Mostrando las entradas para la consulta filosofía idealista ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta filosofía idealista ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas

El mito de la filosofía platónica ante las exigencias de la literatura

 

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria



Habitualmente se considera a Platón como fundador de la filosofía académica. Naturalmente esta consideración es razonable, pero también cuestionable desde determinados criterios. 

Acaso Platón sea el fundador de la filosofía institucionalizada académicamente, más que de la filosofía académica propiamente dicha. Vamos a explicar esta cuestión. 

No es Platón, a mi juicio, sino Aristóteles, quien lleva a cabo realmente esa fundación ―la fundación de la filosofía, como disciplina académica―, al liberar a la filosofía de una hipoteca metafísica, que la hace incompatible con la realidad. 

Platón, en cierta medida ―y sólo en cierta medida, dado que introduce cambios fundamentales, como el principio de symploké y la ontología dialéctica―, es el canto del cisne de la metafísica presocrática. 

Platón es un idealista filosófico, un utopista político y geómetra lúdico. Su idea de ciencia es totalmente formalista, sus planteamientos sobre política resultan absolutamente inviables, por imaginarios y fantasiosos, y sus conocimientos de literatura son abiertamente ridículos y por completo paupérrimos, además de amenazantes y patibularios. 

Hoy no se puede hablar de literatura en términos platónicos ―es decir, no se puede citar a Platón, como una autoridad sobre poética literaria―, porque este filósofo idealista desconoció toda la literatura que, durante 25 siglos de Historia y comparatismo, constituye y conforma la ontología literaria que hoy tenemos delante y a la que podemos y debemos enfrentarnos. Y que, desde luego, no es posible ni legítimo ignorar. 

No hay en Platón nada actual sobre interpretación literaria. Citar a Platón como autoridad o referente de la literatura es una cursilería que sólo se pueden permitir novatos, diletantes o inexpertos. Veamos por qué.

La locura, como la literatura, siempre es racionalmente muy ambigua. Lo que de veras sorprende es que hoy, en el siglo XXI, siga hablándose comúnmente ―incluso académicamente también― de locura en términos parejos a los del mundo antiguo y arcaizante. Y es aquí, en relación con la locura y la literatura, donde tenemos nuestra primera cita clave con Platón.

Había en la genuina Grecia dos corrientes metodológicas explicativas de la locura. Una de ellas, de raíces científicas y materialistas, procedió de Hipócrates (c. 460-377 a.n.E.), quien, desde la Isla de Cos, interpretó la locura al margen de las teorías demonológicas y numinosas, indudablemente metafísicas, que sus contemporáneos habían heredado e impuesto. 

Como sabemos, con Hipócrates surge en los siglos V y IV la primera escuela de medicina. Esta concepción hipocrática de la locura apunta genealógicamente a los pitagóricos, quienes, como el propio Hipócrates, consideraban que los trastornos mentales ―que hoy llamaríamos psicopatologías― tenían una causa física y exigían una explicación material. 

Se desestimaban de este modo las causas demonológicas y las explicaciones metafísicas de cualesquiera problemas psíquicos relativos a declaraciones, acciones o pensamientos supuestamente anómalos o anormales. Desde tales criterios hipocráticos, la locura se concebía como una enfermedad física que tenía causas y consecuencias naturales.

Sin embargo, esta concepción de la idea de locura resulta eclipsada y destruida por Platón y su filosofía metafísica, idealista y utópica, desde la cual se restaura de nuevo la tesis demonológica y espiritualista como causa de la locura. 

Desde finales del siglo V a.n.E., las ideas metafísicas (platónicas) sobre la locura se imponen a las tesis naturalistas o fisiológicas (hipocráticas) con un éxito sorprendente, el cual llega hasta nosotros, apadrinado por el cristianismo medieval, el protestantismo reformista, la ilustración europeísta ―pese a todos sus mitos hiperracionales y logocéntricos―, el idealismo alemán y la contemporánea posmodernidad anglosajona. 

¿No es curioso que la filosofía (idealista) de Platón haya destruido la medicina (materialista) de Hipócrates? ¿No resulta sorprendente que la filosofía, que se jacta de fundamentarse sobre saberes científicos, los rechace y desestime irracionalmente, nada menos que para la posteridad, y discurra por los caminos propios de una metafísica para explicar la realidad material humana? 

Platón​ (c. 427-347 a.n.E.) era aproximadamente unos 30 años más joven que Hipócrates, y su filosofía resultó más hechizante ―por idealista y utópica― que la medicina hipocrática, sin duda más naturalista, fisicalista y materialista. Y por ello mismo mucho menos atractiva. 

En la Historia del pensamiento de Occidente, como del mismo modo ocurrió en Oriente, y acaso allí con mucha mayor intensidad, el espíritu siempre ha gozado de buena fama, sin cardar una lana, frente a una materia que, sin duda y por supuesto, resultó demonizada desde siempre de forma irrevocable y sin apelación posible.

La obra platónica, saturada de misticismo, y salvaguardada por los intereses políticos y religiosos del cristianismo de todos los tiempos ―tanto del católico como incluso, con más fuerza aún, del reformado―, destruyó para la posteridad el crédito de las ideas hipocráticas sobre la explicación naturalista y materialista de la locura. 

Platón no sólo resultó ser en este punto un precursor del inconsciente freudiano, al anteponer el impulso místico como fundamento y motor de la locura, y prototipo del comportamiento psicopatológico, sino que fue responsable de legitimar la locura, ante los idealistas y románticos de la Edad Contemporánea, como una forma superior de racionalismo, al entender estos últimos, de forma revertida, que la «verdad» de lo humano se objetivaba en un inconsciente reprimido por la razón, o en un misticismo cuya fuerza se revelaba ―por fin, en libertad― en los estados oníricos, psicopatológicos o simplemente anómicos. 

De este modo, toda forma de heterodoxia queda definitivamente justificada, tanto en términos políticos como religiosos, bajo el amparo posmoderno de una idea de libertad completamente gratuita y presuntamente irracional. 

Enfrentarse a la razón será ―de nuevo― una forma de exhibir esta idea gratuita y falsa de libertad. Pero una cosa es exhibir un postureo libertario y posmoderno, y otra muy diferente es ejercer de veras la libertad. La saga de los sofistas y de los irracionalistas de diseño es recurrente: Montaigne, Rousseau, Nietzsche, Freud, Heidegger, Derrida, Foucault... E imitadores. Marx figura en otras listas, pero no en ésta. Carlos Marx no es soluble en ninguna posmodernidad. Su idealismo postula otros paraísos.

Sorprende impresionantemente que a nadie le haya sorprendido ―valga el extrañamiento― que Platón, el «fundador de la filosofía» para muchos autorizados filósofos, el transformador de la realidad a través de la política en su idealista República filosófica, en su modelo utópico e irreal de Estado, hubiera tomado como ciencia de referencia la geometría y no la medicina. ¿Por qué? ¿Por qué Platón toma como ciencia de referencia para entrar en la Academia la geometría y no la medicina? ¿Por qué puede entrar en la Academia quien ignore el materialismo médico pero no quien desconozca el idealismo geométrico? ¿Qué concepto tiene Platón de las ciencias? Pues un concepto completamente lúdico, idealista y logopédico. Platón juega con la geometría como si ésta fuera un logogrifo. ¿Qué puentes construyó Platón? ¿Qué campos aró, sembró o diseñó Platón como ingeniero o agrimensor gracias a sus conocimientos de geometría? 

Usar la geometría para para proponer ejercicios mentales, no operatorios, y jueguecitos filosóficos y filosocráticos ―lo que equivale a decir también pseudofilosóficos y pseudosofísticos (porque toda filosofía no es sino una forma excéntrica de ejercer la sofística)― es una muestra más de cinismo y de ludismo que de originalidad filosófica y de desarrollo científico. 

Desengáñese el admirador de los diálogos platónicos: Platón es artífice de una filosofía completamente incompatible con la realidad. Pero, precisamente por ello, de un poder seductor insólito y permanente. Platón es el primer seductor de idealistas. Y lo es aún hoy.

He insistido en diferentes lugares en que difícilmente se puede considerar a Platón como fundador de la filosofía. Platón es un sofista más, si bien excéntrico, como su maestro, Sócrates. 

Si la filosofía tiene realmente un comienzo, éste está en la obra de Aristóteles. Platón es el canto del cisne de un pensamiento realmente presocrático: su visión idealista y utópica, mística y metafísica, aunque le lleva a superar el monismo y el relativismo de todos sus predecesores, impulsado por un afán de originalidad que sólo en cierto modo fue capaz de satisfacer, no nos sitúa en la realidad de este mundo, sino en el idealismo absoluto de las ideas puras. 

Su filosofía, como la de su mítico maestro y socrático ventrílocuo, sin duda y sin reservas, no era de este mundo. Y esta huida hacia el idealismo, esta fuga hacia la metafísica idealista y utópica, tanto en política como en ciencia, es lo que hace fascinante su filosofía, aún hoy, para todos aquellos que ―adolescentemente― se ilusionan con la idea de ser disidentes, ante una realidad que les disgusta, y superiores, ante un entorno que ―como a Sócrates gualdrapero― no les comprende en su «genialidad».

Desde un idealismo filosófico incompatible con el racionalismo materialista, Platón explicó a su manera lo que formó parte de su tiempo y de su espacio, de su historia y su geografía, muy reducidas frente a las nuestras, con todas las limitaciones que esto entraña, y que la tradición posterior a Platón nos sirvió en bandeja —cristiana primero, y secularizada después—, como una preceptiva que estaba prohibido tocar y cuestionar, de la Edad Media romana y apostólica al Romanticismo teísta y protestante, y de éste a nuestra contemporánea y no menos espiritualista posmodernidad. 

El propio Aristóteles fue extremadamente cuidadoso en este punto con su maestro. Aristóteles fue un discípulo que supo nadar y guardar la ropa. Si todo discípulo es un intérprete sin originalidad ―que más que interpretar al maestro simplemente lo sigue, lo cita o lo recita―, Aristóteles supo ser un discípulo original, valga la abismal paradoja. Porque un discípulo original, a partir de cierto punto, deja de ser un discípulo, y se convierte en otra cosa. Es decir, deja de ser ―también― un condiscípulo.

Platón impregnó de misticismo todas sus interpretaciones de la realidad, e hipotecó definitivamente de este modo no sólo su propia filosofía, sino toda forma posible de interpretarla. 

Piénsese que para Platón hay dos tipos de locura: una, que resulta de la enfermedad física, de la que no se ocupa en absoluto; y otra, cuya causa es metafísica, y actúa por inspiración divina o posesión demoníaca, al dotar a su poseso de potencias ―que no facultades― proféticas, poéticas o irracionales. 

Es potencia, y no facultad, porque, para Platón, nadie enloquece cuando quiere, sino cuando puede, por mediación o intervención divinas o demonológicas. Aquí residiría la esencia, o la genialidad, de la creación poética: el poetizarAsí es como el misticismo filosófico de Platón eclipsa y disuelve el criterio naturalista de Hipócrates. 

En cierto modo, podríamos decir que las ideas platónicas sobre la locura perduran hasta hoy en la mente de ciertos pensadores, idealistas y adolescentes. 

Para Platón, la experiencia mística ―que no la experiencia fisiológica― explica el motor del comportamiento humano. Son los dioses quienes trastornan al ser humano, y no los hechos materiales de la vida real. 

¿Son éstas interpretaciones que pueda asumir un filósofo materialista? Porque ésta y no otra es la teoría de Platón sobre la poesía y los poetas, sobre el origen de la literatura y la causa misma del hecho literario: una locura metafísica, que hace del poeta una criatura «alada», «divina», «loca», «enajenada», «demente»... 

La poesía ―como prototipo de lo literario― era para Platón resultado del «alma» irracional, insensata, enferma, trastornada y alejada de todo racionalismo. 

Esto es una «teoría» metafísica de la poesía y de la literatura que nada tiene que ver ni con la poesía ni con la literatura, y que desde luego hay que explicar por contraposición a la idea de locura que sostiene Hipócrates, como enfermedad diagnosticable desde causas y consecuencias naturales, y por contraposición a la idea de literatura que exige la Crítica de la razón literaria, como sistema de materiales y formas que objetiva, a través de la ficción, una forma inédita de racionalismo. Pues toda literatura mide y objetiva el grado de racionalismo del que dispone la sociedad humana que la hace políticamente posible.

Hipócrates es científico y materialista, frente a un Platón filosófico, idealista y utópico. He aquí el discípulo de Sócrates y el «fundador» de una filosofía, siempre metafísica, idealista y utópica, absolutamente incompatible con la realidad. 

La filosofía de Platón es la de sus antepasados socráticos y presocráticos, pero mejor contada: «Porque es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia» (Platón, Ion, 534b). Y hasta aquí llega la inteligencia literaria de Platón. La filosofía platónica termina donde comienza la literatura. 

No por casualidad desde Platón la literatura ha sido el Talón de Aquiles de los filósofos. Cuando la literatura habla, la filosofía calla. Porque sólo la literatura puede silenciar a la filosofía. 

Sigue leyendo...

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (III, 1.1), 2017 · 2022.


El timo de la estética kantiana, idealista y sin ideas

 

Teoría del arte


La expresión kantiana que concibe el arte como una finalidad sin fin aglutina una triplicidad de sofismas, relativos a: 

  1. La falacia del argumentum ad verecundiam o falacia de la autoridad, de tal modo que el contenido de una afirmación se fundamenta en el respeto debido a la persona que lo enuncia, o a quien se atribuye su enunciación, en este caso, la figura del propio Kant. 
  2. La falacia del razonamiento circular, en tanto que petitio principii (petición de principio) o declaración de fe de origen, desde el momento en que la proposición que ha de ser demostrada (el fin de una obra de arte) es una implicatura de la premisa de partida (porque el fin del arte es el arte mismo). 
  3. La falacia del argumentum ad consequentiam, sofisma típicamente kantiano, determinado por el psicologismo inherente a todo discurso idealista, que afirma una premisa dirigida contra sus propias consecuencias, con objeto de hacer prevalecer los contenidos de la premisa, con frecuencia falsos y siempre fenomenológicos, desacreditando todas cuantas consecuencias resulten alternativas a aquella en que se fundamenta la premisa fraudulenta. 

Dicho de otro modo: se trata de sostener un argumento según el cual una creencia (premisa) es verdadera o falsa si conduce respectivamente a una experiencia (consecuencia) benigna o indeseable para el interlocutor que la formula. 

Es sofisma porque basar la verdad de una afirmación en las consecuencias morales, esto es, en las normas de cohesión de una sociedad humana —lo que llamaríamos el «consenso»—, no sólo no asegura que el contenido de la premisa sea verdadero, sino que ni siquiera garantiza que sea real. 

Ésta es sobre todo falacia propia de idealistas. 

Y sobre todo de posmodernos, que llevan a la retórica del «consenso» o del «diálogo» la solución verbal de problemas que sólo pueden resolverse ontológicamente, esto es, no con palabras, sino con hechos. 

Asimismo, categorizar las consecuencias como benignas o indeseables es intrínsecamente un acto de subjetivismo radical, dado tanto en el yo del individuo (autologismo) como en el nosotros del gremio (dialogismo): «El arte ha de tener una finalidad sin fin, porque si tiene un fin fuera de sí mismo, entonces no es arte». 

He aquí la preceptiva sofista de la estética idealista del arte contemporáneo y posmoderno, confitada por la retórica de la antanaclasis, la geminación y la cohabitación oximorónica: «el arte es una finalidad sin fin». 

Kant no sólo reduce de este modo la estética o filosofía del arte nada menos que a una hermenéutica de la sensibilidad, a una suerte de psicología de la percepción (aisthesis), sino que llega aún más lejos, al conjurar definitivamente toda posibilidad de interpretación científica del arte en general y de la literatura en particular. 

Así se impone la interdicción científica de la interpretación literaria, en nombre no de una filosofía platónica, que destierra la literatura de la República, sino en nombre de una filosofía no menos idealista e incompatible con la realidad: una filosofía que no  ve en el arte nada útil y nada inteligible, porque sólo ve sentimientos personales y experiencias psicológicas. 

¿Cabe mayor miseria interpretativa en la Historia del Arte y de la Literatura que la ofertada por el Idealismo alemán? 

No sorprende que algo así se haya producido en la tradición luterana: lo que sorprende es que tal cosa haya encontrado seguidores más allá de la Anglosfera y más allá de un Romanticismo que no acaba de extinguirse. 

Kant reduce el arte a puro psicologismo (aisthesis = sensación). Porque el fin del arte, entre otros muchos fines, es el de ser interpretado lógicamente. 

El arte no puede limitarse a una experiencia estética, a una operación de aisthesis o sensación. 

El arte es superior e irreductible a lo sensible. 

El arte exige lo inteligible. 

El arte es arte, ante todo, porque es inteligible. 

Una «obra de arte» incomprensible no es, ni puede ser, una obra de arte.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.


Anatomía del Quijote

       

Libro digital

Crítica de la razón literaria

Vol. 15 · Parte V · Tomo 2.



Crítica de la razón literaria



Anatomía del Quijote es el título de uno de los itinerarios de lectura fundamentales de la Crítica de la razón literaria

Se analiza aquí la obra más importante de la literatura universal, el Quijote de Cervantes, a través de 9 cuestiones clave: 1) el narrador del Quijote, al que consideramos un cínico y un fingidor; 2) la gramática del Quijote, que nos cita con una serie selecta de personajes, funciones, tiempos y espacios determinantes de la novela; 3) la parodia contra el idealismo, al que consideramos una filosofía incompatible con la realidad; 4) los géneros literarios del Quijote; 5) la transformación específica de cada uno de los géneros literarios del Quijote; 6) la falsa locura del protagonista; 7) la figura de don Quijote como prototipo literario de proyección universal, y en particular de la puga de Cervantes contra Avellaneda; 8) las ideas del autor sobre política y religión, tal como se plasman en el Quijote; y 9) las formas de la materia cómica objetivadas en la novela, que son, sin duda, las más valiosas de la literatura de todos los tiempos. 

En esta obra de Cervantes está, escrito en español, el genoma de la literatura universal. 

Hay además dos tesis fundamentales, sin las cuales Cervantes resulta incomprensible. 

En primer lugar, está el hecho de que el Quijote es un libro escrito contra los idealistas, y en absoluto a su favor, bien al contrario de lo que éstos han querido entender. Es un libro para desengañarse, no para ilusionarse. El idealismo alemán no supo comprender en absoluto esta obra. 

En segundo lugar, Cervantes es insoluble en agua bendita: es un precursor del racionalismo y del ateísmo contemporáneos.

Cervantes es el escritor más contemporáneo de la Historia de la literatura universal. No sólo porque su obra contiene el genoma de la literatura, sino porque en ella se descifran los códigos esenciales de la libertad humana.

Hay algo importante que con frecuencia ignoran filólogos y filósofos: el mundo no se interpreta interpretando sólo palabras. La literatura, tampoco. Los enemigos del placer no pueden comprender qué es la literatura. Los enemigos de la inteligencia, aún menos.

La literatura no es una hipertrofia de la fantasía, sino una exigencia de realidad, y de la realidad. Si algo nos enseña la literatura de Cervantes es precisamente la importancia que el racionalismo literario posee ante el desafío y la exigencia que supone la interpretación de la realidad. La lucha contra el idealismo que nos hace incompatibles con la realidad es la gran aportación del Quijote.

Del mismo modo, la ciencia literaria, es decir, la Teoría de la Literatura, es lo único que nos permite analizar metodológicamente, desde exigencias que superen los umbrales de lo sensible y fenomenológico, y por supuesto también de lo ideológico, los materiales literarios.

La ciencia es lo único que, verdaderamente, hace prosperar la vida humana. Ni la religión, ni la política, ni la filosofía han alcanzado nunca los progresos de las ciencias. Con frecuencia, ni siquiera los han permitido en numerosas ocasiones históricas. Religión, política y filosofía han sido muchas veces obstáculos en el desarrollo de las ciencias. Históricamente y también actualmente.

Lo hemos dicho muchas veces: si la libertad es lo que los demás nos dejan hacer, la literatura es aquella construcción humana que, a lo largo de la Historia, ni la religión ni la política han podido evitar ni censurar. A veces, con la alianza y ayuda de la filosofía. No olvidemos que la República de Platón pretende nada menos que el exterminio de la literatura en el seno del Estado. La ansiedad por destruir la literatura es algo que une y fascina a sacerdotes, políticos y filósofos. 

Ante la imposibilidad de destruirla aspiran a censurarla. Y si en la censura fracasan, siempre queda una alternativa: hacerla incomprensible, tornarla ininteligible, disolverla en lo sensible, enajenarla de la razón. Platón puso mucho empeño en esta última obsesión: decretar el irracionalismo sustancial de todo lo poético. Como si su propia filosofía, idealista y aberrante, utópica y totalitaria, dogmática y patibularia, fuera más racional y compatible con la realidad. Hay más patologías en las ideas políticas de Platón que en la lírica de cualquier poeta.

En este itinerario de lectura de la Crítica de la razón literaria hemos tratado de dar cuenta de las razones por las cuales Cervantes es ese genio contemporáneo de la literatura universal, cuyas claves están escritas en español. 

Ningún otro escritor ha podido alcanzarlo, ni puede compararse con él. Los intentos del imperialismo inglés por hacer de Shakespeare una hendíadis con Cervantes son ridículos. Pero ésta es una cuestión que exige un nuevo itinerario.



Ansiedad de idealismo científico

 


 

El idealismo científico no es posible sin la intervención fanática y extrema de las ideologías. Es un fenómeno que se manifiesta en la Historia de forma periódica, y deja como consecuencia una resaca de frustración, impotencia y resentimiento, cuya venganza, contras las ciencias, asumen inmediatamente la religión, la filosofía y la autoayuda ideológica más irascible. La ansiedad que provocó el positivismo decimonónico se saldó con el éxito de Nietzsche, Freud y Heidegger, entre otros gurús y hechiceros del más allá que profetizaban ―apocalípticos― en el más acá.

Cuanto más débil es psicológicamente el ser humano, más vulnerable es a caer en la red que tejen para él las religiones, las filosofías y las ideologías. Las personas fuertes no son susceptibles del mismo modo a estas formas retóricas de dominio y sumisión. En realidad, no suelen serlo apenas de ningún modo: las ignoran y desprecian. La religión condena a quien no la profesa, la filosofía minusvalora a quien no la aprecia y las ideologías declaran la guerra a quien no las secunda. Unas ofrecen salvación eterna, otras prometen una forma de vida superior y engreída, y las últimas aseguran derechos gremiales a quienes se unen a ellas. Son modos de incurrir en megalomanías, narcisismos y gregarismos. Son los tres géneros históricos del autoengaño colectivo: religión, filosofía e ideologías. Placebos de fortaleza exterior y gregaria que disimulan una superlativa debilidad psicológica individual e íntimamente inconfesable.

Algunas personas consideran, no sin razones, que hay algo peor que un Estado totalitario, y piensan en la República de Platón, en la Ciudad de Dios de Agustín de Hipona o en la utopía socialista de Carlos Marx. No nos olvidemos, tampoco, de la globalización trazada hoy por los «amigos del comercio». Todas ellas son las diferentes máscaras del mismo totalitarismo, en el que una y otra vez religiones, filosofías e ideologías se dan la mano de forma latebrosa y permanente.

Hoy las ideologías exigen a las ciencias ir contra natura. El comercio ha encontrado aquí un importante mercado. A diferencia de lo ocurrido en el siglo XIX, hoy el imperativo no es ir más allá de lo posible, sino en contra de lo necesario. Ésta es la preceptiva posmoderna: hacer creer que es factible científicamente invertir sin consecuencias el curso de la naturaleza. Foucault, lejos de resolver el problema, lo legitimó en una de sus formulaciones más fanáticas: el narcisismo de un ego sexualmente idealista y absoluto, con propio derecho a todo, incluido el derecho a alterar, en su individualista y exclusivo beneficio, el curso natural de la naturaleza, ignorando fabulosamente todas las consecuencias reales.

El ser humano es un diseño de la naturaleza, no un diseño de la ciencia. La interacción entre ciencia y naturaleza no puede llevarse gratuitamente a extremos que desemboquen en la destrucción de uno de ambos polos. La ingeniería de la naturaleza dispone que los seres humanos se complementen mutuamente en su anatomía, psicología y fisiología. Nótese que religiones, filosofías e ideologías siempre han nacido y crecido con la obsesión patológica de intervenir en las relaciones sexuales humanas de un modo obstinado e insaciable.

No hay religión, ni filosofía, ni ideología, que no haya tratado de pontificar cómo deben ser, imperativamente, las relaciones ―por supuesto sexuales― entre los seres humanos. Y lo han hecho siempre para dañarlo todo, es decir, para estropear y adulterar ―con sus creencias, ideas y prejuicios― la unidad que, al fin y al cabo, el macho y la hembra naturales y biológicos protagonizan en su desarrollo vital. Esta unidad que el macho y la hembra buscan, de forma natural, y por instinto humano esencial, es lo que hace posible la vida en la Tierra.

Una de las formas más sofisticadamente astutas y recurrentes de destruir la vida en la Tierra es intervenir en las relaciones sexuales de las especies ―sobre todo la especie humana― para dañarlas, estropearlas y malograrlas. Siempre en nombre de una religión, una filosofía o una ideología. Es difícil exterminar la vida, porque la biología se abre paso sobre todas las cosas, y, por supuesto, sobre los venenos de la religión, la filosofía y las ideologías, las cuales, hay que constatarlo, se transforman históricamente, una y otra vez, para seguir hastiando a todos y cada uno de nosotros,  es decir ―dicho en crudo― jodiendo a todo dios.

 

Ansiedad de idealismo científico:
intervención fanática y extrema de religión, filosofía e ideología



Utilidad mercantil del narcisista: idealismo y narcisismo de un mercatransmisor en redes sociales

 


El narcisismo es la lucha del propio yo hacia una idealización de sí mismo más allá de las posibilidades reales. Es el idealismo de un ego deficiente. Y no hay que olvidar que la distancia que separa al idealismo de una patología psíquica es invisible.

Religión, filosofía e ideologías saben mucho de idealismo. La Historia de la religión, la filosofía y las ideologías es, con frecuencia, la Historia del idealismo en sus múltiples facetas. No en vano cada una de estas actividades humanas, tan patológicamente seductoras, ha invertido mucho de su caudal emocional en legitimar la tierra firme de su idealismo. Una firmeza telúrica que, con frecuencia nefelibata, está siempre en un más allá inaccesible y redentor. Platón se jactaba de conocer el mundo ideal y metafísico de las ideas puras, purísimas ―como si alguna vez hubiera estado allí como un registrador ante la propiedad―, Tomás de Aquino trataba a Dios de tú, Hegel hacía lo propio con el espíritu absoluto y Marx anunció en su visionaria utopía comunista el itinerario que conducía a la tierra prometida. Nietzsche descubrió la nada absoluta ―sin duda antes de que Lucrecio la justificara por vez primera siglos antes―, Freud dialogó en directo con el inconsciente de todos sus pacientes, y Heidegger ―poseso de éxtasis― vio al Dasein, con más nitidez (y más retórica) que Blancanieves a los siete enanitos. Amén. La filosofía, la religión y la política, en todas sus envolturas e imperativos ideológicos, nos han dejado una magnífica antología de Narcisos. Difícil es saber cuál ha sido el más siniestro y prometedor.

Cuanto más idealista es una persona, más débil resulta en todo cuando hace, piensa y dice sentir, por mucha alexitimia que resulte padecer: su debilidad recorre relaciones personales, sociales y profesionales, amor y sexualidad, trabajo y objetivos laborales, ocio y gestión del tiempo libre... El idealismo conduce siempre al fracaso, por lo que, para evitarlo, el idealista se rodea de todos los medios posibles para preservar el autoengaño colectivo y personal. En este punto es clave vivir cercado de otros idealistas ―que sirven de escolta y blindaje―, de modo que todos, conjuntamente, asuman vivir de forma concertada en un mundo idealizado. Y falso. Un coliving fabuloso y feliz. Por decreto emocional. En este punto resulta irrenunciable imponer a los «realistas» la obligación de que asuman el idealismo exigido por los idealistas. No es una redundancia, es una exigencia, que ―más pronto que tarde― puede disponerse imperativamente en el Código Civil de una democracia posmoderna. La democracia misma es un idealismo político incuestionado como tal.

El poder del idealismo en la Edad Contemporánea ha sido siempre el de una triple negación: la negación de la realidad (yo soy la verdad ―la realidad exterior se equivoca, yo no―), la negación de la objetividad (todo es subjetivo ―menos lo que digo yo―) y la negación de la ciencia cuando esta última demuestra las falacias de los ideales exigidos (la razón no sirve para explicar la complejidad de la vida ―mis sentimientos sí sirven―). El idealismo es un formalismo incompatible con la realidad que el propio idealismo, paradójicamente, exige asumir. Es una teoría capaz de afirmar que, si algo falla, la culpa la tiene la realidad, no el idealista. El idealista, como el narcisista, es incapaz de asumir cualquier responsabilidad. La culpa la tienen ―siempre― los demás.

El poder del idealismo es el poder del número, es una fuerza cuántica, no cualitativa, cuyo destino es el fracaso colectivo, masivo y global. Naturalmente, se trata de un fracaso invisible.

Sólo los débiles necesitan el idealismo. Los fuertes pueden asumir emocionalmente, y cognoscitivamente, el fracaso, mediante el desengaño personal y a través de una capacidad de reacción para rehacerse de nuevo, en condiciones compatibles con las exigencias de la realidad. Los pedantes a esto lo llaman resiliencia. El idealismo debilita enormemente cualquier tipo de sociedad humana, a la vez que la hace creerse ―de forma ilusa y equivocada― más fuerte que las demás. La Alemania nazi es en este punto un ejemplo de referencia histórica y universal. Lo mismo ocurre con los individuos: la fortaleza emocional del idealista se basa en el fanatismo. Es una fuerza altísima y potentísima. Tan poderosa como cegadora. Y esa ceguera es la que, ante la realidad que no ve, le hace fracasar por completo. Porque la realidad no tolera a quien no es compatible con ella. El desenlace de todo idealismo es el fracaso más absoluto. Pero es un fracaso que no se ve, muy diferido, y que nuestra sociedad evita declarar públicamente, entregada, como está, a la promoción y defensa a ultranza de todos los idealismos.

De hecho, el idealismo tiene un final trágico, porque, como toda tragedia, sus causas son invisibles y sus consecuencias irreversibles. Si fuera visible, es decir, prolépticamente inteligible, el fracaso, como la tragedia, se evitaría. Un exceso de sensibilidad nos priva, con frecuencia, de un mínimo de inteligibilidad. El mínimo necesario para evitar el fracaso. A Edipo le ciega la pasión; a Narciso, el idealismo de su propio ego. Los idealistas tienen la tragedia delante, pero no la ven. Viven en la indefensión más absoluta, pero no lo saben. Y pueden entregar su vida por una causa que ―ideal y falsa― consideran suprema, sublime y ―por supuesto― moralmente imperativa y necesaria. El imperativo categórico kantiano es una orden por las buenas. Viven como monomaníacos de ideales que imponen en su propio nombre ―el yo― o en nombre de una colectividad en la que obsesivamente se integran ―el nosotros―. El idealista nunca está solo. Nunca. El idealista es miembro servil de un ejército unanimista y ciego. Siempre hay un Führer narcisista que pastorea rebaños de Narcisos. Dicen de este modo dar sentido a sus vidas, cuando en realidad lo que hacen es darles un pseudosentido idealista y radical, que sólo puede desembocar en un fracaso violento.

La Edad Contemporánea, de la mano del idealismo alemán, heredero sin duda del idealismo fideísta luterano, ha engendrado y promovido formas de ser absolutamente obsesionadas con imperativos idealistas de vida. Ha construido un prototipo humano que considera que puede vivir en una realidad personalizada, hecha a su propia escala hedonista, en la que su egolatrado ego sea la unidad definitiva de medida y exigencia de todas las cosas. Hasta tal punto que el prójimo está obligado imperativamente a satisfacerle ―y a obedecerle― en el cumplimiento de cada uno de sus ideales personales y egotistas, yoístas y egocéntricos. Esto es el narcisismo, en cualquiera de sus facetas, géneros y pulsiones. Todas ellas patológicas.

El respeto posmoderno hacia el narcisismo del siglo XXI explica que el fracaso humano no se publicite. Pocos saben de primera mano que más de la mitad de la gente que se dedica a «los negocios» acaba en la ruina. Ningún escritor quiere ―ni puede― admitir hoy que su supuesto éxito editorial no se debe a un talento literario, ni a su propia inteligencia poética (de la que carece), sino al empeño mercantil y empresarial de grupos financieros que hacen caja con sus libros en los actuales supermercados de libros, establecimientos comerciales a los que de ninguna manera se les puede llamar librerías. Si un escritor hoy es «genial», no lo es por lo que escribe, sino porque los genios son quienes han diseñado y promocionado la campaña publicitaria de su obra, la cual se extinguirá en menos de 90 días. La zanahoria caduca en tres meses.

Casi nadie sabe que la vida de un profesor universitario es un autoengaño institucional promovido por las agencias de calidad y de evaluación de la papelería académica, el gran camión de la basura de la enseñanza superior. Algún docente ha hablado en redes sociales de que la enseñanza actual es un engaño para todos los estudiantes, y claramente les ha dicho ―en un sazonado presente continuo muy anglosajón― «querido alumno: te estamos engañando». Sí, se engaña a los alumnos, es cierto: tanto como los profesores nos engañamos entre nosotros. No conviene olvidar la viga en el ojo propio. Y una prueba de que algo así ―el engaño al alumnado― todo el mundo lo sabe y lo sabía es que, después de anunciarlo de forma pública y sonora, absolutamente todo sigue exactamente igual que antes: intacto. A la gente le encanta que la engañen ―mundus vult decipi (el vulgo quiere ser engañado, reza el adagio latino)―, y el alumno universitario, lejos de ser una excepción, es el ejemplo más juvenil, alegre y sofisticado de Narciso. No hay mejor engaño que el que resiste más allá de su descubrimiento y publicación. No pasa nada: su revelación no altera el éxito de la fullería, que continúa sin alteraciones. Narciso es el dios del siglo XXI. Capítulo interesante será la visión de su derrumbe divino: el ocaso de Narciso. Un buen título ―que les regalo― para una novela de autoayuda. El narcisismo es la crónica de un fracaso anunciado. El ocaso imposible de Narciso está asegurado en nuestro tiempo.

Sin embargo, el fracaso que se exhibe vulgarmente en redes sociales no es realmente un fracaso, sino una forma narcisista de buscar complicidades emocionales. Es uno de los múltiples géneros estéticos de la autoayuda narcisista. El narcisismo de la modestia, de la humildad o de la derrota. El narcisismo incluso de la ignorancia, del que se jactan algunos intelectuales, que afirman no saber usar el correo electrónico, por ejemplo. Kavafis dedicó a aquel motivo literario todo un poema, admirado esencialmente por los narcisistas de la derrota: «Ítaca». Toda la lírica del siglo XX es un cántico al narcisismo de la derrota y a la placidez estética del fracaso. Es un excelente narcótico seductor de narcisistas. Es el narcisismo, y no la genialidad, lo que explica el éxito de la denominada incomprensiblemente «poesía de la experiencia». ¿Experiencia? ¿De qué? De la vagancia.

El narcisismo es la lucha que un idealista mantiene contra la realidad de su propio yo, negándola. El narcisista sabe que realmente no sirve, que no vale, para hacerse compatible con la realidad, y por ello mismo se inventa una realidad alternativa, virtual e idealizada. Y se rodea de las dramatis personae que mejor le convienen. El actual mundo posmoderno no sólo lo permite, sino que lo promueve, estimula y galardona. El siglo XXI premia el narcisismo en todos sus géneros, incluido ―sobre todo― el más extremadamente maligno y luzbelino.

Todo este trampantojo verbenero permite al narcisista olvidarse de que no es compatible con la realidad. Pero la realidad, como la muerte, nunca falta a ninguna de sus citas. Si alguien se divorcia excesivamente de la realidad, ella misma se encarga de corregir esa desviación, cobrando alta la factura. Pero para un narcisista, como para casi todos los idealistas, los signos reales ―los signos de la realidad― son ininterpretables. Lo suyo no es la semiótica de lo real. El fracaso es la distancia que separa a los idealistas de la realidad. Y el narcisismo es la negación del fracaso que se tiene delante. El fracaso se manifiesta de múltiples formas: la guerra, el crimen, el divorcio, la deuda impagable y creciente, el suicidio, la revolución política, las ideologías, la utopía, la superchería, las religiones, el cadalso, las filosofías de todas las naciones, las democráticas elecciones nacionales y supranacionales ―¿cuántos fracasos no han logrado disimular unas elecciones democráticas?―. El narcisismo es una forma ―patológica― de idealismo. Y su destino es el fracaso. La curación es realmente difícil. Además, el rendimiento mercantil del narcisismo es altísimo. Es una de las principales fuentes de energía financiera de nuestro tiempo. El narcisismo es uno de los motores económicos del siglo XXI.

El poder permite ejercer el narcisismo. Y preservar ―diuturno― el ejercicio del narcisismo, demorando el fracaso lo más posible. Pero sin evitarlo a largo plazo. Porque dilatar un fracaso es prorrogar un calvario. Un narcisista sin poder no es un narcisista de verdad, es un gilipollas. Un donnadie, víctima cruda de su propio ego minusculizado. A Narciso le gusta el poder. Es su salvoconducto y golosina, su fortín y su blindaje, su imagen y su espejo. Su hogar y también sus propias fauces. Le preserva del fracaso, que le sobreviene ―inmediato― cuando pierde el poder. Pero el poder, cualquier forma de poder, es una ilusión temporal, aunque funcione del mejor modo posible durante un tiempo lisérgico y embelesante. El poder es una bomba de relojería cuyo temporizador desconoces.

Un ejemplo básico y masivo de narcisista sin poder es el consumidor de redes sociales. Lo llaman usuario, cuando en realidad es un consumidor, una víctima de Narciso y de Aracne, es decir, de sus propias limitaciones y a merced de la tiranía administrada por quien ha tejido la red, es decir, la tela de la araña, en que se desangra emocionalmente su ansiedad y su tiempo. La erosión psicológica del narcisista es brutal. Consumidor y productor de contenidos para redes públicas, vive así esta atrición emocional, desesperante y teatralizada. Estos infelices narcisos ―comentaristas de internet sin apenas saber leer ni escribir (no saben que no saben)― alimentan la red para facilitar el tráfico de dinero y las actividades mercantiles de otros. Ésa es su función básica. Son transmisores internáuticos de dinero ajeno. Son también potentes publicistas gratuitos de logros de otras personas, a las que promocionan creyendo discutirlas o censurarlas. Pero en todo caso, las promocionan siempre. Generan siempre lo contrario de lo que se proponen, porque ―idealistas y narcisos― siempre desconocen e ignoran las consecuencias reales de sus actos. Son el plancton necesario a los mercenarios del comercio global. Mercatransmisores, soportes publicitarios y consumidores inconscientes, a los que se promueve haciéndoles creer en un concepto tan vago como vacuo: creadores de contenido. De nuevo, la zanahoria. El único valor de ese contenido es contribuir a la mercatransmisión globalista del dinero que generan internet y sus redes sociales, y del que, en el mejor de los casos, reciben una parte ridícula, porque el más alto porcentaje se lo lleva la fiscalización del Estado ―y, sobre todo, la araña que teje la red (no trabaja gratis las araña que teje la red)―, un Estado hoy subordinado a los intereses de los amigos del comercio global, quien de hecho ha diseñado arácnidamente la «creatividad» de las redes sociales y sus seductoras y adictivas patologías.

Hoy Narciso ya no es el hijo de Cefiso y Liríope. Ya no hay dioses fluviales ni ninfas risueñas en las redes ―sociales― de tu vida. Hoy Narciso es un arácnido engendro de internet. Hoy Narciso eres tú.


Jesús G. Maestro


Utilidad mercantil del narcisista:
idealismo y narcisismo de un mercatransmisor en redes sociales

Impartir clases presenciales en la Universidad es una completa pérdida de tiempo

 



1. En una entrada en YouTube, usted explica por qué los universitarios, en general, ya no quieren asistir a clase presencial. Y se responde con un casi incontestable «porque no necesitan hacerlo». ¿Nos ayuda a comprender mejor su perspectiva?

 

No asisten a las clases presenciales porque no necesitan hacerlo, y de hecho no necesitan hacerlo por muchísimas razones. No es necesario asistir en persona a una clase cuando esa clase puede impartirse y recibirse telemáticamente. Pero es que además no es necesario acudir en persona a un lugar para recopilar apuntes que se pueden descargar de un repositorio de internet, como hace pocos años se podían recoger en una fotocopiadora. A mi juicio, impartir clases presenciales en la Universidad es una completa pérdida de tiempo en muchísimos aspectos, tanto para profesores como para alumnos. Bastaría impartir una lección magistral una vez por semana, y responder a las cuestiones y dudas que plantearan los alumnos, bien por correo electrónico, bien en vídeo, según la necesidad y exigencia de las cuestiones que se tratan. Naturalmente, hablo de las materias que yo imparto, Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Quede claro que no tengo ninguna razón para disponer cómo el resto de mis colegas de otras disciplinas, Escuelas o Facultades, han de hacer su trabajo o impartir sus clases. Hablo de mis materias, no del trabajo ajeno, sobre el cual ni tengo, ni deseo tener, ninguna implicación. Sea como fuere, comprendo perfectamente que el alumnado no asista a las clases presencialmente, porque tiempos y espacios pueden ser un enorme obstáculo. Los horarios no siempre coinciden bien para poder asistir a clase, y las distancias son en ocasiones enormes, con problemas de tráfico y circulación. Construir universidades a 20 kilómetros de centros urbanos es un disparate. A mi juicio, las clases presenciales deben reducirse al mínimo imprescindible. Se me dirá que tal vez algo así desnaturaliza la relación entre el profesor y el alumno. Se puede decir lo que se quiera. Me da igual, me es indiferente. Yo digo lo que yo pienso. La relación entre el profesor y el alumno debe ser estricta y exclusivamente profesional, académica y distante. Fuera del aula y fuera del horario laboral esa relación no tiene sentido. No hay que mezclar el trabajo con nada ajeno al propio trabajo. Esto es lo que yo pienso. Cada cual que haga lo que quiera.

 

 

2. Como analista de la educación, y en particular de la educación superior, ¿Cuál diría que es el estado de la cuestión de la educación universitaria en España a día de hoy?

 

El estado de la cuestión, es decir, el estado en el que se encuentra la educación se puede interpretar de tantas formas como personas hay. De hecho, cada persona lo interpreta como quiere, como le da la gana y como más le gusta o le disgusta. Dado que cada uno dice lo que quiere y todos lo que les apetece, la cosas se hacen como disponen los políticos. La gente habla, comenta, interpreta, publica libros y artículos, hace debates, pero en realidad a nadie le importa de verdad la educación científica. Yo observo que hoy, ante la educación científica, y el estado de la cuestión ―por atenerme literalmente a la pregunta―, se dan tres formas de comportamiento. En primer lugar, están los que, a juicio de los unos, destruyen la educación, saturándola de contenidos ideológicos, pedagógicos, políticamente correctos, etc. En segundo lugar, están los que, a juicio de los otros, defienden una educación clásica, tradicional, más conservadora, basada en tendencias del pasado, la memoria, el aprendizaje de conocimientos, etc. Unos y otros, a mi modo de ver, invierten mucho tiempo, tanto publicando libros y artículos como organizando muchos debates. Hacen negocio y publicidad con una u otra cuestión. Sin embargo, a mi modo de entender, hay una tercera vía, que es la que yo practico, y que consiste en impartir ―al menos ésa es mi intención, otra cosa es que lo consiga― clases de calidad, con contenido académico y utilidad práctica. Yo no pierdo mi tiempo en debates. No debato con nadie, porque no tengo nada que debatir. Cada cual puede tener la idea que quiera, porque a mí todas me resultan igual de indiferentes. Yo hago mi trabajo, y lo que piensen los demás no es asunto mío. Lo único que me importa es impartir clases que considero tienen calidad en relación con la Teoría de la Literatura y la Literatura Comparada, que es mi razón profesional de ser y de ejercer la docencia y la investigación. Las personas que cada día me hablan de lo mal que está la educación me resultan tan sospechosas como las que me hablan de lo bien que está la educación. No me interesan sus conversaciones. No necesito que me expliquen cómo es la realidad de la que formo parte. Me interesa la libertad y la calidad de la educación científica. No leo libros de filósofos que me dicen cómo tengo que impartir clase. No me interesa. Prefiero leer a Cervantes, a Quevedo o a Homero, por ejemplo. Me preocupa el contenido y la calidad de mis clases. Los debates se los dejo a los demás.

 

 

3. Los más agoreros dicen que a la Universidad llegan mal preparados, que hay un problema no resuelto por las distintas reformas educativas…

 

El éxito de la educación, de toda educación, universitaria y de todo tipo, es un autodidactismo encubierto. Yo tuve profesores de Universidad pésimos, vagos, mal preparados y también malas personas. Nadie me regaló nada. Ni a mí ni a ―casi― nadie de mi generación. No me educaron con contemplaciones. Lo que se lleva ahora ―fingir preocupación por el prójimo― no se daba en la década de 1980. ¿Que los alumnos llegan mal preparados a la Universidad? ¿Y cuándo no fue así? Sí es cierto que en otros tiempos, hace 20 o 30 años, los alumnos que llegaban mal preparados a las aulas universitarias, y no estudiaban, suspendían, o abandonaban la carrera. Hoy se evita el fracaso universitario, y se les aprueba, aunque no sepan, para que no haya suspensos ni abandonos. De este modo, se evita hacer público el fracaso del sistema académico, social y democrático. Incluso a través de la denominada «evaluación curricular» se puede aprobar a un alumno con dos asignaturas suspensas para que se gradúe, y de esta manera no figure, ni compute, nunca como un fracaso universitario. Es un autoengaño. Un autoengaño colectivo, institucional y consentido. Los mismos profesores que en unos lugares y circunstancias se lamentan de lo mal que está la educación, en otros momentos y contextos votan a favor de graduar a un alumno con dos materias suspensas. Y tan felices. ¿De qué quiere que me sorprenda? Las reformas educativas resuelven el problema perfectamente: no hay fracaso académico. Todos aprueban. Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Qué los alumnos no saben leer ni escribir? ¿Y qué? ¿Cuántas personas hay que no saben leer ni escribir correctamente y gestionan la vida de millones de ciudadanos supuestamente inteligentes, trabajadores y honrados? ¿O acaso la democracia actual no está diseñada para dar opciones a todo el mundo, al margen de sus méritos, esfuerzos o merecimientos? La vida humana nunca ha sido justa. ¿Por qué gracia insólita y gratuita tendría que serlo en el siglo XXI? Otra cuestión es que estos criterios no gusten a algunas personas, pero de su éxito no se puede dudar, porque permiten que el fracaso resulte invisible a todos los efectos. Y los fracasos invisibles no computan. Pero que no se registren en un acta no significa que no existan. La democracia posmoderna está organizada para invisibilizar el fracaso, y conseguir que la gente se sienta feliz, aunque su vida personal y profesional sea una ruina irreversible, una miseria sin dinero ni trabajo o una incapacidad crónica y absoluta para superar las más básicas limitaciones. Se busca la felicidad, no la inteligencia. Se busca la apariencia, no la libertad. Se vive en el autoengaño, y no en el secreto de la educación: superar el desengaño para abrirse camino en la vida. Pero la ignorancia, como la pobreza, no se puede disimular. La inteligencia no se puede fingir. Las consecuencias de la ignorancia entre los jóvenes son, hoy, la principal causa de enfermedades mentales. Una pandemia que en el siglo XXI se multiplica exponencialmente. La solución no está en la psiquiatría, sino en la prevención que sólo se puede llevar a cabo desde una educación basada en el desengaño ante las exigencias de la vida. La locura es el resultado de una vida personal que no sabe hacerse compatible con la realidad.

 

 

4. En 2023 conocimos los resultados del I Estudio Nacional sobre el Estado de Ánimo de los Docentes, y el principal de ellos es que uno de cada tres presentaba depresión o síntomas de ella. ¿Cómo podemos proteger a los docentes, con carácter general, en cualquier etapa educativa?

 

Yo no puedo responder a esa pregunta, porque no soy psiquiatra ni psicólogo. Lo que sí sé es que muchas personas tienen que trabajar en condiciones muy adversas, en la docencia y fuera de la docencia. Hay trabajos que requieren un vigor físico y psicológico que, si no se posee, no pueden ejercerse. Sé que quien no trabaja, no madura. Sé que el trabajo es imprescindible para abrirse camino en la vida y que es una de las medidas más precisas del grado de madurez de una persona. Si alguien es vulnerable a determinados hechos que le impiden ejercer su trabajo, tiene esencialmente dos alternativas: superarlos o sucumbir. Trabajo es aquello que se hace sólo por dinero. La docencia es un trabajo mucho más duro de lo que la gente cree. Hay que enfrentarse a muchas situaciones, y todas ellas adversas. La gente idealiza la docencia hablando de muchas tonterías: la formación del alumno, la dignidad del trabajo, el cultivo del espíritu, el valor de las Humanidades, la importancia de la filosofía, y otras monsergas por el estilo, muy ajenas a la realidad de la docencia. Siempre recuerdo un hecho que viví directamente como estudiante universitario. Uno de nuestros profesores de entonces tenía la costumbre de formar un corrillo con alumnos a la puerta del aula una vez terminada la clase. El tema del corral era siempre el mismo, la arenga del docente idealista: «seréis un día profesores, educaréis las almas de los más jóvenes, la pureza espera vuestras palabras...». Y varias ridiculeces por el estilo. Un día, en el corro, estaba presente una alumna singular, que miraba a aquel infeliz parlante de forma disidente y casi amenazante. El profesor, con modales de clérigo, y aflautando la voz, le preguntó, focalizándola: «¿Y tú, por qué dudas? ¿No quieres ser profesora el día de mañana, y educar a jóvenes necesitados de sabiduría? ―No―, respondió ella. A lo que él, más infeliz que nunca, preguntó: ―¿Entonces, qué quieres ser?... ―Puta», concluyó ella. Aquel día el corro se disolvió antes de lo previsto. Desconozco si mi compañera cumplió su palabra.

 

 

5. ¿Y cómo podemos inculcarles a nuestros estudiantes que, si no se esfuerzan, los títulos, por más que los consigan porque una u otra ley sea más permisiva o flexible que otra, les servirán de poco cuando se enfrenten al mercado laboral?

 

No lo sé. Pero sé que ésa no es mi labor. Mi trabajo no consiste en inculcar lo que deben hacer o no con su vida, su esfuerzo o su voluntad. Eso es una cuestión personal, y responsabilidad de cada individuo, no mía. Mi trabajo consiste en impartir clases de calidad ―insisto en que otra cosa es que lo consiga― sobre Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, y desarrollar una labor investigadora que sirva a quienes me sucedan en el desarrollo del conocimiento. Las citas con la realidad son inexcusables. Y entre ellas, hay tres citas imposibles de eludir: la salud, el trabajo y el dinero. Dicho en una sola palabra: la necesidad. Éste es el más potente y crudo magisterio. Con la necesidad no sirven los idealismos, ni la pedagogía roussoniana, ni las filosofías de autoayuda, ni el narcisismo arácnido ―no hay tela sin araña― de las redes sociales. Cuando el trabajo es improductivo, el dinero falta y la salud falla, ¿qué queda del ser humano? Pues eso es lo que se va a encontrar la mayor parte de la gente a lo largo del siglo XXI: un fracaso personal y profesional al que le resultará imposible sobrevivir. El idealismo no resuelve los problemas reales, los intensifica, al ignorarlos. La educación no puede basarse en el idealismo, sino en todo lo contrario: en un enfrentamiento crudo con la realidad.

 

 

6. Jugando con el título de aquella canción de Golpes Bajos, ¿son estos malos tiempos para los clásicos, su especialista, para la Historia, para la filosofía…?

 

Yo nunca he conocido buenos tiempos para nada ni para nadie. He conocido tiempos en los que era posible hacer ciertas cosas y tiempos en los que no. Lo que sí sé es que desde que entré en la Universidad, primero como estudiante y luego como profesor, todos los cambios que he conocido han sido siempre a peor en todo. Todo cambio suponía la introducción de un nuevo obstáculo, superior a cualquiera de los anteriores. Llevo ya 30 años ejerciendo la docencia universitaria, en España y fuera de España. En el extranjero las cosas no son mejores. Cuando la gente dice, narcisistamente y de modo despechado, que se va de España a trabajar en el extranjero, pienso... «al plato vendrás, y entonces verás». No he visto que nada de cuanto se ha introducido, ni legislativamente ni de otro modo, haya servido para mejorar nada. Ni en España ni tampoco fuera de España. En Estados Unidos la libertad en la Universidad es una absoluta ficción. La Universidad es hoy, allí, en la anglosfera, en el país en el que la libertad es, ante todo, una estatua, como diría Pablo Neruda, un lugar peligrosísimo e inseguro. Las cosas han cambiado, pero no para mejor. Incluso las cosas cambian a mitad de juego: cambian las normas del juego en medio de la partida. Se nos dan unas instrucciones para desarrollar nuestro currículum académico, y cuando llevamos unos años formándonos conforme a estos criterios, surgen nuevas normas, que ningún profesor ha votado ni consensuado jamás, en nombre de las cuales normas los criterios antes vigentes cambian de forma radical. La democracia funciona así. Unos cambian las normas que afectan a todos, sin que la mayoría pueda hacer nada por evitarlo. Yo no voté el Plan de Bolonia. Ni yo ni nadie. Se nos impuso, y punto. A nadie se le preguntó si estaba de acuerdo o no. La Aneca cambia sus normas cuando quiere. A nadie se le pregunta si está de acuerdo o no. Se imponen y punto. La democracia es una mayoría de votantes que elige a una minoría de gobernantes que gestiona la democracia a su gusto. Emitido el voto, los votantes son simples peones sin libertad ni poder. Si te gusta, bien, y si no, también, porque no hay otra cosa. Ni la habrá. Por el momento... Por otro lado, habla Vd. de la filosofía. Mire: la filosofía es un mito. Está mitificada. La filosofía es, en realidad, una forma excéntrica de ejercer la sofística. Platón es tan tramposo como Gorgias y Sócrates tan gualdrapero como Protágoras. La filosofía es un nido donde sólo ponen sus huevos los que hablan de religión, de política o ideología y de autoayuda o autoengaño. En el mundo antiguo la filosofía era religión, como en la Edad Contemporánea la filosofía es política e ideología, y como en el siglo XXI la filosofía son frases de autoayuda. No hay más. En realidad, la filosofía es un modo de relacionar y organizar las ideas de que disponemos y con las que actuamos. Nada más. Nada menos. Hay muchas personas que no han estudiado nunca filosofía y organizan su vida y sus ideas mucho mejor que Platón, Nietzsche, Heidegger o Fukuyama. La filosofía es un cuento sin sentido del humor. Y en realidad es un cuento bastante siniestro. Los sueños de los filósofos provocan insomnio.

 

 

7. ¿Qué le dice usted a un alumno que le confiesa que, a mediados de carrera, incluso ya graduado, en realidad, aunque estaba entre las materias, aún no ha leído en serio el Quijote?

 

Yo no hablo con alumnos fuera de mi ámbito laboral. Y desde luego no escucho ninguna de sus confesiones, ni dentro ni fuera del aula. Los alumnos forman parte de mi trabajo, no de mi vida. Soy profesor, no confesor. No soy cura, ni psiquiatra, ni «hermano mayor» de nadie. En mi trabajo explico el Quijote, entre muchas otras obras literarias. Examino al alumnado conforme a la legalidad vigente y de acuerdo con la guía docente de la materia, y lo que ocurra fuera de mi horario y calendario laborales no es asunto mío y no debe ser asunto mío. Dedico mi vida personal y profesional a explicar literatura, he grabado más de mil doscientos vídeos sobre interpretación de autores y obras literarias, y he puesto gratuitamente a disposición de todo el mundo, en internet, contenidos críticos y académicos propios de un nivel universitario, de forma abierta, libre y gratuita, así como toda mi obra, la Crítica de la razón literaria. Soy responsable de lo que he escrito, y me deberán el favor ―que no cobraré― de haberlo regalado. Lo que la gente haga con ello es algo que no puede importarme. Cada año se gradúan cientos o miles de estudiantes en materia literaria y en Hispanismo que no hay leído nada, ni el Quijote ni nada. Y el hecho de que muchos de sus profesores lo hayan leído ―y estoy seguro de que muchos no lo han hecho― no nos asegura nada tampoco. La mayor parte de los lectores, intérpretes o parlanchines del Quijote leen esta obra como un libro de autoayuda, de afirmación del idealismo y muchas tonterías. No han comprendido nada, porque no leen la obra, sino que proyectan sobre un texto que no comprenden ansiedades personales o prejuicios inconscientes. No hacen interpretación literaria, sino proyección personal de emociones e ideales. Para ellos la literatura es una sesión emocional o terapéutica, y no un desafío a la inteligencia humana. Prefieren lo sensible a lo inteligible. Para eso vale más que lean a Harry Potter, a Mark Twain o a Edgar Allan Poe.

 

 

8. ¿Cree que, como entrevistador, le estoy dibujando un panorama que, en verdad, no es real, y que la educación y los educandos gozan de mejor salud de lo que creemos?

 

Gozan de una excelente salud para ser idealistas, para ser felices, para ser narcisistas, es decir, para ser ignorantes. No hace mucho circulaba por internet, precisamente por una red social que se jacta de estar destinada a profesionales de sectores especializados, un vídeo en el que se exponía lo siguiente. Una profesora dice a sus alumnos, niños todavía, que les va a mostrar lo que hay en una caja que tiene sobre la mesa. Dice la profesora que la caja contiene la foto del alumno al que ella considera su «alumno preferido». Cada alumno pasa individualmente por la mesa de la profesora para abrir la caja y ver la foto del favorito. En realidad, la foto es un espejo, de modo que cada alumno, al mirar la supuesta foto, sólo ve su propio rostro, su propia imagen, su cara. La profesora está feliz. Los alumnos están felices. Los espectadores del vídeo están felices. Pero acaso todos ignoran que se trata de un autoengaño. De un autoengaño muy peligroso. ¿Por qué? Porque un procedimiento de ese tipo puede inducir a un trastorno narcisista de personalidad. No hay por qué hacer creer a nadie que es preferido o favorito de nada. A clase se va a trabajar, a impartir conocimientos y a desengañar al ser humano para hacerle hábil ante los problemas de la vida y capaz ante las exigencias de la realidad. Inducir o perpetuar el engaño es la forma más potente de conducir a una persona al fracaso.

 

 

9. Usted ha escrito en su blog esto: «Huir de la inteligencia significa ante todo huir de la imaginación, pues la imaginación más seductora es siempre la imaginación más racionalista». El último informe PISA medio suspendía a los jóvenes españoles en comprensión lectora ¿Cree que le entenderían a la primera eso que dijo?

 

Ni lo sé ni me importa, francamente, y perdone la sinceridad de mi respuesta. Yo no hablo ni escribo para los jóvenes, ni para los viejos, ni para nadie en particular. Escribo y hablo para expresar un sistema de ideas. Lo que digo o escribo no es resultado de una espontaneidad o de una ocurrencia, sino que se trata de afirmaciones que forman parte de textos más amplios, de los que se extraen como una cita, y que pueden leerse como aforismos o paremias. Ni yo ni nadie puede pretender que se entienda lo que se dice o se escribe. Cada texto selecciona a sus propios lectores e intérpretes. Por otro lado, hoy, con las redes sociales, la confusión y la destrucción de la comunicación está asegurada. Hay personas que viven en las redes sociales, y que comentan todo lo que leen, sin entender nada de lo que leen. Mi obra, que se ha difundido mucho a través de redes sociales, ha sido objeto de muchos comentarios, vídeos, réplicas, etc. La mayor parte de estos comentarios proceden de personas que no tienen conocimientos de nada, pero que, bajo la ilusión de usar internet, creen que saben algo. Le pongo un ejemplo. Yo siempre he dicho que la literatura no es una ciencia. Es la tesis número 4 de la Crítica de la razón literaria: «la literatura no es una ciencia». Bien, pues son incontables las personas que, comentado tonterías en internet, me objetan ―jugando a ser sabios― que yo haya dicho que «la literatura es una ciencia». Es decir: entienden todo al revés. Otro lo lee, y sigue el hilo. Y así sucesivamente. Las redes sociales son el magisterio de la ignorancia, la metátesis de necedades infinitas. Y a la vez son también medios de difusión de conocimientos y saberes de primera categoría, para quien sabe interpretarlos. La realidad es dialéctica y conflictiva. Saber sobrevivir a esos contrastes es fundamental. Y la educación debe ser el principal instrumento para conseguirlo, y no el medio más insistente para provocar en niños y jóvenes todo tipo de patologías trastornos de personalidad.

 

 

10. Permítame otro juego de palabras, en este caso, tirando del refranero ¿Con la literatura la letra entra? ¿O es la literatura esa asignatura por la que no le van a pedir cuentas al alumno en la empresa donde inicie su andadura como trabajador?

 

Vida y trabajo son dos cuestiones diferentes. El mundo anglosajón ha subordinado la primera a la segunda, es decir, ha hipotecado la vida en nombre del trabajo, y lo ha hecho como sabe hacerlo siempre la anglosfera: cruelmente. Hoy todo está reducido a trabajo, rendimiento y productividad. No hay margen para nada más. Han desaparecido todo tipo de calidades no rentables. Hay simulacro de pan, el congelado, pero no pan de verdad. Se impondrá la carne artificial, y muy pocos consumirán carne verdadera. No tardará en volver a comercializarse la leche en polvo (algo que ya se hizo en épocas de escasez), y se demonizará el consumo de la leche de verdad. La propaganda hace el resto, y la gente lo aceptará porque el «sistema» sabe cómo hacerlo. La literatura es uno de estos productos de calidad que se ha sustituido por otros sucedáneos más potentes emocionalmente: el cine puede ser más emocionante que la literatura, al igual que el periodismo sensacionalista es más emocionante y rentable que la información crítica y veraz. Hoy todo periodismo es sensacionalista, pues no serlo supone desaparecer de internet. Vamos hacia un mundo sin productos de calidad: ni leche, ni pan, ni carne, ni literatura. Ni información. La gente pasará su vida trabajando. ¿Para qué quiere la literatura alguien que no sabe vivir? Ya he dicho que trabajo es aquello que sólo se hace por dinero. El trabajo consiste en vender tu libertad a cambio de dinero. La esclavitud consiste en vender toda tu vida a cambio de sobrevivir día tras día, es decir, a cambio de nada, porque vivir sin libertad no es vivir. El esclavo reemplaza el dinero por la supervivencia. ¿Para qué quiere dinero alguien que no tiene libertad? El siglo XXI es el siglo de los esclavos. Los ricos no tienen ideología, tienen dinero. La ideología es la emoción de los pobres.

 

 

11. Que si programación, informática, big data, blockchain… Nos dicen que eso es lo que reclama el mercado laboral, y los jóvenes están alerta, claro ¿Usted cómo lo ve?

 

Lo veo como lo que es: la esclavización posmoderna del ser humano. Es un mundo inhabitable fuera del mercado laboral. Y, dentro de él, absolutamente inhumano. En consecuencia, quienes vivimos en el siglo XXI nos movemos entre lo inhumano y lo inhabitable. Es mejor que la gente no lo sepa. Para eso está la educación, para sumir a la gente en la inconsciencia colectiva, el consumo masivo y el autoengaño feliz.

 

 

12. ¿Le teme como educador a la Inteligencia Artificial?

 

Es muy útil. Yo la uso para responder al 99% de los correos electrónicos que abro (que son menos del uno por ciento de los que recibo). Por otro lado, debo ser sincero, pese a resultar árido en la forma de expresarme: yo no soy educador, soy solamente profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. No educo: explico literatura. No es lo mismo.

 

 

13. Le preguntaría mucho más, pero prefiero darle la opción, retórica, para que lance un mensaje, primero, a ese estudiante de natural insatisfecho, y segundo, a ese director de un centro educativo agobiado porque a final de curso constata que sus alumnos no obtienen los resultados esperados, y, por defecto, le echa la culpa de ello a la última reforma, ¿o ambos, estudiantes insatisfechos y directores agobiados, son también corresponsables de la situación?

 

Las personas inteligentes no necesitan consejos. Les basta la lectura de los autores clásicos de la tradición cultural hispanogrecolatina y ―sobre todo― vivir cada día la realidad del mundo: enfrentándose a ella laboralmente, es decir, trabajando.

 

Jesús G. Maestro
17 de enero de 2024.