¿Quién enseñará literatura a nuestras élites?


 



La desconexión de los líderes españoles con su tradición literaria y cultural es un problema del que nadie habla. ¿Dónde y quién educa a nuestras élites?

Esta pregunta puede formularse y responderse de muchas maneras. Pero habitualmente nadie se preocupa en público por la educación de las élites, sino más bien por la enseñanza pública del pueblo llano. Las élites resuelven sus problemas, que no son pocos, de forma mucho más silenciosa y discreta que las masas.

¿Dónde se educan las élites españolas? ¿Quién lo hace y de qué forma? Y, sobre todo, ¿con qué objetivos? Traten de responderse ustedes mismos. Les daré algunas pistas. A ustedes y a las élites, porque hay aspectos que ellas también ignoran, y no son conscientes de ello.

Naturalmente, depende qué queramos entender por élite, pero si hablamos de las élites políticas, económicas, culturales y mediáticas españolas, la respuesta más precisa a esta pregunta sería que se educan en instituciones profundamente dependientes de modelos extranjeros, especialmente anglosajones, y desconectadas de la tradición intelectual hispánica. Desde el siglo XIX sobre todo —y de modo muy acusado tras la Transición—, las élites españolas se forman en tres espacios principales, porque carecen de territorio propio:

1. Colegios privados y religiosos (muchos de ellos con métodos y valores importados de Estados Unidos, Reino Unido o Francia), donde se cultiva una visión internacionalista que suele marginar la cultura clásica y la tradición hispánica, griega y latina.

La literatura, desde luego, no suele estar en el menú. Las humanidades clásicas brillan por su ausencia. En el país de Cervantes, se explica a Shakespeare, y al último se le identifica con el primero. Subrayo lo de último y primero, porque lo escribo con doble sentido.

2. Universidades públicas y privadas, donde predomina una educación burocratizada, más orientada al título que al pensamiento verdaderamente crítico, y en gran medida subordinada a modas ideológicas foráneas, que suelen ser, una vez más, anglosajonas, francesas o alemanas.

Son los modelos educativos hegemónicos que se imponen desde el artificioso siglo XVIII, como si no hubiera ni un mañana ni un pasado, es decir, un Siglo de Oro: Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Góngora y un muy largo etcétera.

3. Escuelas de negocios y programas internacionales, en los que se inculca una mentalidad tecnocrática y globalista, desligada de cualquier compromiso con la historia y la literatura española e hispanoamericana, sobre todo anterior a una Ilustración notoriamente idealizada. Nada se dice ni se espera de los clásicos griegos y latinos.

Así pues, las élites españolas no se educan en España como país que ha hecho posible una cultura, una historia y una literatura originales y decisivas, que en muchos aspectos desconocen profundamente, sino en una España como sucursal de potencias extranjeras, que imponen sus valores, su lengua y  ―sobre todo― sus modelos de éxito. Sus fracasos no los cuentan.

Acaso lo dramático no es sólo dónde se educan, sino qué dejan de aprender estas élites: el conocimiento de su propia tradición, su filosofía, su literatura y su historia y pensamiento crítico. Exactamente lo mismo cabe decir de Hispanoamérica, que mira a Estados Unidos como España mira a una Europa septentrional, que es una inquietante caja de Pandora.

Es muy importante no reaccionar a esta situación desde posiciones nacionalistas ―de ningún signo, ni del presente ni con evocaciones pretéritas―, pues algo así no es solución de nada y constituye ante todo una declaración de ignorancia, involución y falta de originalidad crítica.

A mi juicio, las élites españolas, desde el punto de vista de su formación intelectual, adolecen de una falta de educación literaria absolutamente incompatible con las exigencias del mundo al que se enfrentan. Pero no lo saben.

Es necesario evitar esta «deshumanización de las élites» y poner a disposición de estas personas jóvenes, valiosas e interesadas, un potente sistema de conocimientos, criterios y códigos culturales que están en la literatura española de los siglos XVI y XVII, y que hicieron posible obras como el Quijote y autores como Cervantes, Quevedo o Lope de Vega. La literatura es una asignatura pendiente en la formación de las élites españolas. 

El siglo XXI es la etapa de la historia en la que las élites están más deshumanizadas desde el punto de vista de su formación científica e intelectual. Las élites romanas, renacentistas y barrocas eran cultísimas.

Nuestras élites no manejan bien las lenguas cultas, porque hacen un uso sintético y telegramático del lenguaje, debido a la ansiedad del inglés por expresarse de forma cada vez más simple y rápida. No conocen el código de la literatura, que constituye un arsenal de culturas y lenguas con un potencial muy enriquecedor en todas las facetas de la vida personal, laboral y profesional.

El conocimiento de la literatura puede proporcionar una experiencia compartida y solidaria que no facilita, con la misma eficacia, ninguna otra actividad humana. Y permite reflexiones que van más allá de la riqueza, el éxito y el liderazgo entendido al modo estadounidense.

El arte de la prudencia, la gestión ética del comercio, el control de patologías, pasiones hostiles y adversidades profesionales, encuentran en muchas obras literarias caminos muy útiles para la reflexión personal en el ejercicio de la actividad laboral.

Ustedes se preguntarán, en definitiva, ¿quiénes educan a los españoles? La literatura y la realidad no me dejan mentir: la Iglesia y los extranjeros. El clero y las potencias europeas han sido siempre los maestros que hemos tenido los españoles desde pequeñitos. Borges se jactaba de leer a Cervantes en inglés. Y de pasar sus noches con Virgilio, como si a esas horas no hubiera mejor compañía.

La educación de nuestras élites, desde el siglo XVIII, adolece de tres problemas.

Uno, su simpatía acrítica con culturas extranjeras, como si aquí no tuviéramos un Siglo de Oro y un arsenal de valores humanísticos y solidarios de primera línea.

Dos, un complejo de inferioridad, impuesto incluso al pueblo llano y más humilde, debido a un sistema educativo que sirve a Inglaterra, Francia o Alemania, pero no a Galicia, Asturias, Salamanca o al resto de España, por ejemplo.

Tres, un alarmante desconocimiento de literaturas clave en la historia del pensamiento crítico, sobre todo en lo relativo a las literaturas española, hispanoamericana, latina y griega.

A nadie le interesa disponer de élites mal formadas. Las universidades privadas, así como las escuelas de negocios, deberían contar con profesionales de la interpretación literaria, no con gurús de la cultura ni filosofastros de autoayuda, cuya filosofía es una retahíla de ocurrencias absurdas.

Por desgracia, las universidades públicas, que precisamente llevan ocupándose de la literatura desde hace décadas y siglos, hoy le dan la espalda con toda indolencia. ¿Quién enseñará literatura a nuestras élites?


Jesús G. Maestro
Faro de Vigo, 2 de noviembre de 2025.








La democracia vive de alquiler. La vivienda como fractura generacional entre búmeres y milenaristas

  




La fractura entre búmeres y milenaristas (en inglés boomers y millennials) no se reduce a una pugna retórica entre la queja de los jóvenes y el reproche de los mayores. Se condensa en un hecho material e insoslayable: la vivienda. Hablar hoy de vivienda es hablar del derecho, cada día más discutido, a la propiedad privada. Una forma de negar la propiedad privada es impedir a las nuevas generaciones la posibilidad de comprar piso.

El acceso a un techo propio se ha convertido en el principal detonante de desigualdad no sólo en España, sino en las democracias del siglo XXI. España es uno de los países europeos más conservadores en cuanto a la vivienda en propiedad. Hasta hoy, momento en que las cosas empiezan a cambiar dramáticamente. En los últimos años, la compra de vivienda por parte de la gente joven se interrumpe. Entre las principales causas está la especulación urbanística. El Estado, en manos de gentes más atentas al dinero que a la vivienda, ha renunciado a garantizar un bien históricamente básico, y ha entregado su gestión al mercado inmobiliario y financiero. Consecuencia: la gente más joven no puede comprar casa. Ni alquilarla.

El relato periodístico oscila entre dos extremos caricaturescos. Por un lado, los búmeres, que se consideran herederos y representantes de una vida laboral de grandes esfuerzos, de jornadas de trabajo interminables y de la inseguridad de los años de crisis y paro. Por otro lado, los milenaristas, que se presentan como la generación del trabajo sin recompensa, jóvenes formados, becados, móviles en mano, atrapados en alquileres que consumen casi todo su salario. Los milenaristas mileuristas han dicho de sí mismos que son la generación más preparada de la Historia de España. El refrán, que sin duda conocen, dada su preparación superlativa, dice que la soberbia es hija de mal padre.

Ambos discursos tienen su parte de verdad, pero ninguno de ellos explica la raíz ni la causa del problema: la incapacidad de un sistema de gobierno, la democracia, para articular un modelo social y económico que asegure la reproducción y supervivencia laboral y económica de sus generaciones futuras.

El círculo vicioso es evidente. La compra de vivienda es un deseo imposible. Los jóvenes no pueden emanciparse porque el alquiler engulle sus ingresos. La falta de emancipación retrasa la maternidad, hunde la natalidad y compromete el sistema de pensiones, que ya crece por encima del salario medio. El resultado es una pirámide poblacional invertida en la que los mayores, más numerosos y con más poder electoral, imponen una agenda política orientada a la revalorización de sus pensiones, mientras los más jóvenes quedan relegados a la promesa vacía de un futuro mejor.

Conviene subrayar que no todos los búmeres han alcanzado la jubilación en igualdad de condiciones. Quien heredó patrimonio y tuvo acceso a estudios disfruta hoy de seguridad material; quien no, arrastra pensiones mínimas y precariedad. Hay al menos dos tipos de búmeres, de los que no se suele hablar, pero que es decisivo diferenciar. Por un lado, los hijos de la plutocracia franquista, que cursaron estudios en años en los que no todo el mundo podía ir a la universidad, obtuvieron trabajo inmediato y coparon los órganos de poder financiero y político en la Transición. Por otro lado, los búmeres procedentes de las clases sociales más bajas y desfavorecidas, que en la mayor parte de los casos comenzaron a trabajar, sin estudios, en su más temprana adolescencia.

Lo mismo ocurre con los jóvenes nacidos en democracia: el hijo de una familia con propiedades tiene resuelto el problema habitacional, mientras que el becario o el trabajador con sueldos intermitentes sobrevive en un mercado de alquiler diseñado para expulsarlo. La auténtica línea divisoria no es sólo generacional, sino de clase, y atraviesa todas las edades, aunque causa mucho más daño en la gente joven.

El discurso sentimental —la nostalgia de quienes dicen haber sufrido más y la indignación de quienes aseguran haber sido estafados— oculta el trasfondo político: la renuncia del Estado a intervenir en el mercado de la vivienda. Se dice que España es uno de los países europeos que menos inversión pública destina a este ámbito, pero lo cierto es que en el extranjero las cosas no están mejor, y la vivienda compartida es un hecho común y creciente en la «Europa de las maravillas». Se habla de ayudas al alquiler, de premios de consolación como rebajar la edad de voto, pero no se construyen viviendas sociales ni se reforma un mercado dominado por fondos de inversión y por un urbanismo al servicio de la especulación con el ladrillo y el suelo.

El resultado es un sistema de gobierno ―la democracia― donde el techo se convierte en privilegio y no en derecho. Mientras tanto, los jóvenes mejor formados —los que acumulan premios de fin de carrera y han cumplido con todas las exigencias académicas del sistema— emigran a países donde se promete vivienda accesible y conciliación laboral y familiar. Lo que se encuentran allí es el coliving, un eufemismo anglosajón que oculta experiencias desagradables, como es la cohabitación con desconocidos, vivienda compartida o pisos de convivencia forzada, en los que la intimidad personal es inexistente. Sinceramente, no creo en esas promesas. Si algo tiene la globalización es que es igual de «buena» o de «mala» para todos. Ya no hay diferencias entre países.

Esta supuesta fuga de talento no es un problema anecdótico, y tampoco se cuenta con realismo: en el extranjero no atan perros con longaniza. Es posible que España eduque para exportar universitarios, y que invierta en formar ciudadanos que se integran en sociedades extranjeras porque aquí no tienen futuro. Pero, sinceramente, ¿cuántos Premios Nobel españoles ha habido como Severo Ochoa? Porque, tal como se cuentan algunas cosas, parece que somos la fábrica planetaria de recursos humanos de élite de las grandes potencias, y que tenemos talento para dar pero no para tomar. Hablando con franqueza, esto se llama hipérbole o exageración.

Sin embargo, el malestar es real, y no proviene de un simple desencuentro generacional, sino de un fracaso histórico y político: el de un sistema de gobierno incapaz de garantizar que sus hijos vivan, si no mejor que sus padres, al menos igual. Los búmeres pudieron levantar su vida sobre un modelo social heredado del régimen anterior. Los milenaristas, en cambio, se enfrentan a un presente sin garantías respecto al cual la democracia demuestra muchos errores. Lo que para unos es una queja para otros es falta de esfuerzo. No creo que sea simplemente ni lo uno ni lo otro. Los más jóvenes se enfrentan a una sociedad ―democrática― que antepone los intereses del mercado al derecho a una vivienda.

 

Jesús G. Maestro



Las fronteras invisibles de la globalización

 




La globalización es más que un tema controvertido. Tiene tantos simpatizantes como detractores, y unos y otros muy variopintos. Se nos ha impuesto en nombre del bienestar económico, y se presenta también como una fuerza benigna, que borra las distancias entre nosotros con el objetivo de unirnos a todos en una fraternidad universal. En determinadas zonas del planeta, desaparecen los límites territoriales, pero no siempre para alcanzar mayor libertad. Surgen barreras de otra índole. Fronteras económicas muy difíciles de atravesar. Son las fronteras invisibles de la globalización. No se ven con los ojos, pero se sienten en el bolsillo.

Se ha dicho que la tarjeta de crédito ya sustituye al documento nacional de identidad o al visado internacional. Las viejas diferencias políticas o geográficas se esfuman, pero en su lugar crecen abismos financieros. Con las distancias desaparecen también todas las diferencias. Todas excepto una: la económica.

En esta nueva cartografía, los sistemas políticos funcionan como engranajes de una maquinaria económica global. Es como si el derecho mercantil estableciera leyes que corresponden al derecho civil. Las normas llegan a tu pueblo procedentes de sedes corporativas que no se sabe en dónde están. No hay fronteras que cruzar, sino lobbies que gestionar. La movilidad, tan celebrada por los promotores de la globalización, no es tanto un derecho para todos cuanto un lujo reservado a quienes pueden pagar un pasaporte dorado.

El resultado es un mundo donde el pobre, aunque pueda atravesar continentes, no cruza la verdadera frontera: la que separa a los que deciden de los que obedecen. Unos trabajan para sobrevivir y otros ganan dinero para ejercer y preservar el poder propio o ajeno. Esa línea, invisible en los mapas, se dibuja en transacciones bursátiles, algoritmos del crédito, listas cerradas de directorios y consejos de administración.

Me pregunto si la globalización ha perfeccionado la desigualdad. En la posmodernidad del siglo XXI, las fronteras invisibles son mucho más eficaces y determinantes que los límites geográficos de antaño, porque no se cruzan con un pasaporte, sino con dinero que no todo el mundo puede llegar a tener. Entre las fronteras más decisivas e invisibles están, por lo menos, las siete que señalo a continuación.

1. La frontera económica. Es la más sólida y evidente. El dinero no sólo compra bienes: compra tiempo, seguridad, movilidad, salud y, en muchos casos, justicia. El capital se convierte en el verdadero pasaporte universal, y quienes no lo tienen quedan confinados a un territorio social que no figura en los mapas, pero que recorta sus posibilidades de vida.

2. La frontera tecnológica. El acceso (o no) a la tecnología y a las infraestructuras digitales determina la posibilidad y la capacidad de participar en la vida económica, cultural y política global. No se trata sólo de poseer dispositivos, sino de dominar el conocimiento y el lenguaje digital que permiten moverse con fluidez en esa esfera. La brecha tecnológica es también una brecha de poder.

3. La frontera del conocimiento. No basta con que la información esté disponible en internet: la verdadera muralla separa a quien sabe interpretarla, filtrarla y usarla de quien no es capaz de hacerlo. El conocimiento se concentra en élites académicas, corporativas y científicas que hablan un idioma técnicamente inaccesible para la mayoría, atrapada en un analfabetismo funcional y feliz, y excluida de todo lo verdaderamente importante, sin que pueda advertirlo, entretenida como está haciendo comentarios en redes sociales.

4. La frontera jurídica. La ley ya no es igual para todos: las grandes corporaciones y fortunas pueden operar por encima o fuera de los marcos legales nacionales, mientras que el ciudadano común está sujeto a reglas que no puede negociar. Esta situación crea un doble espacio de soberanía: uno visible, para la masa; otro invisible, para quienes tienen poder de fuga legal. El aforamiento político también desempeña un papel importante en esta muralla jurídica.

5. La frontera de la movilidad real. Se nos habla de un mundo sin fronteras laborales, pero la libre movilidad es privilegio de una minoría. La mayoría se mueve sólo dentro de un radio limitado, por razones económicas, políticas o burocráticas. Y de acceso a la vivienda. Las barreras de visados, costes y permisos invisibilizan un hecho tangible: la movilidad global es un lujo que en realidad muy pocos pueden permitirse. La movilidad laboral de la globalización es una forma encubierta de invisibilizar la emigración nativa.

6. La frontera cultural. Aunque la globalización homogeneiza modas, consumos y lenguajes, mantiene e incluso refuerza jerarquías culturales. Hay lenguas dominantes y lenguas marginadas. Hay culturas que circulan globalmente y otras que se quedan encerradas en la periferia de la atención mediática. La supuesta «cultura global» es, en realidad, una selección controlada de referentes que excluye a la mayor parte de la población del planeta, el nuevo lumpemproletariado.

7. La frontera del acceso al poder. Los centros de decisión política y económica ya no son visibles ni accesibles. No están en los parlamentos, sino en consejos de administración de empresas, foros privados y redes corporativas que no rinden cuentas ante la ciudadanía. Es una frontera blindada: no se cruza por mérito democrático, sino por cooptación.

En definitiva, estas fronteras no están hechas de piedra ni de alambre de espino, pero son muy difíciles de atravesar, porque se ocultan de forma intencional. El siglo XXI no las llama fronteras: las disfraza de condiciones de acceso, estándares de calidad o criterios de admisión. Pero en realidad son murallas invisibles que clasifican a la humanidad en compartimentos estancos. La globalización, así considerada, es una nueva forma de organización de la libertad planetaria, no por países, sino por grupos económicos sin patria definida. ¿Cuál es la patria del euro?


Jesús G. Maestro

Vocento, 5 de octubre de 2025.



Cervantes está de moda por ser lo que no fue

 

La ficción no legitima la falsificación de la realidad



Es sorprendente que Cervantes esté hoy de moda por ser lo que no fue, pero no por ser lo que realmente fue: el autor de la obra literaria más importante de la Historia de la Literatura Universal. El hecho de que escribiera el Quijote es algo irrelevante en este siglo XXI. Esto se llama coger el rábano por las hojas. Por favor, no me lo tomen en el mal sentido.

Lo penoso es que a nadie le importa hoy lo que significa esta novela, desde el punto de vista de la libertad, la religión o la política, ni en los colegios (donde ni se menciona), ni en los institutos de enseñanza media (donde se lee, acaso, a cachos maltrechos), ni en la Universidad (donde en lugar de hablar de Cervantes se habla de «gamerización» y otras baratijas). Hoy cualquier cosa es más importante que la literatura, la inteligencia o, simplemente, la realidad. Y cuando la realidad no existe, todo está permitido. Esa es la magnífica herencia que nos han dado Kant, la Ilustración y los idealistas.

Cervantes, si hoy interesa a alguna gente, no es por la literatura ni el Quijote, ni por su teatro trágico y cómico, ni mucho menos por su poesía. Resulta que hoy Cervantes importa por sus posaderas. Otros méritos no se valoran. Queda claro que nuestra sociedad tiene un sentido extremadamente «recto» de las virtudes y costumbres. Amén.

En una sociedad así de alegre, faltar a la verdad, es decir, a la realidad de los hechos, es muy fácil. Entre otras cosas, porque, muy al contrario de lo que se cree, es imposible desmentir algo que nunca ha tenido lugar. Podemos decir que Cervantes fue budista, espía de los turcos o embajador de los marcianos en el planeta Tierra durante el siglo XVII. Y díganme que no. Podemos decir que fue gallego (tengo pruebas, aducidas en un artículo publicado en FARO DE VIGO el 17 de abril de 2016). Podemos decir de Cervantes todo lo que queramos, sobre todo en un mundo que, como el actual, ha perdido de vista la realidad. ¿Por qué?

Pues porque vivir ignorando la realidad es muy divertido. Te permite decir lo que te dé la gana, sobre todo si es gracioso, polémico o rentable. Lo que menos importa es la verdad. Lo que de veras interesa es que sea chistoso aunque no tenga gracia, que moleste cuanto más mejor al mayor número posible de gente y que dé dinero a costa de falsificar lo que sea, porque nada importa y porque la mentira se paga y gusta más que la verdad.

Cuando una persona ha fallecido hace siglos (pongamos en 1616), es icono universal de valores que en realidad nadie sabe explicar ―pero que están ahí como un reclamo publicitario, como la cara del Che o de Marilyn Monroe― y su imagen se puede usar prostibulariamente con toda libertad, porque nadie va a exigir derechos allí donde el Derecho parece una ficción, hay margen para un buen negociete. El cine, la tele e internet hacen el resto.

Si además resulta que esta persona fue autor de una serie de obras literarias de las que apenas se conoce una sola de ellas ―porque en realidad no se ha leído ninguna―, titulada El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que ni siquiera tienen en su casa estudiantes universitarios matriculados y graduados en Facultades de Letras (porque ellos tampoco la han leído), pues entonces todo el monte es orégano para hacer y decir lo que a uno le dé la real gana con este fulano, un tal Miguel. La impunidad es absoluta y, como bien dice el refrán, la ignorancia es osada. Desde luego, nuestra sociedad traga con todo.

Aquí parece que todo dios ―sobre todo los Cupidos nacidos en la segunda mitad del siglo XX― se acostó con Cervantes y conoce todos sus secretos y éxitos sexuales. Curiosa información, que no ha desclasificado ni la CIA, y sin embargo conocen al dedillo del ojete (léase derivado de ojo) los que ni han leído su obra literaria. Resulta que de un hombre del que no se conservó nunca ni un solo retrato fiable de su rostro (el atribuido a Juan de Jáuregui es apócrifo) se conocen ahora, sin duda por arte de magia (no sé si negra, blanca o fucsia), todos los detalles de su vida sexual... en cinco años de Argel (1575-1580). Ni que la hubieran registrado ante notario.

En el capítulo 59 de la segunda parte del Quijote, Cervantes escribe esa famosa frase que dice: «Retráteme el que quisiere —dijo don Quijote—, pero no me maltrate, que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias». Si pensamos en la cantidad de maravillas que el cine puede aportar a la interpretación de la literatura, tendríamos para días y días de disertaciones. Sin embargo, cuando todo se reduce a una colonoscopia, mejor nos dedicamos a la medicina interna, por ejemplo, y dejamos en paz el arte de cinematografía. Y, desde luego, el colon del autor del Quijote.

¿Vale la pena dedicar tiempo en la vida a ver cómo se cuenta una mentira? No hablo de ficción, sino de mentira, de falacia, de exposición fraudulenta de hechos con intención de engañar al espectador y de sesgar sus posibilidades interpretativas. Mentira es lo que se hace, dice o silencia con intención de inducir al error de forma intencional. No seré yo el que niegue a nadie el placer que suscita el consumo de mentiras, pero las trampas al solitario son muy poco inteligentes. ¿Es necesario engañarse uno a sí mismo con el consumo de productos así para sentirse mejor? Haga cada cual lo que estime oportuno, pues para gustos, colores.

Pero por si les resulta útil, se lo explico con palabras del propio Cervantes, quien detestaba el arte de contenido falso y embustero. Cuando en el mismo Quijote condena tanto los libros de caballerías como el teatro de Lope de Vega, por los múltiples disparates allí representados, leemos en el capítulo 47 de la primera parte: «Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren». ¿Qué diría Cervantes, si se viera retratado ―en la literatura, la pintura o el cine― como lo que nunca fue? Pues que se trata de una mentira. Y a una mentira sólo se puede responder con la verdad disponible.

Sin embargo, ante una tontería sólo es posible actuar de dos modos: o bien ignorándola por completo, o bien con otra tontería. Los trabajadores optan por la primera opción, porque no tienen tiempo para perderlo, mientras que los ociosos, que no tienen nada que hacer ni que rascar, ni lo pretenden, optan por la segunda. Y así, como el número de sandios, se multiplican las sandeces hasta el infinito.

Pero hay tonterías extremadamente rentables. Si una ocurrencia estulta genera una estela de respuestas igualmente estultas, internet canta bingo. Entonces las mentiras resultan muy crematísticas, porque los glóbulos rojos de las redes sociales, es decir, el flujo publicitario que generan comentarios y comentaristas del más ocioso pelaje crece como la espuma.

Disculpen mi franqueza, pero nuestra época tiene más tragaderas que un cornudo de los del siglo XVII, de esos que aparecen en los entremeses de Quevedo. Que ya es decir... La ficción no legitima la falsificación de la realidad.


Jesús G. Maestro






Nuevas generaciones sin formación literaria: cuando discutir un disparate es formar parte de él

  



Cuando nos encontramos con alguien que colecciona tréboles de cuatro hojas, afirma trazar circunferencias de radio infinito con ambas manos o que Cervantes escribió el Quijote inspirado en el concepto de Derecho Mercantil de los nibelungos, no estamos simplemente ante un adínaton de tres cabezas, sino ante algo mucho más elemental y común. Estamos ante una contraseña o consigna. Tal cosa no es una argumentación o una opinión. Es el santo y seña de que nuestro interlocutor habla, escribe y vive en un tercer mundo semántico. Y no lo sabe. En ciertos contextos, discutir un disparate es formar parte de él.

A la universidad del primer cuarto del siglo XXI está a punto de llegar la tercera generación de jóvenes que cumplirá su mayoría de edad sin haber recibido nunca jamás formación literaria alguna. Sin embargo, y acaso precisamente por eso, coleccionan tréboles de cuatro hojas, trazan circunferencias de radio infinito y confirman en la obra de Cervantes la importancia posmoderna del Derecho Mercantil presente en el Cantar de los nibelungos. Todo ello gracias a las redes sociales, por supuesto, sede de la nueva universidad de la era global y posmoderna en que vivimos y convivimos con las generaciones más preparadas de la Historia del Universo.

La desaparición de la formación literaria en la universidad posmoderna no es un accidente ni una casualidad, ni mucho menos un secreto: es la consecuencia de haber perdido de vista la realidad deliberadamente. La vida humana es incomprensible de espaldas a la literatura y a las posibilidades y exigencias de su interpretación. Del concepto de literatura que tiene una sociedad depende también la idea de libertad por la que luchan sus miembros o ciudadanos.

Quien jamás ha leído con rigor a Cervantes, y se atreve a citarlo como falsa prueba de un supuesto conocimiento, no habla de literatura, sino de sí mismo, y de su pertenencia a una comunidad donde el disparate se exhibe como salvoconducto para «hacer amigos». La exposición de hechos imposibles se ha convertido hoy, gracias a la ilusión de conocimiento que brindan las redes sociales, en una contraseña que acredita el acceso a una ignorancia celebrada y compartida.

Con un necio nunca se puede dialogar, ni mucho menos discutir. Un necio no sabe razonar. Los locos razonan, pero mal. Los necios, simplemente, no razonan, y no tanto porque no sepan, sino porque no quieren. Lo suyo es la negación de la inteligencia, por norma. La propia y la ajena. La inteligencia propia, la niegan por incapacidad y zanganería; la ajena, por envidia. Hablar con un necio es promocionarlo, del mismo modo que discutir un disparate es formar parte de él. Las personas inteligentes olvidan, con demasiada frecuencia, que el éxito de las redes sociales se basa en la promoción de la estupidez, en la que ciegamente participan incluso también los cerebros supuestamente biempensantes e instruidos.

Las generaciones más jóvenes ―al disponer de menor y peor formación científica― saturan las redes sociales hablando de literatura sin haber recibido ningún tipo de educación literaria. Interpretan mal cuanto leen, pero hablan y escriben como si hubieran cursado o impartido estudios del más alto nivel durante décadas.

No conocen los géneros literarios, ni los métodos ni las obras de la Literatura Comparada, ni lo que es la ficción poética, ni nada saben sobre los orígenes de la creación literaria, ni manejan un concepto claro y probado de literatura. Ignoran historia y tradición poéticas, y sin saber distinguir la ontología del teatro, el poema o la narración, incapaces de diferenciar la ironía de la metáfora, o un pentasílabo adónico de una políptoton, pontifican sobre cualquier referencia dada en el campo de las artes poéticas y literarias.

Y así hablan y escriben de todo un poco, o un mucho ―pues el hablar no tiene puertas―, y con caritas de emoticono dictan sentencias sobre el arte en general y la literatura en particular, sobre la amistad y lo que surja. Y no digamos nada cuando el tema es la geopolítica, el nuevo género del horóscopo.

En realidad, lo único que consigue este tipo de persona ―nesciente y osada― es retratarse públicamente en internet como un incompetente, y dar cuenta del lugar que cada una de ellas ocupa en el simulacro de conocimientos que finge poseer. El resultado es un insectario de incompetencias. El narcisismo de las redes lo galvaniza todo y anula cualquier posibilidad de interpretarse a uno mismo con un mínimo de objetividad. La pobreza y la ignorancia son difíciles de ocultar, y aún más difíciles de disimular, salvo si se carece de sentido del ridículo, una carencia que remite sobre todo a la falta de un sensor fundamental: el que permite conocerse y reconocerse a sí mismo.

Hasta un incauto como Bertolt Brecht llega a postular, tres siglos después de Cervantes en el Quijote, el distanciamiento o extrañamiento como técnica de objetivación de uno hacia sí mismo y su entorno. El ignorante no llega ni de lejos a nada de esto. Le faltan demasiados sensores. Y le sobra narcisismo. Tiene todas las cualidades y potencias que conducen al fracaso. Pero no lo sabe. Y esta es su mayor limitación. La realidad no perdona a quienes no la conocen. Dicho de otro modo: destruye a quienes son incompatibles con ella.

Durante siglos, la literatura y sus posibilidades de enseñanza han sido un instrumento racional destinado a interpretar críticamente las más variadas y complejas situaciones humanas. Hoy esa labor la ejercen los espontáneos y ocurrentes de las redes sociales: coleccionistas de tréboles de cuatro hojas, dibujantes de circunferencias cuadradas o descubridores de la genealogía extraterrestre de Cervantes. A veces, los trebolarios tetrafolios tienen aspecto de título universitario. No se trata de extravagancias ingenuas, sino del resultado de la más absoluta y catastrófica ignorancia que puede verterse impunemente sobre la literatura. Y, en realidad, sobre cualquier cosa.

La literatura no puede ya esperar absolutamente nada de la universidad. Ni de ninguna otra institución educativa de nuestras sociedades actuales. La gente más joven se adiestra ―entre sí― en la promoción superlativa del disparate compartido y de la ignorancia institucionalizada. Quienes se proclaman como las generaciones más preparadas de la Historia llegan a la veintena sin haber leído jamás una obra literaria con la solvencia que exige un pensamiento crítico y un racionalismo científico mínimamente ordenado frente a lo que la literatura es. Y no lo saben.

No es una catástrofe, es una realidad cotidiana e impúdica: la literatura, en las redes sociales, se ha convertido ―como se convierte todo lo que posee algún valor― en un aberrante disparate. La literatura no ha desaparecido. Quienes han desaparecido son sus intérpretes científicos. Y entre ellos, los más jóvenes. No hay reemplazo generacional en la interpretación de la literatura. Y han desaparecido, incluso, de las instituciones académicas.

Hoy la interpretación literaria está en manos de ocurrentes y espontáneos. Me dirán que como siempre, y les responderé que sí, como siempre, con la única diferencia de que hoy estos ocurrentes y espontáneos son los únicos que la sobajan, manosean y adulteran, con feliz impudicia y morbosa fruición, y, por supuesto, sin el contrapunto de ninguna institución inteligente.

La pregunta es qué es lo que realmente les interesa a las personas inteligentes. Porque está bien claro que la literatura no les interesa en absoluto. Para nada. Sin embargo, a los necios, les encanta, y, como diría Quevedo de los mentirosos en sus Sueños (1627), «venían […] contentos, muy gordos, risueños y bien vestidos y medrados, que, no teniendo otro oficio, son milagro del mundo, con un gran auditorio de mentecatos y ruines». En manos de estos está hoy la literatura y sus posibilidades de interpretación, para regocijo de todos. Excepto de las personas inteligentes, que nadie sabe realmente en dónde están.


Jesús G. Maestro


 

Nuevas generaciones sin formación literaria:
cuando discutir un disparate  es formar parte de él



Vargas Llosa: ¿Mito o realidad?

 





Con el fallecimiento de Mario Vargas Llosa el pasado 13 de abril, desaparece una de las últimas figuras más emblemáticas del llamado boom literario hispanoamericano. La épica, el mito y la leyenda han rodeado desde muy pronto a la mayor parte de los miembros de este movimiento.

La obra literaria de todos y cada uno de ellos nunca se ha interpretado al margen de fuertes intereses ideológicos, políticos y económicos. La literatura, con frecuencia, se usa como un pretexto en el que intervienen asuntos y negocios muy humanos, pero también muy ajenos a la propia literatura. La Universidad, una estructura más en la administración de todo tipo de poderes, no ha hecho tampoco nada original ni independiente en contra de las corrientes dominantes. Más bien ha mostrado sumisión y hasta servilismo.

Vargas Llosa fue siempre un autor muy políticamente correcto en todos los contextos: elegante, con clase, perfectísimo, gentilhombre en París y gentlement superior a un Borges en cualquier punto del imperio británico. Cuando en 2021 la Academia Francesa le ofrece sentarse en uno de sus sitiales, poco menos que dio fe, y casi razón, de la superioridad de la lengua y literatura galas frente a la terruñera, popular y acaso plebeya lengua y literatura españolas. Literalmente, dijo, según recoge el diario ABC, en su edición digital del 9 de febrero de 2023: «La literatura francesa fue y sigue siendo la mejor». Cervantes, de cuyo nombre no quiso acordarse, no existe para Vargas Llosa. Cosas del contexto. El decoro siempre exige decir aquello que conviene decir en cada situación, tiempo y lugar. Lo comprendemos. Pero no es lo mismo actuar como Galileo, para salvar la vida, que hacerlo como alguien que, por quedar bien, dice lo que sabe que no es verdad.

Ni lectores ni estudiantes de literatura española encontrarán élites intelectuales en nuestro país que no antepongan la supremacía de una cultura extranjera a la propia: la francesa (Pérez Reverte), la inglesa (Javier Marías) o la alemana (Ortega y Gasset, cuya sombra sigue siendo larguísima entre los búmeres). Se llama complejo no superado, o pensamiento hipotecado por el mito del extranjero.

La falta de un pensamiento crítico original hace que la mayor parte de la gente se olvide de toda la literatura española anterior al siglo XVIII: Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope de Vega o Calderón de la Barca, por citar sólo a los ases de una baraja de múltiples palos. Cervantes: el autor más necesario en el siglo XXI, porque nos previene contra el idealismo y los engaños. Pero es más fácil declarase inglés, francés o alemán que interpretar a Cervantes. Es más fácil explotar el prejuicio que combatirlo.

Vargas Llosa optó por París y por Flaubert, como Borges por Shakespeare y por Inglaterra. Gabriel García Márquez, que vivió y escribió sin esos complejos galos ni anglicanos, fue artífice de la literatura más original de Hispanoamérica, con una obra capital en la historia literaria universal: Cien años de soledad, la epopeya contemporánea del mundo hispánico. Márquez no necesitó disfrazarse de extranjero.

Por desgracia, estos autores se han estudiado siempre desde el prisma de la ideología política con la que cada uno de ellos se identificó. La política hace posible que alguien pueda volar más alto de lo que permite la literatura. Las alas de la ideología son más grandes y poderosas que las de la poesía. Escribir novelas no basta para llegar a ciertos lugares. Es necesario algo más. El apoyo político resulta clave. Y muchos escritores e intelectuales, seducidos por el poder, se han adherido a unas u otras causas, que los han promocionado a cambio de utilizarlos como estandartes. Neruda y Borges, Mario y Gabriel, y tantos más…

No pienso ahora en el liberalismo de Vargas Llosa ni en el marxismo de García Márquez, sino en la obra literaria de uno y otro escritor. No es fácil ser un escritor genial, pues si lo fuera, cualquiera podría convertirse en un genio del arte y la literatura. La genialidad literaria consiste en crear formas nuevas e insólitas en la literatura, y en hacerlo, además, creando también contenidos inéditos, no tratados antes por nadie.

La genialidad exige esta doble originalidad: descubrir un tema nunca tratado antes y contarlo de una forma totalmente nueva. Márquez fue un genio; Llosa, no. No ser genial no resta méritos, simplemente no te sitúa en la cima. Otros están por delante de ti. Si realmente limitáramos la historia de la literatura a la historia de las obras geniales de la literatura, la lista quedaría reducida a un 10% de lo que conocemos. Y en ese porcentaje, a mi juicio, no estaría Mario Vargas Llosa.

Sus obras son valiosas, ilustran un capítulo de la historia literaria de Hispanoamérica y poseen un gran valor ideológico, político y social. Punto. No es poco. Pero la genialidad es una exigencia mayor en materia literaria. Sus más grandes obras, La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral y La guerra del fin del mundo, son intentos de alcanzar una originalidad que finalmente no se consigue. Son buenas novelas, pero no son novelas geniales. No marcan ni un antes ni un después.

Otras obras, como por ejemplo ¿Quién mató a Palomino Molero?, son, simplemente un ejemplo frustrante de cómo imitar novelas clave como Crónica de una muerte anunciada.

Si leemos su obra ensayística, la pobreza es mayor. Son frases hermosas y elegantes, bonitas y seductoras, pero vacuas. Sus páginas sobre Flaubert nos hablan de Vargas Llosa, pero no de Flaubert. Con la excepción de un Gonzalo Torrente Ballester, un auténtico genio de la literatura y del ensayo, los literatos son muy malos críticos de literatura. Saben escribir literatura, pero no saben interpretarla. Torrente es la mayor excepción que conozco.

Mario fue un buen escritor. Esa es la realidad. Si quieren creer en los mitos, no es asunto mío desilusionarles. Pero yo interpreto literatura, y en la realidad de la literatura están el buen escritor y el genio. Los mitos forman parte de las creencias y de las emociones imaginarias que cada uno necesite para su personal bienestar. Y la prosperidad del mercado: el mito es un cebo mercantil. La ciencia literaria no construye mitos: los descarta.

Y una cosa más, y muy importante: tengan en cuenta que el éxito de muchas obras literarias se debe a que la mayor parte de las personas inteligentes no las han leído nunca. Ni las leerán. Perdón por pensar en Borges. Y en don Mario, también.


Jesús G. Maestro
Faro de Vigo, 27 de abril de 2025.




Mario Vargas Llosa, mito o realidad, fue un gran escritor,
pero no fue un genio de la literatura






La divisa de Judas: Y otros cuentos democráticos del mismo Judas

 





Hace ya más de dos siglos, por lo menos, si no recuerdo mal, logré recuperar unos manuscritos que me interesaban enormemente. Se trataba de tres relaciones o testimonios escritos por personas que tuvieron el infortunio de tropezarse conmigo en un momento dado de sus vidas.

Durante un largo tiempo me atribuí a mí mismo, fraudulentamente, por supuesto, la autoría de estos relatos. Disponían de algún ingenio, y la verdad es que en cierto modo, y no por casualidad, tengo razones para considerarme artífice de todo cuanto en ellos se relata y se delata. Sin embargo, sus verdaderos autores fueron otros, seres un tanto singulares, como se verá, y muy desafortunados, pues se empeña-ron en dejarse seducir hasta sus tuétanos por mis palabras e influencias poderosas. Me imaginaban, como todos los seres emocionalmente deficientes, tal como me necesitaban, mas nunca cual yo realmente era. Los idealistas son así, carne de mercado. Su cabeza es un mellón de paja ardiente.

Aquí dejo ya estos testimonios de ciertos momentos reveladores de mi vida. Para mí no tienen hoy la menor importancia, pero algunas de mis víctimas se entretenían con ellos antes de acabar sus horas como los protagonistas de tan impensables desenlaces. Aunque dijera quién soy, nadie me creería. La gente no mira la verdad, porque está enamorada de la apariencia y la mentira, del idealismo y la traición. Tantos siglos de espera han valido la pena. Soy muy afortunado de vivir en democracia.


Judas Iscariote



El poder de la literatura como estrategia en el mundo empresarial

 

 


Algunas personas poco familiarizadas con la literatura se pueden sorprender de que se hable de ella como un instrumento de poder estratégico en el mundo de la empresa y el mercado. Sin embargo, si en lugar de literatura habláramos de cine, la sorpresa sería menor, porque todos estamos más acostumbrados a que la gran pantalla nos hable de negocios.

Pero la literatura es una caja de sorpresas. De sorpresas de Pandora. Quien tiene las llaves de esa caja pandórica, sorprendente y poderosa, y sabe administrar sus contenidos, dispone de un poder que sus adversarios ignoran. Y algo así es muy peligroso para quien minusvalora a un enemigo.

Nunca minusvalores a la literatura. No es tu enemiga, sino tu aliada. La literatura es incompatible con la inocencia humana. Lo sabemos. Pero la literatura, como el dinero y el mercado, nunca es inofensiva. Salvo para quien la ignora. El profesor de literatura sabe más por diablo que por viejo.

Y muchos de nosotros sabemos que en el mundo de la empresa, el mercado o el derecho y las obligaciones mercantiles, la literatura adquiere un poder que sólo puede y sabe usar quien es capaz de interpretarlo y manejarlo por encima de sus adversarios.

Cualquiera de nosotros recuerda y conoce varias películas sobre el mundo de los negocios y los riesgos de las peripecias mercantiles: Wall Street, icono del capitalismo feroz de la década de 1980; Glengarry Glen Ross, ese retrato brutal del mundo de las ventas y la obsesión por el éxito, y mucho antes la trilogía de El Padrino, de la que se citan tantas frases y paremias. Podríamos retrotraernos incluso a Citizen Kane, de 1941, inspirada en la vida de William Randolph Hearst, como muestra de la ambición empresarial en los medios de comunicación.

Y no faltan las críticas a las posibles consecuencias de todo esto en Parasite, sobre la desigualdad económica y las relaciones entre clases sociales, o Sorry We Missed You, donde el trabajo crudo y precario en la era del capitalismo digital se cobra sus víctimas.

Pero muy pocos sabrían citar obras literarias donde la inteligencia humana haya gestionado el curso y el movimiento del dinero con consecuencias no menos críticas y reveladoras.

Desde el Quijote de Cervantes hasta el Mercader de Venecia de Shakespeare, pasando por las arcas de oro del Cantar de mio Cid, que el caudillo cristiano arrebata a unos judíos con curiosa astucia, así como todo el valor que el dinero adquiere en obras como el Libro de Buen Amor y La Celestina de Rojas, la literatura ha condenado y maldecido la riqueza, y también la ha exaltado y celebrado, como una afirmación del individuo, o de un grupo social, identificado con determinados objetivos. El uso del dinero en La Regenta de Clarín o en Fortunata y Jacinta de Galdós habla por sí solo de cómo organizar la supervivencia y la usura de la Iglesia y del Estado en la pugna por el control del poder. No hablemos de Cien años de soledad y de la intervención del capitalismo gringo en Macondo.

Seamos francos: la literatura tiene que pactar con el mercado, la empresa y el mundo financiero, y asegurar de este modo su propia supervivencia en determinados contextos. La literatura es una materia cuyo especial y selectivo conocimiento puede resultar muy útil en instituciones que sepan valorar su uso y su poder como estrategia de gestión política y financiera.

No hablo de imponer la enseñanza de la literatura en escuelas empresariales o facultades de economía, algo nada desestimable. Planteo algo más modesto y asequible, y mucho más práctico: la presencia como conferenciantes puntuales de profesores especializados en literatura que sepan extraer de ella conocimientos útiles para determinados gestores del mercado y del mundo empresarial. La literatura debe salir de la placenta universitaria y volver a la realidad a la que realmente pertenece: la sociedad abierta y emprendedora.

La literatura enseña al empresario más psicología que un psiquiatra, más estrategias humanas que una legión de matemáticos y más operaciones bélicas que un militar veterano. La literatura es el sexto sentido de los emprendedores. ¿Creen que idealizo? Lean Guerra y paz de Tolstoi, el Quijote de Cervantes y la astucia de Dante recorriendo todos los recovecos del infierno para inventariar los errores de cuantos fracasaron por haber hecho mal las cosas. Cervantes enseña a los empresarios a no ser idealistas y a no ir más allá de las ilusiones financieras. No confundas molinos con gigantes, ni enemigos con ovejas.

No es ningún disparate que las universidades privadas se planteen la organización puntual o eventual de seminarios o ciclos de conferencias sobre literatura y gestión empresarial.

Sabemos que entre nuestros lectores hay personas influyentes, atentas a estrategias de mercado y posibilidades originales de hacer avanzar nuestro conocimiento y nuestra calidad de vida financiera e intelectual. Este es un mensaje que piensa en estas personas. En nuestro entorno más inmediato, en Galicia, en Asturias, en el norte de Portugal, hay una actividad empresarial muy relevante e influyente, que puede verse potenciada por la formación literaria de algunos de sus cuadros.

Nadie diga «desta agua no beberé», leemos en el Quijote (capítulo 55 de la segunda parte). La literatura puede ser el sexto sentido del empresario. Estamos a vuestra disposición.

 

Jesús G. Maestro








Lo que los empresarios no saben:
El poder de la literatura como estrategia en el mundo empresarial