Cuando nos encontramos con alguien que colecciona tréboles de cuatro hojas, afirma trazar circunferencias de radio infinito con ambas manos o que Cervantes escribió el Quijote inspirado en el concepto de Derecho Mercantil de los nibelungos, no estamos simplemente ante un adínaton de tres cabezas, sino ante algo mucho más elemental y común. Estamos ante una contraseña o consigna. Tal cosa no es una argumentación o una opinión. Es el santo y seña de que nuestro interlocutor habla, escribe y vive en un tercer mundo semántico. Y no lo sabe. En ciertos contextos, discutir un disparate es formar parte de él.
A la universidad del primer cuarto del siglo XXI está a punto de llegar la tercera generación de jóvenes que cumplirá su mayoría de edad sin haber recibido nunca jamás formación literaria alguna. Sin embargo, y acaso precisamente por eso, coleccionan tréboles de cuatro hojas, trazan circunferencias de radio infinito y confirman en la obra de Cervantes la importancia posmoderna del Derecho Mercantil presente en el Cantar de los nibelungos. Todo ello gracias a las redes sociales, por supuesto, sede de la nueva universidad de la era global y posmoderna en que vivimos y convivimos con las generaciones más preparadas de la Historia del Universo.
La desaparición de la formación literaria en la universidad posmoderna no es un accidente ni una casualidad, ni mucho menos un secreto: es la consecuencia de haber perdido de vista la realidad deliberadamente. La vida humana es incomprensible de espaldas a la literatura y a las posibilidades y exigencias de su interpretación. Del concepto de literatura que tiene una sociedad depende también la idea de libertad por la que luchan sus miembros o ciudadanos.
Quien jamás ha leído con rigor a Cervantes, y se atreve a citarlo como falsa prueba de un supuesto conocimiento, no habla de literatura, sino de sí mismo, y de su pertenencia a una comunidad donde el disparate se exhibe como salvoconducto para «hacer amigos». La exposición de hechos imposibles se ha convertido hoy, gracias a la ilusión de conocimiento que brindan las redes sociales, en una contraseña que acredita el acceso a una ignorancia celebrada y compartida.
Con un necio nunca se puede dialogar, ni mucho menos discutir. Un necio no sabe razonar. Los locos razonan, pero mal. Los necios, simplemente, no razonan, y no tanto porque no sepan, sino porque no quieren. Lo suyo es la negación de la inteligencia, por norma. La propia y la ajena. La inteligencia propia, la niegan por incapacidad y zanganería; la ajena, por envidia. Hablar con un necio es promocionarlo, del mismo modo que discutir un disparate es formar parte de él. Las personas inteligentes olvidan, con demasiada frecuencia, que el éxito de las redes sociales se basa en la promoción de la estupidez, en la que ciegamente participan incluso también los cerebros supuestamente biempensantes e instruidos.
Las generaciones más jóvenes ―al disponer de menor y peor formación científica― saturan las redes sociales hablando de literatura sin haber recibido ningún tipo de educación literaria. Interpretan mal cuanto leen, pero hablan y escriben como si hubieran cursado o impartido estudios del más alto nivel durante décadas.
No conocen los géneros literarios, ni los métodos ni las obras de la Literatura Comparada, ni lo que es la ficción poética, ni nada saben sobre los orígenes de la creación literaria, ni manejan un concepto claro y probado de literatura. Ignoran historia y tradición poéticas, y sin saber distinguir la ontología del teatro, el poema o la narración, incapaces de diferenciar la ironía de la metáfora, o un pentasílabo adónico de una políptoton, pontifican sobre cualquier referencia dada en el campo de las artes poéticas y literarias.
Y así hablan y escriben de todo un poco, o un mucho ―pues el hablar no tiene puertas―, y con caritas de emoticono dictan sentencias sobre el arte en general y la literatura en particular, sobre la amistad y lo que surja. Y no digamos nada cuando el tema es la geopolítica, el nuevo género del horóscopo.
En realidad, lo único que consigue este tipo de persona ―nesciente y osada― es retratarse públicamente en internet como un incompetente, y dar cuenta del lugar que cada una de ellas ocupa en el simulacro de conocimientos que finge poseer. El resultado es un insectario de incompetencias. El narcisismo de las redes lo galvaniza todo y anula cualquier posibilidad de interpretarse a uno mismo con un mínimo de objetividad. La pobreza y la ignorancia son difíciles de ocultar, y aún más difíciles de disimular, salvo si se carece de sentido del ridículo, una carencia que remite sobre todo a la falta de un sensor fundamental: el que permite conocerse y reconocerse a sí mismo.
Hasta un incauto como Bertolt Brecht llega a postular, tres siglos después de Cervantes en el Quijote, el distanciamiento o extrañamiento como técnica de objetivación de uno hacia sí mismo y su entorno. El ignorante no llega ni de lejos a nada de esto. Le faltan demasiados sensores. Y le sobra narcisismo. Tiene todas las cualidades y potencias que conducen al fracaso. Pero no lo sabe. Y esta es su mayor limitación. La realidad no perdona a quienes no la conocen. Dicho de otro modo: destruye a quienes son incompatibles con ella.
Durante siglos, la literatura y sus posibilidades de enseñanza han sido un instrumento racional destinado a interpretar críticamente las más variadas y complejas situaciones humanas. Hoy esa labor la ejercen los espontáneos y ocurrentes de las redes sociales: coleccionistas de tréboles de cuatro hojas, dibujantes de circunferencias cuadradas o descubridores de la genealogía extraterrestre de Cervantes. A veces, los trebolarios tetrafolios tienen aspecto de título universitario. No se trata de extravagancias ingenuas, sino del resultado de la más absoluta y catastrófica ignorancia que puede verterse impunemente sobre la literatura. Y, en realidad, sobre cualquier cosa.
La literatura no puede ya esperar absolutamente nada de la universidad. Ni de ninguna otra institución educativa de nuestras sociedades actuales. La gente más joven se adiestra ―entre sí― en la promoción superlativa del disparate compartido y de la ignorancia institucionalizada. Quienes se proclaman como las generaciones más preparadas de la Historia llegan a la veintena sin haber leído jamás una obra literaria con la solvencia que exige un pensamiento crítico y un racionalismo científico mínimamente ordenado frente a lo que la literatura es. Y no lo saben.
No es una catástrofe, es una realidad cotidiana e impúdica: la literatura, en las redes sociales, se ha convertido ―como se convierte todo lo que posee algún valor― en un aberrante disparate. La literatura no ha desaparecido. Quienes han desaparecido son sus intérpretes científicos. Y entre ellos, los más jóvenes. No hay reemplazo generacional en la interpretación de la literatura. Y han desaparecido, incluso, de las instituciones académicas.
Hoy la interpretación literaria está en manos de ocurrentes y espontáneos. Me dirán que como siempre, y les responderé que sí, como siempre, con la única diferencia de que hoy estos ocurrentes y espontáneos son los únicos que la sobajan, manosean y adulteran, con feliz impudicia y morbosa fruición, y, por supuesto, sin el contrapunto de ninguna institución inteligente.
La pregunta es qué es lo que realmente les interesa a las personas inteligentes. Porque está bien claro que la literatura no les interesa en absoluto. Para nada. Sin embargo, a los necios, les encanta, y, como diría Quevedo de los mentirosos en sus Sueños (1627), «venían […] contentos, muy gordos, risueños y bien vestidos y medrados, que, no teniendo otro oficio, son milagro del mundo, con un gran auditorio de mentecatos y ruines». En manos de estos está hoy la literatura y sus posibilidades de interpretación, para regocijo de todos. Excepto de las personas inteligentes, que nadie sabe realmente en dónde están.
Nuevas generaciones sin formación literaria:
cuando discutir un disparate es formar parte de él