Los idealistas y la literatura

 





Los idealistas no saben qué hacer con la literatura. Realmente, nunca han sabido qué hacer con la literatura. Cuando se enfrentan a ella, se encuentran en un laberinto. En todos los casos, fingen ante sus lectores una inteligencia de la que carecen, y que sólo resulta alucinante para quienes, peores aún que ellos, por su ignorancia, se dejan encantar y fascinar por palabras que les suenan bien simplemente porque no las entienden. Y no las entienden porque nada significan. Lo peor de un ignorante no es que no sepa distinguir un redondel de una circunferencia, según la geometría, o un Mi sostenido de un Fa natural, según la escala cromática. Lo peor es que no permite ni tolera que los demás sean capaces de distinguirlo y de explicárselo.

La crítica literaria está sobresaturada, sobre todo desde la Ilustración y el Romanticismo, de gentes que creen que interpretar la literatura es escribir y publicar «cosas bonitas» sobre literatura, desde citas ectópicas de metáforas ajenas hasta frases de autoayuda que sólo se pueden cultivar en las emociones más básicas de un tercer mundo semántico y bobalicón.

A la gente se la seduce por sus deficiencias emocionales, no por su inteligencia. Eso lo sabe muy bien todo tipo de sofistas, intelectuales y amigos del comercio. Y de este modo se la conduce hacia los laberintos del siglo XXI, de modo que nadie pueda salir de ellos. La ignorancia individual desemboca en la hipnosis colectiva. Porque hay algo peor que un ignorante que desconoce lo que la literatura es: hablo del impostor que utiliza la literatura para engañar a sus posibles lectores. Servirse de la literatura para timar al prójimo es algo acaso tan infame como servirse de la medicina para privar de vida a un ser humano contra su voluntad y conocimiento. Porque privar a alguien de una vida inteligente es uno de los mayores actos de crueldad y vileza que pueden darse en este mundo.


Jesús G. Maestro



A la gente se la seduce por sus deficiencias emocionales,
no por su inteligencia: los timadores



Autorretrato

 



Autorretrato


Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI


Con motivo de la publicación del libro titulado Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, en la editorial HarperCollins, pongo a disposición, tanto de los lectores de la obra impresa como de los oyentes del audiolibro, el siguiente autorretrato, en el que, en formato audio, respondo de forma abierta y clara a las preguntas y cuestiones que me han hecho llegar.

Estas palabras han de entenderse como lo que son, un autorretrato que sirve de preludio o introducción a la lectura de este libro, Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, pues en realidad yo soy un total desconocido para casi todos mis oyentes y lectores, aunque la mayor parte de la gente crea lo contrario, algunos finjan conocerme ante terceros o no falte quien imagine haber pretendido lo imposible. La apariencia no es la realidad, salvo para el mundo anglosajón, que prefiere el espejismo al oasis y la mentira al desengaño.

Con inevitable frecuencia es fácil confundir al personaje que habla en un vídeo, o al autor de una obra académica y científica, con la persona real que da cuerpo a ese personaje, y que no siempre se corresponde con él, a pesar de todas las apariencias posibles, reales e imaginadas por los espectadores. Comúnmente la gente se hace una idea muy equivocada de la persona real, y adquiere de ella una imagen que nada tiene que ver con esa realidad genuina y con frecuencia invisible. Es muy fácil confundir realidad y apariencia, y habitualmente, como es bien sabido, toda apariencia tiende al engaño. Es conveniente disociar algunos aspectos, muy importantes, entre persona y personaje, es decir, entre la realidad del que habla y las ficciones que mediáticamente, a veces también mítica o hasta legendariamente, estimulan la imaginación, idealista y errada, de unos y otros.

Algunas personas me preguntan, con cierta insistencia, quién soy yo, cuál es mi ideología, por qué digo esto o aquello, qué obras literarias prefiero o recomiendo, si soy partidario del aborto o de los abortos ―el plural aquí no es lo mismo que el singular―, a quién voto en unas elecciones o qué objetivos políticos tengo, qué sistema educativo considero mejor para la educación de los listos o de los tontos, o, simplemente, me preguntan por qué no respondo a sus mensajes.

Me hacen, en suma, inquisiciones personales.

A fin de responder de forma discretamente definitiva a estas y otras cuestiones, expongo aquí, con fines disuasorios, una suerte de autorretrato, introducción a una serie de pensamientos aforismáticos y obras escritas en las que se sintetiza y objetiva mi filosofía de la vida, una filosofía de la que muchas personas se han hecho eco en internet y otros medios, a partir de mi obra impresa y de mis vídeos en YouTube.

Debo decir que la mejor forma de encontrar una respuesta a cualquier pregunta sobre mí es leer mi obra, directamente y sin intermediarios, e interpretarla ―en su contexto― con la debida atención. Leerla, sobre todo, sin patologías previas. A las patologías, comúnmente se las llama prejuicios.

Un hecho ha de quedar claro desde el comienzo, y para siempre: yo no hablo en nombre de ninguna ideología, ni de ninguna religión, ni de ninguna filosofía. Yo sólo hablo en nombre de los conocimientos de que dispongo. Tampoco hablo para gustar, ni para disgustar. Hablo y escribo, simplemente, para exponer un sistema de ideas, relacionadas siempre de un modo u otro con la literatura.

En mi vida, hasta este momento, he escrito esencialmente tres libros. En primer lugar, Crítica de la razón literaria, cuya primera edición es de 2017 y cuya décima y definitiva edición es de 2022. En segundo lugar, Ensayo sobre el fracaso histórico de la democracia en el siglo XXI, cuya primera edición es de 2020 y cuya tercera y definitiva edición es de 2024. En tercer lugar, he publicado el libro que aquí y ahora presentamos: Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI. El primer libro se refiere a la literatura; el segundo, a la política; y el tercero, a mi público, es decir, a ti. También he difundido mi actividad docente de forma abierta y gratuita en más de mil ―y pico― vídeos, y he publicado unos cuantos artículos, opúsculos y ensayos. Mi primer artículo en la prensa lo publiqué con 16 años de edad, en el diario La Nueva España, de Oviedo. Desde entonces no he dejado de escribir y publicar en diferentes medios de comunicación.  

El primero de estos libros, que titulé Crítica de la razón literaria. Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica, constituye un método original y propio de interpretación literaria, cuyo objetivo, entre otros, ha sido el de sacar a la literatura del cubo de la basura en que la han metido las universidades actuales. En ese libro hablo de lo que sobre literatura no me enseñaron en la Universidad. Necesité sólo 20 tomos, exactamente 7.198 páginas. Escribirlo me llevó poco más de 20 años. Mis colegas lo han conocido por sus hijos y alumnos. Los más viejos de ellos lo han ignorado por completo. Es una obra que no pueden permitirse. Ni reconocer. Se sienten desautorizados y en evidencia. Tantos años en esto, para darse cuenta al final de que no han hecho más que repetir en español lo que otros dijeron antes en francés, inglés o alemán. Acaso también en ruso. Los más jóvenes, sin embargo, han convertido esta obra en su libro de cabecera. Algo tendrá el agua ―dicen― cuando la bendicen. Sea como fuere, la Crítica de la razón literaria ―y así lo ha advertido más de un lector― se ha adelantado a toda una generación de lectores, y se ha saltado directamente a los más viejos avechuchos para instalarse entre los más jóvenes e interesados milenaristas.

El segundo libro, para el que fueron suficientes unas semanas, lo titulé Ensayo sobre el fracaso histórico de la democracia en el siglo XXI. La posmodernidad democrática como medio de destrucción de la libertad y del Estado moderno. Este escrito habla de tres hechos terribles y, pese a todo, muy atractivos, entre otros francamente inconfesables, que, en el siglo XXI, determinarán de modo irreversible la vida de todos y cada uno de nosotros, y de nuestros descendientes: el fracaso de la democracia y la destrucción del Estado moderno, el triunfo de la barbarie y la ignorancia violenta, y la deshumanización digital del ser humano, ejecutada a través de internet y sus múltiples redes arácnidas, inteligencia artificial incluida.

El tercer libro, Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, del que este autorretrato es una introducción, ha sido una exigencia de los dos primeros y una consecuencia de la difusión de mi obra académica y científica, así como de mi labor docente, visible a través de múltiples medios de comunicación audiovisual, en particular a través de YouTube.

Se sintetiza aquí una filosofía de la vida, la mía propia, que expongo en este ensayo, por si puede ser de interés para lectores, oyentes y espectadores. No es un libro de autoayuda, sino todo lo contrario: es un libro de desengaño y de crítica feroz contra quienes no tienen nada que decirnos y, sin embargo, no cesan de intoxicar nuestra vida, nuestros conocimientos y nuestra libertad. El lector tiene aquí un libro para sobrevivir al siglo XXI: una filosofía que es, ante todo, mi modo personal de organizar las ideas de las que disponemos y con las que actuamos. A partir de aquí, tú, lector, oyente o espectador, decides.

Esta trilogía es, por el momento, mi obra esencial. Como he dicho, el primero de estos libros habla de literatura y el segundo de política. El tercero habla de ti. De lo que hablen sobre el personaje de YouTube, al que han dado vida ―una vida virtual― los sueños de mis espectadores, sea cada uno de ellos el único responsable.

 


No soy responsable
de lo que hago en los sueños de los demás


He dicho muchas veces que no soy responsable de lo que hago en los sueños, fantasías o pesadillas ―redes sociales incluidas― de los demás.

No conviene confundir a una persona con su personaje. No quiero decepcionar a nadie, pero quien habla en los vídeos es un personaje que no siempre se corresponde con mi persona. De hecho, yo no soy mi personaje. Y no volveré a insistir en esta realidad. Lo sabemos desde que los antiguos griegos escenificaron la esencia y artificio del teatro moderno. Actor es la persona cuyo cuerpo da vida y soporte a un personaje. Su máscara. Es un referente físico en quien se objetiva un significado, acaso múltiples hipótesis, y hasta algún que otro relato, sin duda legendario y también falso y marfuz.

De hecho, la realidad que hay en la persona que da vida a ese personaje la conocen muy pocos, y casi nadie completamente.

Para mis antiguos alumnos, los del pasado siglo XX ―comencé a dar clase en la Universidad en 1993, con 25 años, tras doctorarme en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada―, soy acaso nada, o en el mejor de los casos, un recuerdo sin consecuencias. Para mis actuales alumnos, los del siglo XXI, soy un perfecto desconocido: ni siquiera saben mi nombre, no tienen ningún interés en recibir mis conocimientos y no me identificarían ni personal ni profesionalmente en ninguna parte ni lugar. En este punto, soy igual que mis colegas. Sólo que yo lo sé y lo digo, y ellos ni pueden hacerlo ni se atreven a decirlo.

Para los de izquierdas, soy de derechas; para los de derechas, soy de izquierdas. Así de listos son unos y otros.

Para los protestantes, soy un católico luzbelino; para los católicos, soy un caso perdido; para los agnósticos, un escritor inútil, y para los ateos, un jeroglífico. Para el resto de creyentes, un don nadie, excepto para los filósofos, que me hacen preguntas propias de personas que no han trabajado nunca. Para las feministas soy un hombre ―mea culpa―. Y tienen razón: formo parte de una generación de seres humanos que todavía alcanzó a distinguir a las personas por su sexo, y a no discriminarlas nunca ni por su género ni por ninguna otra cuestión irrelevante. Para los polemistas y ergotistas de todos los signos, sean de esto o lo contrario, soy alguien que ―salvo por su forma de razonar― debería estar con ellos y no contra ellos, aunque lo realmente cierto es que no estoy ni en contra ni a favor de hechos y debates que me rebasan (por no decir que me resbalan) y ante los que no tengo nada que hacer ni que aportar. No me atraen los querulantes.

Para los enemigos de los buenistas, soy buenista; para los buenistas, no soy buenista, porque soy heterodoxo ―es decir, original― e indómito, dado que no permito que me eduquen para obedecer; para quienes me conocen laboralmente, soy lo que hay: un intérprete de Cervantes, de la literatura en general y de la Literatura Española e Hispanoamericana en particular, y también de la Teoría de la Literatura, de la que he hablado como lo que es, una ciencia de los materiales literarios. La administración dice que soy, también, especialista en Literatura Comparada (sea de ello responsable la administración).

Soy, en suma, alguien que, a partir de su propia formación autodidacta como profesor de Universidad, en el ejercicio investigador y docente de la Filología Hispánica durante más de tres décadas, ha construido, para bien o para mal, una Teoría de la Literatura nueva, original y diferente.

La Crítica de la razón literaria se ha enfrentado sin reservas a una tradición que, entre otros muchísimos lastres, subordinaba el Hispanismo a los dictados de otras naciones y culturas, a mi juicio muy incompetentes en materia literaria, las cuales imponían a nuestras élites universitarias y políticas una forma de interpretar la literatura ―y en particular la literatura hispánica― con la que una persona inteligente no puede estar científicamente de acuerdo. No me dio la gana de aceptar eso, y por ello mismo escribí mi propia obra. En ella se contiene el mayor reproche a mis profesores universitarios: nunca fueron, ni supieron ser, originales. Fueron copistas, traductores e importadores de lo que se hacía en el extranjero. Y lo hicieron acríticamente. No me aportaron nada. Y si dijera otra cosa, mentiría. Hablo de la Universidad, porque en el bachillerato conocí a los mejores profesores de toda mi trayectoria académica y vital.

 


Políticos, maestros y colegas


Para mis colegas, soy una oportunidad (que cada uno ha gestionado según sus propias capacidades, o visto frustrada según mis personales decisiones o intereses). Para los investigadores más jóvenes y competentes, soy un tema para una tesis. Para la Universidad, un superviviente al que nunca los lenones pudieron silenciar, ni detener, ni domeñar: una rarísima avis a la que el poder nunca logró seducir con nada ni con nadie. Para los caciques, una bofetada a tiempo, y en algún momento una buena hostia a destiempo, pero siempre muy bien dada. Nunca es tarde ―dice la paremia―, si la dicha es buena. A veces, la dicha, se manifiesta de forma violenta.

Para los maestros, cualquier cosa menos lo que esperaban, cualquier desenlace menos un discípulo, cualquier resultado menos una obsecuencia: soy los antípodas de la sumisión. Nunca una frustración ―para ellos―, pero en algún caso sí un resentimiento, si nos acordamos ―no la nombremos― de alguna vieja gloria cada vez menos gloriosa y más vetusta. Para los resentidos y envidiosos, una viruela que sólo ellos saben por qué padecen. Para las camarillas, siempre fui una puerta cerrada y un despacho vacío. Para el poder académico, una total pérdida de tiempo.

El poder académico ―sea dicho con toda legitimidad― es una de las formas más ilusorias y pueriles de poder. El poder académico se limita a hacer de mensajero e intermediario informático, porque hoy toda burocracia académica no es otra cosa que reenviar correos electrónicos, los cuales se reciben inconscientemente de una instancia burocrática y se remiten a otra. No hay más. No es ni siquiera sumisión ni servilismo. Es algo mucho más simple y degenerado: es mensajería electrónica propia de gente que no sabe hacer su trabajo, es decir, dar clase, y que lo disimula eclipsándose en el lisérgico pseudopoder académico. La golosina de los bobos. En ese ejercicio se entretiene, ilusa y vaga, en realidad neutralizada, más del noventa por ciento de la población universitaria mundial. Siempre me negué a ocupar cargos de gestión académica. Y aun así las llamadas agencias de evaluación se vieron obligadas a acreditarme como catedrático. En contra de su voluntad, naturalmente, y de la de algún envidioso y frustrado colega.

Para los políticos que no me conocen, soy un presunto voto; para los políticos que me conocen, un sofión sin reservas. Para la democracia, una carcajada. Ante el supremo cortesano, el espectador de una obra de teatro cuyo final ignoramos tanto como deseamos... conocer. Y para la ramerilla de la democracia, es decir, para la prensa, soy el hombre invisible. Sea así por muchos años.


 

¿Hombres y mujeres?


Para hombres y mujeres soy lo que, en cada caso, unos y otras merecen por sus obras. Porque las palabras, entre los seres humanos, sólo sirven para engañar, con mejor o peor torpeza. Por ello, para los hombres soy, en algún caso, el maestro que imaginan o desean, y que no tienen, o no han tenido; en otros casos ―casos tronados, todo hay que decirlo―, soy lo que desearían para sí y saben imposible, una fascinación urticante, la sal en la envidia, la ortiga en el orto, una cara que no sale en su espejo y un libro que acaso hubieran querido escribir, cuando ni siquiera lo pueden reseñar: para más de uno, la impotencia de todos sus días; y en la mayoría de los casos sólo soy alguien que, simplemente, a veces responde a sus mensajes y a veces no. Para las mujeres, soy lo que cada una imagina ―bajo su responsabilidad―, y alguna consigue ―bajo la mía―: atención y distancia. Es decir, soy lo mismo que para los hombres.

Para los memos un meme: confieso que la puericia crónica no es lo mío. Pero les gusto. Los memos también buscan espejos. Y pareja. Opositores a Narciso, combustible de psiquiatra, carne de suicidios. No en vano la fascinación especular tiene genealogías patológicas de las que sólo el memo ―y no el modelo― es responsable. Para los enemigos, soy una sorpresa. No digamos más. Pero... seamos francos... lo cierto es que no tengo enemigos: tengo gilipollas. Para los amigos, un amigo desengañado, consciente de que la traición la ejecutará siempre uno de los mejores. La traición, como la noche, como la Historia, como la muerte, como el tiempo mismo..., nunca tiene prisa. Y es, sobre todo, como la muerte y como Hacienda: siempre llega.

Para los traidores, soy eso, literalmente, un viejo amigo. Para el calumniador, una persona que desmiente con hechos la mentira de sus palabras. Porque la calumnia siempre revela los intereses y expectativas de los crédulos, que la buscan inflamados y la retroalimentan latebrosamente. La calumnia contiene siempre la matriz de las intenciones del calumniador, pero nunca la realidad de los hechos adulteradamente narrados. Engáñese cada uno como quiera: la mentira no me necesita. Si tú la necesitas, ve con ella. Ve con el diablo, no conmigo. Para el gremio de los envidiosos, tengo un arsenal de contenidos originales ―y muy codiciados― titulado Crítica de la razón literaria.

Para la música, soy una frustración que ignora todas sus frustraciones: una disposición constante y una voluntad silvestre y libertina. Para mi querido y estimado profesor de música, soy ―acaso en algún momento― un pequeño dolor de cabeza comprensible y perdonable. Siempre compatible con su magisterio, que es lo más importante, porque le debo lo mejor de lo que soy capaz ante un instrumento delator e insobornable, como es el piano. Los profesores de música son los únicos maestros que reconozco, porque jamás podré superar su originalidad magistral y su paciencia infinita y generosa. Les debo el tiempo y el saber, inmenso, que me han dado. También a mi maestro en literatura, la mayor excepción, el único: Emilio Nieto Costas, mi profesor de literatura en segundo de bachillerato. Fue mejor que todos mis profesores de Universidad juntos. El discípulo obedece, el intérprete expone su criterio. Con libertad.

Para la filosofía, soy el lector de Borges ―confío en ella tanto como el argentino que soñaba con ser inglés, es decir, nada (nótese la epanortosis, por favor)―, y para la literatura soy el autor de la Crítica de la razón literaria.


 

Elogio y vituperio


Para quien me elogia soy un oído sordo, y para quien me vitupera soy un oído sordo que sabe leer en los labios. Para quien entra por la puerta de mi despacho, soy una adivinanza. Como editor, no quise explicaciones, quise resultados. No presto atención a mis interlocutores, pero finjo en la medida de lo posible y en razón de la cortesía. Sólo escucho música y sólo a la literatura presto atención sin distancias. No pierdan el tiempo buscándome coloquios.

Siento esta franqueza, pero antes muerto que embustero: las palabras, fuera de la literatura, son la banda sonora de la nada. Las mías, como las de los demás. Y cualquier efecto sonoro, si no es música, es ruido.

Otra cosa son las palabras de mi personaje, que es quien les habla y les hablará mientras yo viva. Quédense con él, y a mí déjenme en paz: serán más felices. (La única diferencia es que algunos ―los que no me conocen, ni pueden conocerme― quieren creer más en mis palabras que en las palabras de mi personaje, y yo, sinceramente, no necesito creer en las de nadie. Ni siquiera en las de mi personaje. Ése es para ustedes, no para mí).

La queja es una de las formas más socorridas de disimulo, y de ser, también, consciente de lo que hay. Trabajar es una forma de disimular el éxito y el bienestar propios de una vida, el mejor modo de pasar desapercibido ante el vecino y el colega. Una forma de fingir incomodidades que nos aproximan a los demás. Un modo de hacerles sentirse cercanos a nosotros mismos. Una ilusión de sociabilidad, que más de uno necesitará interpretar como una suerte de complicidad, o hasta de solidaridad inexistente. La ingenuidad del ser humano es infinita. Quejarse es una forma de despistar. También es una forma consensuada de placer.

Pero vivir es hechicero y seductor. La vida es la forma más atractiva de prorrogar el final. Amenizado por el fracaso ajeno y la supervivencia propia.

No soy arrogante, soy sincero. De una franqueza urticante y de una llaneza que, por viajar de la mano de la indiferencia, el desengaño y la misantropía, e incluso la indolencia, resulta molesta, a veces intolerable, muchas veces antipática y, desde luego, siempre incompatible con casi todo el mundo. Así sea, pues así lo quiero.

No soy narcisista, porque no soy como me veo yo, sino como me ves tú: si me sigues mirando, leyendo o escuchando, pregúntate por qué lo haces, pero no me lo preguntes a mí, porque yo no sé quién eres. Y, con todo respeto y consideración, no me interesa saberlo. No estoy encantado de conocerme a mí mismo, estoy encantado de no conocerte a ti.

Y si te parece bien lo que soy y lo que digo, sé bienvenido, y con tu pan te lo comas. Y si no te parece bien, o simplemente te molesta, la culpa es tuya por prestarme atención.

 


Los alumnos forman parte de mi trabajo,
no de mi vida


No hablo con alumnos fuera de mi ámbito laboral. Y desde luego no escucho ninguna de sus confesiones, ni dentro ni fuera del aula. Los alumnos forman parte de mi trabajo, no de mi vida.

Soy profesor, no confesor. No soy cura, ni psiquiatra, ni «hermano mayor» de nadie. En mi trabajo explico el Quijote, entre muchas otras obras literarias. Examino al alumnado conforme a la legalidad vigente y de acuerdo con la guía docente de la materia ―en las que ni creo ni confío, porque no son obra mía, sino de un poder ajeno del que no formo parte, ni como artífice ni como elector―, y lo que ocurra fuera de mi horario y calendario laborales no es asunto mío y no debe ser asunto mío. Trabajo por dinero, como todo el mundo. Porque trabajo es aquello que se hace por dinero. El placer es otra cosa. La libertad comienza cuando termina el horario laboral. Trabajar, como votar, es obedecer. Si no lo sabes, no puedo ―ni quiero― explicártelo. Descúbrelo por ti mismo, y si no eres capaz, dedícate al voluntariado, por placer y sin dinero. Y si crees en la vocación, advierte que un desengaño a tiempo puede ser tu mejor victoria y prevención.

Voluntariamente dedico mi vida personal y profesional a explicar literatura: en menos de una década he grabado más de mil largos vídeos ―sé que ya lo he dicho― sobre interpretación de autores y obras literarias, y he puesto desinteresadamente a disposición de todo el mundo, en internet, contenidos críticos y académicos propios de un nivel universitario, de forma abierta, libre y gratuita, así como toda mi obra, la Crítica de la razón literaria. Soy responsable de lo que he escrito (no de las apofenias del último ocurrente que me leyere), y me deberán el favor ―que no cobraré― de haberlo regalado. Lo que la gente haga con ello es algo que no puede importarme. No soy cómplice de mis lectores. Ni de nadie.


 

No hablo para hacer amistades,
sino para exponer un sistema de ideas
sobre la literatura


No hablo ni escribo para los jóvenes, ni para los viejos, ni para nadie en particular. Ni en absoluto para hacer amistades ni enemistades. Escribo y hablo para expresar un sistema de ideas sobre la literatura.

Si ofrezco gratuitamente mis conocimientos, es para que, si te interesa, los utilices de forma útil e inteligente, no para que me escribas ni contactes, y ni mucho menos para que me des tu opinión. No discuto opiniones: interpreto hechos. Ni mi vida ni mi obra dependen de tu opinión. Sinceramente: tu opinión no nos importa. (A los retransmisores de opiniones de terceras personas los considero, simplemente, lo que son: chismosos y bobos. Su destino es la sentina o pecinal de la papelera más cercana. El bloqueo eviterno. Me resultan excrementicios. Vaya también el correveidile, como la mentira, con el diablo).

Lo que digo o escribo no es resultado de una espontaneidad o una ocurrencia, sino que se trata de afirmaciones que forman parte de textos más amplios, de los que se extraen como una cita, y que pueden leerse como aforismos o paremias. Mi obra contiene una considerable selección y antología de ellas.

Ni yo ni nadie puede pretender que se entienda lo que se escribe o dice, si quien oye o lee no pone la debida atención. Cada texto selecciona, con vida propia, a sus propios lectores e intérpretes.

Por otro lado, hoy, con las redes sociales, la confusión y destrucción de la comunicación ―y de cualquier contenido inteligente― están aseguradas. Hay personas que viven ―es decir, malviven― en las redes sociales, enredadas en el reciario de internet, y que comentan todo lo que ven, sin entender nada de lo que leen. Mi obra, que se ha difundido mucho a través de estos medios, ha sido y es objeto de interminables comentarios, vídeos, réplicas, etc. La mayor parte de estos comentarios proceden de personas que no tienen conocimiento de nada, pero que, bajo la ilusión de la red pública, creen que saben algo. Su destino es la gomia de la basura.

Pongo un ejemplo. Siempre he dicho que la literatura no es una ciencia. Es la tesis número 4 de la Crítica de la razón literaria: «la literatura no es una ciencia». Bien, pues son incontables las personas que, comentando tonterías en internet, objetan ―jugando a ser sabios― que yo haya dicho que «la literatura es una ciencia». Es decir: entienden todo al revés. Otro lo lee, y sigue el hilo. Y así sucesivamente. Pueden citarse ejemplos como éste hasta el infinito.

Verdades y mentiras conviven en internet en condiciones idénticas y resulta imposible discriminarlas. Sobre todo entre adolescentes de larga duración. Gente que crece como «Mowglis» o silvestres «niños de la selva». Varios de estos «Mowglis» son hoy graduados universitarios. En las redes sociales ―su placenta― cultivan el magisterio de ignorancias crónicas y viciadas, metástasis de necedades infinitas. Y a la vez, internet ―no lo neguemos― es también un medio de difusión de conocimientos y saberes de primera categoría, para quien sabe identificarlos e interpretarlos. La realidad es dialéctica y conflictiva. Y acabará contigo, si no te haces compatible con ella, es decir, si eres un idealista.

Saber sobrevivir a esos contrastes es fundamental. Y la educación debe ser el principal instrumento para conseguirlo, y no el medio más insistente para provocar en niños y jóvenes todo tipo de patologías y trastornos de personalidad. Cuidado con convertirse en un «Mowgli».


 

No soy un youtúber,
soy un profesor que graba sus clases


No conviene confundir, al menos en mi caso, el mensaje con el medio, ni el emisor con el canal, porque, en mi vida y obra, el mensaje ―la literatura― no es el medio ni el canal ―YouTube―. En internet estamos todos, pero no todos estamos del mismo modo. El medio no nos hace iguales, pese a las apariencias. Y yo soy solamente un profesor.

Los profesores somos personas que enseñamos lo que sabemos a otras personas que quieren aprender lo que enseñamos. Más allá de estas condiciones básicas, todo lo demás sobra. A menos que ―como la administración y las agencias de calidad― forme parte de cuanto quiere arruinar, sabotear o simplemente destruir nuestro trabajo y vocación.

Se ha dicho que «los vídeos de Maestro son café para los muy cafeteros». Es posible que quien lo haya dicho no haya probado nunca el café. Pero eso no importa. Tampoco soy un profesor como el resto de mis colegas. Y eso importa aún menos.

No he liderado nunca nada ―de nada―, ni he dirigido jamás a ningún grupo de personas. Ni de animales. Nunca he sido pastor, ni flautista en Hamelin. No soy influyente ―¿por qué dicen «influencer»?― en nadie ni en nada. Tampoco soy un youtúber: soy un profesor que graba sus clases. Quien confunda el medio con el mensaje, que se lo haga mirar. Y si hay quienes dicen seguirme, sea suya la decisión, y quédense con la exclusiva de sus consecuencias. Ya he dicho que no soy responsable de lo que hago en los sueños de los demás, no presto atención a nadie, y nada tengo que ver con actos ajenos. Y aún menos con conductas gregarias. No participo en debates ni en polémicas. Nunca lo he hecho. Que los demás polemicen sobre mí no me convierte a mí en ningún polemista. No tengo opiniones, tengo interpretaciones. Ideas que no están subordinadas a la opinión del prójimo. Lo que yo pienso no depende de ti.

No he llevado a cabo jamás proyectos de investigación subvencionados por ministerios, universidades o agencias destinadas a inquirir, desde la burocracia que no ha investigado nunca nada, las investigaciones científicas de los demás. No pido permiso, aún menos atención, a los necios para escribir. Tampoco los quiero como lectores. No los reconozco como interlocutores. La Crítica de la razón literaria la he escrito a solas, y ni ella ni yo debemos nada a ninguna de estas entidades antemencionadas, a cuyas espaldas la he compuesto y publicado.

Las agencias de evaluación han tenido que tragarme tal como soy, y se han visto obligadas, contra sí mismas, a reconocerme, según dice la propia administración, como catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Yo me negué explícitamente a cumplir con muchos de los requisitos cacareados por esas instituciones. No me jacto de ser catedrático ―el mejor de todos los memes―: me jacto de ser catedrático a pesar de las agencias de evaluación científica y académica. Y contra ellas.

No he dirigido ni una sola tesis doctoral en más de 30 años de actividad docente universitaria. Ni pienso hacerlo. Es una forma de aprovecharse del trabajo de los demás. Es incluso absurdo y ridículo, además de irónico y burlesco, que a alguien que termina una carrera, tras cuatro o cinco años de estudio, haya que dirigirle un trabajo, como si se tratara de un inválido intelectual. ¿Para qué ha estudiado entonces durante casi un lustro o más? No me he servido de nadie, y menos de estudiantes, para desarrollar mi propio trabajo y curriculum vitae. Nunca he promovido ni la esclavitud académica, ni el caciquismo científico, ni la sumisión diferida. Nunca he tenido a nadie trabajando para mí, del mismo modo que siempre me negué a trabajar herilmente para otros, por muy superiores que fueran a mí, y que no por ello han dejado de servirse en más de un caso de mi trabajo, de mis ideas y de mis textos, sin reconocerlo ni mencionarlos, como si algo así pudiera ignorarse o disimularse.

Nunca olvidaré cómo en el año 1988, un excura, entonces profesor, nos impuso a todos los alumnos, como una obligación cuyo cumplimiento determinaba la calificación final de la asignatura, la transcripción de unos textos medievales, que después él utilizaría con fines propios y exclusivos para uno de sus trabajos académicos. Nunca olvidaré que le dije que no. Lo dije y lo hice con hechos irreversibles e inapelables. Y nunca olvidará él que, cuando insistió por última vez, con cobardía y sin valor, en que le transcribiera aquellos textos, al final de una clase, pues me los plantó delante de mis narices, sobre el pupitre, entre dos compañeros, ahí se quedaron los textos, en un aula vacía. Porque yo ni los toqué. Lo que hizo con ellos... él sabrá lo que fue. Yo sé lo que hice con él.

Mi obra es pública y de libre acceso, y sobre ella se han hecho y publicado varias tesis doctorales, que yo no he dirigido, aunque haya sido causa y combustible de ellas. Quien quiera utilizar mi trabajo para investigaciones científicas y académicas, ahí lo tiene, en internet, de forma libre, abierta y gratuita. A mí no me necesita para nada. Ni yo necesito dirigir a nadie. Las personas inteligentes no necesitan directores. Ni espirituales ni intelectuales. No es soberbia, es libertad. No es insumisión, sino simplemente coherencia. Toda originalidad implica la negación de un superior. Mis mejores intérpretes son aquellos que jamás han estado subordinados a nada ni han sido seguidores de nadie. Quien piensa con cerebro ajeno no entenderá jamás ni una sola de mis palabras, ni uno solo de mis libros. No quiero sufragáneos de ninguna autoridad, ni propia ni ajena. Mejor solo que mal acompañado. El esclavo intelectual es la peor de las compañías, el más deplorable de los turiferarios. Filosofías, religiones e ideologías son sus principales placentas  y laboratorios. Soy ajeno a todas ellas, y no quiero a nadie obsecuente con ellas.

No he tenido ni discípulos ni maestros. ¿Para qué? Más bien he tenido ocasión de conocer a quienes, en diferentes momentos y circunstancias, han querido o pretendido ser lo uno o lo otro, sin haber sido jamás ninguna de las dos cosas. Y, sobre todo, he tenido constancia de gentes que, confundiendo la realidad con la ficción de sus sueños, ansiedades o pesadillas, se atribuían privilegios relativos a su inexistente relación conmigo. Quien hambre tiene, con pan sueña, reza el proverbio. Dado que no soy psiquiatra, no puedo pronunciarme con rigor sobre el tratamiento médico de casos tales, y he de limitarme a una sintética exposición de hechos ajenos y estultos.

Confieso que antes de cumplir los 50 años he visto cumplidos todos mis objetivos personales y profesionales. La cátedra no estaba entre ellos, vino después, como puede venir cualquier cosa irrelevante y pasajera. Si mi posible éxito ha perjudicado a otros, ellos sabrán por qué. Yo lo ignoro. La envidia es la forma más siniestra de admiración. Nunca experimenté ese sentimiento. No tengo ni he tenido nunca razones ni motivos para ello. No tengo a nadie a quien envidiar. Lo siento por ellos. Quien por celos ladra no ladrará en vano, según reza el verso de Lope de Vega. Pero la verdad es que nunca he prestado atención a los ladridos de un can, cuanto menos a los de un colega o semoviente advenedizo.

Las grandes obras, especialmente las literarias y artísticas, y acaso también algunas de las científicas, son en realidad sólo testimonio insólito y único de lo que alguien inteligente y aislado ha sido capaz de hacer y de alcanzar. Un logro supremo y singular. Nada más. Nada menos. Las obras geniales no tienen otro destino que la soledad. Una soledad condecorada y solemne, acaso, pero soledad y olvido al fin y al cabo. Los demás, realmente ―el ruidoso y respetable público, destinatario consciente o inconsciente de ellas y de sus posibles consecuencias―, poco o nada valioso pueden hacer con estas supuestas grandes obras, salvo admirarlas unos, envidiarlas otros, imitarlas los más astutos, estropearlas por completo los más charlatanes o simplemente destruirlas los más ignorantes y bárbaros. Los discípulos son infidentes o parásitos por naturaleza. Los maestros, por su parte, siempre fueron ficciones de cortesía. El público, llamado el respetable, es la distancia que separa la realidad del idealismo. Lo sabemos: nos quieren por el ruido, no por las nueces.

Si buscan amo, llamen a otra puerta, y si necesitan amigos, acudan a una red social, donde no me encontrarán, porque la suplantación de identidad no remite nunca a ningún original. El espejismo jamás se convierte en oasis. También es cierto que no he intervenido nunca en la actividad de mis posibles publicistas. Si les gustan los dioses falsos, quédense con ellos. Sepan que yo no quiero ni a los verdaderos. Si necesitan consuelo, sírvanse del instrumento correspondiente.

Y si reciben un mensaje firmado con mi nombre y apellidos, pueden estar seguros de que el autor no soy yo.


Jesús G. Maestro



Autorretrato literario:
por qué yo no soy un youtuber. 

Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI





Los mercatransmisores: ¿qué son y para qué sirven?

 



Internet ha conseguido un auténtico milagro: que la gente inútil, vaga y sobrancera, que no sirve para nada, trabaje gratis como publicista de los demás. Los ha convertido en agentes publicitarios de quienes tienen iniciativa y originalidad, sean estas benignas o malignas, según los fines y criterios que cada individuo o grupo tenga de sí mismo, o de los demás, y persiga en la red planetaria. 

A mi juicio, este es el mayor logro del sedante esclavismo mercantil jamás habido en la historia del comercio y de la vida humana. Este procedimiento se permite incluso el lujo de darles algunos céntimos a fin de estimular y preservar, aún más y mejor, su infeliz, dependiente y anhelante famulato. Es lo que hacen, sin ser conscientes de ello, los mercatransmisores. 

La dependencia emocional y el magnetismo ideológico que cualquier mensaje que circula por internet provoca en una mente vulnerable ―y no hay cerebro que no tenga su talón de Aquiles― es superlativa, de modo que el ansia, incontenible, de reenviarlo, comentarlo y promoverlo, de forma cada vez más inconscientemente degradada, beneficia siempre, y más que a nadie, al «gran capital», que mueve ―sin mover un dedo― las relaciones mercantiles y globales innatas a la red. Internet convierte a cualquier posible adversario en un publicista. Óptimo. Seguramente en el mejor publicista. En un mercatransmisor. 

Nótese que en internet no hay intérpretes, sino seguidores y detractores ―no los llamen odiadores: el odio implica una dosis mínima de voluntarismo―: en internet sólo hay ingenieros del comercio y comentaristas emocionales y parásitos que recitan textos ajenos, debidos a los ingenieros del comercio. 

Internet es, ante todo, retransmisión de mensajes previos, que van devaluándose a medida que se retransmiten, hasta desembocar en una transducción aberrante que se disuelve por sí misma, en la gomia infinita de la red. Dicho de otro modo: en internet sólo hay publicistas. Mercatransmisores. Y mucha neurosis, que es el motor de la pseudoneurona global. Internet ha neurotizado el planeta. 

Un internauta es un publicista que ignora que lo es. En este contexto, los inútiles tienen hoy una capacidad emocional que el gran capital ha sabido movilizar, hasta convertirlo en un trabajo rentabilísimo al servicio de sí mismo, esto es, del gran capital. La mano de obra más barata está en internet. Trabaja devotamente para los demás, sin que los demás tengan que hacer nada. Y no lo sabe. Lo más admirable es que esta mano de obra la protagonizan y ejecutan seres humanos que no sirven absolutamente para nada. Por eso están ahí. Son los mercatransmisores. Los recursos humanos de la publicidad del siglo XXI.


Jesús G. Maestro



Los mercatransmisores: ¿qué son y para qué sirven?



Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI

 


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El miércoles 22 de enero, día de lanzamiento, recibirás un correo electrónico con más información sobre cómo acceder al vídeo y disfrutar de esta experiencia única.

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El idealismo exige siempre censurar la realidad

 


El idealismo no puede tolerar la realidad. Ni puede permitir que tú lo hagas. No la soporta. Ni puede permitir que tú la soportes. Es incompatible con ella. Y es incompatible contigo, a menos que le obedezcas ciegamente. Fanáticamente. 

El idealismo es intolerante a la realidad, mucho más crudamente de lo que un polínico lo es al polen, desde el momento en que todo idealista vive de espaldas a la realidad y se declara enemigo de ella, y por eso mismo exige censurarla. Exterminarla, esto es, etimológicamente, quitarle la semilla. 

No por casualidad los idealistas son los principales recursos humanos del totalitarismo. De todos los tiempos, desde los seguidores del idealismo político de la República de Platón, ese libro espeluznante y aberrante, hasta los cegados y obsesionados adictos al nazismo hitleriano, cuya genealogía luterana, kantiana y darwinista resultó determinante. La filosofía, la más bienquista de las cortesanas y la más socorrida concubina de los moralistas, siempre en la corte de los tiranos, siempre en la cama de las religiones, con todos yace y a todos seduce e ilumina con sus ideales. 

Hoy, en el siglo XXI, los idealistas se han apoderado de la democracia. Se han adueñado de ella de forma exclusiva y excluyente. De modo que si no eres idealista, no eres demócrata. Así, el idealismo preserva a la democracia. Temible preservativo. ¿Y la realidad de la democracia, en manos de quién está? ¿Quién la preserva? 

Pero ocurre que los idealistas se han apoderado también de los ideales de los enemigos de la democracia. Unos y otros ―idealistas todos― se han apropiado y adueñado de todo, es decir, del control de la realidad y de sus interpretaciones posibles, sean institucionales, políticas y hasta científicas, y nos conducen de hecho y de derecho por un mundo que se declara incompatible con la realidad. 

El comercio global, con absoluto virtuosismo y profesionalidad, gestiona la compraventa de idealismos extremos, e incluso incompatibles con nuestra propia supervivencia biológica y con la de cualesquiera especies y ecosistemas. La compraventa de bulas en el Renacimiento cristiano, durante el siglo XVI europeo, es un chiste al lado de la compraventa de idealismos en la posmodernidad del siglo XXI. 

El racionalismo humano no idealista carece de toda potestad política y publicitaria. Y duerme en vida, totalmente silenciado e impotente, el sueño de los justos. Acaso más bien duerme el placer, morboso y cómplice, de la cobardía. Sólo los sueños de los idealistas producen insomnio. 

No quiero ni pensar en cuál podrá ser ―y lo será sin duda y sin reservas― la respuesta de la realidad a tan desmesurado irracionalismo, una realidad que jamás se queda de brazos cruzados, que es insensible a todo, como lo es el más fiero de los animales, y que siempre ha destruido, tanto individual como colectivamente, a quien actúa de forma incompatible con ella. 

No es el apocalipsis, es la realidad. Una realidad que resulta inmortal porque es imperecedera, e inextinguible ―y también intolerante, no lo olvidemos―, es decir, eterna o eviterna, si se prefiere. Y capaz de una violencia siempre inédita e inesperada, por invisible e impredecible. Los mortales somos nosotros. Sorprende que sea necesario tener que advertir y hacer constar una evidencia como ésta. 

La realidad siempre gana y sobrevive, pese a las aberraciones de todos los idealismos. Y sobrevive a costa de tu propia supervivencia. La realidad siempre se cobra sus deudas. No en vano el fracaso es la distancia que separa a los idealistas de la realidad. 

Y el máximo fracaso es el nihilismo, es decir, el mayor de todos los idealismos: la negación del sentido de la realidad, una realidad y un sentido con los que el ser humano idealista es totalmente incompatible. 

No olvidemos que la realidad, o es material, o no es. Hablar de espíritus, de almas y de sentidos ocultos, es ya invocar fantasmas, incurrir, una vez más en la Historia, en ideales morales y utopías seductoras, en discursos supremacistas y en tiranías emocionales e intelectuales, y, en suma, en prácticas filosóficas, es decir, en conjuros de infinitos espectros, la coreografía de que disponen religiones, ideologías e idealismos de todo pelaje y peligro.


Jesús G. Maestro



Los idealistas son los principales recursos humanos del totalitarismo



La pobreza literaria de la Ilustración

 


Lo primero que hizo la Ilustración anglogermana y afrancesada fue cargarse la literatura. La suya y la de los demás. Destruir la suya propia no fue algo difícil, hemos de reconocerlo. No obstante, cada 23 de abril, aprovechando que se cumple el aniversario de la eternidad de Cervantes, nos sacan a Shakespeare en procesión. Shakespeare, el mejor amigo de los fantasmas. 

Sin embargo, como decía, la Ilustración, aunque arruina por sí sola la interpretación de sus propias literaturas, e intenta también la ruina de las demás, no pudo abatir la literatura española, ni mucho menos el Siglo de Oro. Antes al contrario, el resultado fue admirativo. Una sublimación que, pese a todo su cacareado racionalismo, Alemania nunca supo explicar más allá epifonemas y exclamaciones místicas derramadas en páginas y páginas de Goethe, Schiller y los fraternales Schlegel. Todos ellos figuras multiuso para citas varias de alto valor emocional, sobre todo cuando no se sabe qué decir. 

Es lo que la Ilustración debe al Romanticismo, su resonancia verborreica, su eufonía académica de trovas vacuas, tras la que se eclipsa un vacío literario sin precedentes. Con todo, no hay exigencias filosóficas capaces de hacer enmudecer a la literatura. Como tampoco hay interdicción religiosa, ni política, que la acalle o intimide. 

Por eso mismo tampoco hay nada más irónico y ridículo que esos escritores y profesores de literatura, que movidos no sé muy bien por qué tipo de inercia o de ignorancia, reclaman una vuelta a la «razón ilustrada». No sé si es un ritual intelectual que practican quienes, bajo la ansiedad del narcisismo filosófico o académico, buscan hacerse visibles a través de cualquier forma de publicidad. Pero lo que sí sé es que tal declaración es una absurdidad completa. 

Hablar de «razón ilustrada» es galvanizar un oxímoron, en cuyo germen habita el exterminio mismo de la literatura. El racionalismo ilustrado es incompatible con el racionalismo literario. Es un pseudorracionalismo filosófico que, idealista y narcisista, como el de Platón, y tantos otros, expulsa a la literatura del Estado. Y subsume al ser humano en un tercer mundo semántico, utópico y marfuz. La literatura es incompatible con la «razón ilustrada». El racionalismo de la literatura no cabe ni en el idealismo de los filósofos ni en el autoengaño de cortesanos, académicos y demás familia.


Jesús G. Maestro



La pobreza literaria de la Ilulstración anglosajona y afrancesada: 
cómo cargarse a la literatura



Hablemos de la endogamia universitaria

 




Cada cierto tiempo algún medio de comunicación habla de la endogamia en la Universidad[1], como si esta endogamia hubiera aparecido hoy, careciera de historia y genealogía, y no formara parte de la esencia de la democracia, de los intereses de un Estado desigualado por autonomías injustas e incoherentes, y por una vocación de privilegiar intereses colectivos totalmente ajenos a la ciencia, la investigación y la calidad académica. 

El problema de la endogamia universitaria española está totalmente relacionado con la partición del Estado en comunidades autónomas, enrocadas unas contra otras e impermeables absolutamente a toda presencia ajena de quien ha nacido o se ha formado en el pueblo de al lado. Es imposible pretender una Universidad no endogámica, o aspirar a ella, cuando la estructura territorial y política de un país está totalmente endogamizada, y de forma irreversible, acaso irrecuperable. 

Se trata, pues, de un problema que no tiene solución. Es una herida, una lesión, inherente a la propia democracia. Nuestro sistema político tiene tumores que le costarán la supervivencia, pero esto es algo que hoy nadie quiere ver, ni oír, ni mentar. Ni mucho menos curar. 

Algunos dinosaurios universitarios, que han formado parte de la endogamia desde que nacieron, fingen ataques de histeria académica cuando oyen hablar a otros de endogamia universitaria, como si semejante peste no les debiera a ellos la fertilidad, el cuidado y las garantías de preservación de la que gozan en grupo y se jactan, individualmente, en privado. En público, por supuesto, se rasgan las vestiduras. No son malos actores, pero son mejores agentes. Porque en privado siguen fertilizando la endogamia. Pero es bonito decir, en público, que la endogamia deteriora la calidad de la Universidad. ¿Y...? ¿Y qué? ¿Acaso no es lo que la democracia ha dispuesto? ¿Hay alguna universidad que haga lo contrario? 

Yo estudié en la Universidad de Oviedo la licenciatura y el doctorado. Oposité en la Universidad de Vigo, sin endogamia, hace justo 30 años, para optar al curso 1994-1995 como profesor. Las posibilidades que la democracia me dio y me da para cambiar de Universidad, gracias a la endogamia, son nulas. De aquí, a la jubilación. 

El extranjero es aún peor. Mucho peor. He trabajado en varias universidades de varios países extranjeros y sé de qué hablo. No creo en los fantasmas ni en los relatos de emigrantes frustrados. Al emigrante no le queda más remedio que reconocer que lo peor del extranjero es lo mejor del mundo. Fui, vi y volví. No creo en historias foráneas. Allí la endogamia no es geográfica o territorial, sino que se articula mediante camarillas extraterritoriales y globalistas, y resulta aún mucho más cruda, letal y obstaculizante. 

Que levanten la mano mis colegas españoles que, demócratas todos, no trabajen como docentes en la misma Universidad en que han estudiado licenciatura y doctorado. Puedo poner incluso un ejemplo de universidad suiza donde ha ocurrido lo mismo. Este mediterráneo lleva descubierto milenios. 

Si yo, hoy, como catedrático, opositara a un puesto de titular en mi área de conocimiento en cualquier universidad de mi Estado, España, mis colegas votarían en contra y, como catedrático, no conseguiría ni una plaza de titular. Mis propios colegas y amigos votarían por la endogamia antes que por mí. Porque la amistad es gratuita, y fingida, y los intereses profesionales, no. Y porque yo me iré un día, pero la endogamia, no. La endogamia es más rentable que yo y que cualquiera de nosotros. La endogamia es más valiosa que la democracia. 

Y si adujera, como mérito en una oposición, haber escrito y publicado una obra como la Crítica de la razón literaria, peor aún. Ningún colega reconoce, si no es a regañadientes, el éxito ajeno. La envidia es la forma más siniestra de admiración. Lo sabemos. Y nos la pela. Vivir en el desengaño tiene sus ventajas. No es amargura, no, ni mucho menos. Amargura es la que tienen quienes envidian, desengaño es lo que preserva a quienes no tenemos ninguna razón para envidiar a los demás. El desengaño es la sala vip de las capacidades profesionales. Se llama conocimiento del medio para la supervivencia. 

Me río yo de la meritocracia, de la libertad y de la calidad científica o investigadora propuesta por agencias nacionales o internacionales, terrestres o extraterrestres, burocráticas todas, y nacidas para obstaculizar la carrera académica de las personas más valiosas y trabajadoras, así como también me río de todas sus exigencias, tan inútiles como pseudoacadémicas. Es ridículo. Me recuerda a los chistes de Voltaire, ese pedante del humor, que quiso ser Quevedo, y acabó siendo un Woody Allen de la época, una caricatura de esa Francia ilustrada y maquillada cursimente bajo los efectos de su propio espejismo. 

Quien conoce la realidad en que trabaja no necesita ni sueños ni mentiras que justifiquen nada. No necesita agencias de evaluación que midan su trabajo: no necesita que le juzgue quien tiene menos currículum que el suyo propio. Es el mundo al revés. 

El autoengaño es el consuelo de los impotentes. Y la endogamia es la forma suprema de autoengaño en la Universidad, tanto española como extranjera. Porque quien no conoce cómo funciona la Universidad fuera de España es un inocente y un incauto respecto a las formas más perversas, letales y globalistas de endogamia académica. 

Sin embargo, nada se justifica, y menos aún mutuamente. Nuestras democracias, lejos de combatir la endogamia, la preservan latebrosamente. Busquen en internet estos términos endogamia y universidad. Su disco duro quedará saturado. Su cabeza, también. Y la vista, nublada. Llevamos así décadas. Y nada va a cambiar. Nada. 

Más les diré: en una generación, acaso antes, ninguna Universidad tendrá en plantilla profesores que no hayan nacido, crecido y estudiado en la misma comunidad autónoma y, por supuesto, en la misma Universidad, en la que han cursado sus estudios. El onanismo académico será absoluto. Y, como es bien sabido, el precio de la autonomía es la esterilidad. Pero de esto, nuestra democracia no quiere saber nada. Hay Estados, no sólo de ánimo, a los que la infertilidad parece hacerles felices. Sarna, con gusto, no pica, dice el refrán. Y si pica, no mortifica.




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NOTA

[1] «La Rey Juan Carlos adjudica de forma endogámica el 70% de sus plazas de profesor», afirma un medio de comunicación el 4 de noviembre de 2024, como si el mundo hubiera comenzado ese día.



Hablemos de la endogamia universitaria



Ciencias contra ideologías

 


De tanto defender las ideologías, los científicos han perdido de vista la ciencia, es decir, sus propios conocimientos. 

Las ciencias tienen como objetivo el conocimiento objetivo de la realidad. Un conocimiento que por su naturaleza ha de ser científico, crítico y sistemático. 

Por su parte, ideologías, filosofías y religiones tienen, contra las ciencias, un objetivo muy diferente, que no consiste en conocer ―ni reconocer― la realidad, sino en cómo intervenir sobre los conocimientos científicos para manipularlos y adulterarlos según sus propios intereses ideológicos, filosóficos o religiosos. 

La independencia de las ciencias del poder de religiones, filosofías e ideologías es absolutamente necesario para preservar la vida humana en las mejores condiciones posibles de libertad e inteligencia. 

Es la historia sin final de Platón contra Homero, de Belarmino contra Galileo, de Kant contra Newton, del protestantismo contra Darwin, de Nietzsche contra Maxwell, de Heidegger contra Einstein... es la lucha, también, de la literatura contra sus enemigos, pasados y presentes. 

Porque la literatura, que no es en absoluto una ciencia, tiene en común con las ciencias el hecho de enfrentarse a una triple alianza de adversarios: ideólogos, filósofos y gurús.


Jesús G. Maestro