Utilidad mercantil del narcisista: idealismo y narcisismo de un mercatransmisor en redes sociales

 


El narcisismo es la lucha del propio yo hacia una idealización de sí mismo más allá de las posibilidades reales. Es el idealismo de un ego deficiente. Y no hay que olvidar que la distancia que separa al idealismo de una patología psíquica es invisible.

Religión, filosofía e ideologías saben mucho de idealismo. La Historia de la religión, la filosofía y las ideologías es, con frecuencia, la Historia del idealismo en sus múltiples facetas. No en vano cada una de estas actividades humanas, tan patológicamente seductoras, ha invertido mucho de su caudal emocional en legitimar la tierra firme de su idealismo. Una firmeza telúrica que, con frecuencia nefelibata, está siempre en un más allá inaccesible y redentor. Platón se jactaba de conocer el mundo ideal y metafísico de las ideas puras, purísimas ―como si alguna vez hubiera estado allí como un registrador ante la propiedad―, Tomás de Aquino trataba a Dios de tú, Hegel hacía lo propio con el espíritu absoluto y Marx anunció en su visionaria utopía comunista el itinerario que conducía a la tierra prometida. Nietzsche descubrió la nada absoluta ―sin duda antes de que Lucrecio la justificara por vez primera siglos antes―, Freud dialogó en directo con el inconsciente de todos sus pacientes, y Heidegger ―poseso de éxtasis― vio al Dasein, con más nitidez (y más retórica) que Blancanieves a los siete enanitos. Amén. La filosofía, la religión y la política, en todas sus envolturas e imperativos ideológicos, nos han dejado una magnífica antología de Narcisos. Difícil es saber cuál ha sido el más siniestro y prometedor.

Cuanto más idealista es una persona, más débil resulta en todo cuando hace, piensa y dice sentir, por mucha alexitimia que resulte padecer: su debilidad recorre relaciones personales, sociales y profesionales, amor y sexualidad, trabajo y objetivos laborales, ocio y gestión del tiempo libre... El idealismo conduce siempre al fracaso, por lo que, para evitarlo, el idealista se rodea de todos los medios posibles para preservar el autoengaño colectivo y personal. En este punto es clave vivir cercado de otros idealistas ―que sirven de escolta y blindaje―, de modo que todos, conjuntamente, asuman vivir de forma concertada en un mundo idealizado. Y falso. Un coliving fabuloso y feliz. Por decreto emocional. En este punto resulta irrenunciable imponer a los «realistas» la obligación de que asuman el idealismo exigido por los idealistas. No es una redundancia, es una exigencia, que ―más pronto que tarde― puede disponerse imperativamente en el Código Civil de una democracia posmoderna. La democracia misma es un idealismo político incuestionado como tal.

El poder del idealismo en la Edad Contemporánea ha sido siempre el de una triple negación: la negación de la realidad (yo soy la verdad ―la realidad exterior se equivoca, yo no―), la negación de la objetividad (todo es subjetivo ―menos lo que digo yo―) y la negación de la ciencia cuando esta última demuestra las falacias de los ideales exigidos (la razón no sirve para explicar la complejidad de la vida ―mis sentimientos sí sirven―). El idealismo es un formalismo incompatible con la realidad que el propio idealismo, paradójicamente, exige asumir. Es una teoría capaz de afirmar que, si algo falla, la culpa la tiene la realidad, no el idealista. El idealista, como el narcisista, es incapaz de asumir cualquier responsabilidad. La culpa la tienen ―siempre― los demás.

El poder del idealismo es el poder del número, es una fuerza cuántica, no cualitativa, cuyo destino es el fracaso colectivo, masivo y global. Naturalmente, se trata de un fracaso invisible.

Sólo los débiles necesitan el idealismo. Los fuertes pueden asumir emocionalmente, y cognoscitivamente, el fracaso, mediante el desengaño personal y a través de una capacidad de reacción para rehacerse de nuevo, en condiciones compatibles con las exigencias de la realidad. Los pedantes a esto lo llaman resiliencia. El idealismo debilita enormemente cualquier tipo de sociedad humana, a la vez que la hace creerse ―de forma ilusa y equivocada― más fuerte que las demás. La Alemania nazi es en este punto un ejemplo de referencia histórica y universal. Lo mismo ocurre con los individuos: la fortaleza emocional del idealista se basa en el fanatismo. Es una fuerza altísima y potentísima. Tan poderosa como cegadora. Y esa ceguera es la que, ante la realidad que no ve, le hace fracasar por completo. Porque la realidad no tolera a quien no es compatible con ella. El desenlace de todo idealismo es el fracaso más absoluto. Pero es un fracaso que no se ve, muy diferido, y que nuestra sociedad evita declarar públicamente, entregada, como está, a la promoción y defensa a ultranza de todos los idealismos.

De hecho, el idealismo tiene un final trágico, porque, como toda tragedia, sus causas son invisibles y sus consecuencias irreversibles. Si fuera visible, es decir, prolépticamente inteligible, el fracaso, como la tragedia, se evitaría. Un exceso de sensibilidad nos priva, con frecuencia, de un mínimo de inteligibilidad. El mínimo necesario para evitar el fracaso. A Edipo le ciega la pasión; a Narciso, el idealismo de su propio ego. Los idealistas tienen la tragedia delante, pero no la ven. Viven en la indefensión más absoluta, pero no lo saben. Y pueden entregar su vida por una causa que ―ideal y falsa― consideran suprema, sublime y ―por supuesto― moralmente imperativa y necesaria. El imperativo categórico kantiano es una orden por las buenas. Viven como monomaníacos de ideales que imponen en su propio nombre ―el yo― o en nombre de una colectividad en la que obsesivamente se integran ―el nosotros―. El idealista nunca está solo. Nunca. El idealista es miembro servil de un ejército unanimista y ciego. Siempre hay un Führer narcisista que pastorea rebaños de Narcisos. Dicen de este modo dar sentido a sus vidas, cuando en realidad lo que hacen es darles un pseudosentido idealista y radical, que sólo puede desembocar en un fracaso violento.

La Edad Contemporánea, de la mano del idealismo alemán, heredero sin duda del idealismo fideísta luterano, ha engendrado y promovido formas de ser absolutamente obsesionadas con imperativos idealistas de vida. Ha construido un prototipo humano que considera que puede vivir en una realidad personalizada, hecha a su propia escala hedonista, en la que su egolatrado ego sea la unidad definitiva de medida y exigencia de todas las cosas. Hasta tal punto que el prójimo está obligado imperativamente a satisfacerle ―y a obedecerle― en el cumplimiento de cada uno de sus ideales personales y egotistas, yoístas y egocéntricos. Esto es el narcisismo, en cualquiera de sus facetas, géneros y pulsiones. Todas ellas patológicas.

El respeto posmoderno hacia el narcisismo del siglo XXI explica que el fracaso humano no se publicite. Pocos saben de primera mano que más de la mitad de la gente que se dedica a «los negocios» acaba en la ruina. Ningún escritor quiere ―ni puede― admitir hoy que su supuesto éxito editorial no se debe a un talento literario, ni a su propia inteligencia poética (de la que carece), sino al empeño mercantil y empresarial de grupos financieros que hacen caja con sus libros en los actuales supermercados de libros, establecimientos comerciales a los que de ninguna manera se les puede llamar librerías. Si un escritor hoy es «genial», no lo es por lo que escribe, sino porque los genios son quienes han diseñado y promocionado la campaña publicitaria de su obra, la cual se extinguirá en menos de 90 días. La zanahoria caduca en tres meses.

Casi nadie sabe que la vida de un profesor universitario es un autoengaño institucional promovido por las agencias de calidad y de evaluación de la papelería académica, el gran camión de la basura de la enseñanza superior. Algún docente ha hablado en redes sociales de que la enseñanza actual es un engaño para todos los estudiantes, y claramente les ha dicho ―en un sazonado presente continuo muy anglosajón― «querido alumno: te estamos engañando». Sí, se engaña a los alumnos, es cierto: tanto como los profesores nos engañamos entre nosotros. No conviene olvidar la viga en el ojo propio. Y una prueba de que algo así ―el engaño al alumnado― todo el mundo lo sabe y lo sabía es que, después de anunciarlo de forma pública y sonora, absolutamente todo sigue exactamente igual que antes: intacto. A la gente le encanta que la engañen ―mundus vult decipi (el vulgo quiere ser engañado, reza el adagio latino)―, y el alumno universitario, lejos de ser una excepción, es el ejemplo más juvenil, alegre y sofisticado de Narciso. No hay mejor engaño que el que resiste más allá de su descubrimiento y publicación. No pasa nada: su revelación no altera el éxito de la fullería, que continúa sin alteraciones. Narciso es el dios del siglo XXI. Capítulo interesante será la visión de su derrumbe divino: el ocaso de Narciso. Un buen título ―que les regalo― para una novela de autoayuda. El narcisismo es la crónica de un fracaso anunciado. El ocaso imposible de Narciso está asegurado en nuestro tiempo.

Sin embargo, el fracaso que se exhibe vulgarmente en redes sociales no es realmente un fracaso, sino una forma narcisista de buscar complicidades emocionales. Es uno de los múltiples géneros estéticos de la autoayuda narcisista. El narcisismo de la modestia, de la humildad o de la derrota. El narcisismo incluso de la ignorancia, del que se jactan algunos intelectuales, que afirman no saber usar el correo electrónico, por ejemplo. Kavafis dedicó a aquel motivo literario todo un poema, admirado esencialmente por los narcisistas de la derrota: «Ítaca». Toda la lírica del siglo XX es un cántico al narcisismo de la derrota y a la placidez estética del fracaso. Es un excelente narcótico seductor de narcisistas. Es el narcisismo, y no la genialidad, lo que explica el éxito de la denominada incomprensiblemente «poesía de la experiencia». ¿Experiencia? ¿De qué? De la vagancia.

El narcisismo es la lucha que un idealista mantiene contra la realidad de su propio yo, negándola. El narcisista sabe que realmente no sirve, que no vale, para hacerse compatible con la realidad, y por ello mismo se inventa una realidad alternativa, virtual e idealizada. Y se rodea de las dramatis personae que mejor le convienen. El actual mundo posmoderno no sólo lo permite, sino que lo promueve, estimula y galardona. El siglo XXI premia el narcisismo en todos sus géneros, incluido ―sobre todo― el más extremadamente maligno y luzbelino.

Todo este trampantojo verbenero permite al narcisista olvidarse de que no es compatible con la realidad. Pero la realidad, como la muerte, nunca falta a ninguna de sus citas. Si alguien se divorcia excesivamente de la realidad, ella misma se encarga de corregir esa desviación, cobrando alta la factura. Pero para un narcisista, como para casi todos los idealistas, los signos reales ―los signos de la realidad― son ininterpretables. Lo suyo no es la semiótica de lo real. El fracaso es la distancia que separa a los idealistas de la realidad. Y el narcisismo es la negación del fracaso que se tiene delante. El fracaso se manifiesta de múltiples formas: la guerra, el crimen, el divorcio, la deuda impagable y creciente, el suicidio, la revolución política, las ideologías, la utopía, la superchería, las religiones, el cadalso, las filosofías de todas las naciones, las democráticas elecciones nacionales y supranacionales ―¿cuántos fracasos no han logrado disimular unas elecciones democráticas?―. El narcisismo es una forma ―patológica― de idealismo. Y su destino es el fracaso. La curación es realmente difícil. Además, el rendimiento mercantil del narcisismo es altísimo. Es una de las principales fuentes de energía financiera de nuestro tiempo. El narcisismo es uno de los motores económicos del siglo XXI.

El poder permite ejercer el narcisismo. Y preservar ―diuturno― el ejercicio del narcisismo, demorando el fracaso lo más posible. Pero sin evitarlo a largo plazo. Porque dilatar un fracaso es prorrogar un calvario. Un narcisista sin poder no es un narcisista de verdad, es un gilipollas. Un donnadie, víctima cruda de su propio ego minusculizado. A Narciso le gusta el poder. Es su salvoconducto y golosina, su fortín y su blindaje, su imagen y su espejo. Su hogar y también sus propias fauces. Le preserva del fracaso, que le sobreviene ―inmediato― cuando pierde el poder. Pero el poder, cualquier forma de poder, es una ilusión temporal, aunque funcione del mejor modo posible durante un tiempo lisérgico y embelesante. El poder es una bomba de relojería cuyo temporizador desconoces.

Un ejemplo básico y masivo de narcisista sin poder es el consumidor de redes sociales. Lo llaman usuario, cuando en realidad es un consumidor, una víctima de Narciso y de Aracne, es decir, de sus propias limitaciones y a merced de la tiranía administrada por quien ha tejido la red, es decir, la tela de la araña, en que se desangra emocionalmente su ansiedad y su tiempo. La erosión psicológica del narcisista es brutal. Consumidor y productor de contenidos para redes públicas, vive así esta atrición emocional, desesperante y teatralizada. Estos infelices narcisos ―comentaristas de internet sin apenas saber leer ni escribir (no saben que no saben)― alimentan la red para facilitar el tráfico de dinero y las actividades mercantiles de otros. Ésa es su función básica. Son transmisores internáuticos de dinero ajeno. Son también potentes publicistas gratuitos de logros de otras personas, a las que promocionan creyendo discutirlas o censurarlas. Pero en todo caso, las promocionan siempre. Generan siempre lo contrario de lo que se proponen, porque ―idealistas y narcisos― siempre desconocen e ignoran las consecuencias reales de sus actos. Son el plancton necesario a los mercenarios del comercio global. Mercatransmisores, soportes publicitarios y consumidores inconscientes, a los que se promueve haciéndoles creer en un concepto tan vago como vacuo: creadores de contenido. De nuevo, la zanahoria. El único valor de ese contenido es contribuir a la mercatransmisión globalista del dinero que generan internet y sus redes sociales, y del que, en el mejor de los casos, reciben una parte ridícula, porque el más alto porcentaje se lo lleva la fiscalización del Estado ―y, sobre todo, la araña que teje la red (no trabaja gratis las araña que teje la red)―, un Estado hoy subordinado a los intereses de los amigos del comercio global, quien de hecho ha diseñado arácnidamente la «creatividad» de las redes sociales y sus seductoras y adictivas patologías.

Hoy Narciso ya no es el hijo de Cefiso y Liríope. Ya no hay dioses fluviales ni ninfas risueñas en las redes ―sociales― de tu vida. Hoy Narciso es un arácnido engendro de internet. Hoy Narciso eres tú.


Jesús G. Maestro


Utilidad mercantil del narcisista:
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