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El conocimiento científico de la literatura: crítica de las formas y materiales literarios

    

Libro digital

Crítica de la razón literaria

Vol. 6 · Parte III · Tomo 5.



Crítica de la razón literaria



La gnoseología de la literatura es una teoría del conocimiento científico de la literatura y de los materiales literarios (autor, obra, lector e intérprete o transductor). Una de las tesis fundamentales de la Crítica de la razón literaria es que la literatura exige una interpretación científica, y no meramente filosófica, académica o divulgativa. 

Naturalmente, una exigencia de esta naturaleza es por completo algo inaceptable hoy, en el siglo XXI, por muchísimas razones. 

En primer lugar, porque, actualmente, los estudios literarios se han convertido en un material reciclable, que se ha reducido a ideología, cuya única utilidad es la de servir de medio propagandístico a creencias sociales que organizan la ignorancia colectiva. Eso son las ideologías, formas emocionales y discursivas de organizar la nesciencia gregaria, y que desde hace años se enseñan en las Universidades, instituciones dedicadas a sistematizar la ignorancia y el prejuicio, en lugar de combatirlos. Siempre en nombre de lo políticamente correcto.

En segundo lugar, porque la hegemonía cultural anglosajona, vigente desde finales del siglo XVIII, y promovida esencialmente por los «amigos del comercio», ha disuelto la literatura en el mito de la cultura, y ha reemplazado los estudios literarios por estudios culturales, de modo que la literatura deja de interpretarse como tal para usarse solamente como cultura indefinida. De hecho, la cultura es una invención de los pueblos que carecen de literatura. Uno de los objetivos de la Anglosfera ha sido siempre desactivar el valor de la tradición literaria hispanogrecolatina, a fin de desposeer de conocimiento el origen de nuestra civilización.

En tercer lugar, porque la ignorancia resultante de aceptar acríticamente las filosofías idealistas anglosajonas, de Kant a Fukuyama, conlleva asumir que la literatura no se puede estudiar científicamente, simplemente porque el racionalismo literario, o la crítica de la razón literaria, que está dado a una escala diferente del racionalismo matemático o químico, por ejemplo, no se comprende desde los presupuestos de los diseñadores del racionalismo matemático o químico, como si un soneto fuera una molécula de bario o una anáfora resultara de la combinación de varios números primos. 

La interdicción científica de la literatura es un fenómeno heredado del idealismo alemán, inconcebible en la tradición literaria hispanogrecolatina, y que incluso ha sido asumido por gentes que, en su tercer mundo semántico, se declaran seguidores de filosofías contemporáneas y materialistas.

La Crítica de la razón literaria exige recuperar el concepto de construcción o poiesis, y nos sitúa de este modo dentro de la tradición poética hispanogrecolatina, a la vez que atenúa visiblemente el peso de la estética (aisthesis) o «sensación», procedente del idealismo alemán (Baumgarten, 1750-1758; Kant, 1790), como principio psicológicamente explicativo y sensorialmente reductor del arte. Para los idealistas alemanes, la obra de arte queda reducida a la experiencia personal y subjetiva de sus efectos sensibles. Esto es pura psicología emocional y vacua. 

La exigencia de interpretar de forma objetiva y normativa una obra de arte, en general, y literaria, en particular, resulta totalmente negada, desautorizada y proscrita en nombre de una nueva teoría del conocimiento idealista, romántica y germánica: el idealismo alemán. 

La Anglosfera ha prohibido así la interpretación científica del arte, en general, y de la literatura, en particular. Ningún imperativo ha sido y es tan contrario a la tradición literaria hispanogrecolatina, y tan absolutamente incompatible con ella, como éste. 

Desde la Poética de Aristóteles hasta la Aesthetica de Baumgarten —obra esta última que rompe con el racionalismo de la poética y de la retórica clásicas para imponer el idealismo sensorial y luterano de la libre interpretación estética—, la literatura había sido objeto de interpretación científica y filosófica. Desde Baumgarten (1750-1758), Lessing (1766) y Kant (1790) se impone sobre los materiales literarios la interdicción científica, que resulta absolutamente exigida y glorificada por la Anglosfera, como un triunfo propio frente a dominios culturales ajenos, cuyos productos no son de elaboración propia o genuinamente germana. 

De este modo, la literatura —de Homero a Cervantes, de la antigua Grecia a la España de los Siglos de Oro— queda, como la totalidad de las artes, secuestrada, marginada y enclaustrada en el ámbito emocional de los sentimientos. 

¿Qué hace la Hispanosfera? Lo peor que podría hacerse: aceptar tal aberración sin cuestionarla ni criticarla. La interdicción científica de la literatura es obra del Idealismo alemán y de la Anglosfera, y supone históricamente neutralizar el peso de la tradición literaria hispanogrecolatina frente a la expansión absolutista y globalizante de la hegemonía cultural anglosajona, desde la Ilustración hasta la posmodernidad contemporánea. 

Es evidente que la Crítica de la razón literaria se enfrenta de forma radicalmente dialéctica —y en solitario— a tan ridícula obsecuencia.



Contra el idealismo alemán: la literatura no es estética, sino poética

 




Con frecuencia se habla de estética para explicar la literatura, o referirse a ella. No es la única pobreza lingüística asumida por nuestros contemporáneos posmodernos, que también hablan de «escritura creativa» en lugar de literatura, o de «lenguaje musical» en lugar de solfeo. Algunos, los más, se presentan como creadores de contenidos, que es lo mismo que decir que uno es escritor de escrituras, hacedor de hechos o recitador de citas. Cosas curiosas que la gente dice sin pensar realmente en lo que dice, porque habla a través de fórmulas, consignas muy pobres o Kitsch de extrema importación.

«Estético» es término de impronta anglosajona, acuñado por Baumgarten, como es bien sabido, y propio del idealismo filosófico alemán. Es término que reemplaza en la Edad Contemporánea al término genuinamente literario y aristotélico: poética. Aquí nos atenemos al término original y genuino ―poética―, y si hablamos de estética es sólo para hacer comprensible lo que en realidad hay tras la nomenclatura «estética», una deturpación germana del original helénico. Aisthesis es sensación, sensibilidad, percepción. Poética es construcción, elaboración, saber adquirido por procedimientos operatorios, en la línea del imperativo de Vico «la verdad está en los hechos» (verum est factum). El idealismo alemán reduce kantianamente la realidad a sus efectos sensibles. Y en ese sumidero semántico aún vivimos hoy. Es el nuevo formato de la caverna platónica, luminosa y psicodélica, rediseñada por la ingeniería y retórica oscurantistas y seductoras del idealismo filosófico alemán, que los hermeneutas contemporáneos siguen adorando en el pastoforio de una filología cenicienta y fetichista, cuyo clímax más superlativamente cínico se objetiva en la afirmación de que el lenguaje es la casa del ser, y otras metáforas fraudulentas y monsergas varias del mismo estilo.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.



La interdicción científica de la interpretación literaria

 

Crítica de la razón literaria de Jesús G. Maestro


La Crítica de la razón literaria exige recuperar el concepto de construcción o poiesis, y nos sitúa de este modo dentro de la tradición poética hispanogrecolatina, a la vez que atenúa visiblemente el peso de la estética (aisthesis) o «sensación», procedente del idealismo alemán (Baumgarten, 1750-1758; Kant, 1790), como principio psicológicamente explicativo y sensorialmente reductor del arte. 

Para los idealistas alemanes, la obra de arte queda reducida a la experiencia personal y subjetiva de sus efectos sensibles. Puro M2. La exigencia de interpretar de forma objetiva y normativa una obra de arte, en general, y literaria, en particular, resulta totalmente negada, desautorizada y proscrita en nombre de una nueva teoría del conocimiento idealista, romántica y germánica: el idealismo alemán. 

La Anglosfera ha prohibido así la interpretación científica del arte, en general, y de la literatura, en particular. Ningún imperativo ha sido y es tan contrario a la tradición literaria hispanogrecolatina, y tan absolutamente incompatible con ella, como éste. 

Desde la Poética de Aristóteles hasta la Aesthetica de Baumgarten —obra esta última que rompe con el racionalismo de la poética y de la retórica clásicas para imponer el idealismo sensorial y luterano de la libre interpretación estética—, la literatura había sido objeto de interpretación científica y filosófica. 

Desde Baumgarten (1750-1758), Lessing (1766) y Kant (1790) se impone sobre los materiales literarios la interdicción científica, que resulta absolutamente exigida y glorificada por la Anglosfera, como un triunfo propio frente a dominios culturales ajenos, cuyos productos no son de elaboración propia o genuinamente germana. 

De este modo, la literatura —de Homero a Cervantes, de la antigua Grecia a la España de los Siglos de Oro— queda, como la totalidad de las artes, secuestrada, marginada y enclaustrada en el ámbito emocional de los sentimientos. ¿Qué hace la Hispanosfera? Lo peor que podría hacerse: aceptar tal aberración sin cuestionarla ni criticarla. 

La interdicción científica de la literatura es obra del Idealismo alemán y de la Anglosfera, y supone históricamente neutralizar el peso de la tradición literaria hispanogrecolatina frente a la expansión absolutista y globalizante de la hegemonía cultural anglosajona desde la Ilustración hasta la Posmodernidad contemporánea. 

Es evidente que la Crítica de la razón literaria se enfrenta —en solitario— de forma radicalmente dialéctica a tan ridícula obsecuencia. 


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.


Utilidad mercantil del narcisista: idealismo y narcisismo de un mercatransmisor en redes sociales

 


El narcisismo es la lucha del propio yo hacia una idealización de sí mismo más allá de las posibilidades reales. Es el idealismo de un ego deficiente. Y no hay que olvidar que la distancia que separa al idealismo de una patología psíquica es invisible.

Religión, filosofía e ideologías saben mucho de idealismo. La Historia de la religión, la filosofía y las ideologías es, con frecuencia, la Historia del idealismo en sus múltiples facetas. No en vano cada una de estas actividades humanas, tan patológicamente seductoras, ha invertido mucho de su caudal emocional en legitimar la tierra firme de su idealismo. Una firmeza telúrica que, con frecuencia nefelibata, está siempre en un más allá inaccesible y redentor. Platón se jactaba de conocer el mundo ideal y metafísico de las ideas puras, purísimas ―como si alguna vez hubiera estado allí como un registrador ante la propiedad―, Tomás de Aquino trataba a Dios de tú, Hegel hacía lo propio con el espíritu absoluto y Marx anunció en su visionaria utopía comunista el itinerario que conducía a la tierra prometida. Nietzsche descubrió la nada absoluta ―sin duda antes de que Lucrecio la justificara por vez primera siglos antes―, Freud dialogó en directo con el inconsciente de todos sus pacientes, y Heidegger ―poseso de éxtasis― vio al Dasein, con más nitidez (y más retórica) que Blancanieves a los siete enanitos. Amén. La filosofía, la religión y la política, en todas sus envolturas e imperativos ideológicos, nos han dejado una magnífica antología de Narcisos. Difícil es saber cuál ha sido el más siniestro y prometedor.

Cuanto más idealista es una persona, más débil resulta en todo cuando hace, piensa y dice sentir, por mucha alexitimia que resulte padecer: su debilidad recorre relaciones personales, sociales y profesionales, amor y sexualidad, trabajo y objetivos laborales, ocio y gestión del tiempo libre... El idealismo conduce siempre al fracaso, por lo que, para evitarlo, el idealista se rodea de todos los medios posibles para preservar el autoengaño colectivo y personal. En este punto es clave vivir cercado de otros idealistas ―que sirven de escolta y blindaje―, de modo que todos, conjuntamente, asuman vivir de forma concertada en un mundo idealizado. Y falso. Un coliving fabuloso y feliz. Por decreto emocional. En este punto resulta irrenunciable imponer a los «realistas» la obligación de que asuman el idealismo exigido por los idealistas. No es una redundancia, es una exigencia, que ―más pronto que tarde― puede disponerse imperativamente en el Código Civil de una democracia posmoderna. La democracia misma es un idealismo político incuestionado como tal.

El poder del idealismo en la Edad Contemporánea ha sido siempre el de una triple negación: la negación de la realidad (yo soy la verdad ―la realidad exterior se equivoca, yo no―), la negación de la objetividad (todo es subjetivo ―menos lo que digo yo―) y la negación de la ciencia cuando esta última demuestra las falacias de los ideales exigidos (la razón no sirve para explicar la complejidad de la vida ―mis sentimientos sí sirven―). El idealismo es un formalismo incompatible con la realidad que el propio idealismo, paradójicamente, exige asumir. Es una teoría capaz de afirmar que, si algo falla, la culpa la tiene la realidad, no el idealista. El idealista, como el narcisista, es incapaz de asumir cualquier responsabilidad. La culpa la tienen ―siempre― los demás.

El poder del idealismo es el poder del número, es una fuerza cuántica, no cualitativa, cuyo destino es el fracaso colectivo, masivo y global. Naturalmente, se trata de un fracaso invisible.

Sólo los débiles necesitan el idealismo. Los fuertes pueden asumir emocionalmente, y cognoscitivamente, el fracaso, mediante el desengaño personal y a través de una capacidad de reacción para rehacerse de nuevo, en condiciones compatibles con las exigencias de la realidad. Los pedantes a esto lo llaman resiliencia. El idealismo debilita enormemente cualquier tipo de sociedad humana, a la vez que la hace creerse ―de forma ilusa y equivocada― más fuerte que las demás. La Alemania nazi es en este punto un ejemplo de referencia histórica y universal. Lo mismo ocurre con los individuos: la fortaleza emocional del idealista se basa en el fanatismo. Es una fuerza altísima y potentísima. Tan poderosa como cegadora. Y esa ceguera es la que, ante la realidad que no ve, le hace fracasar por completo. Porque la realidad no tolera a quien no es compatible con ella. El desenlace de todo idealismo es el fracaso más absoluto. Pero es un fracaso que no se ve, muy diferido, y que nuestra sociedad evita declarar públicamente, entregada, como está, a la promoción y defensa a ultranza de todos los idealismos.

De hecho, el idealismo tiene un final trágico, porque, como toda tragedia, sus causas son invisibles y sus consecuencias irreversibles. Si fuera visible, es decir, prolépticamente inteligible, el fracaso, como la tragedia, se evitaría. Un exceso de sensibilidad nos priva, con frecuencia, de un mínimo de inteligibilidad. El mínimo necesario para evitar el fracaso. A Edipo le ciega la pasión; a Narciso, el idealismo de su propio ego. Los idealistas tienen la tragedia delante, pero no la ven. Viven en la indefensión más absoluta, pero no lo saben. Y pueden entregar su vida por una causa que ―ideal y falsa― consideran suprema, sublime y ―por supuesto― moralmente imperativa y necesaria. El imperativo categórico kantiano es una orden por las buenas. Viven como monomaníacos de ideales que imponen en su propio nombre ―el yo― o en nombre de una colectividad en la que obsesivamente se integran ―el nosotros―. El idealista nunca está solo. Nunca. El idealista es miembro servil de un ejército unanimista y ciego. Siempre hay un Führer narcisista que pastorea rebaños de Narcisos. Dicen de este modo dar sentido a sus vidas, cuando en realidad lo que hacen es darles un pseudosentido idealista y radical, que sólo puede desembocar en un fracaso violento.

La Edad Contemporánea, de la mano del idealismo alemán, heredero sin duda del idealismo fideísta luterano, ha engendrado y promovido formas de ser absolutamente obsesionadas con imperativos idealistas de vida. Ha construido un prototipo humano que considera que puede vivir en una realidad personalizada, hecha a su propia escala hedonista, en la que su egolatrado ego sea la unidad definitiva de medida y exigencia de todas las cosas. Hasta tal punto que el prójimo está obligado imperativamente a satisfacerle ―y a obedecerle― en el cumplimiento de cada uno de sus ideales personales y egotistas, yoístas y egocéntricos. Esto es el narcisismo, en cualquiera de sus facetas, géneros y pulsiones. Todas ellas patológicas.

El respeto posmoderno hacia el narcisismo del siglo XXI explica que el fracaso humano no se publicite. Pocos saben de primera mano que más de la mitad de la gente que se dedica a «los negocios» acaba en la ruina. Ningún escritor quiere ―ni puede― admitir hoy que su supuesto éxito editorial no se debe a un talento literario, ni a su propia inteligencia poética (de la que carece), sino al empeño mercantil y empresarial de grupos financieros que hacen caja con sus libros en los actuales supermercados de libros, establecimientos comerciales a los que de ninguna manera se les puede llamar librerías. Si un escritor hoy es «genial», no lo es por lo que escribe, sino porque los genios son quienes han diseñado y promocionado la campaña publicitaria de su obra, la cual se extinguirá en menos de 90 días. La zanahoria caduca en tres meses.

Casi nadie sabe que la vida de un profesor universitario es un autoengaño institucional promovido por las agencias de calidad y de evaluación de la papelería académica, el gran camión de la basura de la enseñanza superior. Algún docente ha hablado en redes sociales de que la enseñanza actual es un engaño para todos los estudiantes, y claramente les ha dicho ―en un sazonado presente continuo muy anglosajón― «querido alumno: te estamos engañando». Sí, se engaña a los alumnos, es cierto: tanto como los profesores nos engañamos entre nosotros. No conviene olvidar la viga en el ojo propio. Y una prueba de que algo así ―el engaño al alumnado― todo el mundo lo sabe y lo sabía es que, después de anunciarlo de forma pública y sonora, absolutamente todo sigue exactamente igual que antes: intacto. A la gente le encanta que la engañen ―mundus vult decipi (el vulgo quiere ser engañado, reza el adagio latino)―, y el alumno universitario, lejos de ser una excepción, es el ejemplo más juvenil, alegre y sofisticado de Narciso. No hay mejor engaño que el que resiste más allá de su descubrimiento y publicación. No pasa nada: su revelación no altera el éxito de la fullería, que continúa sin alteraciones. Narciso es el dios del siglo XXI. Capítulo interesante será la visión de su derrumbe divino: el ocaso de Narciso. Un buen título ―que les regalo― para una novela de autoayuda. El narcisismo es la crónica de un fracaso anunciado. El ocaso imposible de Narciso está asegurado en nuestro tiempo.

Sin embargo, el fracaso que se exhibe vulgarmente en redes sociales no es realmente un fracaso, sino una forma narcisista de buscar complicidades emocionales. Es uno de los múltiples géneros estéticos de la autoayuda narcisista. El narcisismo de la modestia, de la humildad o de la derrota. El narcisismo incluso de la ignorancia, del que se jactan algunos intelectuales, que afirman no saber usar el correo electrónico, por ejemplo. Kavafis dedicó a aquel motivo literario todo un poema, admirado esencialmente por los narcisistas de la derrota: «Ítaca». Toda la lírica del siglo XX es un cántico al narcisismo de la derrota y a la placidez estética del fracaso. Es un excelente narcótico seductor de narcisistas. Es el narcisismo, y no la genialidad, lo que explica el éxito de la denominada incomprensiblemente «poesía de la experiencia». ¿Experiencia? ¿De qué? De la vagancia.

El narcisismo es la lucha que un idealista mantiene contra la realidad de su propio yo, negándola. El narcisista sabe que realmente no sirve, que no vale, para hacerse compatible con la realidad, y por ello mismo se inventa una realidad alternativa, virtual e idealizada. Y se rodea de las dramatis personae que mejor le convienen. El actual mundo posmoderno no sólo lo permite, sino que lo promueve, estimula y galardona. El siglo XXI premia el narcisismo en todos sus géneros, incluido ―sobre todo― el más extremadamente maligno y luzbelino.

Todo este trampantojo verbenero permite al narcisista olvidarse de que no es compatible con la realidad. Pero la realidad, como la muerte, nunca falta a ninguna de sus citas. Si alguien se divorcia excesivamente de la realidad, ella misma se encarga de corregir esa desviación, cobrando alta la factura. Pero para un narcisista, como para casi todos los idealistas, los signos reales ―los signos de la realidad― son ininterpretables. Lo suyo no es la semiótica de lo real. El fracaso es la distancia que separa a los idealistas de la realidad. Y el narcisismo es la negación del fracaso que se tiene delante. El fracaso se manifiesta de múltiples formas: la guerra, el crimen, el divorcio, la deuda impagable y creciente, el suicidio, la revolución política, las ideologías, la utopía, la superchería, las religiones, el cadalso, las filosofías de todas las naciones, las democráticas elecciones nacionales y supranacionales ―¿cuántos fracasos no han logrado disimular unas elecciones democráticas?―. El narcisismo es una forma ―patológica― de idealismo. Y su destino es el fracaso. La curación es realmente difícil. Además, el rendimiento mercantil del narcisismo es altísimo. Es una de las principales fuentes de energía financiera de nuestro tiempo. El narcisismo es uno de los motores económicos del siglo XXI.

El poder permite ejercer el narcisismo. Y preservar ―diuturno― el ejercicio del narcisismo, demorando el fracaso lo más posible. Pero sin evitarlo a largo plazo. Porque dilatar un fracaso es prorrogar un calvario. Un narcisista sin poder no es un narcisista de verdad, es un gilipollas. Un donnadie, víctima cruda de su propio ego minusculizado. A Narciso le gusta el poder. Es su salvoconducto y golosina, su fortín y su blindaje, su imagen y su espejo. Su hogar y también sus propias fauces. Le preserva del fracaso, que le sobreviene ―inmediato― cuando pierde el poder. Pero el poder, cualquier forma de poder, es una ilusión temporal, aunque funcione del mejor modo posible durante un tiempo lisérgico y embelesante. El poder es una bomba de relojería cuyo temporizador desconoces.

Un ejemplo básico y masivo de narcisista sin poder es el consumidor de redes sociales. Lo llaman usuario, cuando en realidad es un consumidor, una víctima de Narciso y de Aracne, es decir, de sus propias limitaciones y a merced de la tiranía administrada por quien ha tejido la red, es decir, la tela de la araña, en que se desangra emocionalmente su ansiedad y su tiempo. La erosión psicológica del narcisista es brutal. Consumidor y productor de contenidos para redes públicas, vive así esta atrición emocional, desesperante y teatralizada. Estos infelices narcisos ―comentaristas de internet sin apenas saber leer ni escribir (no saben que no saben)― alimentan la red para facilitar el tráfico de dinero y las actividades mercantiles de otros. Ésa es su función básica. Son transmisores internáuticos de dinero ajeno. Son también potentes publicistas gratuitos de logros de otras personas, a las que promocionan creyendo discutirlas o censurarlas. Pero en todo caso, las promocionan siempre. Generan siempre lo contrario de lo que se proponen, porque ―idealistas y narcisos― siempre desconocen e ignoran las consecuencias reales de sus actos. Son el plancton necesario a los mercenarios del comercio global. Mercatransmisores, soportes publicitarios y consumidores inconscientes, a los que se promueve haciéndoles creer en un concepto tan vago como vacuo: creadores de contenido. De nuevo, la zanahoria. El único valor de ese contenido es contribuir a la mercatransmisión globalista del dinero que generan internet y sus redes sociales, y del que, en el mejor de los casos, reciben una parte ridícula, porque el más alto porcentaje se lo lleva la fiscalización del Estado ―y, sobre todo, la araña que teje la red (no trabaja gratis las araña que teje la red)―, un Estado hoy subordinado a los intereses de los amigos del comercio global, quien de hecho ha diseñado arácnidamente la «creatividad» de las redes sociales y sus seductoras y adictivas patologías.

Hoy Narciso ya no es el hijo de Cefiso y Liríope. Ya no hay dioses fluviales ni ninfas risueñas en las redes ―sociales― de tu vida. Hoy Narciso es un arácnido engendro de internet. Hoy Narciso eres tú.


Jesús G. Maestro


Utilidad mercantil del narcisista:
idealismo y narcisismo de un mercatransmisor en redes sociales

¿Por qué los genios son incomprendidos por sus contemporáneos?

 

Crítica de la razón literaria


Es necesario, pues, identificar en toda obra de arte literaria estas tres dimensiones. 

En primer lugar, una concepción mecanicista, o estrictamente constructiva de la literatura, que hace referencia sobre todo al acto de construcción (tékhnē), al arte de elaboración o composición de la obra literaria (poieîn), que apela directamente a su autor, en tanto que artífice material de ella. 

En segundo lugar, una visión sensible, psicológica o fenomenológica de la misma obra literaria, que apelará en este punto a la sensibilidad del lector o espectador, esto es, a la estética  o sensación (aisthesis), en el sentido más puramente etimológico del término. 

A este destino, la sensación o aisthesis, redujo y jibarizó el idealismo alemán el valor de una obra de arte: a la novedad de sus efectos sensibles, sepultando en la sensibilidad del receptor toda exigencia de interpretación normativa por parte un crítico que pretendiera ir más allá. 

De este modo la subjetividad de lo sensible devoró, e incluso exterminó, la objetividad de lo inteligible. Así disolvió el idealismo alemán lo inteligible de la literatura y en lo sensible del arte: incluso se facultó a la sensibilidad del lector para derogar cualquier pretensión o exigencia de interpretación científica del arte y de la literatura por parte del crítico, intérprete o transductor. 

He aquí el imperativo más aberrante del Romanticismo anglosajón y anglogermano, asumido absurdamente en la Edad Contemporánea por buena parte de la Hispanosfera: la sensibilidad del artista prohíbe al crítico toda interpretación científica del arte y de la literatura. Huelga decir que contra este imperativo aberrante de la Anglosfera entre otras aberraciones de calibre posmoderno, se ha escrito la Crítica de la razón literaria

Y en tercer lugar, y a fin de superar la experiencia meramente sensible o fenomenológica de la literatura, se impone una interpretación de los materiales literarios basada en criterios racionales y lógicos, capaz de hacer comprensible, de forma justificada y normativa, la labor artística y poética propia de un genio, es decir, de un escritor que alcanza en su obra literaria una originalidad plena o superlativa en dos órdenes fundamentales y obligatorios en toda obra de arte verdadera: la creación de nuevas formas o procedimientos de construcción literaria y el descubrimiento de nuevos materiales o contenidos de invención literaria. 

Genio es aquel que innova en materia y en forma, es decir, es alguien capaz de concebir técnicas nuevas e inéditas para expresar temas y contenidos igualmente originales e insólitos. Sólo de este modo se puede superar la recurrencia o repetición de los mismos temas, preexistentes o conocidos, y la recursividad de formas o técnicas igualmente consabidas y procedentes de autores anteriores. 

Un genio, en el arte en general, y en la literatura en particular, es un autor que crea contenidos nuevos y formas igualmente nuevas, de tal manera que sus obras de arte instituyen un racionalismo inédito, inexistente antes de él, y que exige a sus lectores contemporáneos pensar en términos literarios y artísticos superiores a los que él mismo ha recibido en su formación, de modo que su obra literaria va más allá del racionalismo en el que se encontraban sus contemporáneos antes de acceder a la lectura su obra. 

Una obra de arte genial es aquella que nos sitúa un nivel de racionalismo superior al que hemos conocido y superior a aquel en el que nos encontramos. Una obra literaria genial es una obra literaria que exige razonar más y mejor que el resto de las obras literarias preexistentes. Es un obra que va más allá de la razón al uso, conocida y codificada. 

Dicho sintéticamente: el Quijote de Cervantes pone sobre la Historia de la Literatura una obra que exige al ser humano pensar en la literatura desde un racionalismo inédito para el siglo XVII, es decir, que los contemporáneos de Cervantes se verán obligados a razonar ante la literatura de una forma mucho más compleja, avanzada y ambiciosa de lo que habían hecho hasta la publicación del Quijote en 1605. 

Esto explica el tópico de que muchos contemporáneos no comprendan las obras geniales que tienen ante sí, y viceversa, que muchos autores geniales resulten incomprendidos por sus conterráneos y sus contemporáneos, desde el momento en que todo genio que verdaderamente lo es construye obras que superan las exigencias del racionalismo preexistente en su tiempo y en su espacio, en su historia y en su geografía, esto es, en su cronotopo político. Los contemporáneos y los conterráneos son demasiado pasionales y envidiosos como para juzgar rectamente a su prójimo.

Nadie es profeta en su tierra, ni tampoco en su época. De ahí la importancia de los críticos y de los intérpretes, ajenos en el tiempo y en el espacio, como responsables de hacer inteligible, más allá de lo sensible, el significado insólito de obras literarias y artísticas que, por su genialidad, rebasan los límites del racionalismo contemporáneo. 

La supremacía del espacio estético o poético reside precisamente en la construcción e interpretación de obras geniales, es decir, de obras que tanto en el contenido como en la forma superan toda experiencia artística precedente. Lo contrario es repetición de temas conocidos, o de formas y técnicas igualmente consabidas, es decir, lo demás es un kitsch.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.


Historia de la filosofía

 



La filosofía es siempre una respuesta a lo que la ciencia deja sin explicar. No por casualidad la filosofía está perpetuamente en el margen de las ciencias, en sus afueras y arrabales. Merodeando. No puede ir más allá. Su objetivo son los restos del conocimiento científico. Los rebojos del saber operatorio. Podemos disfrazar estos rebojos con el vuelo de la lechuza, pero aunque la filosofía se vista de seda, filosofía se queda. ¿Lechuza o buitre? Preservemos la imagen de la lechuza para la filosofía; el buitre es más bien icono de sofistas.

Los caminos de la filosofía son los ámbitos que las ciencias ignoran, desprecian o silencian. A veces, incluso, fueron caminos silenciados por los imperativos e inquisiciones de la propia filosofía, vestida ya no de seda, sino de teología, religión o fundamentalismo filosófico.

No todas las filosofías son iguales ―esto es algo que no debe olvidarse jamás―, pero allí donde la ciencia habla, la filosofía calla. Incluso a veces ocurre algo peor: cuando la ciencia habla, la filosofía se convierte en sofística. De hecho, la sofística es la filosofía que no se calla ante la ciencia.

En todas las épocas, la filosofía ha sido una explicación a preguntas que la ciencia ignora. El máximo esplendor de la filosofía corresponde a aquellos períodos de mayor decrepitud o limitación operatoria de las ciencias. A media que cada ciencia amplía su campo de operaciones, cada filosofía ve mermada su propia capacidad de maniobra. Por este camino, la filosofía puede convertirse incluso en un pasatiempo de ignorantes. Y en efecto la posmodernidad ha hecho de la filosofía precisamente esto: un pasatiempo de ignorantes cuyo hábitat es internet.

Ésta es la mayor denigración que puede hacerse de la filosofía, porque equivale, en primer lugar, a declarar su inferioridad ante las ciencias, y, en segundo lugar, a afirmar su inutilidad ante esas mismas ciencias. Y ante las exigencias de la vida real. La filosofía ha sido siempre el terreno en el que se mueven quienes no saben manejar con resultados positivos las operaciones científicas. En su lugar, se limitan ―en el mejor de los casos― al hablar, al escribir, al dar consejos, a la paremia de la obviedad solemne, a la presunta literatura sapiencial, al saber, al especular, al organizar contenidos preexistentes, a conversar sobre lo que todo el mundo sabe, a los libros de autoayuda y de autoengaño, a dialogar monológicamente, como Platón, arrogándose siempre una suerte de superioridad moral. En el peor de los casos, algunos filósofos se limitan a comerciar con la sofística, el engaño, la seducción, el simulacro, la mohatra de las ideas. Porque en el fondo, toda filosofía es una forma excéntrica de ejercer la sofística.

En aquellas épocas en las que las ciencias y su operatividad parecen resolverlo todo, y dar respuestas a todo, la filosofía acciona sus celos, sus sospechas, sus condenas, sus complejos, sus censuras. Emergen los hermeneutas. Los ventrílocuos del lenguaje. Filosofía y religión son parientes cercanas, comparten infancia ―siniestra― y genealogía ―traicionera―, y con frecuencia se comportan, bien como enemigas íntimas, bien como aliadas contra terceros objetivos comunes, entre los que con frecuencia se encuentran la ciencia y la literatura. Cuando procede, la filosofía es la secularización de la religión. Cuando no, la religión preserva a la filosofía ―por lo que pueda suceder― o pacta puntualmente con ella «amistad y lo que surja».

La filosofía muestra sus furias cuando alguien trata de usar la razón sin consultarla. A los filósofos se debe esa engreída frase ―atribuida a Aristóteles (¿a quién si no?; Cervantes sólo la usa en contextos burlescos: Quijote II, 51)― que declara con jactancia ser amigo de la verdad y de Platón, y disponer de potestad para elegir libremente entre una y otro (amicus Plato sed magis amica veritas), como si la verdad necesitara de la amistad de nadie, y menos de la de los filósofos. Así, todo filósofo genuino disputa siempre en nombre de la verdad, como si los demás no tuvieran derecho a hacer lo mismo, y no menores razones, en nombre de sus propias actividades profesionales y oficios particulares. Y pelea el filósofo por el monopolio de la razón filosófica contra cualesquiera otras razones humanas.

Platón disputó la razón filosófica, negándosela a la literatura, como si no fuera posible una crítica de la razón literaria, es decir, una crítica del racionalismo literario. Platón se esforzó por presentar siempre a la filosofía como una aliada de las ciencias. Como si las ciencias, al igual que los tiranos de Siracusa, necesitaran a Platón, y a su filosofía, para algo.

Los escolásticos, en una Edad Media que había convertido a la teología en la reina de las ciencias, hicieron de la filosofía una religión. Nótese que muchos filósofos ―no todos―, al menos hasta el siglo XVIII, fueron también científicos. Después, o fueron esencialmente científicos, o fueron solamente filósofos: filósofos idealistas (valga la redundancia). Toda filosofía, por el hecho de serlo, tiende al idealismo.

Un filósofo, cuando habla, nos dice más sobre aquello que ignora que sobre aquello que sabe. Salvo que actúe como un sofista. ¿Qué nos ha enseñado Espinosa sobre Dios? ¿Quién ha visto la cara del inconsciente de Freud, su cuerpo o sus órganos? ¿Qué nos ha aclarado el Dasein de Heidegger? ¿Quién se ha encontrado alguna vez una mónada de Leibniz? ¿Qué nos explicó Platón sobre la geometría o sobre la locura que no nos demostrara mejor, respectivamente, Tales de Mileto o Hipócrates de Cos? Todo filósofo piensa con la mente de un adolescente.

Newton es un hombre que se hace preguntas filosóficas a las que da respuestas científicas. Con él, las ciencias se divorcian definitivamente de la filosofía. En adelante, la filosofía será sólo una hermenéutica de la realidad, cuando no, algo mucho peor: una sofística al servicio de la democracia. O contra ella.

¿Qué ciencia construyó Platón? ¿Qué ciencia hicieron Kant, Hegel, Fichte, Herder o Nietzsche y sus discípulos? ¿Qué ciencia cultivó Heidegger, filósofo del nazismo ―primero― y de la posmodernidad ―después―? ¿Y Gadamer? ¿Y Habermas? Y sus discípulos... ¿Dónde está la obra científica de todos ellos? ¿Dónde está la obra científica del idealismo alemán? Mejor no nos hagamos estas preguntas..., porque no todos los caminos de la Historia conducen a Roma. Algunos llevan a Auschwitz. Porque, desde finales del siglo XVIII, la ciencia prescinde de la filosofía como quien se libera de un lastre insoportable. La impedimenta histórica de las ciencias no fue solamente la teología, sino también, y con creces, la filosofía.

La filosofía ha cortejado todas las formas de poder: ciencia, religión y política. Hoy día sólo la política, bajo el formato de ciertas ideologías, le muestra algún puntual aprecio. Por parasitismo mutuamente conveniente. La religión se siente traicionada, desde el siglo XVIII ―definitivamente―, por una filosofía que desde esa centuria pactó con las ciencias su propia supervivencia, pero no la de sus creyentes, que dejó a merced de El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Con frecuencia no siempre se cita el título completo de esta obra de Darwin (1859), acaso por evitarse con la palabra tabú del alemán actual: raza. Desde entonces, la filosofía se hizo muy «insolidaria» con la religión, legitimó determinadas luchas por la supervivencia y cortejó con cinismo el apoyo de ciencias emergentes. Pero las ciencias, además de no necesitar a la filosofía, no olvidan ni perdonan los cuernos que históricamente ésta les puso ―al aliarse con la religión, y los fundamentalismos teológicos― durante las edades Media y Moderna.

Con el avance de la Edad Contemporánea, la filosofía, tras fracasar en todos sus intentos y pretensiones de disputarle a las ciencias, desplegadas con una fuerza constructiva sin precedentes, el monopolio de la razón, reacciona con violencia, se rearma dialécticamente, y se viste de moral. ¿Y qué hace? Lo de siempre: condena, denigra y deslegitima aquello que se opone a su propia supremacía. Y maldice la ciencia, la impugna y la desautoriza. Surgen así los Nietzsche, los Freud, los Heidegger: los hermeneutas de la sospecha. Los resentidos del éxito ajeno. Porque si la razón no es mía, mejor que se muera. Si la verdad no es mi amiga, que no lo sea de nadie. Si la filosofía es no es la reina de la noche, aquí no amanece ni Dios. Y el culto a la ciencia se pagará con la muerte de todo Dios. Hágase el nihilismo. La razón ha muerto ―es el imperativo que exige el filósofo―, si es que alguien formula una razón más seductora o más convincente que la suya propia.

No sorprende en absoluto que desde el siglo XVIII la filosofía se haya recluido, hasta la nadería y lo trivial, en el terreno del idealismo, alemán ―primero― y posmoderno ―después―. Si disponemos de una ciencia sobre de determinada materia, ¿para qué una filosofía? Para engañarse a uno mismo. Y a los demás. Porque ante el desarrollo de las ciencias, la filosofía no tiene nada que hacer, más que contarse a sí misma como una Historia de sí misma. Como las historias de un abuelo Cebolleta, que habla de un pasado irrelevante. Cuando la filosofía se convierte en hermenéutica, es porque se ha disuelto en retórica, sofística o ideología de sí misma, en libro de autoayuda o en lecciones de ética para geopolíticos (la nueva telenovela), en publicidad y propaganda de temas de moda, en periodismo, en cultura, en una actualidad que es caricatura de la realidad, es decir ―con permiso de Góngora― «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». La ciencia, y curiosamente también la literatura, son las únicas actividades humanas capaces de hacer enmudecer a la filosofía, o de delatar su sofistería. Sofistería histórica y también posmoderna. Hoy la filosofía se encuentra sin aliados: con la religión ya no puede contar, la ciencia le da la espalda, y la política no la necesita, porque prefiere el periodismo y las redes sociales. La vida del siglo XXI ha convertido a la sofística y a la filosofía en términos sinónimos.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022 (VI, 15.19).


El mito de la filosofía platónica ante las exigencias de la literatura

 

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria



Habitualmente se considera a Platón como fundador de la filosofía académica. Naturalmente esta consideración es razonable, pero también cuestionable desde determinados criterios. 

Acaso Platón sea el fundador de la filosofía institucionalizada académicamente, más que de la filosofía académica propiamente dicha. Vamos a explicar esta cuestión. 

No es Platón, a mi juicio, sino Aristóteles, quien lleva a cabo realmente esa fundación ―la fundación de la filosofía, como disciplina académica―, al liberar a la filosofía de una hipoteca metafísica, que la hace incompatible con la realidad. 

Platón, en cierta medida ―y sólo en cierta medida, dado que introduce cambios fundamentales, como el principio de symploké y la ontología dialéctica―, es el canto del cisne de la metafísica presocrática. 

Platón es un idealista filosófico, un utopista político y geómetra lúdico. Su idea de ciencia es totalmente formalista, sus planteamientos sobre política resultan absolutamente inviables, por imaginarios y fantasiosos, y sus conocimientos de literatura son abiertamente ridículos y por completo paupérrimos, además de amenazantes y patibularios. 

Hoy no se puede hablar de literatura en términos platónicos ―es decir, no se puede citar a Platón, como una autoridad sobre poética literaria―, porque este filósofo idealista desconoció toda la literatura que, durante 25 siglos de Historia y comparatismo, constituye y conforma la ontología literaria que hoy tenemos delante y a la que podemos y debemos enfrentarnos. Y que, desde luego, no es posible ni legítimo ignorar. 

No hay en Platón nada actual sobre interpretación literaria. Citar a Platón como autoridad o referente de la literatura es una cursilería que sólo se pueden permitir novatos, diletantes o inexpertos. Veamos por qué.

La locura, como la literatura, siempre es racionalmente muy ambigua. Lo que de veras sorprende es que hoy, en el siglo XXI, siga hablándose comúnmente ―incluso académicamente también― de locura en términos parejos a los del mundo antiguo y arcaizante. Y es aquí, en relación con la locura y la literatura, donde tenemos nuestra primera cita clave con Platón.

Había en la genuina Grecia dos corrientes metodológicas explicativas de la locura. Una de ellas, de raíces científicas y materialistas, procedió de Hipócrates (c. 460-377 a.n.E.), quien, desde la Isla de Cos, interpretó la locura al margen de las teorías demonológicas y numinosas, indudablemente metafísicas, que sus contemporáneos habían heredado e impuesto. 

Como sabemos, con Hipócrates surge en los siglos V y IV la primera escuela de medicina. Esta concepción hipocrática de la locura apunta genealógicamente a los pitagóricos, quienes, como el propio Hipócrates, consideraban que los trastornos mentales ―que hoy llamaríamos psicopatologías― tenían una causa física y exigían una explicación material. 

Se desestimaban de este modo las causas demonológicas y las explicaciones metafísicas de cualesquiera problemas psíquicos relativos a declaraciones, acciones o pensamientos supuestamente anómalos o anormales. Desde tales criterios hipocráticos, la locura se concebía como una enfermedad física que tenía causas y consecuencias naturales.

Sin embargo, esta concepción de la idea de locura resulta eclipsada y destruida por Platón y su filosofía metafísica, idealista y utópica, desde la cual se restaura de nuevo la tesis demonológica y espiritualista como causa de la locura. 

Desde finales del siglo V a.n.E., las ideas metafísicas (platónicas) sobre la locura se imponen a las tesis naturalistas o fisiológicas (hipocráticas) con un éxito sorprendente, el cual llega hasta nosotros, apadrinado por el cristianismo medieval, el protestantismo reformista, la ilustración europeísta ―pese a todos sus mitos hiperracionales y logocéntricos―, el idealismo alemán y la contemporánea posmodernidad anglosajona. 

¿No es curioso que la filosofía (idealista) de Platón haya destruido la medicina (materialista) de Hipócrates? ¿No resulta sorprendente que la filosofía, que se jacta de fundamentarse sobre saberes científicos, los rechace y desestime irracionalmente, nada menos que para la posteridad, y discurra por los caminos propios de una metafísica para explicar la realidad material humana? 

Platón​ (c. 427-347 a.n.E.) era aproximadamente unos 30 años más joven que Hipócrates, y su filosofía resultó más hechizante ―por idealista y utópica― que la medicina hipocrática, sin duda más naturalista, fisicalista y materialista. Y por ello mismo mucho menos atractiva. 

En la Historia del pensamiento de Occidente, como del mismo modo ocurrió en Oriente, y acaso allí con mucha mayor intensidad, el espíritu siempre ha gozado de buena fama, sin cardar una lana, frente a una materia que, sin duda y por supuesto, resultó demonizada desde siempre de forma irrevocable y sin apelación posible.

La obra platónica, saturada de misticismo, y salvaguardada por los intereses políticos y religiosos del cristianismo de todos los tiempos ―tanto del católico como incluso, con más fuerza aún, del reformado―, destruyó para la posteridad el crédito de las ideas hipocráticas sobre la explicación naturalista y materialista de la locura. 

Platón no sólo resultó ser en este punto un precursor del inconsciente freudiano, al anteponer el impulso místico como fundamento y motor de la locura, y prototipo del comportamiento psicopatológico, sino que fue responsable de legitimar la locura, ante los idealistas y románticos de la Edad Contemporánea, como una forma superior de racionalismo, al entender estos últimos, de forma revertida, que la «verdad» de lo humano se objetivaba en un inconsciente reprimido por la razón, o en un misticismo cuya fuerza se revelaba ―por fin, en libertad― en los estados oníricos, psicopatológicos o simplemente anómicos. 

De este modo, toda forma de heterodoxia queda definitivamente justificada, tanto en términos políticos como religiosos, bajo el amparo posmoderno de una idea de libertad completamente gratuita y presuntamente irracional. 

Enfrentarse a la razón será ―de nuevo― una forma de exhibir esta idea gratuita y falsa de libertad. Pero una cosa es exhibir un postureo libertario y posmoderno, y otra muy diferente es ejercer de veras la libertad. La saga de los sofistas y de los irracionalistas de diseño es recurrente: Montaigne, Rousseau, Nietzsche, Freud, Heidegger, Derrida, Foucault... E imitadores. Marx figura en otras listas, pero no en ésta. Carlos Marx no es soluble en ninguna posmodernidad. Su idealismo postula otros paraísos.

Sorprende impresionantemente que a nadie le haya sorprendido ―valga el extrañamiento― que Platón, el «fundador de la filosofía» para muchos autorizados filósofos, el transformador de la realidad a través de la política en su idealista República filosófica, en su modelo utópico e irreal de Estado, hubiera tomado como ciencia de referencia la geometría y no la medicina. ¿Por qué? ¿Por qué Platón toma como ciencia de referencia para entrar en la Academia la geometría y no la medicina? ¿Por qué puede entrar en la Academia quien ignore el materialismo médico pero no quien desconozca el idealismo geométrico? ¿Qué concepto tiene Platón de las ciencias? Pues un concepto completamente lúdico, idealista y logopédico. Platón juega con la geometría como si ésta fuera un logogrifo. ¿Qué puentes construyó Platón? ¿Qué campos aró, sembró o diseñó Platón como ingeniero o agrimensor gracias a sus conocimientos de geometría? 

Usar la geometría para para proponer ejercicios mentales, no operatorios, y jueguecitos filosóficos y filosocráticos ―lo que equivale a decir también pseudofilosóficos y pseudosofísticos (porque toda filosofía no es sino una forma excéntrica de ejercer la sofística)― es una muestra más de cinismo y de ludismo que de originalidad filosófica y de desarrollo científico. 

Desengáñese el admirador de los diálogos platónicos: Platón es artífice de una filosofía completamente incompatible con la realidad. Pero, precisamente por ello, de un poder seductor insólito y permanente. Platón es el primer seductor de idealistas. Y lo es aún hoy.

He insistido en diferentes lugares en que difícilmente se puede considerar a Platón como fundador de la filosofía. Platón es un sofista más, si bien excéntrico, como su maestro, Sócrates. 

Si la filosofía tiene realmente un comienzo, éste está en la obra de Aristóteles. Platón es el canto del cisne de un pensamiento realmente presocrático: su visión idealista y utópica, mística y metafísica, aunque le lleva a superar el monismo y el relativismo de todos sus predecesores, impulsado por un afán de originalidad que sólo en cierto modo fue capaz de satisfacer, no nos sitúa en la realidad de este mundo, sino en el idealismo absoluto de las ideas puras. 

Su filosofía, como la de su mítico maestro y socrático ventrílocuo, sin duda y sin reservas, no era de este mundo. Y esta huida hacia el idealismo, esta fuga hacia la metafísica idealista y utópica, tanto en política como en ciencia, es lo que hace fascinante su filosofía, aún hoy, para todos aquellos que ―adolescentemente― se ilusionan con la idea de ser disidentes, ante una realidad que les disgusta, y superiores, ante un entorno que ―como a Sócrates gualdrapero― no les comprende en su «genialidad».

Desde un idealismo filosófico incompatible con el racionalismo materialista, Platón explicó a su manera lo que formó parte de su tiempo y de su espacio, de su historia y su geografía, muy reducidas frente a las nuestras, con todas las limitaciones que esto entraña, y que la tradición posterior a Platón nos sirvió en bandeja —cristiana primero, y secularizada después—, como una preceptiva que estaba prohibido tocar y cuestionar, de la Edad Media romana y apostólica al Romanticismo teísta y protestante, y de éste a nuestra contemporánea y no menos espiritualista posmodernidad. 

El propio Aristóteles fue extremadamente cuidadoso en este punto con su maestro. Aristóteles fue un discípulo que supo nadar y guardar la ropa. Si todo discípulo es un intérprete sin originalidad ―que más que interpretar al maestro simplemente lo sigue, lo cita o lo recita―, Aristóteles supo ser un discípulo original, valga la abismal paradoja. Porque un discípulo original, a partir de cierto punto, deja de ser un discípulo, y se convierte en otra cosa. Es decir, deja de ser ―también― un condiscípulo.

Platón impregnó de misticismo todas sus interpretaciones de la realidad, e hipotecó definitivamente de este modo no sólo su propia filosofía, sino toda forma posible de interpretarla. 

Piénsese que para Platón hay dos tipos de locura: una, que resulta de la enfermedad física, de la que no se ocupa en absoluto; y otra, cuya causa es metafísica, y actúa por inspiración divina o posesión demoníaca, al dotar a su poseso de potencias ―que no facultades― proféticas, poéticas o irracionales. 

Es potencia, y no facultad, porque, para Platón, nadie enloquece cuando quiere, sino cuando puede, por mediación o intervención divinas o demonológicas. Aquí residiría la esencia, o la genialidad, de la creación poética: el poetizarAsí es como el misticismo filosófico de Platón eclipsa y disuelve el criterio naturalista de Hipócrates. 

En cierto modo, podríamos decir que las ideas platónicas sobre la locura perduran hasta hoy en la mente de ciertos pensadores, idealistas y adolescentes. 

Para Platón, la experiencia mística ―que no la experiencia fisiológica― explica el motor del comportamiento humano. Son los dioses quienes trastornan al ser humano, y no los hechos materiales de la vida real. 

¿Son éstas interpretaciones que pueda asumir un filósofo materialista? Porque ésta y no otra es la teoría de Platón sobre la poesía y los poetas, sobre el origen de la literatura y la causa misma del hecho literario: una locura metafísica, que hace del poeta una criatura «alada», «divina», «loca», «enajenada», «demente»... 

La poesía ―como prototipo de lo literario― era para Platón resultado del «alma» irracional, insensata, enferma, trastornada y alejada de todo racionalismo. 

Esto es una «teoría» metafísica de la poesía y de la literatura que nada tiene que ver ni con la poesía ni con la literatura, y que desde luego hay que explicar por contraposición a la idea de locura que sostiene Hipócrates, como enfermedad diagnosticable desde causas y consecuencias naturales, y por contraposición a la idea de literatura que exige la Crítica de la razón literaria, como sistema de materiales y formas que objetiva, a través de la ficción, una forma inédita de racionalismo. Pues toda literatura mide y objetiva el grado de racionalismo del que dispone la sociedad humana que la hace políticamente posible.

Hipócrates es científico y materialista, frente a un Platón filosófico, idealista y utópico. He aquí el discípulo de Sócrates y el «fundador» de una filosofía, siempre metafísica, idealista y utópica, absolutamente incompatible con la realidad. 

La filosofía de Platón es la de sus antepasados socráticos y presocráticos, pero mejor contada: «Porque es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia» (Platón, Ion, 534b). Y hasta aquí llega la inteligencia literaria de Platón. La filosofía platónica termina donde comienza la literatura. 

No por casualidad desde Platón la literatura ha sido el Talón de Aquiles de los filósofos. Cuando la literatura habla, la filosofía calla. Porque sólo la literatura puede silenciar a la filosofía. 

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Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (III, 1.1), 2017 · 2022.


La Academia contra Babel


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Crítica de la razón literaria

Vol. 2 · Parte III · Tomo 1.



Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro




La Academia contra Babel es uno de los libros fundadores de los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria. Publicado por vez primera en 2006, se tradujo al inglés en 2009, y constituyó desde su publicación un auténtico «manifiesto» contra la posmodernidad y la sofística que, dentro del mundo académico y universitario del siglo XXI, este pensamiento débil, irracional e incompatible con la realidad, ha impuesto bajo los imperativos anglosajones de lo políticamente correcto.

La actual edición, profundamente ampliada y revisada respecto a la original, plantea una exigencia irrenunciable ante la literatura, basada en cinco principios esenciales, que afecta de modo determinante a los estudios literarios: el racionalismo, la crítica, la dialéctica, la ciencia y la symploké o relación racional de ideas, contraria al idealismo monista (todo depende de una idea fundamental y dominante) y del idealismo atomista (nada depende de nada, de modo que todo es igual a todo sin relación ni conexión entre sí).

Cuando el mundo académico anglosajón habla de literatura, sostiene una idea de «literatura» que nada tiene que ver con la literatura de la tradición hispanogrecolatina. De hecho, la Anglosfera no habla de literatura, sino de cultura. De este modo, trata de reducir, hasta su más absoluta disolución, los estudios literarios a estudios culturales. Y lo hace desde la más estulta colaboración de profesores y alumnos universitarios erradicados en España e Hispanoamérica, incapaces de percatarse de que la cultura es una invención de aquellos pueblos que no tienen literatura. 

El paso siguiente consiste en imponer, desde el triunfo del idealismo alemán ―la filosofía más incompatible con la realidad― la negación de estudiar científicamente la literatura. Se devalúa de este modo, con pretensiones globales y definitivas, una de las aportaciones más originales y decisivas de la Europa mediterránea: la literatura.

La Academia contra Babel es una obra que se enfrenta dialécticamente, desde su mismo título, a todos estos planteamientos, negando su legitimidad y su coherencia, y exigiendo el estudio científico de la literatura, así como la preservación de los estudios literarios, de tradición hispanogrecolatina, sobre los estudios culturales, de impronta anglosajona y posmoderna.



Anatomía del Quijote

       

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Crítica de la razón literaria

Vol. 15 · Parte V · Tomo 2.



Crítica de la razón literaria



Anatomía del Quijote es el título de uno de los itinerarios de lectura fundamentales de la Crítica de la razón literaria

Se analiza aquí la obra más importante de la literatura universal, el Quijote de Cervantes, a través de 9 cuestiones clave: 1) el narrador del Quijote, al que consideramos un cínico y un fingidor; 2) la gramática del Quijote, que nos cita con una serie selecta de personajes, funciones, tiempos y espacios determinantes de la novela; 3) la parodia contra el idealismo, al que consideramos una filosofía incompatible con la realidad; 4) los géneros literarios del Quijote; 5) la transformación específica de cada uno de los géneros literarios del Quijote; 6) la falsa locura del protagonista; 7) la figura de don Quijote como prototipo literario de proyección universal, y en particular de la puga de Cervantes contra Avellaneda; 8) las ideas del autor sobre política y religión, tal como se plasman en el Quijote; y 9) las formas de la materia cómica objetivadas en la novela, que son, sin duda, las más valiosas de la literatura de todos los tiempos. 

En esta obra de Cervantes está, escrito en español, el genoma de la literatura universal. 

Hay además dos tesis fundamentales, sin las cuales Cervantes resulta incomprensible. 

En primer lugar, está el hecho de que el Quijote es un libro escrito contra los idealistas, y en absoluto a su favor, bien al contrario de lo que éstos han querido entender. Es un libro para desengañarse, no para ilusionarse. El idealismo alemán no supo comprender en absoluto esta obra. 

En segundo lugar, Cervantes es insoluble en agua bendita: es un precursor del racionalismo y del ateísmo contemporáneos.

Cervantes es el escritor más contemporáneo de la Historia de la literatura universal. No sólo porque su obra contiene el genoma de la literatura, sino porque en ella se descifran los códigos esenciales de la libertad humana.

Hay algo importante que con frecuencia ignoran filólogos y filósofos: el mundo no se interpreta interpretando sólo palabras. La literatura, tampoco. Los enemigos del placer no pueden comprender qué es la literatura. Los enemigos de la inteligencia, aún menos.

La literatura no es una hipertrofia de la fantasía, sino una exigencia de realidad, y de la realidad. Si algo nos enseña la literatura de Cervantes es precisamente la importancia que el racionalismo literario posee ante el desafío y la exigencia que supone la interpretación de la realidad. La lucha contra el idealismo que nos hace incompatibles con la realidad es la gran aportación del Quijote.

Del mismo modo, la ciencia literaria, es decir, la Teoría de la Literatura, es lo único que nos permite analizar metodológicamente, desde exigencias que superen los umbrales de lo sensible y fenomenológico, y por supuesto también de lo ideológico, los materiales literarios.

La ciencia es lo único que, verdaderamente, hace prosperar la vida humana. Ni la religión, ni la política, ni la filosofía han alcanzado nunca los progresos de las ciencias. Con frecuencia, ni siquiera los han permitido en numerosas ocasiones históricas. Religión, política y filosofía han sido muchas veces obstáculos en el desarrollo de las ciencias. Históricamente y también actualmente.

Lo hemos dicho muchas veces: si la libertad es lo que los demás nos dejan hacer, la literatura es aquella construcción humana que, a lo largo de la Historia, ni la religión ni la política han podido evitar ni censurar. A veces, con la alianza y ayuda de la filosofía. No olvidemos que la República de Platón pretende nada menos que el exterminio de la literatura en el seno del Estado. La ansiedad por destruir la literatura es algo que une y fascina a sacerdotes, políticos y filósofos. 

Ante la imposibilidad de destruirla aspiran a censurarla. Y si en la censura fracasan, siempre queda una alternativa: hacerla incomprensible, tornarla ininteligible, disolverla en lo sensible, enajenarla de la razón. Platón puso mucho empeño en esta última obsesión: decretar el irracionalismo sustancial de todo lo poético. Como si su propia filosofía, idealista y aberrante, utópica y totalitaria, dogmática y patibularia, fuera más racional y compatible con la realidad. Hay más patologías en las ideas políticas de Platón que en la lírica de cualquier poeta.

En este itinerario de lectura de la Crítica de la razón literaria hemos tratado de dar cuenta de las razones por las cuales Cervantes es ese genio contemporáneo de la literatura universal, cuyas claves están escritas en español. 

Ningún otro escritor ha podido alcanzarlo, ni puede compararse con él. Los intentos del imperialismo inglés por hacer de Shakespeare una hendíadis con Cervantes son ridículos. Pero ésta es una cuestión que exige un nuevo itinerario.