesor universitario, autor de la Crítica de la razón literaria, dispone de forma abierta, libre y gratuita, de toda su actividad docente, académica e investigadora, en internet, con más de mil clases grabadas en su canal de YouTube.
Los idealistas no saben qué hacer con la
literatura. Realmente, nunca han sabido qué hacer con la literatura. Cuando se
enfrentan a ella, se encuentran en un laberinto. En todos los casos, fingen
ante sus lectores una inteligencia de la que carecen, y que sólo resulta
alucinante para quienes, peores aún que ellos, por su ignorancia, se dejan
encantar y fascinar por palabras que les suenan bien simplemente porque no las
entienden. Y no las entienden porque nada significan. Lo peor de un ignorante
no es que no sepa distinguir un redondel de una circunferencia, según la
geometría, o un Mi sostenido de un Fa natural, según la escala cromática. Lo
peor es que no permite ni tolera que los demás sean capaces de distinguirlo y de
explicárselo.
La crítica literaria está sobresaturada,
sobre todo desde la Ilustración y el Romanticismo, de gentes que creen que
interpretar la literatura es escribir y publicar «cosas bonitas» sobre
literatura, desde citas ectópicas de metáforas ajenas hasta frases de autoayuda
que sólo se pueden cultivar en las emociones más básicas de un tercer mundo
semántico y bobalicón.
A la gente se la seduce por sus deficiencias
emocionales, no por su inteligencia. Eso lo sabe muy bien todo tipo de
sofistas, intelectuales y amigos del comercio. Y de este modo se la conduce
hacia los laberintos del siglo XXI, de modo que nadie pueda salir de ellos. La
ignorancia individual desemboca en la hipnosis colectiva. Porque hay algo peor
que un ignorante que desconoce lo que la literatura es: hablo del impostor que utiliza
la literatura para engañar a sus posibles lectores. Servirse de la literatura
para timar al prójimo es algo acaso tan infame como servirse de la medicina
para privar de vida a un ser humano contra su voluntad y conocimiento. Porque
privar a alguien de una vida inteligente es uno de los mayores actos de
crueldad y vileza que pueden darse en este mundo.
Jesús G. Maestro
A la gente se la seduce por sus deficiencias emocionales, no por su inteligencia: los timadores
Con motivo de la publicación del libro
titulado Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, en la editorial
HarperCollins, pongo a disposición, tanto de los lectores de la obra impresa
como de los oyentes del audiolibro, el siguiente autorretrato, en el
que, en formato audio, respondo de forma abierta y clara a las preguntas y
cuestiones que me han hecho llegar.
Estas palabras han de entenderse como lo que
son, un autorretrato que sirve de preludio o introducción a la lectura de este
libro, Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, pues en realidad
yo soy un total desconocido para casi todos mis oyentes y lectores, aunque la mayor
parte de la gente crea lo contrario, algunos finjan conocerme ante terceros o
no falte quien imagine haber pretendido lo imposible. La apariencia no es la
realidad, salvo para el mundo anglosajón, que prefiere el espejismo al oasis y
la mentira al desengaño.
Con inevitable frecuencia es fácil confundir
al personaje que habla en un vídeo, o al autor de una obra académica y
científica, con la persona real que da cuerpo a ese personaje, y que no siempre
se corresponde con él, a pesar de todas las apariencias posibles, reales e
imaginadas por los espectadores. Comúnmente la gente se hace una idea muy equivocada
de la persona real, y adquiere de ella una imagen que nada tiene que ver con esa
realidad genuina y con frecuencia invisible. Es muy fácil confundir realidad y
apariencia, y habitualmente, como es bien sabido, toda apariencia tiende al
engaño. Es conveniente disociar algunos aspectos, muy importantes, entre
persona y personaje, es decir, entre la realidad del que habla y las ficciones
que mediáticamente, a veces también mítica o hasta legendariamente, estimulan
la imaginación, idealista y errada, de unos y otros.
Algunas personas me preguntan, con cierta
insistencia, quién soy yo, cuál es mi ideología, por qué digo esto o aquello,
qué obras literarias prefiero o recomiendo, si soy partidario del aborto o de
los abortos ―el plural aquí no es lo mismo que el singular―, a quién voto en
unas elecciones o qué objetivos políticos tengo, qué sistema educativo
considero mejor para la educación de los listos o de los tontos, o,
simplemente, me preguntan por qué no respondo a sus mensajes.
Me hacen, en suma, inquisiciones personales.
A fin de responder de forma discretamente
definitiva a estas y otras cuestiones, expongo aquí, con fines disuasorios, una
suerte de autorretrato, introducción a una serie de pensamientos aforismáticos
y obras escritas en las que se sintetiza y objetiva mi filosofía de la vida,
una filosofía de la que muchas personas se han hecho eco en internet y otros
medios, a partir de mi obra impresa y de mis vídeos en YouTube.
Debo decir que la mejor forma de encontrar
una respuesta a cualquier pregunta sobre mí es leer mi obra, directamente y sin
intermediarios, e interpretarla ―en su contexto― con la debida atención.
Leerla, sobre todo, sin patologías previas. A las patologías, comúnmente
se las llama prejuicios.
Un hecho ha de quedar claro desde el
comienzo, y para siempre: yo no hablo en nombre de ninguna ideología, ni de
ninguna religión, ni de ninguna filosofía. Yo sólo hablo en nombre de los
conocimientos de que dispongo. Tampoco hablo para gustar, ni para disgustar.
Hablo y escribo, simplemente, para exponer un sistema de ideas, relacionadas
siempre de un modo u otro con la literatura.
En mi vida, hasta este momento, he escrito esencialmente
tres libros. En primer lugar, Crítica de
la razón literaria, cuya primera edición es de 2017 y cuya décima y
definitiva edición es de 2022. En segundo lugar, Ensayo sobre el fracaso
histórico de la democracia en el siglo XXI, cuya primera edición es de 2020
y cuya tercera y definitiva edición es de 2024. En tercer lugar, he publicado
el libro que aquí y ahora presentamos: Una filosofía para sobrevivir en el
siglo XXI. El primer libro se refiere a la literatura; el segundo, a la
política; y el tercero, a mi público, es decir, a ti. También he difundido mi
actividad docente de forma abierta y gratuita en más de mil ―y pico― vídeos, y
he publicado unos cuantos artículos, opúsculos y ensayos. Mi primer artículo en
la prensa lo publiqué con 16 años de edad, en el diario La Nueva España,
de Oviedo. Desde entonces no he dejado de escribir y publicar en diferentes
medios de comunicación.
El primero de estos libros, que titulé Crítica de la razón literaria. Una Teoría de
la Literatura científica, crítica y dialéctica, constituye un método
original y propio de interpretación literaria, cuyo objetivo, entre otros, ha
sido el de sacar a la literatura del cubo de la basura en que la han metido las
universidades actuales. En ese libro hablo de lo que sobre literatura no me
enseñaron en la Universidad. Necesité sólo 20 tomos, exactamente 7.198 páginas.
Escribirlo me llevó poco más de 20 años. Mis colegas lo han conocido por sus
hijos y alumnos. Los más viejos de ellos lo han ignorado por completo. Es una
obra que no pueden permitirse. Ni reconocer. Se sienten desautorizados y en
evidencia. Tantos años en esto, para darse cuenta al final de que no han hecho
más que repetir en español lo que otros dijeron antes en francés, inglés o
alemán. Acaso también en ruso. Los más jóvenes, sin embargo, han convertido
esta obra en su libro de cabecera. Algo tendrá el agua ―dicen― cuando la
bendicen. Sea como fuere, la Crítica de
la razón literaria ―y así lo ha advertido más de un lector― se ha
adelantado a toda una generación de lectores, y se ha saltado directamente a
los más viejos avechuchos para instalarse entre los más jóvenes e interesados
milenaristas.
El segundo libro, para el que fueron
suficientes unas semanas, lo titulé Ensayo sobre el fracaso histórico de la
democracia en el siglo XXI. La posmodernidad democrática como medio de
destrucción de la libertad y del Estado moderno. Este escrito habla de tres
hechos terribles y, pese a todo, muy atractivos, entre otros francamente
inconfesables, que, en el siglo XXI, determinarán de modo irreversible la vida
de todos y cada uno de nosotros, y de nuestros descendientes: el fracaso de la
democracia y la destrucción del Estado moderno, el triunfo de la barbarie y la
ignorancia violenta, y la deshumanización digital del ser humano, ejecutada a
través de internet y sus múltiples redes arácnidas, inteligencia artificial
incluida.
El tercer libro, Una filosofía para
sobrevivir en el siglo XXI, del que este autorretrato es una introducción,
ha sido una exigencia de los dos primeros y una consecuencia de la difusión de
mi obra académica y científica, así como de mi labor docente, visible a través
de múltiples medios de comunicación audiovisual, en particular a través de
YouTube.
Se sintetiza aquí una filosofía de la vida,
la mía propia, que expongo en este ensayo, por si puede ser de interés para
lectores, oyentes y espectadores. No es un libro de autoayuda, sino todo lo
contrario: es un libro de desengaño y de crítica feroz contra quienes no tienen
nada que decirnos y, sin embargo, no cesan de intoxicar nuestra vida, nuestros
conocimientos y nuestra libertad. El lector tiene aquí un libro para sobrevivir
al siglo XXI: una filosofía que es, ante todo, mi modo personal de organizar las
ideas de las que disponemos y con las que actuamos. A partir de aquí, tú,
lector, oyente o espectador, decides.
Esta trilogía es, por el momento, mi obra
esencial. Como he dicho, el primero de estos libros habla de literatura
y el segundo de política. El tercero habla de ti. De lo que hablen sobre
el personaje de YouTube, al que han dado vida ―una vida virtual―
los sueños de mis espectadores, sea cada uno de ellos el único responsable.
No soy responsable
de lo que hago en los sueños de los demás
He dicho muchas veces que no soy responsable
de lo que hago en los sueños, fantasías o pesadillas ―redes sociales incluidas―
de los demás.
No conviene confundir a una persona
con su personaje. No quiero decepcionar a nadie, pero quien habla en los
vídeos es un personaje que no siempre se corresponde con mi persona. De hecho,
yo no soy mi personaje. Y no volveré a insistir en esta realidad. Lo sabemos
desde que los antiguos griegos escenificaron la esencia y artificio del teatro
moderno. Actor es la persona cuyo cuerpo da vida y soporte a un personaje. Su
máscara. Es un referente físico en quien se objetiva un significado, acaso
múltiples hipótesis, y hasta algún que otro relato, sin duda legendario y
también falso y marfuz.
De hecho, la realidad que hay en la persona
que da vida a ese personaje la conocen muy pocos, y casi nadie completamente.
Para mis antiguos alumnos, los del pasado
siglo XX ―comencé a dar clase en la Universidad en 1993, con 25 años, tras
doctorarme en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada―, soy acaso nada,
o en el mejor de los casos, un recuerdo sin consecuencias. Para mis actuales
alumnos, los del siglo XXI, soy un perfecto desconocido: ni siquiera saben mi
nombre, no tienen ningún interés en recibir mis conocimientos y no me
identificarían ni personal ni profesionalmente en ninguna parte ni lugar. En
este punto, soy igual que mis colegas. Sólo que yo lo sé y lo digo, y ellos ni
pueden hacerlo ni se atreven a decirlo.
Para los de izquierdas, soy de derechas;
para los de derechas, soy de izquierdas. Así de listos son unos y otros.
Para los protestantes, soy un católico
luzbelino; para los católicos, soy un caso perdido; para los agnósticos, un
escritor inútil, y para los ateos, un jeroglífico. Para el resto de creyentes,
un don nadie, excepto para los filósofos, que me hacen preguntas propias de
personas que no han trabajado nunca. Para las feministas soy un hombre ―mea
culpa―. Y tienen razón: formo parte de una generación de seres humanos que
todavía alcanzó a distinguir a las personas por su sexo, y a no discriminarlas
nunca ni por su género ni por ninguna otra cuestión irrelevante. Para los
polemistas y ergotistas de todos los signos, sean de esto o lo contrario, soy
alguien que ―salvo por su forma de razonar― debería estar con ellos y no contra
ellos, aunque lo realmente cierto es que no estoy ni en contra ni a favor de
hechos y debates que me rebasan (por no decir que me resbalan) y ante los que
no tengo nada que hacer ni que aportar. No me atraen los querulantes.
Para los enemigos de los buenistas, soy
buenista; para los buenistas, no soy buenista, porque soy heterodoxo ―es decir,
original― e indómito, dado que no permito que me eduquen para obedecer; para
quienes me conocen laboralmente, soy lo que hay: un intérprete de Cervantes, de
la literatura en general y de la Literatura Española e Hispanoamericana en
particular, y también de la Teoría de la Literatura, de la que he hablado como
lo que es, una ciencia de los materiales literarios. La administración dice que
soy, también, especialista en Literatura Comparada (sea de ello responsable la
administración).
Soy, en suma, alguien que, a partir de su
propia formación autodidacta como profesor de Universidad, en el ejercicio
investigador y docente de la Filología Hispánica durante más de tres décadas,
ha construido, para bien o para mal, una Teoría de la Literatura nueva,
original y diferente.
La Crítica de la razón literaria se
ha enfrentado sin reservas a una tradición que, entre otros muchísimos lastres,
subordinaba el Hispanismo a los dictados de otras naciones y culturas, a mi
juicio muy incompetentes en materia literaria, las cuales imponían a nuestras
élites universitarias y políticas una forma de interpretar la literatura ―y en
particular la literatura hispánica― con la que una persona inteligente no puede
estar científicamente de acuerdo. No me dio la gana de aceptar eso, y por ello
mismo escribí mi propia obra. En ella se contiene el mayor reproche a mis
profesores universitarios: nunca fueron, ni supieron ser, originales. Fueron
copistas, traductores e importadores de lo que se hacía en el extranjero. Y lo
hicieron acríticamente. No me aportaron nada. Y si dijera otra cosa, mentiría.
Hablo de la Universidad, porque en el bachillerato conocí a los mejores
profesores de toda mi trayectoria académica y vital.
Políticos, maestros y colegas
Para mis colegas, soy una oportunidad (que
cada uno ha gestionado según sus propias capacidades, o visto frustrada según
mis personales decisiones o intereses). Para los investigadores más jóvenes y
competentes, soy un tema para una tesis. Para la Universidad, un superviviente
al que nunca los lenones pudieron silenciar, ni detener, ni domeñar: una
rarísima avis a la que el poder nunca logró seducir con nada ni con
nadie. Para los caciques, una bofetada a tiempo, y en algún momento una buena
hostia a destiempo, pero siempre muy bien dada. Nunca es tarde ―dice la
paremia―, si la dicha es buena. A veces, la dicha, se manifiesta de forma
violenta.
Para los maestros, cualquier cosa menos lo
que esperaban, cualquier desenlace menos un discípulo, cualquier resultado
menos una obsecuencia: soy los antípodas de la sumisión. Nunca una frustración
―para ellos―, pero en algún caso sí un resentimiento, si nos acordamos ―no la
nombremos― de alguna vieja gloria cada vez menos gloriosa y más vetusta. Para
los resentidos y envidiosos, una viruela que sólo ellos saben por qué padecen.
Para las camarillas, siempre fui una puerta cerrada y un despacho vacío. Para
el poder académico, una total pérdida de tiempo.
El poder académico ―sea dicho con toda
legitimidad― es una de las formas más ilusorias y pueriles de poder. El poder
académico se limita a hacer de mensajero e intermediario informático, porque
hoy toda burocracia académica no es otra cosa que reenviar correos
electrónicos, los cuales se reciben inconscientemente de una instancia
burocrática y se remiten a otra. No hay más. No es ni siquiera sumisión ni
servilismo. Es algo mucho más simple y degenerado: es mensajería electrónica
propia de gente que no sabe hacer su trabajo, es decir, dar clase, y que lo
disimula eclipsándose en el lisérgico pseudopoder académico. La golosina de los
bobos. En ese ejercicio se entretiene, ilusa y vaga, en realidad neutralizada,
más del noventa por ciento de la población universitaria mundial. Siempre me
negué a ocupar cargos de gestión académica. Y aun así las llamadas agencias de
evaluación se vieron obligadas a acreditarme como catedrático. En contra de su
voluntad, naturalmente, y de la de algún envidioso y frustrado colega.
Para los políticos que no me conocen, soy un
presunto voto; para los políticos que me conocen, un sofión sin reservas. Para
la democracia, una carcajada. Ante el supremo cortesano, el espectador de una
obra de teatro cuyo final ignoramos tanto como deseamos... conocer. Y para la
ramerilla de la democracia, es decir, para la prensa, soy el hombre invisible.
Sea así por muchos años.
¿Hombres y mujeres?
Para hombres y mujeres soy lo que, en cada
caso, unos y otras merecen por sus obras. Porque las palabras, entre los seres
humanos, sólo sirven para engañar, con mejor o peor torpeza. Por ello, para los
hombres soy, en algún caso, el maestro que imaginan o desean, y que no tienen,
o no han tenido; en otros casos ―casos tronados, todo hay que decirlo―, soy lo
que desearían para sí y saben imposible, una fascinación urticante, la sal en
la envidia, la ortiga en el orto, una cara que no sale en su espejo y un libro
que acaso hubieran querido escribir, cuando ni siquiera lo pueden reseñar: para
más de uno, la impotencia de todos sus días; y en la mayoría de los casos sólo
soy alguien que, simplemente, a veces responde a sus mensajes y a veces no.
Para las mujeres, soy lo que cada una imagina ―bajo su responsabilidad―, y
alguna consigue ―bajo la mía―: atención y distancia. Es decir, soy lo mismo que
para los hombres.
Para los memos un meme: confieso que la
puericia crónica no es lo mío. Pero les gusto. Los memos también buscan
espejos. Y pareja. Opositores a Narciso, combustible de psiquiatra, carne de
suicidios. No en vano la fascinación especular tiene genealogías patológicas de
las que sólo el memo ―y no el modelo― es responsable. Para los enemigos, soy
una sorpresa. No digamos más. Pero... seamos francos... lo cierto es que no
tengo enemigos: tengo gilipollas. Para los amigos, un amigo desengañado,
consciente de que la traición la ejecutará siempre uno de los mejores. La
traición, como la noche, como la Historia, como la muerte, como el tiempo
mismo..., nunca tiene prisa. Y es, sobre todo, como la muerte y como Hacienda:
siempre llega.
Para los traidores, soy eso, literalmente,
un viejo amigo. Para el calumniador, una persona que desmiente con hechos la
mentira de sus palabras. Porque la calumnia siempre revela los intereses y
expectativas de los crédulos, que la buscan inflamados y la retroalimentan
latebrosamente. La calumnia contiene siempre la matriz de las intenciones del
calumniador, pero nunca la realidad de los hechos adulteradamente narrados.
Engáñese cada uno como quiera: la mentira no me necesita. Si tú la necesitas, ve
con ella. Ve con el diablo, no conmigo. Para el gremio de los envidiosos, tengo
un arsenal de contenidos originales ―y muy codiciados― titulado Crítica de
la razón literaria.
Para la música, soy una frustración que
ignora todas sus frustraciones: una disposición constante y una voluntad
silvestre y libertina. Para mi querido y estimado profesor de música, soy ―acaso
en algún momento― un pequeño dolor de cabeza comprensible y perdonable. Siempre
compatible con su magisterio, que es lo más importante, porque le debo lo mejor
de lo que soy capaz ante un instrumento delator e insobornable, como es el
piano. Los profesores de música son los únicos maestros que reconozco, porque
jamás podré superar su originalidad magistral y su paciencia infinita y
generosa. Les debo el tiempo y el saber, inmenso, que me han dado. También a mi
maestro en literatura, la mayor excepción, el único: Emilio Nieto Costas, mi
profesor de literatura en segundo de bachillerato. Fue mejor que todos mis
profesores de Universidad juntos. El discípulo obedece, el intérprete
expone su criterio. Con libertad.
Para la filosofía, soy el lector de Borges
―confío en ella tanto como el argentino que soñaba con ser inglés, es decir,
nada (nótese la epanortosis, por favor)―, y para la literatura soy el autor de
la Crítica de la razón literaria.
Elogio y vituperio
Para quien me elogia soy un oído sordo, y
para quien me vitupera soy un oído sordo que sabe leer en los labios. Para
quien entra por la puerta de mi despacho, soy una adivinanza. Como editor, no
quise explicaciones, quise resultados. No presto atención a mis interlocutores,
pero finjo en la medida de lo posible y en razón de la cortesía. Sólo escucho
música y sólo a la literatura presto atención sin distancias. No pierdan
el tiempo buscándome coloquios.
Siento esta franqueza, pero antes muerto que
embustero: las palabras, fuera de la literatura, son la banda sonora de la
nada. Las mías, como las de los demás. Y cualquier efecto sonoro, si no es
música, es ruido.
Otra cosa son las palabras de mi personaje,
que es quien les habla y les hablará mientras yo viva. Quédense con él, y a mí
déjenme en paz: serán más felices. (La única diferencia es que algunos ―los que
no me conocen, ni pueden conocerme― quieren creer más en mis palabras que en
las palabras de mi personaje, y yo, sinceramente, no necesito creer en las de
nadie. Ni siquiera en las de mi personaje. Ése es para ustedes, no para mí).
La queja es una de las formas más socorridas
de disimulo, y de ser, también, consciente de lo que hay. Trabajar es una forma
de disimular el éxito y el bienestar propios de una vida, el mejor modo de
pasar desapercibido ante el vecino y el colega. Una forma de fingir
incomodidades que nos aproximan a los demás. Un modo de hacerles sentirse
cercanos a nosotros mismos. Una ilusión de sociabilidad, que más de uno
necesitará interpretar como una suerte de complicidad, o hasta de solidaridad
inexistente. La ingenuidad del ser humano es infinita. Quejarse es una forma de
despistar. También es una forma consensuada de placer.
Pero vivir es hechicero y seductor. La vida
es la forma más atractiva de prorrogar el final. Amenizado por el fracaso ajeno
y la supervivencia propia.
No soy arrogante, soy sincero. De una
franqueza urticante y de una llaneza que, por viajar de la mano de la
indiferencia, el desengaño y la misantropía, e incluso la indolencia, resulta
molesta, a veces intolerable, muchas veces antipática y, desde luego, siempre
incompatible con casi todo el mundo. Así sea, pues así lo quiero.
No soy narcisista, porque no soy como me veo
yo, sino como me ves tú: si me sigues mirando, leyendo o escuchando, pregúntate
por qué lo haces, pero no me lo preguntes a mí, porque yo no sé quién eres. Y,
con todo respeto y consideración, no me interesa saberlo. No estoy encantado de
conocerme a mí mismo, estoy encantado de no conocerte a ti.
Y si te parece bien lo que soy y lo que
digo, sé bienvenido, y con tu pan te lo comas. Y si no te parece bien, o
simplemente te molesta, la culpa es tuya por prestarme atención.
Los alumnos forman parte de mi trabajo,
no de mi vida
No hablo con alumnos fuera de mi ámbito
laboral. Y desde luego no escucho ninguna de sus confesiones, ni dentro ni
fuera del aula. Los alumnos forman parte de mi trabajo, no de mi vida.
Soy profesor, no confesor. No soy cura, ni
psiquiatra, ni «hermano mayor» de nadie. En mi trabajo explico el Quijote,
entre muchas otras obras literarias. Examino al alumnado conforme a la
legalidad vigente y de acuerdo con la guía docente de la materia ―en las que ni
creo ni confío, porque no son obra mía, sino de un poder ajeno del que no formo
parte, ni como artífice ni como elector―, y lo que ocurra fuera de mi horario y
calendario laborales no es asunto mío y no debe ser asunto mío. Trabajo por
dinero, como todo el mundo. Porque trabajo es aquello que se hace por dinero.
El placer es otra cosa. La libertad comienza cuando termina el horario laboral.
Trabajar, como votar, es obedecer. Si no lo sabes, no puedo ―ni quiero―
explicártelo. Descúbrelo por ti mismo, y si no eres capaz, dedícate al
voluntariado, por placer y sin dinero. Y si crees en la vocación, advierte que
un desengaño a tiempo puede ser tu mejor victoria y prevención.
Voluntariamente dedico mi vida personal y
profesional a explicar literatura: en menos de una década he grabado más de mil
largos vídeos ―sé que ya lo he dicho― sobre interpretación de autores y obras
literarias, y he puesto desinteresadamente a disposición de todo el mundo, en
internet, contenidos críticos y académicos propios de un nivel universitario,
de forma abierta, libre y gratuita, así como toda mi obra, la Crítica de la
razón literaria. Soy responsable de lo que he escrito (no de las apofenias
del último ocurrente que me leyere), y me deberán el favor ―que no cobraré― de
haberlo regalado. Lo que la gente haga con ello es algo que no puede
importarme. No soy cómplice de mis lectores. Ni de nadie.
No hablo para hacer amistades,
sino para exponer un sistema de ideas
sobre la literatura
No hablo ni escribo para los jóvenes, ni
para los viejos, ni para nadie en particular. Ni en absoluto para hacer
amistades ni enemistades. Escribo y hablo para expresar un sistema de ideas
sobre la literatura.
Si ofrezco gratuitamente mis conocimientos,
es para que, si te interesa, los utilices de forma útil e inteligente, no para
que me escribas ni contactes, y ni mucho menos para que me des tu opinión. No
discuto opiniones: interpreto hechos. Ni mi vida ni mi obra dependen de tu
opinión. Sinceramente: tu opinión no nos importa. (A los retransmisores de
opiniones de terceras personas los considero, simplemente, lo que son:
chismosos y bobos. Su destino es la sentina o pecinal de la papelera más
cercana. El bloqueo eviterno. Me resultan excrementicios. Vaya también el
correveidile, como la mentira, con el diablo).
Lo que digo o escribo no es resultado de una
espontaneidad o una ocurrencia, sino que se trata de afirmaciones que forman
parte de textos más amplios, de los que se extraen como una cita, y que pueden
leerse como aforismos o paremias. Mi obra contiene una considerable selección y
antología de ellas.
Ni yo ni nadie puede pretender que se
entienda lo que se escribe o dice, si quien oye o lee no pone la debida
atención. Cada texto selecciona, con vida propia, a sus propios lectores e
intérpretes.
Por otro lado, hoy, con las redes sociales,
la confusión y destrucción de la comunicación ―y de cualquier contenido
inteligente― están aseguradas. Hay personas que viven ―es decir, malviven― en
las redes sociales, enredadas en el reciario de internet, y que comentan todo
lo que ven, sin entender nada de lo que leen. Mi obra, que se ha difundido
mucho a través de estos medios, ha sido y es objeto de interminables
comentarios, vídeos, réplicas, etc. La mayor parte de estos comentarios
proceden de personas que no tienen conocimiento de nada, pero que, bajo la
ilusión de la red pública, creen que saben algo. Su destino es la gomia de la
basura.
Pongo un ejemplo. Siempre he dicho que la
literatura no es una ciencia. Es la tesis número 4 de la Crítica de la razón
literaria: «la literatura no es una ciencia». Bien, pues son
incontables las personas que, comentando tonterías en internet, objetan
―jugando a ser sabios― que yo haya dicho que «la literatura es una
ciencia». Es decir: entienden todo al revés. Otro lo lee, y sigue el hilo. Y
así sucesivamente. Pueden citarse ejemplos como éste hasta el infinito.
Verdades y mentiras conviven en internet en
condiciones idénticas y resulta imposible discriminarlas. Sobre todo entre
adolescentes de larga duración. Gente que crece como «Mowglis» o silvestres
«niños de la selva». Varios de estos «Mowglis» son hoy graduados
universitarios. En las redes sociales ―su placenta― cultivan el magisterio de
ignorancias crónicas y viciadas, metástasis de necedades infinitas. Y a la vez,
internet ―no lo neguemos― es también un medio de difusión de conocimientos y
saberes de primera categoría, para quien sabe identificarlos e interpretarlos.
La realidad es dialéctica y conflictiva. Y acabará contigo, si no te haces
compatible con ella, es decir, si eres un idealista.
Saber sobrevivir a esos contrastes es
fundamental. Y la educación debe ser el principal instrumento para conseguirlo,
y no el medio más insistente para provocar en niños y jóvenes todo tipo de
patologías y trastornos de personalidad. Cuidado con convertirse en un
«Mowgli».
No soy un youtúber,
soy un profesor que graba sus clases
No conviene confundir, al menos en mi caso,
el mensaje con el medio, ni el emisor con el canal, porque, en mi vida y obra,
el mensaje ―la literatura― no es el medio ni el canal ―YouTube―. En internet
estamos todos, pero no todos estamos del mismo modo. El medio no nos hace
iguales, pese a las apariencias. Y yo soy solamente un profesor.
Los profesores somos personas que enseñamos
lo que sabemos a otras personas que quieren aprender lo que enseñamos. Más allá
de estas condiciones básicas, todo lo demás sobra. A menos que ―como la
administración y las agencias de calidad― forme parte de cuanto quiere
arruinar, sabotear o simplemente destruir nuestro trabajo y vocación.
Se ha dicho que «los vídeos de Maestro son
café para los muy cafeteros». Es posible que quien lo haya dicho no haya
probado nunca el café. Pero eso no importa. Tampoco soy un profesor como el
resto de mis colegas. Y eso importa aún menos.
No he liderado nunca nada ―de nada―, ni he
dirigido jamás a ningún grupo de personas. Ni de animales. Nunca he sido
pastor, ni flautista en Hamelin. No soy influyente ―¿por qué dicen
«influencer»?― en nadie ni en nada. Tampoco soy un youtúber: soy un profesor
que graba sus clases. Quien confunda el medio con el mensaje, que
se lo haga mirar. Y si hay quienes dicen seguirme, sea suya la decisión, y
quédense con la exclusiva de sus consecuencias. Ya he dicho que no soy
responsable de lo que hago en los sueños de los demás, no presto atención a
nadie, y nada tengo que ver con actos ajenos. Y aún menos con conductas
gregarias. No participo en debates ni en polémicas. Nunca lo he hecho. Que los
demás polemicen sobre mí no me convierte a mí en ningún polemista. No tengo
opiniones, tengo interpretaciones. Ideas que no están subordinadas a la opinión
del prójimo. Lo que yo pienso no depende de ti.
No he llevado a cabo jamás proyectos de
investigación subvencionados por ministerios, universidades o agencias
destinadas a inquirir, desde la burocracia que no ha investigado nunca nada,
las investigaciones científicas de los demás. No pido permiso, aún menos
atención, a los necios para escribir. Tampoco los quiero como lectores. No los
reconozco como interlocutores. La Crítica
de la razón literaria la he escrito a solas, y ni ella ni yo debemos nada a
ninguna de estas entidades antemencionadas, a cuyas espaldas la he compuesto y
publicado.
Las agencias de evaluación han tenido que
tragarme tal como soy, y se han visto obligadas, contra sí mismas, a
reconocerme, según dice la propia administración, como catedrático de Teoría de
la Literatura y Literatura Comparada. Yo me negué explícitamente a cumplir con
muchos de los requisitos cacareados por esas instituciones. No me jacto de ser
catedrático ―el mejor de todos los memes―: me jacto de ser catedrático a pesar
de las agencias de evaluación científica y académica. Y contra ellas.
No he dirigido ni una sola tesis doctoral en
más de 30 años de actividad docente universitaria. Ni pienso hacerlo. Es una
forma de aprovecharse del trabajo de los demás. Es incluso absurdo y ridículo,
además de irónico y burlesco, que a alguien que termina una carrera, tras cuatro
o cinco años de estudio, haya que dirigirle un trabajo, como si se tratara de
un inválido intelectual. ¿Para qué ha estudiado entonces durante casi un lustro
o más? No me he servido de nadie, y menos de estudiantes, para desarrollar mi
propio trabajo y curriculum vitae. Nunca he promovido ni la esclavitud
académica, ni el caciquismo científico, ni la sumisión diferida. Nunca he
tenido a nadie trabajando para mí, del mismo modo que siempre me negué a
trabajar herilmente para otros, por muy superiores que fueran a mí, y que no
por ello han dejado de servirse en más de un caso de mi trabajo, de mis ideas y
de mis textos, sin reconocerlo ni mencionarlos, como si algo así pudiera
ignorarse o disimularse.
Nunca olvidaré cómo en el año 1988, un
excura, entonces profesor, nos impuso a todos los alumnos, como una obligación
cuyo cumplimiento determinaba la calificación final de la asignatura, la
transcripción de unos textos medievales, que después él utilizaría con fines
propios y exclusivos para uno de sus trabajos académicos. Nunca olvidaré que le
dije que no. Lo dije y lo hice con hechos irreversibles e inapelables. Y nunca
olvidará él que, cuando insistió por última vez, con cobardía y sin valor, en
que le transcribiera aquellos textos, al final de una clase, pues me los plantó
delante de mis narices, sobre el pupitre, entre dos compañeros, ahí se quedaron
los textos, en un aula vacía. Porque yo ni los toqué. Lo que hizo con ellos...
él sabrá lo que fue. Yo sé lo que hice con él.
Mi obra es pública y de libre acceso, y
sobre ella se han hecho y publicado varias tesis doctorales, que yo no he
dirigido, aunque haya sido causa y combustible de ellas. Quien quiera utilizar
mi trabajo para investigaciones científicas y académicas, ahí lo tiene, en
internet, de forma libre, abierta y gratuita. A mí no me necesita para nada. Ni
yo necesito dirigir a nadie. Las personas inteligentes no necesitan directores.
Ni espirituales ni intelectuales. No es soberbia, es libertad. No es
insumisión, sino simplemente coherencia. Toda originalidad implica la negación
de un superior. Mis mejores intérpretes son aquellos que jamás han estado subordinados
a nada ni han sido seguidores de nadie. Quien piensa con cerebro ajeno no
entenderá jamás ni una sola de mis palabras, ni uno solo de mis libros. No
quiero sufragáneos de ninguna autoridad, ni propia ni ajena. Mejor solo que mal
acompañado. El esclavo intelectual es la peor de las compañías, el más
deplorable de los turiferarios. Filosofías, religiones e ideologías son sus
principales placentasy laboratorios. Soy
ajeno a todas ellas, y no quiero a nadie obsecuente con ellas.
No he tenido ni discípulos ni maestros.
¿Para qué? Más bien he tenido ocasión de conocer a quienes, en diferentes
momentos y circunstancias, han querido o pretendido ser lo uno o lo otro, sin
haber sido jamás ninguna de las dos cosas. Y, sobre todo, he tenido constancia
de gentes que, confundiendo la realidad con la ficción de sus sueños,
ansiedades o pesadillas, se atribuían privilegios relativos a su inexistente
relación conmigo. Quien hambre tiene, con pan sueña, reza el proverbio. Dado
que no soy psiquiatra, no puedo pronunciarme con rigor sobre el tratamiento
médico de casos tales, y he de limitarme a una sintética exposición de hechos
ajenos y estultos.
Confieso que antes de cumplir los 50 años he
visto cumplidos todos mis objetivos personales y profesionales. La cátedra no
estaba entre ellos, vino después, como puede venir cualquier cosa irrelevante y
pasajera. Si mi posible éxito ha perjudicado a otros, ellos sabrán por qué. Yo
lo ignoro. La envidia es la forma más siniestra de admiración. Nunca
experimenté ese sentimiento. No tengo ni he tenido nunca razones ni motivos
para ello. No tengo a nadie a quien envidiar. Lo siento por ellos. Quien por
celos ladra no ladrará en vano, según reza el verso de Lope de Vega. Pero la
verdad es que nunca he prestado atención a los ladridos de un can, cuanto menos
a los de un colega o semoviente advenedizo.
Las grandes obras, especialmente las
literarias y artísticas, y acaso también algunas de las científicas, son en
realidad sólo testimonio insólito y único de lo que alguien inteligente y
aislado ha sido capaz de hacer y de alcanzar. Un logro supremo y singular. Nada
más. Nada menos. Las obras geniales no tienen otro destino que la soledad. Una
soledad condecorada y solemne, acaso, pero soledad y olvido al fin y al cabo.
Los demás, realmente ―el ruidoso y respetable público, destinatario consciente
o inconsciente de ellas y de sus posibles consecuencias―, poco o nada valioso
pueden hacer con estas supuestas grandes obras, salvo admirarlas unos,
envidiarlas otros, imitarlas los más astutos, estropearlas por completo los más
charlatanes o simplemente destruirlas los más ignorantes y bárbaros. Los
discípulos son infidentes o parásitos por naturaleza. Los maestros, por su
parte, siempre fueron ficciones de cortesía. El público, llamado el respetable,
es la distancia que separa la realidad del idealismo. Lo sabemos: nos quieren
por el ruido, no por las nueces.
Si buscan amo, llamen a otra puerta, y si
necesitan amigos, acudan a una red social, donde no me encontrarán, porque la
suplantación de identidad no remite nunca a ningún original. El espejismo jamás
se convierte en oasis. También es cierto que no he intervenido nunca en la
actividad de mis posibles publicistas. Si les gustan los dioses falsos,
quédense con ellos. Sepan que yo no quiero ni a los verdaderos. Si necesitan
consuelo, sírvanse del instrumento correspondiente.
Y si reciben un mensaje firmado con mi
nombre y apellidos, pueden estar seguros de que el autor no soy yo.
Internet ha conseguido un auténtico milagro:
que la gente inútil, vaga y sobrancera, que no sirve para nada, trabaje gratis
como publicista de los demás. Los ha convertido en agentes publicitarios de
quienes tienen iniciativa y originalidad, sean estas benignas o malignas, según
los fines y criterios que cada individuo o grupo tenga de sí mismo, o de los
demás, y persiga en la red planetaria.
A mi juicio, este es el mayor logro del sedante
esclavismo mercantil jamás habido en la historia del comercio y de la vida
humana. Este procedimiento se permite incluso el lujo de darles algunos
céntimos a fin de estimular y preservar, aún más y mejor, su infeliz,
dependiente y anhelante famulato. Es lo que hacen, sin ser conscientes de ello,
los mercatransmisores.
La dependencia emocional y el magnetismo ideológico que cualquier
mensaje que circula por internet provoca en una mente vulnerable ―y no hay
cerebro que no tenga su talón de Aquiles― es superlativa, de modo que el ansia,
incontenible, de reenviarlo, comentarlo y promoverlo, de forma cada vez más
inconscientemente degradada, beneficia siempre, y más que a nadie, al «gran
capital», que mueve ―sin mover un dedo― las relaciones mercantiles y globales innatas
a la red. Internet convierte a cualquier posible adversario en un publicista. Óptimo.
Seguramente en el mejor publicista. En un mercatransmisor.
Nótese que en
internet no hay intérpretes, sino seguidores y detractores ―no los llamen
odiadores: el odio implica una dosis mínima de voluntarismo―: en internet sólo hay
ingenieros del comercio y comentaristas emocionales y parásitos que recitan textos
ajenos, debidos a los ingenieros del comercio.
Internet es, ante todo,
retransmisión de mensajes previos, que van devaluándose a medida que se
retransmiten, hasta desembocar en una transducción aberrante que se disuelve
por sí misma, en la gomia infinita de la red. Dicho de otro modo: en internet
sólo hay publicistas. Mercatransmisores. Y mucha neurosis, que es el motor de
la pseudoneurona global. Internet ha neurotizado el planeta.
Un internauta es
un publicista que ignora que lo es. En este contexto, los inútiles tienen hoy
una capacidad emocional que el gran capital ha sabido movilizar, hasta convertirlo
en un trabajo rentabilísimo al servicio de sí mismo, esto es, del gran capital.
La mano de obra más barata está en internet. Trabaja devotamente para los
demás, sin que los demás tengan que hacer nada. Y no lo sabe. Lo más admirable
es que esta mano de obra la protagonizan y ejecutan seres humanos que no sirven
absolutamente para nada. Por eso están ahí. Son los mercatransmisores. Los
recursos humanos de la publicidad del siglo XXI.
Jesús G. Maestro
Los mercatransmisores: ¿qué son y para qué sirven?
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El idealismo no puede tolerar la realidad. Ni puede permitir que tú lo hagas. No la soporta. Ni puede permitir que tú la soportes. Es incompatible con ella. Y es incompatible contigo, a menos que le obedezcas ciegamente. Fanáticamente.
El idealismo es intolerante a la realidad, mucho más crudamente de lo que un polínico lo es al polen, desde el momento en que todo idealista vive de espaldas a la realidad y se declara enemigo de ella, y por eso mismo exige censurarla. Exterminarla, esto es, etimológicamente, quitarle la semilla.
No por casualidad los idealistas son los principales recursos humanos del totalitarismo. De todos los tiempos, desde los seguidores del idealismo político de la República de Platón, ese libro espeluznante y aberrante, hasta los cegados y obsesionados adictos al nazismo hitleriano, cuya genealogía luterana, kantiana y darwinista resultó determinante. La filosofía, la más bienquista de las cortesanas y la más socorrida concubina de los moralistas, siempre en la corte de los tiranos, siempre en la cama de las religiones, con todos yace y a todos seduce e ilumina con sus ideales.
Hoy, en el siglo XXI, los idealistas se han apoderado de la democracia. Se han adueñado de ella de forma exclusiva y excluyente. De modo que si no eres idealista, no eres demócrata. Así, el idealismo preserva a la democracia. Temible preservativo. ¿Y la realidad de la democracia, en manos de quién está? ¿Quién la preserva?
Pero ocurre que los idealistas se han apoderado también de los ideales de los enemigos de la democracia. Unos y otros ―idealistas todos― se han apropiado y adueñado de todo, es decir, del control de la realidad y de sus interpretaciones posibles, sean institucionales, políticas y hasta científicas, y nos conducen de hecho y de derecho por un mundo que se declara incompatible con la realidad.
El comercio global, con absoluto virtuosismo y profesionalidad, gestiona la compraventa de idealismos extremos, e incluso incompatibles con nuestra propia supervivencia biológica y con la de cualesquiera especies y ecosistemas. La compraventa de bulas en el Renacimiento cristiano, durante el siglo XVI europeo, es un chiste al lado de la compraventa de idealismos en la posmodernidad del siglo XXI.
El racionalismo humano no idealista carece de toda potestad política y publicitaria. Y duerme en vida, totalmente silenciado e impotente, el sueño de los justos. Acaso más bien duerme el placer, morboso y cómplice, de la cobardía. Sólo los sueños de los idealistas producen insomnio.
No quiero ni pensar en cuál podrá ser ―y lo será sin duda y sin reservas― la respuesta de la realidad a tan desmesurado irracionalismo, una realidad que jamás se queda de brazos cruzados, que es insensible a todo, como lo es el más fiero de los animales, y que siempre ha destruido, tanto individual como colectivamente, a quien actúa de forma incompatible con ella.
No es el apocalipsis, es la realidad. Una realidad que resulta inmortal porque es imperecedera, e inextinguible ―y también intolerante, no lo olvidemos―, es decir, eterna o eviterna, si se prefiere. Y capaz de una violencia siempre inédita e inesperada, por invisible e impredecible. Los mortales somos nosotros. Sorprende que sea necesario tener que advertir y hacer constar una evidencia como ésta.
La realidad siempre gana y sobrevive, pese a las aberraciones de todos los idealismos. Y sobrevive a costa de tu propia supervivencia. La realidad siempre se cobra sus deudas. No en vano el fracaso es la distancia que separa a los idealistas de la realidad.
Y el máximo fracaso es el nihilismo, es decir, el mayor de todos los idealismos: la negación del sentido de la realidad, una realidad y un sentido con los que el ser humano idealista es totalmente incompatible.
No olvidemos que la realidad, o es material, o no es. Hablar de espíritus, de almas y de sentidos ocultos, es ya invocar fantasmas, incurrir, una vez más en la Historia, en ideales morales y utopías seductoras, en discursos supremacistas y en tiranías emocionales e intelectuales, y, en suma, en prácticas filosóficas, es decir, en conjuros de infinitos espectros, la coreografía de que disponen religiones, ideologías e idealismos de todo pelaje y peligro.
Jesús G. Maestro
Los idealistas son los principales recursos humanos del totalitarismo
Lo primero que hizo la Ilustración anglogermana y afrancesada fue cargarse la literatura. La suya y la de los demás. Destruir la suya propia no fue algo difícil, hemos de reconocerlo. No obstante, cada 23 de abril, aprovechando que se cumple el aniversario de la eternidad de Cervantes, nos sacan a Shakespeare en procesión. Shakespeare, el mejor amigo de los fantasmas.
Sin embargo, como decía, la Ilustración, aunque arruina por sí sola la interpretación de sus propias literaturas, e intenta también la ruina de las demás, no pudo abatir la literatura española, ni mucho menos el Siglo de Oro. Antes al contrario, el resultado fue admirativo. Una sublimación que, pese a todo su cacareado racionalismo, Alemania nunca supo explicar más allá epifonemas y exclamaciones místicas derramadas en páginas y páginas de Goethe, Schiller y los fraternales Schlegel. Todos ellos figuras multiuso para citas varias de alto valor emocional, sobre todo cuando no se sabe qué decir.
Es lo que la Ilustración debe al Romanticismo, su resonancia verborreica, su eufonía académica de trovas vacuas, tras la que se eclipsa un vacío literario sin precedentes. Con todo, no hay exigencias filosóficas capaces de hacer enmudecer a la literatura. Como tampoco hay interdicción religiosa, ni política, que la acalle o intimide.
Por eso mismo tampoco hay nada más irónico y ridículo que esos escritores y profesores de literatura, que movidos no sé muy bien por qué tipo de inercia o de ignorancia, reclaman una vuelta a la «razón ilustrada». No sé si es un ritual intelectual que practican quienes, bajo la ansiedad del narcisismo filosófico o académico, buscan hacerse visibles a través de cualquier forma de publicidad. Pero lo que sí sé es que tal declaración es una absurdidad completa.
Hablar de «razón ilustrada» es galvanizar un oxímoron, en cuyo germen habita el exterminio mismo de la literatura. El racionalismo ilustrado es incompatible con el racionalismo literario. Es un pseudorracionalismo filosófico que, idealista y narcisista, como el de Platón, y tantos otros, expulsa a la literatura del Estado. Y subsume al ser humano en un tercer mundo semántico, utópico y marfuz. La literatura es incompatible con la «razón ilustrada». El racionalismo de la literatura no cabe ni en el idealismo de los filósofos ni en el autoengaño de cortesanos, académicos y demás familia.
Jesús G. Maestro
La pobreza literaria de la Ilulstración anglosajona y afrancesada:
Cada cierto tiempo algún medio de
comunicación habla de la endogamia en la Universidad[1], como si
esta endogamia hubiera aparecido hoy, careciera de historia y genealogía, y no
formara parte de la esencia de la democracia, de los intereses de un Estado
desigualado por autonomías injustas e incoherentes, y por una vocación de
privilegiar intereses colectivos totalmente ajenos a la ciencia, la
investigación y la calidad académica.
El problema de la endogamia universitaria
española está totalmente relacionado con la partición del Estado en comunidades
autónomas, enrocadas unas contra otras e impermeables absolutamente a toda
presencia ajena de quien ha nacido o se ha formado en el pueblo de al lado. Es
imposible pretender una Universidad no endogámica, o aspirar a ella, cuando la
estructura territorial y política de un país está totalmente endogamizada, y de
forma irreversible, acaso irrecuperable.
Se trata, pues, de un problema que no
tiene solución. Es una herida, una lesión, inherente a la propia democracia.
Nuestro sistema político tiene tumores que le costarán la supervivencia, pero
esto es algo que hoy nadie quiere ver, ni oír, ni mentar. Ni mucho menos curar.
Algunos dinosaurios universitarios, que han formado parte de la endogamia desde
que nacieron, fingen ataques de histeria académica cuando oyen hablar a otros
de endogamia universitaria, como si semejante peste no les debiera a ellos la
fertilidad, el cuidado y las garantías de preservación de la que gozan en grupo
y se jactan, individualmente, en privado. En público, por supuesto, se rasgan
las vestiduras. No son malos actores, pero son mejores agentes. Porque en
privado siguen fertilizando la endogamia. Pero es bonito decir, en público, que
la endogamia deteriora la calidad de la Universidad. ¿Y...? ¿Y qué? ¿Acaso no
es lo que la democracia ha dispuesto? ¿Hay alguna universidad que haga lo
contrario?
Yo estudié en la Universidad de Oviedo la licenciatura y el
doctorado. Oposité en la Universidad de Vigo, sin endogamia, hace justo 30
años, para optar al curso 1994-1995 como profesor. Las posibilidades que la
democracia me dio y me da para cambiar de Universidad, gracias a la endogamia,
son nulas. De aquí, a la jubilación.
El extranjero es aún peor. Mucho peor. He
trabajado en varias universidades de varios países extranjeros y sé de qué
hablo. No creo en los fantasmas ni en los relatos de emigrantes frustrados. Al
emigrante no le queda más remedio que reconocer que lo peor del extranjero es lo
mejor del mundo. Fui, vi y volví. No creo en historias foráneas. Allí la
endogamia no es geográfica o territorial, sino que se articula mediante
camarillas extraterritoriales y globalistas, y resulta aún mucho más cruda,
letal y obstaculizante.
Que levanten la mano mis colegas españoles que,
demócratas todos, no trabajen como docentes en la misma Universidad en que han
estudiado licenciatura y doctorado. Puedo poner incluso un ejemplo de
universidad suiza donde ha ocurrido lo mismo. Este mediterráneo lleva
descubierto milenios.
Si yo, hoy, como catedrático, opositara a un puesto de
titular en mi área de conocimiento en cualquier universidad de mi Estado,
España, mis colegas votarían en contra y, como catedrático, no conseguiría ni
una plaza de titular. Mis propios colegas y amigos votarían por la endogamia antes
que por mí. Porque la amistad es gratuita, y fingida, y los intereses
profesionales, no. Y porque yo me iré un día, pero la endogamia, no. La
endogamia es más rentable que yo y que cualquiera de nosotros. La endogamia es
más valiosa que la democracia.
Y si adujera, como mérito en una oposición,
haber escrito y publicado una obra como la Crítica de la razón literaria,
peor aún. Ningún colega reconoce, si no es a regañadientes, el éxito ajeno. La
envidia es la forma más siniestra de admiración. Lo sabemos. Y nos la pela. Vivir
en el desengaño tiene sus ventajas. No es amargura, no, ni mucho menos.
Amargura es la que tienen quienes envidian, desengaño es lo que preserva a
quienes no tenemos ninguna razón para envidiar a los demás. El desengaño es la
sala vip de las capacidades profesionales. Se llama conocimiento del medio para
la supervivencia.
Me río yo de la meritocracia, de la libertad y de la calidad
científica o investigadora propuesta por agencias nacionales o internacionales,
terrestres o extraterrestres, burocráticas todas, y nacidas para obstaculizar
la carrera académica de las personas más valiosas y trabajadoras, así como también
me río de todas sus exigencias, tan inútiles como pseudoacadémicas. Es
ridículo. Me recuerda a los chistes de Voltaire, ese pedante del humor, que
quiso ser Quevedo, y acabó siendo un Woody Allen de la época, una caricatura de
esa Francia ilustrada y maquillada cursimente bajo los efectos de su propio
espejismo.
Quien conoce la realidad en que trabaja no necesita ni sueños ni
mentiras que justifiquen nada. No necesita agencias de evaluación que midan su
trabajo: no necesita que le juzgue quien tiene menos currículum que el suyo
propio. Es el mundo al revés.
El autoengaño es el consuelo de los impotentes. Y
la endogamia es la forma suprema de autoengaño en la Universidad, tanto
española como extranjera. Porque quien no conoce cómo funciona la Universidad
fuera de España es un inocente y un incauto respecto a las formas más
perversas, letales y globalistas de endogamia académica.
Sin embargo, nada se
justifica, y menos aún mutuamente. Nuestras democracias, lejos de combatir la
endogamia, la preservan latebrosamente. Busquen en internet estos términos
endogamia y universidad. Su disco duro quedará saturado. Su cabeza, también. Y
la vista, nublada. Llevamos así décadas. Y nada va a cambiar. Nada.
Más les
diré: en una generación, acaso antes, ninguna Universidad tendrá en plantilla
profesores que no hayan nacido, crecido y estudiado en la misma comunidad
autónoma y, por supuesto, en la misma Universidad, en la que han cursado sus
estudios. El onanismo académico será absoluto. Y, como es bien sabido, el
precio de la autonomía es la esterilidad. Pero de esto, nuestra democracia no
quiere saber nada. Hay Estados, no sólo de ánimo, a los que la infertilidad
parece hacerles felices. Sarna, con gusto, no pica, dice el refrán. Y si pica,
no mortifica.
De tanto defender las ideologías, los científicos
han perdido de vista la ciencia, es decir, sus propios conocimientos.
Las
ciencias tienen como objetivo el conocimiento objetivo de la realidad. Un
conocimiento que por su naturaleza ha de ser científico, crítico y sistemático.
Por su parte, ideologías, filosofías y religiones tienen, contra las ciencias,
un objetivo muy diferente, que no consiste en conocer ―ni reconocer― la
realidad, sino en cómo intervenir sobre los conocimientos científicos para
manipularlos y adulterarlos según sus propios intereses ideológicos,
filosóficos o religiosos.
La independencia de las ciencias del poder de
religiones, filosofías e ideologías es absolutamente necesario para preservar
la vida humana en las mejores condiciones posibles de libertad e inteligencia.
Es la historia sin final de Platón contra Homero, de Belarmino contra Galileo,
de Kant contra Newton, del protestantismo contra Darwin, de Nietzsche contra
Maxwell, de Heidegger contra Einstein... es la lucha, también, de la literatura
contra sus enemigos, pasados y presentes.
Porque la literatura, que no es en
absoluto una ciencia, tiene en común con las ciencias el hecho de enfrentarse a
una triple alianza de adversarios: ideólogos, filósofos y gurús.