La fractura entre búmeres y milenaristas (en inglés boomers y millennials) no se reduce a una pugna retórica entre la queja de los jóvenes y el reproche de los mayores. Se condensa en un hecho material e insoslayable: la vivienda. Hablar hoy de vivienda es hablar del derecho, cada día más discutido, a la propiedad privada. Una forma de negar la propiedad privada es impedir a las nuevas generaciones la posibilidad de comprar piso.
El acceso a un techo propio se ha convertido en el principal detonante de desigualdad no sólo en España, sino en las democracias del siglo XXI. España es uno de los países europeos más conservadores en cuanto a la vivienda en propiedad. Hasta hoy, momento en que las cosas empiezan a cambiar dramáticamente. En los últimos años, la compra de vivienda por parte de la gente joven se interrumpe. Entre las principales causas está la especulación urbanística. El Estado, en manos de gentes más atentas al dinero que a la vivienda, ha renunciado a garantizar un bien históricamente básico, y ha entregado su gestión al mercado inmobiliario y financiero. Consecuencia: la gente más joven no puede comprar casa. Ni alquilarla.
El relato periodístico oscila entre dos extremos caricaturescos. Por un lado, los búmeres, que se consideran herederos y representantes de una vida laboral de grandes esfuerzos, de jornadas de trabajo interminables y de la inseguridad de los años de crisis y paro. Por otro lado, los milenaristas, que se presentan como la generación del trabajo sin recompensa, jóvenes formados, becados, móviles en mano, atrapados en alquileres que consumen casi todo su salario. Los milenaristas mileuristas han dicho de sí mismos que son la generación más preparada de la Historia de España. El refrán, que sin duda conocen, dada su preparación superlativa, dice que la soberbia es hija de mal padre.
Ambos discursos tienen su parte de verdad, pero ninguno de ellos explica la raíz ni la causa del problema: la incapacidad de un sistema de gobierno, la democracia, para articular un modelo social y económico que asegure la reproducción y supervivencia laboral y económica de sus generaciones futuras.
El círculo vicioso es evidente. La compra de vivienda es un deseo imposible. Los jóvenes no pueden emanciparse porque el alquiler engulle sus ingresos. La falta de emancipación retrasa la maternidad, hunde la natalidad y compromete el sistema de pensiones, que ya crece por encima del salario medio. El resultado es una pirámide poblacional invertida en la que los mayores, más numerosos y con más poder electoral, imponen una agenda política orientada a la revalorización de sus pensiones, mientras los más jóvenes quedan relegados a la promesa vacía de un futuro mejor.
Conviene subrayar que no todos los búmeres han alcanzado la jubilación en igualdad de condiciones. Quien heredó patrimonio y tuvo acceso a estudios disfruta hoy de seguridad material; quien no, arrastra pensiones mínimas y precariedad. Hay al menos dos tipos de búmeres, de los que no se suele hablar, pero que es decisivo diferenciar. Por un lado, los hijos de la plutocracia franquista, que cursaron estudios en años en los que no todo el mundo podía ir a la universidad, obtuvieron trabajo inmediato y coparon los órganos de poder financiero y político en la Transición. Por otro lado, los búmeres procedentes de las clases sociales más bajas y desfavorecidas, que en la mayor parte de los casos comenzaron a trabajar, sin estudios, en su más temprana adolescencia.
Lo mismo ocurre con los jóvenes nacidos en democracia: el hijo de una familia con propiedades tiene resuelto el problema habitacional, mientras que el becario o el trabajador con sueldos intermitentes sobrevive en un mercado de alquiler diseñado para expulsarlo. La auténtica línea divisoria no es sólo generacional, sino de clase, y atraviesa todas las edades, aunque causa mucho más daño en la gente joven.
El discurso sentimental —la nostalgia de quienes dicen haber sufrido más y la indignación de quienes aseguran haber sido estafados— oculta el trasfondo político: la renuncia del Estado a intervenir en el mercado de la vivienda. Se dice que España es uno de los países europeos que menos inversión pública destina a este ámbito, pero lo cierto es que en el extranjero las cosas no están mejor, y la vivienda compartida es un hecho común y creciente en la «Europa de las maravillas». Se habla de ayudas al alquiler, de premios de consolación como rebajar la edad de voto, pero no se construyen viviendas sociales ni se reforma un mercado dominado por fondos de inversión y por un urbanismo al servicio de la especulación con el ladrillo y el suelo.
El resultado es un sistema de gobierno ―la democracia― donde el techo se convierte en privilegio y no en derecho. Mientras tanto, los jóvenes mejor formados —los que acumulan premios de fin de carrera y han cumplido con todas las exigencias académicas del sistema— emigran a países donde se promete vivienda accesible y conciliación laboral y familiar. Lo que se encuentran allí es el coliving, un eufemismo anglosajón que oculta experiencias desagradables, como es la cohabitación con desconocidos, vivienda compartida o pisos de convivencia forzada, en los que la intimidad personal es inexistente. Sinceramente, no creo en esas promesas. Si algo tiene la globalización es que es igual de «buena» o de «mala» para todos. Ya no hay diferencias entre países.
Esta supuesta fuga de talento no es un problema anecdótico, y tampoco se cuenta con realismo: en el extranjero no atan perros con longaniza. Es posible que España eduque para exportar universitarios, y que invierta en formar ciudadanos que se integran en sociedades extranjeras porque aquí no tienen futuro. Pero, sinceramente, ¿cuántos Premios Nobel españoles ha habido como Severo Ochoa? Porque, tal como se cuentan algunas cosas, parece que somos la fábrica planetaria de recursos humanos de élite de las grandes potencias, y que tenemos talento para dar pero no para tomar. Hablando con franqueza, esto se llama hipérbole o exageración.
Sin embargo, el malestar es real, y no proviene de un simple desencuentro generacional, sino de un fracaso histórico y político: el de un sistema de gobierno incapaz de garantizar que sus hijos vivan, si no mejor que sus padres, al menos igual. Los búmeres pudieron levantar su vida sobre un modelo social heredado del régimen anterior. Los milenaristas, en cambio, se enfrentan a un presente sin garantías respecto al cual la democracia demuestra muchos errores. Lo que para unos es una queja para otros es falta de esfuerzo. No creo que sea simplemente ni lo uno ni lo otro. Los más jóvenes se enfrentan a una sociedad ―democrática― que antepone los intereses del mercado al derecho a una vivienda.
