Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, como profesor universitario, autor de la Crítica de la razón literaria, dispone de forma abierta, libre y gratuita, de toda su actividad docente, académica e investigadora, en internet, con más de mil clases grabadas en su canal de YouTube.
Érase una vez un tiempo en el que muchas familias disponían de una cocina de carbón o leña, que aseguraba el calor de toda la casa, un horno capaz de funcionar durante todo el día y una cocina siempre dispuesta para preparar lo mucho o poco que hubiera disponible. Hoy esa época no es, para algunos, ni siquiera un recuerdo. ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor? No lo creo. Y espero que no... Pero el apagón del otro lunes fue acaso algo más que una advertencia. La realidad no se equivoca: los seres humanos, sí.
En una democracia no deberían ocurrir estas cosas. Hay consenso, debates, pluralidad, hay capacidad múltiple y coordinada de gestión y maniobra: hay libertad. Al menos, en teoría (que no es poco), hay todo eso. Y sin embargo se fue la luz. Y en algunos sitios tardó casi un día entero en volver. No voy a hablar de lo que no sé, en este caso, la optimización o mejora de los recursos energéticos. Pero sí diré lo siguiente.
Aquí intervienen, al menos, tres poderes muy importantes: el Estado, el mercado y la democracia como sistema político. Y la relación entre estos tres elementos es, sobre todo en el siglo XXI, particularmente complicada y hostil. Y lo es porque el mercado, hoy, se come al Estado. Con la democracia dentro: porque, sin Estado, no hay democracia. Hay otras cosas... Y el Estado, en defensa de la democracia, hace muy poco en todo Occidente, no sólo aquí.
El mercado no necesita demócratas, pero sí consumidores. El comercio global encuentra en los Estados muchos obstáculos, limitaciones, impuestos, controles, es decir, problemas, que no existirían si no existiera el Estado. El poder del mercado, hoy globalista, es mucho más poderoso que el poder de los Estados, hoy casi todos ellos hipotecados y en manos de «los amigos del comercio». No entro a valorar si esto es bueno o malo, pues será lo uno o lo otro según para quién. Pero sí advierto que «esto» es lo que hay, guste mucho, poco o nada.
La política es la administración del poder, es decir, la organización de la libertad. El Estado es una configuración política que, modernamente, nace con el Renacimiento, y experimenta tras la caída del Antiguo Régimen una progresiva incorporación de la democracia como sistema de gestión y de gobierno. El mercado, por su parte, ha sobrevivido a los imperativos de todos los tiempos, sobre todo los que le impusieron la Iglesia medieval y el Estado moderno.
En la Roma imperial, no había derecho mercantil, porque las operaciones comerciales se regían por el derecho civil. Durante la Edad Media, la Iglesia tenía muy limitadas las actividades de los comerciantes, a los que consideraba casi como delincuentes o incluso herejes. Los Estados modernos se sirvieron del comercio siempre bajo rigurosos imperativos legales y por supuesto con fines políticos. Hoy, el mercado se ha hecho con el poder global, y dispone de más recursos que cualesquiera otras entidades.
Para Antonio Escohotado, en su trilogía sobre Los enemigos del comercio, estos adversarios del mercado eran quienes lo prohibían. Él los identificaba esencialmente con los comunistas. Para Paolo Prodi, en su libro Séptimo: no robarás. Hurto y mercado en la historia de Occidente, los auténticos enemigos del comercio no son quienes lo prohíben, sino aquellos que lo usan de forma tramposa o fraudulenta: los que incumplen las leyes mercantiles. El libro de Prodi es más profundo que el de Escohotado, y por eso ha tenido menos difusión y lectura. A una y otra obra he dedicado en mi canal de YouTube varios vídeos de amplio debate. Pero ahora me interesa concluir con un dato importante.
La democracia es hoy el campo de batalla cuyo fin se disputan un Estado exánime y un mercado prepotente y global, un terreno de juego y derrotas que marca ya esa nueva etapa histórica y geográfica en que nos encontramos, y que, lo queramos o no, es irreversible.
La democracia es un Guadiana en la historia: aparece y desaparece, y no sabemos en qué momento puede desaparecer de nuevo. ¿Se puede apagar la luz de la democracia? Sí. Sin duda. Los Estados occidentales son defensores de la democracia, pero son cada día más débiles, ante un mercado cuyo poder es ya omnímodo. Hoy el mercado es el dueño del Estado. El derecho mercantil estará pronto por encima del derecho civil. Acaso ya lo está. Los derechos del ciudadano no son los derechos del consumidor. No es lo mismo una Constitución que una «hoja de reclamaciones».
Hoy, la esterilización del Estado, en manos del comercio, es la máxima expresión del fracaso de la democracia como sistema político. Negar los hechos no sirve de mucho. Y discutir las diferentes interpretaciones del problema no invalida la realidad del problema. O el individuo se prepara ―por su cuenta― para sobrevivir al fracaso de la democracia, o muere con ella.
El mercado no es ni bueno ni malo en sí mismo: el mercado es hoy el éxito o el fracaso. La democracia cree, como algunas personas, que tiene mucho tiempo por delante, que es inmutable y eterna, que nada podrá contra ella, y emplea buena parte del poco tiempo que le queda en consideraciones morales. En realidad el tiempo se agota. Cuando la supervivencia está en juego, la moral importa muy poco. A mí algo así me parece una monstruosidad, pero esto es lo que nos dice la realidad del siglo XXI. En determinados momentos de la historia la realidad se convierte en un monstruo.
Podemos estar o no de acuerdo con la realidad. Pero no podemos ignorar que la realidad es totalmente indiferente a nosotros. Y en este punto, realidad y mercado van de la mano, porque al mercado, en determinados contextos, le interesa más nuestro dinero que nuestro bienestar. El low cost no surge por casualidad ahora. Por su parte, el Estado del bienestar sufre apagones inquietantes. La democracia, sin embargo, sigue en busca de la felicidad. La moral, con frecuencia, no resuelve los problemas: los invisibiliza, casi siempre en nombre de la religión, la filosofía o las ideologías, que son formas sedantes de entretenerse con apariencias, sin ver la verdadera realidad.
Hace unos días, el poeta y
filólogo Luis Alberto de Cuenca fue rechazado, tras tres votaciones, por los
académicos de la lengua, para ser uno de ellos. No era la primera vez que
ocurría, porque hace dos décadas también pasó lo mismo. Es la segunda vez que
los académicos de la lengua votan para rechazarlo. A muchas personas les
sorprendió algo así. A mí me habría sorprendido precisamente lo contrario: que
lo admitieran.
¿Por qué? Por una sola y
única razón dominante, no exclusiva pero sí excluyente: Luis Alberto de Cuenca
es una de las mejores personas que conozco ―y que hay― en el mundo académico y
en el mundo no académico. Difícil me resulta ubicarlo en ese lugar, la Academia.
Con todo, del futuro nada está excluido, quiero decir que nunca es tarde para
que la bondad se haga cargo del cerebro de algunas personas. Porque la maldad,
como la bondad, no está en el corazón, sino en la cabeza. De hecho, el cerebro
de muchas personas no se mide por su inteligencia, sino por su maldad.
He escrito y dicho muchas
veces que la envidia es la forma más siniestra de admiración. Y por esta razón
tampoco me sorprende el rechazo de una persona bondadosa y valiosa. Es
completamente lógico. Nadie agradece la bondad. Y menos aún las instituciones académicas.
Trabajo en una universidad desde hace más de 30 años: sé de qué hablo. Y he
trabajado en varias, y les aseguro que las del extranjero son infinitamente
peores que las españolas: en todo. Y si no me creen, váyanse a los Estados
Unidos. Si tienen suerte, a lo mejor aún les dejan entrar, que siempre será
mejor que ―una vez dentro― no les dejen salir.
Sobre este episodio contra
Luis Alberto de Cuenca, cada persona tendrá su impresión y su opinión. Yo no
discuto opiniones, yo interpreto hechos. Y aquí lo que hay es lo de siempre: el
que niega, decide. Y como diría sor Juana Inés de la Cruz en una de sus más célebres
comedias, mujer ella que sabía lo que decía, acosada como pocas mujeres por sus
hermanas de religión, mujeres como ella, pero muchísimo menos inteligentes, que
movían hilos para que los superiores de la orden la anularan por completo (hoy
se hablaría de «cancelación»): «quien no compite no estorba».
Pues así le ha ocurrido a
Luis Alberto de Cuenca: que su bondad y calidad humanas estorban. Y si a esta
dignidad personal de hombría de bien añadimos obra, inteligencia y talento,
pues no se hable más. No es no. Como diría Mefistófeles a Fausto en la obra
(tan citada como ignorada) del fantasmagórico Goethe: «Yo soy el espíritu que
niega». Los nihilistas de la inteligencia ajena y de la bondad del prójimo han
dicho, mefistofélicamente, que no. El club de los malos no puede permitir la
presencia de un gentilhombre de las Letras. Ni como poeta, ni como filólogo.
Porque Luis Alberto es ambas cosas.
Desde que se produjo ese
rechazo institucional, no han dejado de publicarse artículos contra la Academia
de la Lengua Española. Y sus miembros. Acaso uno de los más potentes ha sido el
de Juan Manuel de Prada. Nunca había leído yo a este escritor. Y confieso que
ha sido necesario que la Academia esa rechazara a Luis Alberto de Cuenca para
que yo prestara atención a uno de los artículos de Juan Manuel de Prada, a fin
de examinar su voluntad crítica con el presente que tiene delante. No diré si
me sorprendió o no.
Sí diré que admiro la
capacidad de Juan Manuel de Prada para renunciar, desde la escritura y
publicación de este artículo suyo, a entrar en ese lugar, que él considera,
entre otras delicias ajardinadas, poblado de curánganos (que es sinónimo
despectivo de cura de mala muerte), eunucos («que saben cómo se hace, pero no
pueden hacerlo») y bueyes (es decir, toros capados). No está mal.
Lo que yo no comprendo ―y
ahora hablo por mí― es por qué alguien quiere entrar en un lugar así. Los
impulsos del ego de cada cual son cosa de cada cual, y confieso que hay
obsesiones ajenas que me resultan incomprensibles. Que yo esté encantado de no
pertenecer a ningún grupo, gremio, escuela, tendencia, partido, comuna,
ideología, etc., no significa nada para otros, que están encantados de
renunciar a su personalidad propia para disolverla o anularla a cambio de integrarse
en una identidad gremial y ajena.
La gente no se da cuenta de
que dentro de un grupo hay menos libertad que fuera de él. Hay también una
seguridad falsa y engañosa. Una seguridad dudosa y aparente, porque se trata en
realidad de una amenaza: el gremio vigila a sus miembros más atentamente que a
sus enemigos. La gente libre de verdad no pertenece a ningún grupo. Y menos a
una academia. Ese supuesto prestigio de pertenencia es una negación de la
libertad individual.
Yo no soy ni diestro ni
siniestro, como esta misma sección deja muy claro a cualquier lector. Son las
personas las que dan prestigio a las instituciones, y no las instituciones a
las personas. Cuando una institución está totalmente desautorizada por el comportamiento
de quienes la integran, lo mejor es abandonarla inmediatamente o evitarla para siempre
a causa de sus errores presentes y pasados. Sin embargo, la fuerza de Narciso
es muy potente, sobre todo para el que carece de otros méritos. La insuficiencia
de éxito propio urge al ser humano a integrarse en grupos que le permiten
idealizar un ego vacío. El grupo es el escondite de los fracasados. Luis
Alberto de Cuenca no necesita nada de eso.
La distancia que separa al
narcisismo del ridículo es, como la que separa al idealismo del totalitarismo,
invisible. Si el narcisista supiera lo ridículo que resulta, dejaría de ser
narcisista. Pero el narcisismo ciega a quien lo padece. Narciso está esclavizado
por el idealismo de su propio ego. Los demás, sin embargo, lo contemplan,ridículo y fracasado, desde la realidad. Pero
él no lo sabe. Si las personas que hacen el ridículo fueran conscientes del
ridículo que hacen, dejarían de hacerlo. Pero no lo saben.
Lo mismo ocurre con los
narcisistas. Sólo se ven a sí mismos, es decir, ignoran todo acerca del mundo
en que viven. Mejor para los demás. Tenemos más libertad. El narcisista no
tiene poder. Es un esclavo de su propia ceguera, idealismo y espejismo. Luis
Alberto de Cuenca no tiene nada que ver ni con Narciso ni con Judas. El otro
personaje de esta historia. De este último hemos hablado en el cuento titulado
precisamente La divisa de Judas (más académica de lo que parece). Pero
esto es otra historia, que contamos en nuestro cuento. El que avisa no es
traidor. Ni da esplendor.
Entrevista de Alonso
Rabí Do Carmo a Jesús G. Maestro
1. [Alonso Rabí Do Carmo]: En un mundo
dominado por la tecnología, la inmediatez, el pragmatismo sin ética y la
banalidad sin fin, ¿cuál es el destino de la literatura? ¿Está acaso en peligro
de muerte?
[Jesús G. Maestro]: La literatura
no tiene ningún destino específico. El futuro se construye, no se adivina. El
futuro de la literatura y el futuro de cualquier otra cosa. Presuponerle a la
literatura un destino es un idealismo. Acaso también una presunción. La
literatura, como el sentido del humor o de lo trágico, se escribe y se
construye según la inteligencia de la que se dispone. Cuando el mundo era
diferente a lo que hoy es, y me permito dudar de que esencialmente haya sido
alguna vez diferente a lo que actualmente es, la literatura era indiferente a
las pretensiones del destino y de las utopías de los seres humanos. La
literatura no depende del destino del mundo: la literatura depende de la
inteligencia humana. En todo caso, es innegable que en una sociedad sin
tecnología, sin prisas y sin pragmatismo, hay literatura igual que la hay en
una sociedad de signo contrario. Este hecho lo he explicado en mi obra Genealogía de la literatura, donde se interpreta la literatura según una conjunción de
conocimientos críticos o acríticos, racionales o irracionales. Una sociedad
pragmática no da lugar necesariamente a una literatura ni mejor ni peor que la
que se puede originar en una sociedad estéril. Por otro lado, la banalidad, sea
del bien, sea del mal, no asegura por sí misma una buena literatura, ni tampoco
una mala literatura. La banalidad del mal, como la banalidad del bien, en sí
misma no significa nada. Vincular el valor de una obra literaria a un
determinado tipo de sociedad es algo que en sí mismo tampoco explica nada.
Sugerir que un mundo no sometido a la tecnología o a la inmediatez, por
suscribirme a los términos de la pregunta, da lugar a una literatura de menor
calidad que la que genera otra sociedad es un error. Por otro lado, aplicar a
la literatura la idea de un «peligro de muerte» es algo más humano que
literario, más apocalíptico que realista. La literatura aparece y desaparece a
lo largo de la geografía y de la historia, como aparecen y desaparecen, crecen
o disminuyen, muchos otros aspectos y variables, como son la libertad, la
inteligencia, la razón o simplemente la estupidez. Tocante a literatura,
estamos hoy como siempre. Rodeados de parásitos, de tontos charlatanes y de
inteligentes que, atentos a su astucia, esperan su momento. Los genios lucen
más después de muertos. Sobre todo, una vez que el poder ha controlado las
consecuencias de su genialidad. La literatura atrae a todo tipo de parásitos,
sofistas, charlatanes y apocalípticos, que viven de ella como cualquier
vendedor de humo vive de sus vacuidades, desde la felicidad o la geopolítica
hasta la aruspicina o el tarot.
2. [ARDC]. Humanoides
letrados: ¿Pesadilla o próxima realidad? ¿Qué es lo peor y lo mejor que tiene
la inteligencia artificial que ofrecerle a la literatura?
[JGM] La literatura
y la inteligencia artificial no tienen nada que ver. La literatura es obra de
la inteligencia natural humana y de sus posibilidades de racionalismo. La
inteligencia artificial es una pseudointeligencia, una programación de
combinaciones infinitas y selectas que ofrece al ser humano determinados
resultados y posibilidades optimizadas. En el caso de la literatura, la llamada
inteligencia artificial es útil a los autores de kitsch y modelos
ortodoxos de pseudoarte. Sirve al mercado y a la producción mecanizada de
textos y productos cualesquiera. La literatura, la verdadera literatura, valga
la redundancia, es totalmente indiferente a la inteligencia artificial. Quien
no es indiferente a las tentaciones que le ofrece la inteligencia artificial es
quien carece de la inteligencia natural necesaria para escribir obras
literarias. El lector que, sin formación literaria, no desea adquirirla es y
será siempre indiferente a la literatura. Y para este tipo de lector cualquier
cosa puede pasar por literatura, desde un código de barras hasta el prospecto
de un medicamento, lo elabore una inteligencia artificial o lo redacte un
chimpancé tecleando una pantalla digital.
3. [ARDC].En el mundo
de hoy la educación se orienta cada vez más a alimentar el mundo laboral,
olvidando que la educación toda es un proceso formativo en el que se adquieren
conocimientos, claro, pero también valores fundamentales como el pensamiento
crítico. ¿Qué hacer?
[JGM]Pues cada uno
hace lo que puede, lo que sabe y no lo que quiere, sino lo que le dejan hacer.
Yo no creo que la educación organizada de espaldas al mundo laboral sea mejor,
ni más valiosa, que la educación orientada en función del mundo laboral,
empresarial o mercantil. Es, simplemente, una educación diferente. Es común
entre determinados idealistas de una supuesta educación humanista considerar
que una educación ajena a intereses empresariales es más valiosa. Eso es un
espejismo más, entre muchos otros espejismos. Es incluso una forma de
narcisismo gremial, muy propio de humanistas y académicos, y también una forma
de supremacismo moral, intelectual y hasta clasista. Algo en realidad ridículo
y también grotesco, sobre todo porque resulta irrelevante y económicamente muy empobrecedor.
La sofística enriquece más y mejor que el humanismo. Y hay que advertir que la
mayor parte de los humanistas son unos sofistas profesionales y de medio pelo.
Esta actitud o creencia de que una educación en valores ajenos a lo mercantil
resulta más valiosa que otras es en el fondo una forma de legitimar un
ascetismo idealista y fabuloso, es decir, de justificar erróneamente una vida
irreal, y francamente empobrecida, al margen del mercado y de sus exigencias. No
hay que olvidar que, hasta cierto punto, las exigencias del mercado son las
exigencias de la realidad, sobre todo en un mundo como el actual, donde el mercado
se ha apoderado del Estado, globalmente y acaso con intenciones seculares, es
decir, durante los próximos siglos. Los humanistas han sido (casi) siempre así:
narcisistas, parasitarios y engreídos en su propia esterilidad. Erasmo es un
magnífico ejemplo. Siempre han recelado de todo aquello que puede hacerles
competencia, sea el dominio de la Iglesia (a la que se subordinaron cuando les
hizo falta), sea el poder del Estado (con el que colaboran siempre que pueden y
del que reciben subvenciones, ayudas y premios), sea el afán depredador del
mercado (al que se venden felices y contentos de la forma más barata que puede
constatarse tan pronto como pueden), sea el poder de ciencias cuyo desarrollo
les hace sombra (ciencias a las que fingen interpretar desde una ignorancia con
frecuencia supina y absoluta). En realidad, todo saber es útil y necesario,
venga del mercado, o de cualquier otra parte, si nos permite hacernos
compatibles con la realidad y conocerla para preservar nuestra supervivencia
biológica. Lo que se haga con la vida es ya otra cuestión, que afecta a la
moral (la vida del grupo) y a la ética (la vida del individuo), entre otras
muchas cosas. Por otro lado, cuando se habla de «pensamiento crítico», confieso
que no sé realmente de qué se habla. Pensamiento crítico, ¿de qué? Hoy se
observa que muchas personas que se declaran críticas por su forma de pensar,
cuando exponen lo que dicen pensar, dejan en evidencia que ni piensan ni saben
lo que es la crítica. Sus pensamientos son emociones en el vacío, o más
simplemente aún: son reacciones emocionales suscitadas por ilusiones,
espejismos o ideologías. Y sus críticas son ocurrencias fugaces, pasajeras o
completamente ridículas. Yo recomendaría a muchas personas que pierden su
tiempo prestando atención a quienes dicen dedicarse o ejercer el pensamiento
crítico, que se pregunten en qué trabajan estos pensantes críticos, y que
constaten que estos timadores, en la mayor parte de los casos, no trabajan en
nada útil. Entre otras cosas, porque lo que dicen pensar no son, en realidad,
más que tonterías y ocurrencias. Eso sí, muy seductoras. Téngase en cuenta que
cuando se admira en demasía la inteligencia ajena, tal vez la causa es que,
simplemente, se carece de inteligencia propia. A veces, la inteligencia del prójimo es sólo un espejismo resultante de la
ignorancia en la que uno mismo vive sin saberlo.
4. [ARDC].Es muy
claro el retroceso de las Humanidades, tanto en las escuelas como en las
universidades. Se las considera imprácticas, verbosas, incapaces de resolver
problemas concretos. Tengo la incómoda impresión de que en estos días ser
profesor de literatura es pertenecer a una especie en extinción, o en la
versión más mejorada de este pesimismo, alguien excéntrico.
[JGM]A las
humanidades se las considera así, inútiles, porque los humanistas son también así,
inútiles. La mayor parte de los humanistas ni son humanistas ni son nada, y no
sirven ni a las lenguas ni a las literaturas, ni absolutamente a nada ni a
nadie. Son parásitos. Hoy ser profesor de literatura es ser lo de siempre. Hay
profesores de literatura muy bien formados, pero son poquísimos. Como siempre
ha ocurrido. La mayor parte, como Vd. dice de las humanidades, son personas
rábulas, inútiles, irresponsables incapaces de resolver cualquier tipo de
problema. Esto es una realidad totalmente innegable. El fracaso de las
humanidades es resultado del fracaso de quienes se dedican a ellas. La mayor
parte es gente que no sirve para nada, y se mete en esta profesión, la de
profesor de literatura, para disimular su inutilidad. Es una forma de
parasitismo. La crisis de la clerecía ha provocado un crecimiento del
parasitismo humanista y académico. La gente ha cambiado el seminario por la
universidad. La filosofía es una secularización de la religión. Las Iglesias
están vacías y las Facultades de Filosofía están saturadas de gentes que en
otro tiempo no serían otra cosa que seminaristas. En una generación más, esto
también habrá cambiado, y los llamados filósofos se dedicarán a la autoayuda,
es decir, a vender humo. De hecho, la filosofía siempre ha vendido humo: lo que
ha cambiado es su clientela. Primero han sido los creyentes en dioses,
divinidades y criaturas metafísicas. Es la etapa en la que la filosofía está al
servicio de la religión. Después, con el triunfo de la Ilustración y de la
razón secular, la filosofía se pone al servicio del Estado y de las ideologías
políticas. Sus nuevos clientes son los votantes y los partidos políticos: las
creencias ya no religiosas, sino políticas. Los nuevos dioses son los
estadistas, los superhombres, los duces, Führer y caudillos. Hoy,
agotados todos los productos religiosos y políticos, la filosofía vende el humo
de la autoayuda. Son los nuevos clientes. De buscadores de dioses, los
filósofos han pasado a ser inventores de superhombres, y hoy, actúan como
ingenieros de la felicidad y otras monsergas por el estilo. Eso es la filosofía:
un timo atractivo y seductor, con atavío académico, retórica solemne y un lenguaje
casi onírico y quimérico. El resultado es una forma acomodada de ejercer la
pseudociencia.
5. [ARDC].En una
conversación con un intelectual de mi país, surgió la idea de que hacer y
practicar humanidades era una forma de ejercer resistencia. ¿Suscribiría esto?
[JGM]Pues no lo sé,
porque para poder suscribir algo así tendría que saber a qué se resisten las
actuales humanidades, cuáles son sus contenidos y contra qué se oponen. ¿A qué
se resisten? Yo en las humanidades y en los humanistas solamente veo
colaboración con el poder. Concretamente, con el poder que más calienta. Un
poder cambiante y mutante, por supuesto, al igual que los intelectuales y
humanistas, perfectos heliotropos del amo de cada época y lugar. En realidad,
veo todo lo contrario a resistencia: constato sumisión, obsecuencia y
servilismo. Hoy cualquiera de nosotros puede observar que bajo el rótulo de
«humanidades» cabe cualquier cosa: filosofía (pero... ¿qué filosofía?, porque
unas son incompatibles con otras), ideologías (pero... ¿qué ideologías?, porque
hay muchísimas, y casi todas luchan también unas contra otras), credos,
fideísmos, culturas, indigenismos, fanatismos y hasta religiones... Por lo
tanto, habrá que delimitar muy bien cuáles son los contenidos de esas
humanidades de las que hablamos. Por otro lado, observo igualmente que quienes
dicen hablar en nombre de las humanidades son gentes bien acomodadas en el
sistema, trabajan en colaboración con diferentes poderes. Veo, sin ser
visionario, profesores de universidades del primer mundo muy bien pagados por
un aparato político e ideológico que los promociona, edita y galardona
globalmente. Por eso me pregunto, no sin razones, en dónde está esa
resistencia, y contra quién se ejerce. La supuesta resistencia de las
humanidades es una farsa, un idealismo, un autoengaño, un timo o un mito, si se
permite el anagrama. Muchos humanistas ―no generalicemos acríticamente― viven
en perfecta consonancia con el poder. Hoy, como ayer. No necesitan oponerse ni
resistirse a nada. No hay ninguna razón para ellos ni para ello. Hoy una gran
mayoría de intelectuales europeos animan a las multitudes a ir a una guerra.
Lejos de rechazar la guerra, estos intelectuales exigen que Europa se rearme, y
agitan a las masas a guerrear. Pero no veo que ninguno de estos intelectuales
se haya alistado en ningún ejército ni frente de guerra. ¿Dónde está, entonces,
la resistencia de las humanidades? Yo sólo veo colaboracionismo de estos
humanistas con el poder político. Si tanto quieren proteger al pueblo de una
guerra, en lugar de animarlo a guerrear, deberían ser ellos quienes lo
defendieran alistándose en el ejército que consideren oportuno. ¿Por qué no rehabilitan,
con el ejemplo, la clásica tradición de las armas y las letras? Si quieren
guerra, que vayan ellos al frente de guerra, pero que dejen al pueblo en paz,
nunca mejor dicho. Porque hoy el pueblo sabe que la guerra es la distancia que
separa a los idealistas de la realidad. Y lo saben mejor que todos esos
intelectuales y humanistas que incitan a la guerra en tiempos de paz. Hoy, como
ayer, muchos de estos intelectuales ―insisto en no generalizar― son los mayores
idealistas de una sociedad. Y los idealistas son los más peligrosos recursos
humanos de cualesquiera totalitarismos. Son sus fuerzas armadas básicas.
6. [ARDC].¿Cómo se
explica usted estos retrocesos educativos? ¿El solo poder de las agendas
conservadoras es suficiente para eso o hay más? Se cambian los finales de obras
clásicas para no ofender a ciertos auditorios, en el peor de los escenarios se
prohíben y censuran libros y autores. ¿A dónde vamos?
[JGM]Vamos a donde
siempre hemos estado: a una lucha constante por la libertad. Los retrocesos
educativos, como los avances educativos, son ciclos históricos, geográficos y
políticos, como son todas las cosas, y también la literatura misma. Los
programas y las agendas conservadores, como los de sus adversarios, son
cambiantes y mutantes, como sus propias denominaciones (Ilustración, idealismo,
marxismo, krausismo, socialismo, comunismo, globalización, «woke», etc.). La
polionomasia es infinita. Hoy son unos y mañana otros. Las gentes de cada época
y lugar hipotecan sus vidas defendiendo a unos o a otros según momentos,
circunstancias y variables. Pero en esencia todo sigue igual: unos oprimen y
otros son reprimidos, unos hacen de inquisidores y otros de herejes. En todas
las épocas se ha interpretado el pasado, y también el presente, según el poder
imperante. Hoy, igual. Cambia quien ejerce el poder y cambia el contenido de la
censura, pero el poder como tal y el acto de censurar como tal siguen vigentes.
Hoy, como siempre. Esperar lo contrario es un idealismo, una vana espera. Si
alguien pensaba que la democracia era un sistema político diferente a otros, en
nuestro presente siglo XXI tiene las respuestas necesarias para desengañarse.
Cada cual que haga y que piense lo que quiera, pero lo cierto es que, en plena
democracia, la censura se impone con la misma fuerza que en siglos pasados bajo
absolutismos feroces y reprobables. Digo con la misma fuerza, pero no siempre con
las mismas consecuencias. Hoy no se quema a la gente viva en una hoguera, ni se
la guillotina en una plaza pública. Por el momento. Pero no es menos cierto que
muchas personas esperamos de la democracia algo más que la derogación de
hogueras y guillotinas. Ha sido un paso decisivo, pero sospechamos que es
insuficiente, y tememos que puede resultar reversible. ¿A dónde vamos? Yo no lo
sé. No manejo la presciencia ni la aruspicina. Pero espero que no volvamos a
revivir feroces tragedias como las del pasado más reciente, tragedias como las
de una Alemania que legitimó en el poder a los ingenieros del nazismo tras la
primera posguerra mundial y hasta su derrota en mayo de 1945. Acaso vamos hacia
un mundo en el que la democracia se comporta ya de hecho y de derecho como un
nuevo totalitarismo, pero con formas insólitas y tal vez no tan cruentas como
en otros tiempos pasados. Eso lo sabrán quienes sobrevivan a la primera mitad
del siglo XXI. Porque cuando la democracia se comporta como si fuera un
totalitarismo es posible que la democracia sea ya un totalitarismo que finge
ser una democracia.
7. [ARDC].Pasemos a
un tema quizá más grato. Cervantes y el Quijote. Usted subraya la plena
vigencia del Quijote. Parecería un acto contradictorio en la medida en
que Don Quijote se lee de verdad ―si es que se lee― recién en el punto
más temprano de la adultez…
[JGM]No sé a qué
edad la gente que lee el Quijote lee el Quijote. Yo lo leí con 14 años, y lo seguí
leyendo desde entonces en varios momentos de la vida. Lo he estudiado a fondo,
según mis posibilidades, y he dado cuenta de ello en mi obra Crítica de la razón literaria, en
concreto en el volumen 20 de los 25 de que consta esta obra, titulado Anatomía
del Quijote. No
creo que una persona adulta, por el hecho de ser adulta, tenga más capacidad de
comprensión que otra joven por ser joven al leer esta novela. La capacidad de
interpretación depende de la formación adquirida, y no tanto de la experiencia
o de los años acumulados. El diablo no sabe más por viejo que por diablo. Eso
es una gran mentira disfrazada de paremia. El diablo nace viejo, podríamos
decir, y, como todo ser humano, nace sabiendo maldades innatas. El diablo sabe
más por humano que por diablo. Y los diablos no leen el Quijote. De
hecho, el ser humano deja de ser una criatura diabólica cuando comienza a
comprender lo que es la literatura.
8. [ARDC].Hay
múltiples maneras de interpretar la vida de Alonso Quijano, luego don Quijote.
El idealismo, la locura, la ilusión barroca, etc. ¿Qué se lee
contemporáneamente, hacia donde van las recientes lecturas del Quijote?
[JGM]A donde han
ido desde la Ilustración y el Romanticismo: hacia el idealismo más estúpido.
Cuando alguien me dice que ha leído el Quijote y con él ha aprendido a soñar, en
primer lugar, me pregunto qué tipo de chorradas puede soñar, y en segundo lugar
me digo (a mí mismo, porque a tal interlocutor no tengo nada que decirle)... «otro
que no se ha enterado de nada».El
idealismo es esencialmente una invención germana, luterana primero y kantiana
después. Hitler creyó en ella atrozmente. Y ya sabemos cómo acabó esa
monstruosísima barbaridad. Los sueños de los idealistas provocan insomnio. Son
salubérrimos para enloquecer y fracasar. Creer en las utopías de los idealistas
conduce a horrendos mataderos humanos. Los griegos homéricos inventaron la
ficción, pero no el idealismo. Los hebreos patentaron las Sagradas Escrituras.
Es el idealismo del dogma. Pero la literatura es otra cosa. La literatura no es
ni dogma ni utopía. Es ficción. El sentido de la ficción es algo de lo que
carecen los curas y los filósofos. Les cuesta trabajo comprender la ficción. De
hecho, no la comprenden. Se toman la ficción en serio. Se siente deslegitimados
y ofendidos por la ficción. El dogma y la utopía los atenaza y no les deja ver
más allá de lo que les ofrecen sus propios fantasmas, a los que tratan como
entes y criaturas reales. Los filósofos ven mónadas, noúmenos, espíritus
absolutos, demiurgos, dioses ―como los curas―, cosas pensantes, superhombres,
inconscientes, figuras como el Da-Sein y espectros de todo tipo. El
mundo hispanogrecolatino depositó la ficción en el arte, no en la política. Ningún
hombre de Iglesia puede admitir que su Dios es una ficción literaria. La
política nunca creyó en la religión, sino que la usó como un medio de organizar
la vida social. Con frecuencia de forma cruenta. Hoy, sin embargo, un gozque es
más terapéutico que un cura.
9. [ARDC].En la
universidad un profesor muy entusiasta definía el Quijote como libro de
libros, libro para lectores y manual para escritores. ¿Sigue siendo así?
[JGM]Del Quijote
cualquiera puede decir cualquier cosa. Es una forma de hacerse publicidad. Esa
afirmación de que «el Quijote es un libro de libros, un libro para
lectores y un manual para escritores» puede decirse del Quijote, del derecho penal o de un código
de barras. Es propio de un profesor de universidad hacer ese tipo de
afirmaciones. Me recuerda a las de Tomás Rueda, ese personaje cervantino que se
creía de vidrio sólo porque se comió el membrillo de una cortesana y su
inmadurez sexual no le permitió estar a la altura, un tontaina que llena la
novela que lleva su nombre de un cúmulo de afirmaciones estúpidas y vacuas, que
causan la admiración simplona de los profesores, doctores y teólogos
universitarios que dicen haberle dado clase. Una burla pavorosa de Cervantes a
lo que hay dentro de la Universidad.
10. [ARDC].Hay muchas
audacias en el Quijote. Me parece ver que en la relación entre Cervantes
y Cide Hamete, como autores, está el germen de ese famoso cuento de Borges
titulado «Pierre Menard, autor del Quijote».
[JGM]Ese cuento de
Borges es una soberana tomadura de pelo. Sirve para que con él se entretengan
teóricos de la literatura de alto voltaje, cuyo objetivo es resolver problemas
que no existirían si no existiera la Teoría de la Literatura. Borges es una
castalia de sofismas. Un venero de ocurrencias para teóricos y parásitos de la
literatura. Es muy rentable. Una cita de Borges queda bien en cualquier parte. Sirve
para todo porque no sirve realmente para nada.
11. [ARDC].El corpus
de biografías de Cervantes es muy considerable en volumen. ¿Usted como lector,
cuál de ellas recomendaría y por qué?
[JGM]Todas dicen lo
mismo. Leyendo una, una cualquiera, se han leído todas. No en vano todas se
refieren al mismo autor: una persona genial que escribió la más valiosa
literatura de todos los tiempos como si él mismo, Miguel de Cervantes, no
hubiera existido ni vivido jamás en ninguna parte. Sospecho que Cervantes era
de origen gallego. No puedo demostrarlo, pero intuyo que su genealogía está en
Galicia. Y digo lo que he dicho ya muchas veces: todos los españoles comunes y
corrientes, aquellos que no formamos ni hemos formado nunca parte de las
élites, somos un Cervantes que no ha escrito el Quijote.
12. [ARDC].¿Qué obra
de autor español contemporáneo le parece particularmente destacable desde su
punto de vista?
[JGM]Después de Cien
años de soledad no se ha escrito nada superior a esta epopeya contemporánea
del mundo hispano. A partir de aquí, cada cual puede hablar de sus gustos ―y
disgustos― personales y literarios como le venga en gana. Yo digo lo que pienso.
13. [ARDC].Se han
discutido largamente los méritos científicos de la teoría literaria. ¿Es
ciencia la literatura o puede aspirar a serlo? Suponga que se lo pregunta un
párvulo…
[JGM]La tesis 4 de
la Crítica de la razón literaria dice
explícitamente que «la literatura no es una ciencia», y lo explica con las
siguientes palabras: «La literatura no es una ciencia ni una filosofía, aunque
pueda contener informaciones científicas o aseveraciones filosóficas: la
literatura es una obra de arte poética y ficticia, que exige, más allá de lo
sensible, una interpretación inteligible, en términos racionales, críticos,
científicos, dialécticos y sistemáticos, la cual constituye un desafío
permanente a la inteligencia humana». Afirmar que la literatura es una ciencia
es una absurdidad del tipo «el agua oxigenada es una ciencia» o «un podenco es
una ciencia». Pero los filósofos tienen más ocurrencias que los poetas. Cada
cual se gana la vida como puede. Lo comprendo. Los párvulos no preguntan sobre
lo que ignoran, porque no son conscientes de lo que ignoran. Los párvulos
preguntan ocurrencias, con frecuencia filosóficas: ¿si un árbol se cae y nadie
lo oye caer, hace ruido o no hace ruido? Dos filósofos podrían estar siglos
debatiendo al respecto. Una persona trabajadora no puede permitirse tal
ergotismo: tiene que ganarse la vida. Una pregunta que plantea si la literatura
es o no una ciencia revela, esencialmente, una incapacidad previa y duradera
ante la literatura y ante las ciencias. Una pregunta así implica, ante todo,
una pésima digestión y estudio de ideas y conocimientos en relación con la
literatura y con las ciencias. Una pregunta así es el resultado de una
intoxicación filosófica grave. La filosofía, con frecuencia, estropea todo lo
que toca. La filosofía, por desgracia, y es muy triste decirlo y aún más
lamentable constatarlo, está muy adulterada por la ignorancia de la mayor parte
de las personas que se dedican a ella.
14. [ARDC].Usted ha
dicho una frase polémica: «Los ricos no tienen ideologías, tienen dinero» y ha
dejado la ideología en manos de los pobres. ¿Podría dar más detalle sobre esto?
[JGM]Sí, lo que
dije exactamente, y está escrito en mi libro Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, es que «los ricos no tienen
ideología, tienen dinero: la ideología es la emoción de los pobres». Es tan
evidente que no necesita en realidad ninguna explicación. Las ideologías son
formas de organizar emocionalmente la ignorancia colectiva. En el pasado, la
ignorancia colectiva se administraba a través de las religiones, la ortodoxia y
la heterodoxia, las sectas y los heresiarcas, las inquisiciones y las hogueras.
Lo hemos dicho. Hoy esta labor la llevan a cabo no las Iglesias, sino los
partidos políticos, al menos en las democracias occidentales. A los ricos les
importa muy poco la ideología que elijan los pobres. De hecho, promueven la
libertad de elección y de cambio entre múltiples ideologías posibles. Para que los
pobres escojan, muten y se entretengan bien hormonados emocionalmente con
ellas. Lo que les interesa a los ricos, como es lógico, es gestionar el dinero particular
y globalmente. Las ideologías son un medio más de ejecutar esas y otras
gestiones. Antes era la religión, hoy es la ideología. Advierta que la
filosofía siempre anda por el medio, buscando también su lugar y comedero.
Antaño, la filosofía se ocupaba de los dioses ―que eran el instrumento del
poder, el látigo―, y lo suyo ―me refiero a la filosofía― era coquetear con la
religión, las sectas y las creencias metafísicas. Con el fracaso de las
religiones y el éxito de la secularización de las creencias, la filosofía
cambió de bando, y comenzó a coquetear con las ideologías, que daban más dinero
y visibilidad que las religiones. Hoy el látigo son las ideologías. Unas y
otras se flagelan entre sí, y todas ellas flagelan ante todo a sus miembros y
seguidores. La secta vigila más a sus miembros que a sus enemigos, he oído
decir. Es entonces cuando la filosofía se convierte en el motor y el
combustible de la política. El siglo XVIII es el momento histórico en el que la
cortesana cambia de cama. De la Iglesia al Estado. El marxismo es, en este
punto, un movimiento clave. Los seminarios se vacían para llenar de recursos
humanos a las Facultades de Filosofía. El resultado, como el objetivo, es el
mismo: la gestión de las creencias colectivas, primero en nombre de la
religión, después en nombre de la ideología. Hoy, en nombre de la autoayuda. Fíjese
que la filosofía está en todas partes. Ayer, confesionalizada en las Iglesias,
bajo la cobertura de la teología; hoy, secularizada y politizada en los
partidos políticos, bajo la indumentaria plural de las ideologías. La
democracia posmoderna hace el resto. ¿En dónde están los ricos? Donde han
estado siempre: trabajando en sus negocios, haciendo caja. Los ricos trabajan
mucho más de lo que los pobres imaginan. Y su vida no es tan fácil como se
cree, ni como se idealiza desde las clases más bajas. ¿En dónde están los
pobres? Donde siempre, sobreviviendo como pueden, haciendo milagros para llegar
a fin de mes, y siempre hablando de política, e hipotecando su vida en nombre
de una o varias de las religiones o ideologías que los administradores de
emociones diseñan para ellos. Da igual que se les diga con palabras claras y
precisas: la mayor parte de la gente no se entera de nada. La verdad se puede
publicar a los cuatro vientos. Da lo mismo. La verdad no interesa a nadie. Y
menos que a nadie a los filósofos. Con frecuencia se jactan de afirmar que son
más amigos de la verdad que de Platón. En realidad, son, como todo ser humano,
más amigos de los vicios que más virtuosamente dicen combatir, como lo es todo
hijo de vecino. Sin duda, la gente prefiere la mentira. Siempre. El prejuicio
es mucho más rentable que cualquier otra cosa. Entre el original y el
sucedáneo, la gente compra el sucedáneo. El éxito del low-cost no es una
casualidad.
15. [ARDC].Usted
tiene una clara vocación por la docencia y por la crítica. Me pica la
curiosidad por saber si ha incursionado en la ficción, si a lo mejor es autor
de una obra secreta…
[JGM]Sí, he escrito
dos cuentos totalmente irrelevantes, que están disponibles en mi canal de
YouTube, en estos dos enlaces. Se titulan Yo soy casi luzbelina (https://youtu.be/7bUXLlIZV0A) y Yo no soy una ficción (https://youtu.be/5ZqrlO8KKbU). Cualquiera puede acceder a ellos.
He escrito más. Los publicaré cuando me parezca. Y aclaro acaso algo
importante: yo no tengo vocación en absoluto ni por la docencia ni por la
crítica. Yo tengo interésen que la
literatura tenga valor y en que el ser humano sea capaz de interpretar esos
valores. Y hasta tal punto tengo interés en eso que he hipotecado mi vida para
cumplir esos objetivos. Lo que cada persona haga con mis ideas ya no es
responsabilidad mía. Yo hablo para que la literatura tenga valor, no para tener
seguidores. No soy el flautista de Hamelín, ni trato a mis oyentes como a
criaturas musoritas para exhibir estadísticas. Eso ya lo hacen los demás. Yo sé
distinguir entre seguidores e intérpretes. Me quedo con los segundos, que, para
mí son los primeros.
16. [ARDC].¿Le queda
tiempo para leer por placer, más allá de las obligaciones de la academia?
[JGM]Nunca he leído
por placer. Y nunca he leído con prisa. Por placer hago otras cosas que no
tienen nada que ver con la literatura, ni con la lectura, ni ―desde luego― con el
trabajo, que es aquello, el trabajo, que sólo hago por dinero. Es un grandísimo
error considerar que la literatura tiene como fin el placer, porque considerar
que la literatura es placer supone ignorar todo acerca de la literatura y,
sinceramente, no tener ni la menor idea de lo que es el placer. La literatura
no es un consolador. La idea de literatura como placer es, una vez más, una
idea ilustrada y romántica, no absolutamente genuina del idealismo anglosajón,
porque ya estaba en clásicos como Horacio, pero combinada en el mundo
hispanogrecolatino con la exigencia de conocimiento. Esta exigencia de
conocimiento la anglosfera la niega totalmente, porque ni la ve ni es capaz de
afrontarla. De ahí que niegue, también, la posibilidad de interpretar
científicamente la literatura y el arte, y reduzca ambas actividades humanas a
una finalidad placentera, prostibularia o simplemente estúpida. Pero eso sí:
siempre comercial. El mundo anglosajón convierte en dinero todo lo que no puede
destruir. No por casualidad prohíbe todo aquello que no es rentable, desde el
conocimiento científico de las artes hasta la sexualidad humana en contextos no
mercantiles. Era Borges quien decía que sus noches estaban llenas de Virgilio. Pobre
hombre. Yo no me voy a la cama con Virgilio, desde luego.
17. [ARDC].¿Qué ve en
el futuro del libro y la lectura?
[JGM]Veo gente convertida en una hemorragia
de emoticonos.
* * *
Entrevista de Alonso Rabí Do Carmo a Jesús G. Maestro: 17 preguntas clave sobre Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI
El profesor, todo un fenómeno viral por la vehemencia de sus lecciones digitales, publica ‘Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI’, que ya lidera las ventas de ensayos en Amazon.
Jorge Morla, Vigo El País, 4 de febrero de 2025
El hombre que vive en la casa de Jesús G. Maestro (Gijón, 57 años), se parece muy poco al hombre que sale en los vídeos de Jesús G. Maestro. Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Vigo, en 2014 comenzó a subir a Youtube sus clases y sus análisis literarios. No solo se hizo popular, sino que dio con esa rara alquimia del siglo XXI: se hizo viral. Viral porque su vehemencia atrapó a la audiencia, y porque sus afiladas sentencias (“La cultura es la forma en que el ser humano organiza su ignorancia colectiva”, “La vida es una lucha contra la mediocridad propia y ajena”, “Cervantes vale más que Shakespeare”, “Hoy el pueblo son los influencers, y saben más que los intelectuales”) espabilaron a los espectadores. Sin embargo, el profesor que recibe en su casa de Vigo es excepcionalmente amable, cercano, simpático, incluso (estos ojos lo han visto), queda embelesado cuando se cruza por la calle con el bebé durmiente de unos antiguos alumnos, que le abrazan con cariño; nada que ver con el león que ruge desde su canal virtual. Con una larga obra académica a sus espaldas (que incluye la monumental Crítica de la razón literaria, de más de 3.000 páginas), ahora llega a todas las librerías con un ensayo más ameno y concentrado: Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI (HarperCollins), que rápidamente ha trepado al número 1 de ensayos más vendidos en Amazon. Que nadie tema, el león sigue rugiendo en esas páginas, empezando por el subtítulo: Yo no soy un youtuber y usted no sabe nada sobre mí.
Pregunta: Oiga, ¿Cómo entra Youtube en su vida? ¿Cuál es la anécdota?
Respuesta: Bueno, no es una anécdota, es una cosa más seria. Es una cosa bastante más seria de lo que parece, la verdad, y la gente no se da cuenta de lo grave que es el asunto.
P. Cuéntenos.
R. A mí me parece muy importante la educación libre, abierta y gratuita. Y veo que eso no está en la mayor parte de las instituciones educativas del futuro. Es decir, aquí vamos hacia una privatización total de la enseñanza, y eso es muy arriesgado. Así que hay gente que gracias a Youtube accede a ese conocimiento. No diré que gracias a mis clases, porque eso es muy presuntuoso y como yo hay más.
P. Se refiere a gente que explica literatura en la plataforma.
R. En las universidades actuales la literatura pierde presencia, a pasos agigantados y exponencialmente. Dentro de una generación no se explicará literatura en ninguna universidad, en ninguna. Se explicarán otras cosas, pero no literatura. ¿Y qué ocurre? Pues que habrá mucha gente que por no tener medios no va a poder acceder a la literatura. Yo proporciono gratuitamente esos medios, basta una conexión a internet para acceder a una serie de interpretaciones sobre por ejemplo el Quijote que otros, sinceramente, no han dado. La razón fundamental por la que yo decido exponer mis posibles conocimientos en Youtube es porque es la única forma de que mucha gente, y pienso sobre todo en Hispanoamérica, pueda acceder a ello.
P. ¿No hay narcisimo en su exposición?
R. No. Es decir, yo no estoy encantado de conocerme a mí mismo, yo estoy encantado de no conocer a nadie. No soy una persona de multitudes ni de masas, yo trabajo no para que me presten atención, trabajo para que la literatura tenga más valor. Yo me encuentro en el punto en el que considero que la literatura ayuda a mejorar las condiciones de vida del ser humano, ayuda a conocerse mejor. Eso es importante.
P. Menciona el Quijote. ¿Hay algo que se le pueda comparar?
R. Realmente, no. Mira, Cervantes razona como ningún ser humano razonó ni antes ni después que él. Porque Cervantes nos advierte de los peligros del idealismo. Considera que el idealismo hace al ser humano incompatible con la realidad. Es decir, si tú eres un idealista, lo que tú demuestras es que tienes miedo a la realidad, que prefieres tener una preconfiguración antes de enfrentarte a la vida. Básicamente, es decir: como esa realidad es peligrosa, yo me voy a montar mi película propia y voy a vivir en ella.
P. ¿Triunfa hoy el idealismo?
R. Hoy se idealiza todo. Se idealiza el dinero, que resuelve muchos problemas, pero no los resuelve todos. Se idealiza el trabajo. Cuando veo la palabra líder, salgo corriendo.
P. ¿Y eso?
R. Me resulta ridículo. Un líder es un esclavo de élite y toda esta exaltación que la cultura anglosajona, sobre todo la estadounidense, hace de líder es el sacrificio de vidas humanas. Idealizar el éxito, idealizar la vida de alguien, a veces supone arruinar la vida de ese alguien y la de los que están por debajo.
P. Usted ataca a la filosofía. ¿La filosofía es idealista?
R. ¿De qué hablan los filósofos cuando hablan? Los filósofos cuando hablan, hablan de religión. Aristóteles, Sócrates… hablaban del nous, del ápeiron, del motor perpetuo… siempre es un poder dominante y unívoco que lo gestiona todo. ¿Y luego qué llegan? Los filósofos teólogos, o los teólogos filólogos. La causa primera, la sustancia pura. Las mónadas. Pero, ¿Quién ha visto las mónadas? ¿Quién ha visto la sustancia pura? ¿Quién ha visto el espíritu absoluto? ¿Quién ha visto el noúmeno? Pero, ¿de qué coño estamos hablando?
P. Le gustan las frases impactantes. En una sostiene que, sin idealismo, Alemania se hubiera ahorrado dos guerras mundiales.
R. Sin duda ninguna, porque eso les hizo perder de vista la realidad. No por casualidad Alemania es el país que inventa el idealismo, primero con Lutero y después con Kant. Y en esa autopista del idealismo seguimos. Lo que pasa es que la autopista del idealismo termina en China.
P. Como profesor ¿sostiene que la educación se ha depauperado?
R. La educación se ha depauperado, y con frecuencia culpan al deterioro de la educación a los políticos. Pero no hay que olvidar que los políticos no dan clase, los que dan clase somos los profesores.
P. Se ataca mucho a los propios jóvenes, también.
R. Lo que puedan dar de sí los milenaristas está por ver, está por ver. Conozco a muchos milenaristas que son gente muy valiosa, muy preparada, muy trabajadora y muy cualificada. Y conozco muchos búmeres que han sido todo lo contrario de la imagen que muchos de ellos dan de sí mismos. Por lo tanto, no podemos establecer diferencias maniqueas entre generaciones, eso no es así.
P. Hablando de educación, ¿Qué le recomendaría a un niño como lectura? A un adolescente.
R. Yo recomiendo que lea el Quijote directamente. Pero directamente, sin problema. Vamos a ver, ¿por qué a la gente le intimida la literatura? Porque la han educado para que la literatura le intimide. No hay por qué sentir miedo hacia la literatura. La literatura te va a recibir siempre con los brazos abiertos. Y luego, eso sí, si tú te haces preguntas ante la literatura, entonces ahí entra el papel de alguien que sepa y te pueda explicar. Es como si alguien dice bueno es que a mí me gusta la música. Bueno, ahí tienes un piano, tócalo. Pues entonces yo te voy a enseñar. Si tú empiezas leyendo de pequeño cuentos de mala calidad, de mayor leerás libros de mala calidad.
Hablando de música, por cierto, desde que el periodista entra en la casa suena de fondo Verdi en el hilo musical. Maestro señala el piano vertical que hay en medio del salón, apoyado en una columna: “En realidad me considero un alumno de piano a quien se le atravesó la literatura en su vida”, confiesa encogiéndose de hombros. Señal del eclecticismo que demanda este siglo XXI, al lado de ese piano hay un diploma con un premio de la Sociedad Cervantina entregado a uno de sus ensayos, y al lado la plateada placa de Youtube que certifica haber pasado de 100.000 seguidores. Cerca, un atril con un poema de Quevedo: Contra los que quieren gobernar el mundo y viven sin gobierno. “En el mundo naciste, no a enmendarle, / sino a vivirle, Clito, y padecerle; / puedes, siendo prudente, conocerle; / podrás, si fueres bueno, despreciarle”.
P. ¿Ha tenido algún problema con ese piano, verdad?
R. Sí, avisos de Youtube. Creo que este ha sido un problema de copyright con las introducciones de mis vídeos. Si tú tocas alguna pieza, Youtube tiene un mecanismo totalmente ciego y automático que identifica la melodía con las grabaciones de sellos discográficos. El mecanismo es ciego, pero tiene muy mal oído. Entonces, han llegado a identificar interpretaciones mías al piano con interpretaciones de Sviatoslav Richter. ¡En fin! (ríe).
P. No es mal elogio… pero siguiendo con Youtube, ¿Cómo se lleva con su personaje? No se le parece mucho en persona…
R. ¡El personaje y yo no tenemos nada que ver!
P. Es que es bien curioso, viéndole en Youtube nadie diría que es tan cercano.
R. (Ríe) Es que no tenemos nada que ver. Yo con el personaje no quiero saber nada. El personaje es otra cosa, yo me llevaría fatal con el personaje de mis vídeos. Que se queden con él y a mí que me dejen en paz.
P. Ese personaje para las redes sociales es un fenómeno muy de nuestra era.
R. Bueno, Pessoa tenía heterónimos. Cervantes cuando escribe practica la polionomasia. Esto no tiene que ver con trastornos de personalidad (ríe). Es igual que cuando yo doy clase: el que da clase es una persona contratada conforme a determinadas condiciones. Con los vídeos ocurre lo mismo. Lo único que tenemos en común es el significante, el soporte físico, como un actor con el personaje que representa, pero nada más.
P. En el subtítulo de su libro subraya que no es un youtuber, ¿Cómo se define, entonces?
R. Yo ofrezco lo que puedo ofrecer, no ofrezco lo que usted quiere. Son cosas completamente diferentes. Yo no hablo para gustar, yo hablo para exponer un sistema de ideas. Si eso gusta, bien, y si no gusta, igual de bien, porque es que yo no lo puedo resolver. Yo soy alguien que expone ideas sobre la literatura, pero que no se subordina a lo que se espera. Ni al público tampoco. Es decir, para mí la literatura es más importante que el público. Apelativamente, podría decir: la literatura es más importante que tú.
P. Me doy por apelado. Entonces, no le preocupa la audiencia.
R. Yo no hablo para tener espectadores, yo hablo para exponer ideas sobre la literatura y para ofrecer a aquellas personas que puedan estar interesadas un acceso sin obstáculos a la literatura, que no tengan que pagar por oír hablar de literatura en la mejor calidad posible. Es decir, yo, siendo catedrático de universidad, cosa que me importa un bledo, he bajado al fango para explicar literatura a aquellos que no tienen acceso a ir a una universidad. Eso es lo que yo he hecho y si de algo me alegraré el día que me muera será de haber hecho eso y de haber tocado el piano. Mal, pero bueno. Ese es mi objetivo, básicamente. No es que yo quiera ser un Ícaro o un Prometeo que entregue el fuego a la gente, pero creo que la literatura es un bien de primera necesidad. Eso para mí es lo más importante.
Con motivo de la publicación del libro
titulado Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, en la editorial
HarperCollins, pongo a disposición, tanto de los lectores de la obra impresa
como de los oyentes del audiolibro, el siguiente autorretrato, en el
que, en formato audio, respondo de forma abierta y clara a las preguntas y
cuestiones que me han hecho llegar.
Estas palabras han de entenderse como lo que
son, un autorretrato que sirve de preludio o introducción a la lectura de este
libro, Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, pues en realidad
yo soy un total desconocido para casi todos mis oyentes y lectores, aunque la mayor
parte de la gente crea lo contrario, algunos finjan conocerme ante terceros o
no falte quien imagine haber pretendido lo imposible. La apariencia no es la
realidad, salvo para el mundo anglosajón, que prefiere el espejismo al oasis y
la mentira al desengaño.
Con inevitable frecuencia es fácil confundir
al personaje que habla en un vídeo, o al autor de una obra académica y
científica, con la persona real que da cuerpo a ese personaje, y que no siempre
se corresponde con él, a pesar de todas las apariencias posibles, reales e
imaginadas por los espectadores. Comúnmente la gente se hace una idea muy equivocada
de la persona real, y adquiere de ella una imagen que nada tiene que ver con esa
realidad genuina y con frecuencia invisible. Es muy fácil confundir realidad y
apariencia, y habitualmente, como es bien sabido, toda apariencia tiende al
engaño. Es conveniente disociar algunos aspectos, muy importantes, entre
persona y personaje, es decir, entre la realidad del que habla y las ficciones
que mediáticamente, a veces también mítica o hasta legendariamente, estimulan
la imaginación, idealista y errada, de unos y otros.
Algunas personas me preguntan, con cierta
insistencia, quién soy yo, cuál es mi ideología, por qué digo esto o aquello,
qué obras literarias prefiero o recomiendo, si soy partidario del aborto o de
los abortos ―el plural aquí no es lo mismo que el singular―, a quién voto en
unas elecciones o qué objetivos políticos tengo, qué sistema educativo
considero mejor para la educación de los listos o de los tontos, o,
simplemente, me preguntan por qué no respondo a sus mensajes.
Me hacen, en suma, inquisiciones personales.
A fin de responder de forma discretamente
definitiva a estas y otras cuestiones, expongo aquí, con fines disuasorios, una
suerte de autorretrato, introducción a una serie de pensamientos aforismáticos
y obras escritas en las que se sintetiza y objetiva mi filosofía de la vida,
una filosofía de la que muchas personas se han hecho eco en internet y otros
medios, a partir de mi obra impresa y de mis vídeos en YouTube.
Debo decir que la mejor forma de encontrar
una respuesta a cualquier pregunta sobre mí es leer mi obra, directamente y sin
intermediarios, e interpretarla ―en su contexto― con la debida atención.
Leerla, sobre todo, sin patologías previas. A las patologías, comúnmente
se las llama prejuicios.
Un hecho ha de quedar claro desde el
comienzo, y para siempre: yo no hablo en nombre de ninguna ideología, ni de
ninguna religión, ni de ninguna filosofía. Yo sólo hablo en nombre de los
conocimientos de que dispongo. Tampoco hablo para gustar, ni para disgustar.
Hablo y escribo, simplemente, para exponer un sistema de ideas, relacionadas
siempre de un modo u otro con la literatura.
En mi vida, hasta este momento, he escrito esencialmente
tres libros. En primer lugar, Crítica de
la razón literaria, cuya primera edición es de 2017 y cuya décima y
definitiva edición es de 2022. En segundo lugar, Ensayo sobre el fracaso
histórico de la democracia en el siglo XXI, cuya primera edición es de 2020
y cuya tercera y definitiva edición es de 2024. En tercer lugar, he publicado
el libro que aquí y ahora presentamos: Una filosofía para sobrevivir en el
siglo XXI. El primer libro se refiere a la literatura; el segundo, a la
política; y el tercero, a mi público, es decir, a ti. También he difundido mi
actividad docente de forma abierta y gratuita en más de mil ―y pico― vídeos, y
he publicado unos cuantos artículos, opúsculos y ensayos. Mi primer artículo en
la prensa lo publiqué con 16 años de edad, en el diario La Nueva España,
de Oviedo. Desde entonces no he dejado de escribir y publicar en diferentes
medios de comunicación.
El primero de estos libros, que titulé Crítica de la razón literaria. Una Teoría de
la Literatura científica, crítica y dialéctica, constituye un método
original y propio de interpretación literaria, cuyo objetivo, entre otros, ha
sido el de sacar a la literatura del cubo de la basura en que la han metido las
universidades actuales. En ese libro hablo de lo que sobre literatura no me
enseñaron en la Universidad. Necesité sólo 20 tomos, exactamente 7.198 páginas.
Escribirlo me llevó poco más de 20 años. Mis colegas lo han conocido por sus
hijos y alumnos. Los más viejos de ellos lo han ignorado por completo. Es una
obra que no pueden permitirse. Ni reconocer. Se sienten desautorizados y en
evidencia. Tantos años en esto, para darse cuenta al final de que no han hecho
más que repetir en español lo que otros dijeron antes en francés, inglés o
alemán. Acaso también en ruso. Los más jóvenes, sin embargo, han convertido
esta obra en su libro de cabecera. Algo tendrá el agua ―dicen― cuando la
bendicen. Sea como fuere, la Crítica de
la razón literaria ―y así lo ha advertido más de un lector― se ha
adelantado a toda una generación de lectores, y se ha saltado directamente a
los más viejos avechuchos para instalarse entre los más jóvenes e interesados
milenaristas.
El segundo libro, para el que fueron
suficientes unas semanas, lo titulé Ensayo sobre el fracaso histórico de la
democracia en el siglo XXI. La posmodernidad democrática como medio de
destrucción de la libertad y del Estado moderno. Este escrito habla de tres
hechos terribles y, pese a todo, muy atractivos, entre otros francamente
inconfesables, que, en el siglo XXI, determinarán de modo irreversible la vida
de todos y cada uno de nosotros, y de nuestros descendientes: el fracaso de la
democracia y la destrucción del Estado moderno, el triunfo de la barbarie y la
ignorancia violenta, y la deshumanización digital del ser humano, ejecutada a
través de internet y sus múltiples redes arácnidas, inteligencia artificial
incluida.
El tercer libro, Una filosofía para
sobrevivir en el siglo XXI, del que este autorretrato es una introducción,
ha sido una exigencia de los dos primeros y una consecuencia de la difusión de
mi obra académica y científica, así como de mi labor docente, visible a través
de múltiples medios de comunicación audiovisual, en particular a través de
YouTube.
Se sintetiza aquí una filosofía de la vida,
la mía propia, que expongo en este ensayo, por si puede ser de interés para
lectores, oyentes y espectadores. No es un libro de autoayuda, sino todo lo
contrario: es un libro de desengaño y de crítica feroz contra quienes no tienen
nada que decirnos y, sin embargo, no cesan de intoxicar nuestra vida, nuestros
conocimientos y nuestra libertad. El lector tiene aquí un libro para sobrevivir
al siglo XXI: una filosofía que es, ante todo, mi modo personal de organizar las
ideas de las que disponemos y con las que actuamos. A partir de aquí, tú,
lector, oyente o espectador, decides.
Esta trilogía es, por el momento, mi obra
esencial. Como he dicho, el primero de estos libros habla de literatura
y el segundo de política. El tercero habla de ti. De lo que hablen sobre
el personaje de YouTube, al que han dado vida ―una vida virtual―
los sueños de mis espectadores, sea cada uno de ellos el único responsable.
No soy responsable
de lo que hago en los sueños de los demás
He dicho muchas veces que no soy responsable
de lo que hago en los sueños, fantasías o pesadillas ―redes sociales incluidas―
de los demás.
No conviene confundir a una persona
con su personaje. No quiero decepcionar a nadie, pero quien habla en los
vídeos es un personaje que no siempre se corresponde con mi persona. De hecho,
yo no soy mi personaje. Y no volveré a insistir en esta realidad. Lo sabemos
desde que los antiguos griegos escenificaron la esencia y artificio del teatro
moderno. Actor es la persona cuyo cuerpo da vida y soporte a un personaje. Su
máscara. Es un referente físico en quien se objetiva un significado, acaso
múltiples hipótesis, y hasta algún que otro relato, sin duda legendario y
también falso y marfuz.
De hecho, la realidad que hay en la persona
que da vida a ese personaje la conocen muy pocos, y casi nadie completamente.
Para mis antiguos alumnos, los del pasado
siglo XX ―comencé a dar clase en la Universidad en 1993, con 25 años, tras
doctorarme en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada―, soy acaso nada,
o en el mejor de los casos, un recuerdo sin consecuencias. Para mis actuales
alumnos, los del siglo XXI, soy un perfecto desconocido: ni siquiera saben mi
nombre, no tienen ningún interés en recibir mis conocimientos y no me
identificarían ni personal ni profesionalmente en ninguna parte ni lugar. En
este punto, soy igual que mis colegas. Sólo que yo lo sé y lo digo, y ellos ni
pueden hacerlo ni se atreven a decirlo.
Para los de izquierdas, soy de derechas;
para los de derechas, soy de izquierdas. Así de listos son unos y otros.
Para los protestantes, soy un católico
luzbelino; para los católicos, soy un caso perdido; para los agnósticos, un
escritor inútil, y para los ateos, un jeroglífico. Para el resto de creyentes,
un don nadie, excepto para los filósofos, que me hacen preguntas propias de
personas que no han trabajado nunca. Para las feministas soy un hombre ―mea
culpa―. Y tienen razón: formo parte de una generación de seres humanos que
todavía alcanzó a distinguir a las personas por su sexo, y a no discriminarlas
nunca ni por su género ni por ninguna otra cuestión irrelevante. Para los
polemistas y ergotistas de todos los signos, sean de esto o lo contrario, soy
alguien que ―salvo por su forma de razonar― debería estar con ellos y no contra
ellos, aunque lo realmente cierto es que no estoy ni en contra ni a favor de
hechos y debates que me rebasan (por no decir que me resbalan) y ante los que
no tengo nada que hacer ni que aportar. No me atraen los querulantes.
Para los enemigos de los buenistas, soy
buenista; para los buenistas, no soy buenista, porque soy heterodoxo ―es decir,
original― e indómito, dado que no permito que me eduquen para obedecer; para
quienes me conocen laboralmente, soy lo que hay: un intérprete de Cervantes, de
la literatura en general y de la Literatura Española e Hispanoamericana en
particular, y también de la Teoría de la Literatura, de la que he hablado como
lo que es, una ciencia de los materiales literarios. La administración dice que
soy, también, especialista en Literatura Comparada (sea de ello responsable la
administración).
Soy, en suma, alguien que, a partir de su
propia formación autodidacta como profesor de Universidad, en el ejercicio
investigador y docente de la Filología Hispánica durante más de tres décadas,
ha construido, para bien o para mal, una Teoría de la Literatura nueva,
original y diferente.
La Crítica de la razón literaria se
ha enfrentado sin reservas a una tradición que, entre otros muchísimos lastres,
subordinaba el Hispanismo a los dictados de otras naciones y culturas, a mi
juicio muy incompetentes en materia literaria, las cuales imponían a nuestras
élites universitarias y políticas una forma de interpretar la literatura ―y en
particular la literatura hispánica― con la que una persona inteligente no puede
estar científicamente de acuerdo. No me dio la gana de aceptar eso, y por ello
mismo escribí mi propia obra. En ella se contiene el mayor reproche a mis
profesores universitarios: nunca fueron, ni supieron ser, originales. Fueron
copistas, traductores e importadores de lo que se hacía en el extranjero. Y lo
hicieron acríticamente. No me aportaron nada. Y si dijera otra cosa, mentiría.
Hablo de la Universidad, porque en el bachillerato conocí a los mejores
profesores de toda mi trayectoria académica y vital.
Políticos, maestros y colegas
Para mis colegas, soy una oportunidad (que
cada uno ha gestionado según sus propias capacidades, o visto frustrada según
mis personales decisiones o intereses). Para los investigadores más jóvenes y
competentes, soy un tema para una tesis. Para la Universidad, un superviviente
al que nunca los lenones pudieron silenciar, ni detener, ni domeñar: una
rarísima avis a la que el poder nunca logró seducir con nada ni con
nadie. Para los caciques, una bofetada a tiempo, y en algún momento una buena
hostia a destiempo, pero siempre muy bien dada. Nunca es tarde ―dice la
paremia―, si la dicha es buena. A veces, la dicha, se manifiesta de forma
violenta.
Para los maestros, cualquier cosa menos lo
que esperaban, cualquier desenlace menos un discípulo, cualquier resultado
menos una obsecuencia: soy los antípodas de la sumisión. Nunca una frustración
―para ellos―, pero en algún caso sí un resentimiento, si nos acordamos ―no la
nombremos― de alguna vieja gloria cada vez menos gloriosa y más vetusta. Para
los resentidos y envidiosos, una viruela que sólo ellos saben por qué padecen.
Para las camarillas, siempre fui una puerta cerrada y un despacho vacío. Para
el poder académico, una total pérdida de tiempo.
El poder académico ―sea dicho con toda
legitimidad― es una de las formas más ilusorias y pueriles de poder. El poder
académico se limita a hacer de mensajero e intermediario informático, porque
hoy toda burocracia académica no es otra cosa que reenviar correos
electrónicos, los cuales se reciben inconscientemente de una instancia
burocrática y se remiten a otra. No hay más. No es ni siquiera sumisión ni
servilismo. Es algo mucho más simple y degenerado: es mensajería electrónica
propia de gente que no sabe hacer su trabajo, es decir, dar clase, y que lo
disimula eclipsándose en el lisérgico pseudopoder académico. La golosina de los
bobos. En ese ejercicio se entretiene, ilusa y vaga, en realidad neutralizada,
más del noventa por ciento de la población universitaria mundial. Siempre me
negué a ocupar cargos de gestión académica. Y aun así las llamadas agencias de
evaluación se vieron obligadas a acreditarme como catedrático. En contra de su
voluntad, naturalmente, y de la de algún envidioso y frustrado colega.
Para los políticos que no me conocen, soy un
presunto voto; para los políticos que me conocen, un sofión sin reservas. Para
la democracia, una carcajada. Ante el supremo cortesano, el espectador de una
obra de teatro cuyo final ignoramos tanto como deseamos... conocer. Y para la
ramerilla de la democracia, es decir, para la prensa, soy el hombre invisible.
Sea así por muchos años.
¿Hombres y mujeres?
Para hombres y mujeres soy lo que, en cada
caso, unos y otras merecen por sus obras. Porque las palabras, entre los seres
humanos, sólo sirven para engañar, con mejor o peor torpeza. Por ello, para los
hombres soy, en algún caso, el maestro que imaginan o desean, y que no tienen,
o no han tenido; en otros casos ―casos tronados, todo hay que decirlo―, soy lo
que desearían para sí y saben imposible, una fascinación urticante, la sal en
la envidia, la ortiga en el orto, una cara que no sale en su espejo y un libro
que acaso hubieran querido escribir, cuando ni siquiera lo pueden reseñar: para
más de uno, la impotencia de todos sus días; y en la mayoría de los casos sólo
soy alguien que, simplemente, a veces responde a sus mensajes y a veces no.
Para las mujeres, soy lo que cada una imagina ―bajo su responsabilidad―, y
alguna consigue ―bajo la mía―: atención y distancia. Es decir, soy lo mismo que
para los hombres.
Para los memos un meme: confieso que la
puericia crónica no es lo mío. Pero les gusto. Los memos también buscan
espejos. Y pareja. Opositores a Narciso, combustible de psiquiatra, carne de
suicidios. No en vano la fascinación especular tiene genealogías patológicas de
las que sólo el memo ―y no el modelo― es responsable. Para los enemigos, soy
una sorpresa. No digamos más. Pero... seamos francos... lo cierto es que no
tengo enemigos: tengo gilipollas. Para los amigos, un amigo desengañado,
consciente de que la traición la ejecutará siempre uno de los mejores. La
traición, como la noche, como la Historia, como la muerte, como el tiempo
mismo..., nunca tiene prisa. Y es, sobre todo, como la muerte y como Hacienda:
siempre llega.
Para los traidores, soy eso, literalmente,
un viejo amigo. Para el calumniador, una persona que desmiente con hechos la
mentira de sus palabras. Porque la calumnia siempre revela los intereses y
expectativas de los crédulos, que la buscan inflamados y la retroalimentan
latebrosamente. La calumnia contiene siempre la matriz de las intenciones del
calumniador, pero nunca la realidad de los hechos adulteradamente narrados.
Engáñese cada uno como quiera: la mentira no me necesita. Si tú la necesitas, ve
con ella. Ve con el diablo, no conmigo. Para el gremio de los envidiosos, tengo
un arsenal de contenidos originales ―y muy codiciados― titulado Crítica de
la razón literaria.
Para la música, soy una frustración que
ignora todas sus frustraciones: una disposición constante y una voluntad
silvestre y libertina. Para mi querido y estimado profesor de música, soy ―acaso
en algún momento― un pequeño dolor de cabeza comprensible y perdonable. Siempre
compatible con su magisterio, que es lo más importante, porque le debo lo mejor
de lo que soy capaz ante un instrumento delator e insobornable, como es el
piano. Los profesores de música son los únicos maestros que reconozco, porque
jamás podré superar su originalidad magistral y su paciencia infinita y
generosa. Les debo el tiempo y el saber, inmenso, que me han dado. También a mi
maestro en literatura, la mayor excepción, el único: Emilio Nieto Costas, mi
profesor de literatura en segundo de bachillerato. Fue mejor que todos mis
profesores de Universidad juntos. El discípulo obedece, el intérprete
expone su criterio. Con libertad.
Para la filosofía, soy el lector de Borges
―confío en ella tanto como el argentino que soñaba con ser inglés, es decir,
nada (nótese la epanortosis, por favor)―, y para la literatura soy el autor de
la Crítica de la razón literaria.
Elogio y vituperio
Para quien me elogia soy un oído sordo, y
para quien me vitupera soy un oído sordo que sabe leer en los labios. Para
quien entra por la puerta de mi despacho, soy una adivinanza. Como editor, no
quise explicaciones, quise resultados. No presto atención a mis interlocutores,
pero finjo en la medida de lo posible y en razón de la cortesía. Sólo escucho
música y sólo a la literatura presto atención sin distancias. No pierdan
el tiempo buscándome coloquios.
Siento esta franqueza, pero antes muerto que
embustero: las palabras, fuera de la literatura, son la banda sonora de la
nada. Las mías, como las de los demás. Y cualquier efecto sonoro, si no es
música, es ruido.
Otra cosa son las palabras de mi personaje,
que es quien les habla y les hablará mientras yo viva. Quédense con él, y a mí
déjenme en paz: serán más felices. (La única diferencia es que algunos ―los que
no me conocen, ni pueden conocerme― quieren creer más en mis palabras que en
las palabras de mi personaje, y yo, sinceramente, no necesito creer en las de
nadie. Ni siquiera en las de mi personaje. Ése es para ustedes, no para mí).
La queja es una de las formas más socorridas
de disimulo, y de ser, también, consciente de lo que hay. Trabajar es una forma
de disimular el éxito y el bienestar propios de una vida, el mejor modo de
pasar desapercibido ante el vecino y el colega. Una forma de fingir
incomodidades que nos aproximan a los demás. Un modo de hacerles sentirse
cercanos a nosotros mismos. Una ilusión de sociabilidad, que más de uno
necesitará interpretar como una suerte de complicidad, o hasta de solidaridad
inexistente. La ingenuidad del ser humano es infinita. Quejarse es una forma de
despistar. También es una forma consensuada de placer.
Pero vivir es hechicero y seductor. La vida
es la forma más atractiva de prorrogar el final. Amenizado por el fracaso ajeno
y la supervivencia propia.
No soy arrogante, soy sincero. De una
franqueza urticante y de una llaneza que, por viajar de la mano de la
indiferencia, el desengaño y la misantropía, e incluso la indolencia, resulta
molesta, a veces intolerable, muchas veces antipática y, desde luego, siempre
incompatible con casi todo el mundo. Así sea, pues así lo quiero.
No soy narcisista, porque no soy como me veo
yo, sino como me ves tú: si me sigues mirando, leyendo o escuchando, pregúntate
por qué lo haces, pero no me lo preguntes a mí, porque yo no sé quién eres. Y,
con todo respeto y consideración, no me interesa saberlo. No estoy encantado de
conocerme a mí mismo, estoy encantado de no conocerte a ti.
Y si te parece bien lo que soy y lo que
digo, sé bienvenido, y con tu pan te lo comas. Y si no te parece bien, o
simplemente te molesta, la culpa es tuya por prestarme atención.
Los alumnos forman parte de mi trabajo,
no de mi vida
No hablo con alumnos fuera de mi ámbito
laboral. Y desde luego no escucho ninguna de sus confesiones, ni dentro ni
fuera del aula. Los alumnos forman parte de mi trabajo, no de mi vida.
Soy profesor, no confesor. No soy cura, ni
psiquiatra, ni «hermano mayor» de nadie. En mi trabajo explico el Quijote,
entre muchas otras obras literarias. Examino al alumnado conforme a la
legalidad vigente y de acuerdo con la guía docente de la materia ―en las que ni
creo ni confío, porque no son obra mía, sino de un poder ajeno del que no formo
parte, ni como artífice ni como elector―, y lo que ocurra fuera de mi horario y
calendario laborales no es asunto mío y no debe ser asunto mío. Trabajo por
dinero, como todo el mundo. Porque trabajo es aquello que se hace por dinero.
El placer es otra cosa. La libertad comienza cuando termina el horario laboral.
Trabajar, como votar, es obedecer. Si no lo sabes, no puedo ―ni quiero―
explicártelo. Descúbrelo por ti mismo, y si no eres capaz, dedícate al
voluntariado, por placer y sin dinero. Y si crees en la vocación, advierte que
un desengaño a tiempo puede ser tu mejor victoria y prevención.
Voluntariamente dedico mi vida personal y
profesional a explicar literatura: en menos de una década he grabado más de mil
largos vídeos ―sé que ya lo he dicho― sobre interpretación de autores y obras
literarias, y he puesto desinteresadamente a disposición de todo el mundo, en
internet, contenidos críticos y académicos propios de un nivel universitario,
de forma abierta, libre y gratuita, así como toda mi obra, la Crítica de la
razón literaria. Soy responsable de lo que he escrito (no de las apofenias
del último ocurrente que me leyere), y me deberán el favor ―que no cobraré― de
haberlo regalado. Lo que la gente haga con ello es algo que no puede
importarme. No soy cómplice de mis lectores. Ni de nadie.
No hablo para hacer amistades,
sino para exponer un sistema de ideas
sobre la literatura
No hablo ni escribo para los jóvenes, ni
para los viejos, ni para nadie en particular. Ni en absoluto para hacer
amistades ni enemistades. Escribo y hablo para expresar un sistema de ideas
sobre la literatura.
Si ofrezco gratuitamente mis conocimientos,
es para que, si te interesa, los utilices de forma útil e inteligente, no para
que me escribas ni contactes, y ni mucho menos para que me des tu opinión. No
discuto opiniones: interpreto hechos. Ni mi vida ni mi obra dependen de tu
opinión. Sinceramente: tu opinión no nos importa. (A los retransmisores de
opiniones de terceras personas los considero, simplemente, lo que son:
chismosos y bobos. Su destino es la sentina o pecinal de la papelera más
cercana. El bloqueo eviterno. Me resultan excrementicios. Vaya también el
correveidile, como la mentira, con el diablo).
Lo que digo o escribo no es resultado de una
espontaneidad o una ocurrencia, sino que se trata de afirmaciones que forman
parte de textos más amplios, de los que se extraen como una cita, y que pueden
leerse como aforismos o paremias. Mi obra contiene una considerable selección y
antología de ellas.
Ni yo ni nadie puede pretender que se
entienda lo que se escribe o dice, si quien oye o lee no pone la debida
atención. Cada texto selecciona, con vida propia, a sus propios lectores e
intérpretes.
Por otro lado, hoy, con las redes sociales,
la confusión y destrucción de la comunicación ―y de cualquier contenido
inteligente― están aseguradas. Hay personas que viven ―es decir, malviven― en
las redes sociales, enredadas en el reciario de internet, y que comentan todo
lo que ven, sin entender nada de lo que leen. Mi obra, que se ha difundido
mucho a través de estos medios, ha sido y es objeto de interminables
comentarios, vídeos, réplicas, etc. La mayor parte de estos comentarios
proceden de personas que no tienen conocimiento de nada, pero que, bajo la
ilusión de la red pública, creen que saben algo. Su destino es la gomia de la
basura.
Pongo un ejemplo. Siempre he dicho que la
literatura no es una ciencia. Es la tesis número 4 de la Crítica de la razón
literaria: «la literatura no es una ciencia». Bien, pues son
incontables las personas que, comentando tonterías en internet, objetan
―jugando a ser sabios― que yo haya dicho que «la literatura es una
ciencia». Es decir: entienden todo al revés. Otro lo lee, y sigue el hilo. Y
así sucesivamente. Pueden citarse ejemplos como éste hasta el infinito.
Verdades y mentiras conviven en internet en
condiciones idénticas y resulta imposible discriminarlas. Sobre todo entre
adolescentes de larga duración. Gente que crece como «Mowglis» o silvestres
«niños de la selva». Varios de estos «Mowglis» son hoy graduados
universitarios. En las redes sociales ―su placenta― cultivan el magisterio de
ignorancias crónicas y viciadas, metástasis de necedades infinitas. Y a la vez,
internet ―no lo neguemos― es también un medio de difusión de conocimientos y
saberes de primera categoría, para quien sabe identificarlos e interpretarlos.
La realidad es dialéctica y conflictiva. Y acabará contigo, si no te haces
compatible con ella, es decir, si eres un idealista.
Saber sobrevivir a esos contrastes es
fundamental. Y la educación debe ser el principal instrumento para conseguirlo,
y no el medio más insistente para provocar en niños y jóvenes todo tipo de
patologías y trastornos de personalidad. Cuidado con convertirse en un
«Mowgli».
No soy un youtúber,
soy un profesor que graba sus clases
No conviene confundir, al menos en mi caso,
el mensaje con el medio, ni el emisor con el canal, porque, en mi vida y obra,
el mensaje ―la literatura― no es el medio ni el canal ―YouTube―. En internet
estamos todos, pero no todos estamos del mismo modo. El medio no nos hace
iguales, pese a las apariencias. Y yo soy solamente un profesor.
Los profesores somos personas que enseñamos
lo que sabemos a otras personas que quieren aprender lo que enseñamos. Más allá
de estas condiciones básicas, todo lo demás sobra. A menos que ―como la
administración y las agencias de calidad― forme parte de cuanto quiere
arruinar, sabotear o simplemente destruir nuestro trabajo y vocación.
Se ha dicho que «los vídeos de Maestro son
café para los muy cafeteros». Es posible que quien lo haya dicho no haya
probado nunca el café. Pero eso no importa. Tampoco soy un profesor como el
resto de mis colegas. Y eso importa aún menos.
No he liderado nunca nada ―de nada―, ni he
dirigido jamás a ningún grupo de personas. Ni de animales. Nunca he sido
pastor, ni flautista en Hamelin. No soy influyente ―¿por qué dicen
«influencer»?― en nadie ni en nada. Tampoco soy un youtúber: soy un profesor
que graba sus clases. Quien confunda el medio con el mensaje, que
se lo haga mirar. Y si hay quienes dicen seguirme, sea suya la decisión, y
quédense con la exclusiva de sus consecuencias. Ya he dicho que no soy
responsable de lo que hago en los sueños de los demás, no presto atención a
nadie, y nada tengo que ver con actos ajenos. Y aún menos con conductas
gregarias. No participo en debates ni en polémicas. Nunca lo he hecho. Que los
demás polemicen sobre mí no me convierte a mí en ningún polemista. No tengo
opiniones, tengo interpretaciones. Ideas que no están subordinadas a la opinión
del prójimo. Lo que yo pienso no depende de ti.
No he llevado a cabo jamás proyectos de
investigación subvencionados por ministerios, universidades o agencias
destinadas a inquirir, desde la burocracia que no ha investigado nunca nada,
las investigaciones científicas de los demás. No pido permiso, aún menos
atención, a los necios para escribir. Tampoco los quiero como lectores. No los
reconozco como interlocutores. La Crítica
de la razón literaria la he escrito a solas, y ni ella ni yo debemos nada a
ninguna de estas entidades antemencionadas, a cuyas espaldas la he compuesto y
publicado.
Las agencias de evaluación han tenido que
tragarme tal como soy, y se han visto obligadas, contra sí mismas, a
reconocerme, según dice la propia administración, como catedrático de Teoría de
la Literatura y Literatura Comparada. Yo me negué explícitamente a cumplir con
muchos de los requisitos cacareados por esas instituciones. No me jacto de ser
catedrático ―el mejor de todos los memes―: me jacto de ser catedrático a pesar
de las agencias de evaluación científica y académica. Y contra ellas.
No he dirigido ni una sola tesis doctoral en
más de 30 años de actividad docente universitaria. Ni pienso hacerlo. Es una
forma de aprovecharse del trabajo de los demás. Es incluso absurdo y ridículo,
además de irónico y burlesco, que a alguien que termina una carrera, tras cuatro
o cinco años de estudio, haya que dirigirle un trabajo, como si se tratara de
un inválido intelectual. ¿Para qué ha estudiado entonces durante casi un lustro
o más? No me he servido de nadie, y menos de estudiantes, para desarrollar mi
propio trabajo y curriculum vitae. Nunca he promovido ni la esclavitud
académica, ni el caciquismo científico, ni la sumisión diferida. Nunca he
tenido a nadie trabajando para mí, del mismo modo que siempre me negué a
trabajar herilmente para otros, por muy superiores que fueran a mí, y que no
por ello han dejado de servirse en más de un caso de mi trabajo, de mis ideas y
de mis textos, sin reconocerlo ni mencionarlos, como si algo así pudiera
ignorarse o disimularse.
Nunca olvidaré cómo en el año 1988, un
excura, entonces profesor, nos impuso a todos los alumnos, como una obligación
cuyo cumplimiento determinaba la calificación final de la asignatura, la
transcripción de unos textos medievales, que después él utilizaría con fines
propios y exclusivos para uno de sus trabajos académicos. Nunca olvidaré que le
dije que no. Lo dije y lo hice con hechos irreversibles e inapelables. Y nunca
olvidará él que, cuando insistió por última vez, con cobardía y sin valor, en
que le transcribiera aquellos textos, al final de una clase, pues me los plantó
delante de mis narices, sobre el pupitre, entre dos compañeros, ahí se quedaron
los textos, en un aula vacía. Porque yo ni los toqué. Lo que hizo con ellos...
él sabrá lo que fue. Yo sé lo que hice con él.
Mi obra es pública y de libre acceso, y
sobre ella se han hecho y publicado varias tesis doctorales, que yo no he
dirigido, aunque haya sido causa y combustible de ellas. Quien quiera utilizar
mi trabajo para investigaciones científicas y académicas, ahí lo tiene, en
internet, de forma libre, abierta y gratuita. A mí no me necesita para nada. Ni
yo necesito dirigir a nadie. Las personas inteligentes no necesitan directores.
Ni espirituales ni intelectuales. No es soberbia, es libertad. No es
insumisión, sino simplemente coherencia. Toda originalidad implica la negación
de un superior. Mis mejores intérpretes son aquellos que jamás han estado subordinados
a nada ni han sido seguidores de nadie. Quien piensa con cerebro ajeno no
entenderá jamás ni una sola de mis palabras, ni uno solo de mis libros. No
quiero sufragáneos de ninguna autoridad, ni propia ni ajena. Mejor solo que mal
acompañado. El esclavo intelectual es la peor de las compañías, el más
deplorable de los turiferarios. Filosofías, religiones e ideologías son sus
principales placentasy laboratorios. Soy
ajeno a todas ellas, y no quiero a nadie obsecuente con ellas.
No he tenido ni discípulos ni maestros.
¿Para qué? Más bien he tenido ocasión de conocer a quienes, en diferentes
momentos y circunstancias, han querido o pretendido ser lo uno o lo otro, sin
haber sido jamás ninguna de las dos cosas. Y, sobre todo, he tenido constancia
de gentes que, confundiendo la realidad con la ficción de sus sueños,
ansiedades o pesadillas, se atribuían privilegios relativos a su inexistente
relación conmigo. Quien hambre tiene, con pan sueña, reza el proverbio. Dado
que no soy psiquiatra, no puedo pronunciarme con rigor sobre el tratamiento
médico de casos tales, y he de limitarme a una sintética exposición de hechos
ajenos y estultos.
Confieso que antes de cumplir los 50 años he
visto cumplidos todos mis objetivos personales y profesionales. La cátedra no
estaba entre ellos, vino después, como puede venir cualquier cosa irrelevante y
pasajera. Si mi posible éxito ha perjudicado a otros, ellos sabrán por qué. Yo
lo ignoro. La envidia es la forma más siniestra de admiración. Nunca
experimenté ese sentimiento. No tengo ni he tenido nunca razones ni motivos
para ello. No tengo a nadie a quien envidiar. Lo siento por ellos. Quien por
celos ladra no ladrará en vano, según reza el verso de Lope de Vega. Pero la
verdad es que nunca he prestado atención a los ladridos de un can, cuanto menos
a los de un colega o semoviente advenedizo.
Las grandes obras, especialmente las
literarias y artísticas, y acaso también algunas de las científicas, son en
realidad sólo testimonio insólito y único de lo que alguien inteligente y
aislado ha sido capaz de hacer y de alcanzar. Un logro supremo y singular. Nada
más. Nada menos. Las obras geniales no tienen otro destino que la soledad. Una
soledad condecorada y solemne, acaso, pero soledad y olvido al fin y al cabo.
Los demás, realmente ―el ruidoso y respetable público, destinatario consciente
o inconsciente de ellas y de sus posibles consecuencias―, poco o nada valioso
pueden hacer con estas supuestas grandes obras, salvo admirarlas unos,
envidiarlas otros, imitarlas los más astutos, estropearlas por completo los más
charlatanes o simplemente destruirlas los más ignorantes y bárbaros. Los
discípulos son infidentes o parásitos por naturaleza. Los maestros, por su
parte, siempre fueron ficciones de cortesía. El público, llamado el respetable,
es la distancia que separa la realidad del idealismo. Lo sabemos: nos quieren
por el ruido, no por las nueces.
Si buscan amo, llamen a otra puerta, y si
necesitan amigos, acudan a una red social, donde no me encontrarán, porque la
suplantación de identidad no remite nunca a ningún original. El espejismo jamás
se convierte en oasis. También es cierto que no he intervenido nunca en la
actividad de mis posibles publicistas. Si les gustan los dioses falsos,
quédense con ellos. Sepan que yo no quiero ni a los verdaderos. Si necesitan
consuelo, sírvanse del instrumento correspondiente.
Y si reciben un mensaje firmado con mi
nombre y apellidos, pueden estar seguros de que el autor no soy yo.