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El ser humano deja de ser una criatura diabólica cuando comienza a comprender lo que es la literatura

 


Fuseli, Henry - La pesadilla


Entrevista de Alonso Rabí Do Carmo a Jesús G. Maestro


1. [Alonso Rabí Do Carmo]: En un mundo dominado por la tecnología, la inmediatez, el pragmatismo sin ética y la banalidad sin fin, ¿cuál es el destino de la literatura? ¿Está acaso en peligro de muerte?


[Jesús G. Maestro]: La literatura no tiene ningún destino específico. El futuro se construye, no se adivina. El futuro de la literatura y el futuro de cualquier otra cosa. Presuponerle a la literatura un destino es un idealismo. Acaso también una presunción. La literatura, como el sentido del humor o de lo trágico, se escribe y se construye según la inteligencia de la que se dispone. Cuando el mundo era diferente a lo que hoy es, y me permito dudar de que esencialmente haya sido alguna vez diferente a lo que actualmente es, la literatura era indiferente a las pretensiones del destino y de las utopías de los seres humanos. La literatura no depende del destino del mundo: la literatura depende de la inteligencia humana. En todo caso, es innegable que en una sociedad sin tecnología, sin prisas y sin pragmatismo, hay literatura igual que la hay en una sociedad de signo contrario. Este hecho lo he explicado en mi obra Genealogía de la literatura, donde se interpreta la literatura según una conjunción de conocimientos críticos o acríticos, racionales o irracionales. Una sociedad pragmática no da lugar necesariamente a una literatura ni mejor ni peor que la que se puede originar en una sociedad estéril. Por otro lado, la banalidad, sea del bien, sea del mal, no asegura por sí misma una buena literatura, ni tampoco una mala literatura. La banalidad del mal, como la banalidad del bien, en sí misma no significa nada. Vincular el valor de una obra literaria a un determinado tipo de sociedad es algo que en sí mismo tampoco explica nada. Sugerir que un mundo no sometido a la tecnología o a la inmediatez, por suscribirme a los términos de la pregunta, da lugar a una literatura de menor calidad que la que genera otra sociedad es un error. Por otro lado, aplicar a la literatura la idea de un «peligro de muerte» es algo más humano que literario, más apocalíptico que realista. La literatura aparece y desaparece a lo largo de la geografía y de la historia, como aparecen y desaparecen, crecen o disminuyen, muchos otros aspectos y variables, como son la libertad, la inteligencia, la razón o simplemente la estupidez. Tocante a literatura, estamos hoy como siempre. Rodeados de parásitos, de tontos charlatanes y de inteligentes que, atentos a su astucia, esperan su momento. Los genios lucen más después de muertos. Sobre todo, una vez que el poder ha controlado las consecuencias de su genialidad. La literatura atrae a todo tipo de parásitos, sofistas, charlatanes y apocalípticos, que viven de ella como cualquier vendedor de humo vive de sus vacuidades, desde la felicidad o la geopolítica hasta la aruspicina o el tarot.

 


2. [ARDC]. Humanoides letrados: ¿Pesadilla o próxima realidad? ¿Qué es lo peor y lo mejor que tiene la inteligencia artificial que ofrecerle a la literatura?


[JGM] La literatura y la inteligencia artificial no tienen nada que ver. La literatura es obra de la inteligencia natural humana y de sus posibilidades de racionalismo. La inteligencia artificial es una pseudointeligencia, una programación de combinaciones infinitas y selectas que ofrece al ser humano determinados resultados y posibilidades optimizadas. En el caso de la literatura, la llamada inteligencia artificial es útil a los autores de kitsch y modelos ortodoxos de pseudoarte. Sirve al mercado y a la producción mecanizada de textos y productos cualesquiera. La literatura, la verdadera literatura, valga la redundancia, es totalmente indiferente a la inteligencia artificial. Quien no es indiferente a las tentaciones que le ofrece la inteligencia artificial es quien carece de la inteligencia natural necesaria para escribir obras literarias. El lector que, sin formación literaria, no desea adquirirla es y será siempre indiferente a la literatura. Y para este tipo de lector cualquier cosa puede pasar por literatura, desde un código de barras hasta el prospecto de un medicamento, lo elabore una inteligencia artificial o lo redacte un chimpancé tecleando una pantalla digital.

 


3. [ARDC]. En el mundo de hoy la educación se orienta cada vez más a alimentar el mundo laboral, olvidando que la educación toda es un proceso formativo en el que se adquieren conocimientos, claro, pero también valores fundamentales como el pensamiento crítico. ¿Qué hacer?


[JGM] Pues cada uno hace lo que puede, lo que sabe y no lo que quiere, sino lo que le dejan hacer. Yo no creo que la educación organizada de espaldas al mundo laboral sea mejor, ni más valiosa, que la educación orientada en función del mundo laboral, empresarial o mercantil. Es, simplemente, una educación diferente. Es común entre determinados idealistas de una supuesta educación humanista considerar que una educación ajena a intereses empresariales es más valiosa. Eso es un espejismo más, entre muchos otros espejismos. Es incluso una forma de narcisismo gremial, muy propio de humanistas y académicos, y también una forma de supremacismo moral, intelectual y hasta clasista. Algo en realidad ridículo y también grotesco, sobre todo porque resulta irrelevante y económicamente muy empobrecedor. La sofística enriquece más y mejor que el humanismo. Y hay que advertir que la mayor parte de los humanistas son unos sofistas profesionales y de medio pelo. Esta actitud o creencia de que una educación en valores ajenos a lo mercantil resulta más valiosa que otras es en el fondo una forma de legitimar un ascetismo idealista y fabuloso, es decir, de justificar erróneamente una vida irreal, y francamente empobrecida, al margen del mercado y de sus exigencias. No hay que olvidar que, hasta cierto punto, las exigencias del mercado son las exigencias de la realidad, sobre todo en un mundo como el actual, donde el mercado se ha apoderado del Estado, globalmente y acaso con intenciones seculares, es decir, durante los próximos siglos. Los humanistas han sido (casi) siempre así: narcisistas, parasitarios y engreídos en su propia esterilidad. Erasmo es un magnífico ejemplo. Siempre han recelado de todo aquello que puede hacerles competencia, sea el dominio de la Iglesia (a la que se subordinaron cuando les hizo falta), sea el poder del Estado (con el que colaboran siempre que pueden y del que reciben subvenciones, ayudas y premios), sea el afán depredador del mercado (al que se venden felices y contentos de la forma más barata que puede constatarse tan pronto como pueden), sea el poder de ciencias cuyo desarrollo les hace sombra (ciencias a las que fingen interpretar desde una ignorancia con frecuencia supina y absoluta). En realidad, todo saber es útil y necesario, venga del mercado, o de cualquier otra parte, si nos permite hacernos compatibles con la realidad y conocerla para preservar nuestra supervivencia biológica. Lo que se haga con la vida es ya otra cuestión, que afecta a la moral (la vida del grupo) y a la ética (la vida del individuo), entre otras muchas cosas. Por otro lado, cuando se habla de «pensamiento crítico», confieso que no sé realmente de qué se habla. Pensamiento crítico, ¿de qué? Hoy se observa que muchas personas que se declaran críticas por su forma de pensar, cuando exponen lo que dicen pensar, dejan en evidencia que ni piensan ni saben lo que es la crítica. Sus pensamientos son emociones en el vacío, o más simplemente aún: son reacciones emocionales suscitadas por ilusiones, espejismos o ideologías. Y sus críticas son ocurrencias fugaces, pasajeras o completamente ridículas. Yo recomendaría a muchas personas que pierden su tiempo prestando atención a quienes dicen dedicarse o ejercer el pensamiento crítico, que se pregunten en qué trabajan estos pensantes críticos, y que constaten que estos timadores, en la mayor parte de los casos, no trabajan en nada útil. Entre otras cosas, porque lo que dicen pensar no son, en realidad, más que tonterías y ocurrencias. Eso sí, muy seductoras. Téngase en cuenta que cuando se admira en demasía la inteligencia ajena, tal vez la causa es que, simplemente, se carece de inteligencia propia. A veces, la inteligencia del prójimo es sólo un espejismo resultante de la ignorancia en la que uno mismo vive sin saberlo.

 


4. [ARDC]. Es muy claro el retroceso de las Humanidades, tanto en las escuelas como en las universidades. Se las considera imprácticas, verbosas, incapaces de resolver problemas concretos. Tengo la incómoda impresión de que en estos días ser profesor de literatura es pertenecer a una especie en extinción, o en la versión más mejorada de este pesimismo, alguien excéntrico.


[JGM] A las humanidades se las considera así, inútiles, porque los humanistas son también así, inútiles. La mayor parte de los humanistas ni son humanistas ni son nada, y no sirven ni a las lenguas ni a las literaturas, ni absolutamente a nada ni a nadie. Son parásitos. Hoy ser profesor de literatura es ser lo de siempre. Hay profesores de literatura muy bien formados, pero son poquísimos. Como siempre ha ocurrido. La mayor parte, como Vd. dice de las humanidades, son personas rábulas, inútiles, irresponsables incapaces de resolver cualquier tipo de problema. Esto es una realidad totalmente innegable. El fracaso de las humanidades es resultado del fracaso de quienes se dedican a ellas. La mayor parte es gente que no sirve para nada, y se mete en esta profesión, la de profesor de literatura, para disimular su inutilidad. Es una forma de parasitismo. La crisis de la clerecía ha provocado un crecimiento del parasitismo humanista y académico. La gente ha cambiado el seminario por la universidad. La filosofía es una secularización de la religión. Las Iglesias están vacías y las Facultades de Filosofía están saturadas de gentes que en otro tiempo no serían otra cosa que seminaristas. En una generación más, esto también habrá cambiado, y los llamados filósofos se dedicarán a la autoayuda, es decir, a vender humo. De hecho, la filosofía siempre ha vendido humo: lo que ha cambiado es su clientela. Primero han sido los creyentes en dioses, divinidades y criaturas metafísicas. Es la etapa en la que la filosofía está al servicio de la religión. Después, con el triunfo de la Ilustración y de la razón secular, la filosofía se pone al servicio del Estado y de las ideologías políticas. Sus nuevos clientes son los votantes y los partidos políticos: las creencias ya no religiosas, sino políticas. Los nuevos dioses son los estadistas, los superhombres, los duces, Führer y caudillos. Hoy, agotados todos los productos religiosos y políticos, la filosofía vende el humo de la autoayuda. Son los nuevos clientes. De buscadores de dioses, los filósofos han pasado a ser inventores de superhombres, y hoy, actúan como ingenieros de la felicidad y otras  monsergas por el estilo. Eso es la filosofía: un timo atractivo y seductor, con atavío académico, retórica solemne y un lenguaje casi onírico y quimérico. El resultado es una forma acomodada de ejercer la pseudociencia.

 


5. [ARDC]. En una conversación con un intelectual de mi país, surgió la idea de que hacer y practicar humanidades era una forma de ejercer resistencia. ¿Suscribiría esto?


[JGM] Pues no lo sé, porque para poder suscribir algo así tendría que saber a qué se resisten las actuales humanidades, cuáles son sus contenidos y contra qué se oponen. ¿A qué se resisten? Yo en las humanidades y en los humanistas solamente veo colaboración con el poder. Concretamente, con el poder que más calienta. Un poder cambiante y mutante, por supuesto, al igual que los intelectuales y humanistas, perfectos heliotropos del amo de cada época y lugar. En realidad, veo todo lo contrario a resistencia: constato sumisión, obsecuencia y servilismo. Hoy cualquiera de nosotros puede observar que bajo el rótulo de «humanidades» cabe cualquier cosa: filosofía (pero... ¿qué filosofía?, porque unas son incompatibles con otras), ideologías (pero... ¿qué ideologías?, porque hay muchísimas, y casi todas luchan también unas contra otras), credos, fideísmos, culturas, indigenismos, fanatismos y hasta religiones... Por lo tanto, habrá que delimitar muy bien cuáles son los contenidos de esas humanidades de las que hablamos. Por otro lado, observo igualmente que quienes dicen hablar en nombre de las humanidades son gentes bien acomodadas en el sistema, trabajan en colaboración con diferentes poderes. Veo, sin ser visionario, profesores de universidades del primer mundo muy bien pagados por un aparato político e ideológico que los promociona, edita y galardona globalmente. Por eso me pregunto, no sin razones, en dónde está esa resistencia, y contra quién se ejerce. La supuesta resistencia de las humanidades es una farsa, un idealismo, un autoengaño, un timo o un mito, si se permite el anagrama. Muchos humanistas ―no generalicemos acríticamente― viven en perfecta consonancia con el poder. Hoy, como ayer. No necesitan oponerse ni resistirse a nada. No hay ninguna razón para ellos ni para ello. Hoy una gran mayoría de intelectuales europeos animan a las multitudes a ir a una guerra. Lejos de rechazar la guerra, estos intelectuales exigen que Europa se rearme, y agitan a las masas a guerrear. Pero no veo que ninguno de estos intelectuales se haya alistado en ningún ejército ni frente de guerra. ¿Dónde está, entonces, la resistencia de las humanidades? Yo sólo veo colaboracionismo de estos humanistas con el poder político. Si tanto quieren proteger al pueblo de una guerra, en lugar de animarlo a guerrear, deberían ser ellos quienes lo defendieran alistándose en el ejército que consideren oportuno. ¿Por qué no rehabilitan, con el ejemplo, la clásica tradición de las armas y las letras? Si quieren guerra, que vayan ellos al frente de guerra, pero que dejen al pueblo en paz, nunca mejor dicho. Porque hoy el pueblo sabe que la guerra es la distancia que separa a los idealistas de la realidad. Y lo saben mejor que todos esos intelectuales y humanistas que incitan a la guerra en tiempos de paz. Hoy, como ayer, muchos de estos intelectuales ―insisto en no generalizar― son los mayores idealistas de una sociedad. Y los idealistas son los más peligrosos recursos humanos de cualesquiera totalitarismos. Son sus fuerzas armadas básicas.

 


6. [ARDC]. ¿Cómo se explica usted estos retrocesos educativos? ¿El solo poder de las agendas conservadoras es suficiente para eso o hay más? Se cambian los finales de obras clásicas para no ofender a ciertos auditorios, en el peor de los escenarios se prohíben y censuran libros y autores. ¿A dónde vamos?


[JGM] Vamos a donde siempre hemos estado: a una lucha constante por la libertad. Los retrocesos educativos, como los avances educativos, son ciclos históricos, geográficos y políticos, como son todas las cosas, y también la literatura misma. Los programas y las agendas conservadores, como los de sus adversarios, son cambiantes y mutantes, como sus propias denominaciones (Ilustración, idealismo, marxismo, krausismo, socialismo, comunismo, globalización, «woke», etc.). La polionomasia es infinita. Hoy son unos y mañana otros. Las gentes de cada época y lugar hipotecan sus vidas defendiendo a unos o a otros según momentos, circunstancias y variables. Pero en esencia todo sigue igual: unos oprimen y otros son reprimidos, unos hacen de inquisidores y otros de herejes. En todas las épocas se ha interpretado el pasado, y también el presente, según el poder imperante. Hoy, igual. Cambia quien ejerce el poder y cambia el contenido de la censura, pero el poder como tal y el acto de censurar como tal siguen vigentes. Hoy, como siempre. Esperar lo contrario es un idealismo, una vana espera. Si alguien pensaba que la democracia era un sistema político diferente a otros, en nuestro presente siglo XXI tiene las respuestas necesarias para desengañarse. Cada cual que haga y que piense lo que quiera, pero lo cierto es que, en plena democracia, la censura se impone con la misma fuerza que en siglos pasados bajo absolutismos feroces y reprobables. Digo con la misma fuerza, pero no siempre con las mismas consecuencias. Hoy no se quema a la gente viva en una hoguera, ni se la guillotina en una plaza pública. Por el momento. Pero no es menos cierto que muchas personas esperamos de la democracia algo más que la derogación de hogueras y guillotinas. Ha sido un paso decisivo, pero sospechamos que es insuficiente, y tememos que puede resultar reversible. ¿A dónde vamos? Yo no lo sé. No manejo la presciencia ni la aruspicina. Pero espero que no volvamos a revivir feroces tragedias como las del pasado más reciente, tragedias como las de una Alemania que legitimó en el poder a los ingenieros del nazismo tras la primera posguerra mundial y hasta su derrota en mayo de 1945. Acaso vamos hacia un mundo en el que la democracia se comporta ya de hecho y de derecho como un nuevo totalitarismo, pero con formas insólitas y tal vez no tan cruentas como en otros tiempos pasados. Eso lo sabrán quienes sobrevivan a la primera mitad del siglo XXI. Porque cuando la democracia se comporta como si fuera un totalitarismo es posible que la democracia sea ya un totalitarismo que finge ser una democracia.

 


7. [ARDC]. Pasemos a un tema quizá más grato. Cervantes y el Quijote. Usted subraya la plena vigencia del Quijote. Parecería un acto contradictorio en la medida en que Don Quijote se lee de verdad ―si es que se lee― recién en el punto más temprano de la adultez…


[JGM] No sé a qué edad la gente que lee el Quijote lee el Quijote. Yo lo leí con 14 años, y lo seguí leyendo desde entonces en varios momentos de la vida. Lo he estudiado a fondo, según mis posibilidades, y he dado cuenta de ello en mi obra Crítica de la razón literaria, en concreto en el volumen 20 de los 25 de que consta esta obra, titulado Anatomía del Quijote. No creo que una persona adulta, por el hecho de ser adulta, tenga más capacidad de comprensión que otra joven por ser joven al leer esta novela. La capacidad de interpretación depende de la formación adquirida, y no tanto de la experiencia o de los años acumulados. El diablo no sabe más por viejo que por diablo. Eso es una gran mentira disfrazada de paremia. El diablo nace viejo, podríamos decir, y, como todo ser humano, nace sabiendo maldades innatas. El diablo sabe más por humano que por diablo. Y los diablos no leen el Quijote. De hecho, el ser humano deja de ser una criatura diabólica cuando comienza a comprender lo que es la literatura.

 


8. [ARDC]. Hay múltiples maneras de interpretar la vida de Alonso Quijano, luego don Quijote. El idealismo, la locura, la ilusión barroca, etc. ¿Qué se lee contemporáneamente, hacia donde van las recientes lecturas del Quijote?


[JGM] A donde han ido desde la Ilustración y el Romanticismo: hacia el idealismo más estúpido. Cuando alguien me dice que ha leído el Quijote y con él ha aprendido a soñar, en primer lugar, me pregunto qué tipo de chorradas puede soñar, y en segundo lugar me digo (a mí mismo, porque a tal interlocutor no tengo nada que decirle)... «otro que no se ha enterado de nada».  El idealismo es esencialmente una invención germana, luterana primero y kantiana después. Hitler creyó en ella atrozmente. Y ya sabemos cómo acabó esa monstruosísima barbaridad. Los sueños de los idealistas provocan insomnio. Son salubérrimos para enloquecer y fracasar. Creer en las utopías de los idealistas conduce a horrendos mataderos humanos. Los griegos homéricos inventaron la ficción, pero no el idealismo. Los hebreos patentaron las Sagradas Escrituras. Es el idealismo del dogma. Pero la literatura es otra cosa. La literatura no es ni dogma ni utopía. Es ficción. El sentido de la ficción es algo de lo que carecen los curas y los filósofos. Les cuesta trabajo comprender la ficción. De hecho, no la comprenden. Se toman la ficción en serio. Se siente deslegitimados y ofendidos por la ficción. El dogma y la utopía los atenaza y no les deja ver más allá de lo que les ofrecen sus propios fantasmas, a los que tratan como entes y criaturas reales. Los filósofos ven mónadas, noúmenos, espíritus absolutos, demiurgos, dioses ―como los curas―, cosas pensantes, superhombres, inconscientes, figuras como el Da-Sein y espectros de todo tipo. El mundo hispanogrecolatino depositó la ficción en el arte, no en la política. Ningún hombre de Iglesia puede admitir que su Dios es una ficción literaria. La política nunca creyó en la religión, sino que la usó como un medio de organizar la vida social. Con frecuencia de forma cruenta. Hoy, sin embargo, un gozque es más terapéutico que un cura.

 


9. [ARDC]. En la universidad un profesor muy entusiasta definía el Quijote como libro de libros, libro para lectores y manual para escritores. ¿Sigue siendo así?


[JGM] Del Quijote cualquiera puede decir cualquier cosa. Es una forma de hacerse publicidad. Esa afirmación de que «el Quijote es un libro de libros, un libro para lectores y un manual para escritores» puede decirse del Quijote, del derecho penal o de un código de barras. Es propio de un profesor de universidad hacer ese tipo de afirmaciones. Me recuerda a las de Tomás Rueda, ese personaje cervantino que se creía de vidrio sólo porque se comió el membrillo de una cortesana y su inmadurez sexual no le permitió estar a la altura, un tontaina que llena la novela que lleva su nombre de un cúmulo de afirmaciones estúpidas y vacuas, que causan la admiración simplona de los profesores, doctores y teólogos universitarios que dicen haberle dado clase. Una burla pavorosa de Cervantes a lo que hay dentro de la Universidad.

 


10. [ARDC]. Hay muchas audacias en el Quijote. Me parece ver que en la relación entre Cervantes y Cide Hamete, como autores, está el germen de ese famoso cuento de Borges titulado «Pierre Menard, autor del Quijote».


[JGM] Ese cuento de Borges es una soberana tomadura de pelo. Sirve para que con él se entretengan teóricos de la literatura de alto voltaje, cuyo objetivo es resolver problemas que no existirían si no existiera la Teoría de la Literatura. Borges es una castalia de sofismas. Un venero de ocurrencias para teóricos y parásitos de la literatura. Es muy rentable. Una cita de Borges queda bien en cualquier parte. Sirve para todo porque no sirve realmente para nada.

 


11. [ARDC]. El corpus de biografías de Cervantes es muy considerable en volumen. ¿Usted como lector, cuál de ellas recomendaría y por qué?


[JGM] Todas dicen lo mismo. Leyendo una, una cualquiera, se han leído todas. No en vano todas se refieren al mismo autor: una persona genial que escribió la más valiosa literatura de todos los tiempos como si él mismo, Miguel de Cervantes, no hubiera existido ni vivido jamás en ninguna parte. Sospecho que Cervantes era de origen gallego. No puedo demostrarlo, pero intuyo que su genealogía está en Galicia. Y digo lo que he dicho ya muchas veces: todos los españoles comunes y corrientes, aquellos que no formamos ni hemos formado nunca parte de las élites, somos un Cervantes que no ha escrito el Quijote.

 


12. [ARDC]. ¿Qué obra de autor español contemporáneo le parece particularmente destacable desde su punto de vista?


[JGM] Después de Cien años de soledad no se ha escrito nada superior a esta epopeya contemporánea del mundo hispano. A partir de aquí, cada cual puede hablar de sus gustos ―y disgustos― personales y literarios como le venga en gana. Yo digo lo que pienso.

 


13. [ARDC]. Se han discutido largamente los méritos científicos de la teoría literaria. ¿Es ciencia la literatura o puede aspirar a serlo? Suponga que se lo pregunta un párvulo…


[JGM] La tesis 4 de la Crítica de la razón literaria dice explícitamente que «la literatura no es una ciencia», y lo explica con las siguientes palabras: «La literatura no es una ciencia ni una filosofía, aunque pueda contener informaciones científicas o aseveraciones filosóficas: la literatura es una obra de arte poética y ficticia, que exige, más allá de lo sensible, una interpretación inteligible, en términos racionales, críticos, científicos, dialécticos y sistemáticos, la cual constituye un desafío permanente a la inteligencia humana». Afirmar que la literatura es una ciencia es una absurdidad del tipo «el agua oxigenada es una ciencia» o «un podenco es una ciencia». Pero los filósofos tienen más ocurrencias que los poetas. Cada cual se gana la vida como puede. Lo comprendo. Los párvulos no preguntan sobre lo que ignoran, porque no son conscientes de lo que ignoran. Los párvulos preguntan ocurrencias, con frecuencia filosóficas: ¿si un árbol se cae y nadie lo oye caer, hace ruido o no hace ruido? Dos filósofos podrían estar siglos debatiendo al respecto. Una persona trabajadora no puede permitirse tal ergotismo: tiene que ganarse la vida. Una pregunta que plantea si la literatura es o no una ciencia revela, esencialmente, una incapacidad previa y duradera ante la literatura y ante las ciencias. Una pregunta así implica, ante todo, una pésima digestión y estudio de ideas y conocimientos en relación con la literatura y con las ciencias. Una pregunta así es el resultado de una intoxicación filosófica grave. La filosofía, con frecuencia, estropea todo lo que toca. La filosofía, por desgracia, y es muy triste decirlo y aún más lamentable constatarlo, está muy adulterada por la ignorancia de la mayor parte de las personas que se dedican a ella.

 


14. [ARDC]. Usted ha dicho una frase polémica: «Los ricos no tienen ideologías, tienen dinero» y ha dejado la ideología en manos de los pobres. ¿Podría dar más detalle sobre esto?


[JGM] Sí, lo que dije exactamente, y está escrito en mi libro Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, es que «los ricos no tienen ideología, tienen dinero: la ideología es la emoción de los pobres». Es tan evidente que no necesita en realidad ninguna explicación. Las ideologías son formas de organizar emocionalmente la ignorancia colectiva. En el pasado, la ignorancia colectiva se administraba a través de las religiones, la ortodoxia y la heterodoxia, las sectas y los heresiarcas, las inquisiciones y las hogueras. Lo hemos dicho. Hoy esta labor la llevan a cabo no las Iglesias, sino los partidos políticos, al menos en las democracias occidentales. A los ricos les importa muy poco la ideología que elijan los pobres. De hecho, promueven la libertad de elección y de cambio entre múltiples ideologías posibles. Para que los pobres escojan, muten y se entretengan bien hormonados emocionalmente con ellas. Lo que les interesa a los ricos, como es lógico, es gestionar el dinero particular y globalmente. Las ideologías son un medio más de ejecutar esas y otras gestiones. Antes era la religión, hoy es la ideología. Advierta que la filosofía siempre anda por el medio, buscando también su lugar y comedero. Antaño, la filosofía se ocupaba de los dioses ―que eran el instrumento del poder, el látigo―, y lo suyo ―me refiero a la filosofía― era coquetear con la religión, las sectas y las creencias metafísicas. Con el fracaso de las religiones y el éxito de la secularización de las creencias, la filosofía cambió de bando, y comenzó a coquetear con las ideologías, que daban más dinero y visibilidad que las religiones. Hoy el látigo son las ideologías. Unas y otras se flagelan entre sí, y todas ellas flagelan ante todo a sus miembros y seguidores. La secta vigila más a sus miembros que a sus enemigos, he oído decir. Es entonces cuando la filosofía se convierte en el motor y el combustible de la política. El siglo XVIII es el momento histórico en el que la cortesana cambia de cama. De la Iglesia al Estado. El marxismo es, en este punto, un movimiento clave. Los seminarios se vacían para llenar de recursos humanos a las Facultades de Filosofía. El resultado, como el objetivo, es el mismo: la gestión de las creencias colectivas, primero en nombre de la religión, después en nombre de la ideología. Hoy, en nombre de la autoayuda. Fíjese que la filosofía está en todas partes. Ayer, confesionalizada en las Iglesias, bajo la cobertura de la teología; hoy, secularizada y politizada en los partidos políticos, bajo la indumentaria plural de las ideologías. La democracia posmoderna hace el resto. ¿En dónde están los ricos? Donde han estado siempre: trabajando en sus negocios, haciendo caja. Los ricos trabajan mucho más de lo que los pobres imaginan. Y su vida no es tan fácil como se cree, ni como se idealiza desde las clases más bajas. ¿En dónde están los pobres? Donde siempre, sobreviviendo como pueden, haciendo milagros para llegar a fin de mes, y siempre hablando de política, e hipotecando su vida en nombre de una o varias de las religiones o ideologías que los administradores de emociones diseñan para ellos. Da igual que se les diga con palabras claras y precisas: la mayor parte de la gente no se entera de nada. La verdad se puede publicar a los cuatro vientos. Da lo mismo. La verdad no interesa a nadie. Y menos que a nadie a los filósofos. Con frecuencia se jactan de afirmar que son más amigos de la verdad que de Platón. En realidad, son, como todo ser humano, más amigos de los vicios que más virtuosamente dicen combatir, como lo es todo hijo de vecino. Sin duda, la gente prefiere la mentira. Siempre. El prejuicio es mucho más rentable que cualquier otra cosa. Entre el original y el sucedáneo, la gente compra el sucedáneo. El éxito del low-cost no es una casualidad.

 


15. [ARDC]. Usted tiene una clara vocación por la docencia y por la crítica. Me pica la curiosidad por saber si ha incursionado en la ficción, si a lo mejor es autor de una obra secreta…


[JGM] Sí, he escrito dos cuentos totalmente irrelevantes, que están disponibles en mi canal de YouTube, en estos dos enlaces. Se titulan Yo soy casi luzbelina (https://youtu.be/7bUXLlIZV0A) y Yo no soy una ficción (https://youtu.be/5ZqrlO8KKbU). Cualquiera puede acceder a ellos. He escrito más. Los publicaré cuando me parezca. Y aclaro acaso algo importante: yo no tengo vocación en absoluto ni por la docencia ni por la crítica. Yo tengo interés  en que la literatura tenga valor y en que el ser humano sea capaz de interpretar esos valores. Y hasta tal punto tengo interés en eso que he hipotecado mi vida para cumplir esos objetivos. Lo que cada persona haga con mis ideas ya no es responsabilidad mía. Yo hablo para que la literatura tenga valor, no para tener seguidores. No soy el flautista de Hamelín, ni trato a mis oyentes como a criaturas musoritas para exhibir estadísticas. Eso ya lo hacen los demás. Yo sé distinguir entre seguidores e intérpretes. Me quedo con los segundos, que, para mí son los primeros.

 


16. [ARDC]. ¿Le queda tiempo para leer por placer, más allá de las obligaciones de la academia?


[JGM] Nunca he leído por placer. Y nunca he leído con prisa. Por placer hago otras cosas que no tienen nada que ver con la literatura, ni con la lectura, ni ―desde luego― con el trabajo, que es aquello, el trabajo, que sólo hago por dinero. Es un grandísimo error considerar que la literatura tiene como fin el placer, porque considerar que la literatura es placer supone ignorar todo acerca de la literatura y, sinceramente, no tener ni la menor idea de lo que es el placer. La literatura no es un consolador. La idea de literatura como placer es, una vez más, una idea ilustrada y romántica, no absolutamente genuina del idealismo anglosajón, porque ya estaba en clásicos como Horacio, pero combinada en el mundo hispanogrecolatino con la exigencia de conocimiento. Esta exigencia de conocimiento la anglosfera la niega totalmente, porque ni la ve ni es capaz de afrontarla. De ahí que niegue, también, la posibilidad de interpretar científicamente la literatura y el arte, y reduzca ambas actividades humanas a una finalidad placentera, prostibularia o simplemente estúpida. Pero eso sí: siempre comercial. El mundo anglosajón convierte en dinero todo lo que no puede destruir. No por casualidad prohíbe todo aquello que no es rentable, desde el conocimiento científico de las artes hasta la sexualidad humana en contextos no mercantiles. Era Borges quien decía que sus noches estaban llenas de Virgilio. Pobre hombre. Yo no me voy a la cama con Virgilio, desde luego.


 

17. [ARDC]. ¿Qué ve en el futuro del libro y la lectura?


[JGM] Veo gente convertida en una hemorragia de emoticonos.



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Entrevista de Alonso Rabí Do Carmo a Jesús G. Maestro:
17 preguntas clave sobre Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI



Jesús G. Maestro, catedrático de literatura y ensayista: «Me llevaría fatal con mi personaje de los vídeos de Youtube, no tenemos nada que ver»

 

Foto de ÓSCAR CORRAL



Jesús G. Maestro, catedrático de literatura y ensayista: «Me llevaría fatal con mi personaje de los vídeos de Youtube, no tenemos nada que ver»

El profesor, todo un fenómeno viral por la vehemencia de sus lecciones digitales, publica ‘Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI’, que ya lidera las ventas de ensayos en Amazon.


Jorge Morla, Vigo
El País, 4 de febrero de 2025





El hombre que vive en la casa de Jesús G. Maestro (Gijón, 57 años), se parece muy poco al hombre que sale en los vídeos de Jesús G. Maestro. Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Vigo, en 2014 comenzó a subir a Youtube sus clases y sus análisis literarios. No solo se hizo popular, sino que dio con esa rara alquimia del siglo XXI: se hizo viral. Viral porque su vehemencia atrapó a la audiencia, y porque sus afiladas sentencias (“La cultura es la forma en que el ser humano organiza su ignorancia colectiva”, “La vida es una lucha contra la mediocridad propia y ajena”, “Cervantes vale más que Shakespeare”, “Hoy el pueblo son los influencers, y saben más que los intelectuales”) espabilaron a los espectadores. Sin embargo, el profesor que recibe en su casa de Vigo es excepcionalmente amable, cercano, simpático, incluso (estos ojos lo han visto), queda embelesado cuando se cruza por la calle con el bebé durmiente de unos antiguos alumnos, que le abrazan con cariño; nada que ver con el león que ruge desde su canal virtual. Con una larga obra académica a sus espaldas (que incluye la monumental Crítica de la razón literaria, de más de 3.000 páginas), ahora llega a todas las librerías con un ensayo más ameno y concentrado: Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI (HarperCollins), que rápidamente ha trepado al número 1 de ensayos más vendidos en Amazon. Que nadie tema, el león sigue rugiendo en esas páginas, empezando por el subtítulo: Yo no soy un youtuber y usted no sabe nada sobre mí.

Pregunta: Oiga, ¿Cómo entra Youtube en su vida? ¿Cuál es la anécdota?

Respuesta: Bueno, no es una anécdota, es una cosa más seria. Es una cosa bastante más seria de lo que parece, la verdad, y la gente no se da cuenta de lo grave que es el asunto.

P. Cuéntenos.

R. A mí me parece muy importante la educación libre, abierta y gratuita. Y veo que eso no está en la mayor parte de las instituciones educativas del futuro. Es decir, aquí vamos hacia una privatización total de la enseñanza, y eso es muy arriesgado. Así que hay gente que gracias a Youtube accede a ese conocimiento. No diré que gracias a mis clases, porque eso es muy presuntuoso y como yo hay más.

P. Se refiere a gente que explica literatura en la plataforma.

R. En las universidades actuales la literatura pierde presencia, a pasos agigantados y exponencialmente. Dentro de una generación no se explicará literatura en ninguna universidad, en ninguna. Se explicarán otras cosas, pero no literatura. ¿Y qué ocurre? Pues que habrá mucha gente que por no tener medios no va a poder acceder a la literatura. Yo proporciono gratuitamente esos medios, basta una conexión a internet para acceder a una serie de interpretaciones sobre por ejemplo el Quijote que otros, sinceramente, no han dado. La razón fundamental por la que yo decido exponer mis posibles conocimientos en Youtube es porque es la única forma de que mucha gente, y pienso sobre todo en Hispanoamérica, pueda acceder a ello.

P. ¿No hay narcisimo en su exposición?

R. No. Es decir, yo no estoy encantado de conocerme a mí mismo, yo estoy encantado de no conocer a nadie. No soy una persona de multitudes ni de masas, yo trabajo no para que me presten atención, trabajo para que la literatura tenga más valor. Yo me encuentro en el punto en el que considero que la literatura ayuda a mejorar las condiciones de vida del ser humano, ayuda a conocerse mejor. Eso es importante.

P. Menciona el Quijote. ¿Hay algo que se le pueda comparar?

R. Realmente, no. Mira, Cervantes razona como ningún ser humano razonó ni antes ni después que él. Porque Cervantes nos advierte de los peligros del idealismo. Considera que el idealismo hace al ser humano incompatible con la realidad. Es decir, si tú eres un idealista, lo que tú demuestras es que tienes miedo a la realidad, que prefieres tener una preconfiguración antes de enfrentarte a la vida. Básicamente, es decir: como esa realidad es peligrosa, yo me voy a montar mi película propia y voy a vivir en ella.

P. ¿Triunfa hoy el idealismo?

R. Hoy se idealiza todo. Se idealiza el dinero, que resuelve muchos problemas, pero no los resuelve todos. Se idealiza el trabajo. Cuando veo la palabra líder, salgo corriendo.

P. ¿Y eso?

R. Me resulta ridículo. Un líder es un esclavo de élite y toda esta exaltación que la cultura anglosajona, sobre todo la estadounidense, hace de líder es el sacrificio de vidas humanas. Idealizar el éxito, idealizar la vida de alguien, a veces supone arruinar la vida de ese alguien y la de los que están por debajo.

P. Usted ataca a la filosofía. ¿La filosofía es idealista?

R. ¿De qué hablan los filósofos cuando hablan? Los filósofos cuando hablan, hablan de religión. Aristóteles, Sócrates… hablaban del nous, del ápeiron, del motor perpetuo… siempre es un poder dominante y unívoco que lo gestiona todo. ¿Y luego qué llegan? Los filósofos teólogos, o los teólogos filólogos. La causa primera, la sustancia pura. Las mónadas. Pero, ¿Quién ha visto las mónadas? ¿Quién ha visto la sustancia pura? ¿Quién ha visto el espíritu absoluto? ¿Quién ha visto el noúmeno? Pero, ¿de qué coño estamos hablando?

P. Le gustan las frases impactantes. En una sostiene que, sin idealismo, Alemania se hubiera ahorrado dos guerras mundiales.

R. Sin duda ninguna, porque eso les hizo perder de vista la realidad. No por casualidad Alemania es el país que inventa el idealismo, primero con Lutero y después con Kant. Y en esa autopista del idealismo seguimos. Lo que pasa es que la autopista del idealismo termina en China.

P. Como profesor ¿sostiene que la educación se ha depauperado?

R. La educación se ha depauperado, y con frecuencia culpan al deterioro de la educación a los políticos. Pero no hay que olvidar que los políticos no dan clase, los que dan clase somos los profesores.

P. Se ataca mucho a los propios jóvenes, también.

R. Lo que puedan dar de sí los milenaristas está por ver, está por ver. Conozco a muchos milenaristas que son gente muy valiosa, muy preparada, muy trabajadora y muy cualificada. Y conozco muchos búmeres que han sido todo lo contrario de la imagen que muchos de ellos dan de sí mismos. Por lo tanto, no podemos establecer diferencias maniqueas entre generaciones, eso no es así.

P. Hablando de educación, ¿Qué le recomendaría a un niño como lectura? A un adolescente.

R. Yo recomiendo que lea el Quijote directamente. Pero directamente, sin problema. Vamos a ver, ¿por qué a la gente le intimida la literatura? Porque la han educado para que la literatura le intimide. No hay por qué sentir miedo hacia la literatura. La literatura te va a recibir siempre con los brazos abiertos. Y luego, eso sí, si tú te haces preguntas ante la literatura, entonces ahí entra el papel de alguien que sepa y te pueda explicar. Es como si alguien dice bueno es que a mí me gusta la música. Bueno, ahí tienes un piano, tócalo. Pues entonces yo te voy a enseñar. Si tú empiezas leyendo de pequeño cuentos de mala calidad, de mayor leerás libros de mala calidad.

Hablando de música, por cierto, desde que el periodista entra en la casa suena de fondo Verdi en el hilo musical. Maestro señala el piano vertical que hay en medio del salón, apoyado en una columna: “En realidad me considero un alumno de piano a quien se le atravesó la literatura en su vida”, confiesa encogiéndose de hombros. Señal del eclecticismo que demanda este siglo XXI, al lado de ese piano hay un diploma con un premio de la Sociedad Cervantina entregado a uno de sus ensayos, y al lado la plateada placa de Youtube que certifica haber pasado de 100.000 seguidores. Cerca, un atril con un poema de Quevedo: Contra los que quieren gobernar el mundo y viven sin gobierno. “En el mundo naciste, no a enmendarle, / sino a vivirle, Clito, y padecerle; / puedes, siendo prudente, conocerle; / podrás, si fueres bueno, despreciarle”.

P. ¿Ha tenido algún problema con ese piano, verdad?

R. Sí, avisos de Youtube. Creo que este ha sido un problema de copyright con las introducciones de mis vídeos. Si tú tocas alguna pieza, Youtube tiene un mecanismo totalmente ciego y automático que identifica la melodía con las grabaciones de sellos discográficos. El mecanismo es ciego, pero tiene muy mal oído. Entonces, han llegado a identificar interpretaciones mías al piano con interpretaciones de Sviatoslav Richter. ¡En fin! (ríe).

P. No es mal elogio… pero siguiendo con Youtube, ¿Cómo se lleva con su personaje? No se le parece mucho en persona…

R. ¡El personaje y yo no tenemos nada que ver!

P. Es que es bien curioso, viéndole en Youtube nadie diría que es tan cercano.

R. (Ríe) Es que no tenemos nada que ver. Yo con el personaje no quiero saber nada. El personaje es otra cosa, yo me llevaría fatal con el personaje de mis vídeos. Que se queden con él y a mí que me dejen en paz.

P. Ese personaje para las redes sociales es un fenómeno muy de nuestra era.

R. Bueno, Pessoa tenía heterónimos. Cervantes cuando escribe practica la polionomasia. Esto no tiene que ver con trastornos de personalidad (ríe). Es igual que cuando yo doy clase: el que da clase es una persona contratada conforme a determinadas condiciones. Con los vídeos ocurre lo mismo. Lo único que tenemos en común es el significante, el soporte físico, como un actor con el personaje que representa, pero nada más.

P. En el subtítulo de su libro subraya que no es un youtuber, ¿Cómo se define, entonces?

R. Yo ofrezco lo que puedo ofrecer, no ofrezco lo que usted quiere. Son cosas completamente diferentes. Yo no hablo para gustar, yo hablo para exponer un sistema de ideas. Si eso gusta, bien, y si no gusta, igual de bien, porque es que yo no lo puedo resolver. Yo soy alguien que expone ideas sobre la literatura, pero que no se subordina a lo que se espera. Ni al público tampoco. Es decir, para mí la literatura es más importante que el público. Apelativamente, podría decir: la literatura es más importante que tú.

P. Me doy por apelado. Entonces, no le preocupa la audiencia.

R. Yo no hablo para tener espectadores, yo hablo para exponer ideas sobre la literatura y para ofrecer a aquellas personas que puedan estar interesadas un acceso sin obstáculos a la literatura, que no tengan que pagar por oír hablar de literatura en la mejor calidad posible. Es decir, yo, siendo catedrático de universidad, cosa que me importa un bledo, he bajado al fango para explicar literatura a aquellos que no tienen acceso a ir a una universidad. Eso es lo que yo he hecho y si de algo me alegraré el día que me muera será de haber hecho eso y de haber tocado el piano. Mal, pero bueno. Ese es mi objetivo, básicamente. No es que yo quiera ser un Ícaro o un Prometeo que entregue el fuego a la gente, pero creo que la literatura es un bien de primera necesidad. Eso para mí es lo más importante.



Autorretrato

 



Autorretrato


Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI


Con motivo de la publicación del libro titulado Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, en la editorial HarperCollins, pongo a disposición, tanto de los lectores de la obra impresa como de los oyentes del audiolibro, el siguiente autorretrato, en el que, en formato audio, respondo de forma abierta y clara a las preguntas y cuestiones que me han hecho llegar.

Estas palabras han de entenderse como lo que son, un autorretrato que sirve de preludio o introducción a la lectura de este libro, Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, pues en realidad yo soy un total desconocido para casi todos mis oyentes y lectores, aunque la mayor parte de la gente crea lo contrario, algunos finjan conocerme ante terceros o no falte quien imagine haber pretendido lo imposible. La apariencia no es la realidad, salvo para el mundo anglosajón, que prefiere el espejismo al oasis y la mentira al desengaño.

Con inevitable frecuencia es fácil confundir al personaje que habla en un vídeo, o al autor de una obra académica y científica, con la persona real que da cuerpo a ese personaje, y que no siempre se corresponde con él, a pesar de todas las apariencias posibles, reales e imaginadas por los espectadores. Comúnmente la gente se hace una idea muy equivocada de la persona real, y adquiere de ella una imagen que nada tiene que ver con esa realidad genuina y con frecuencia invisible. Es muy fácil confundir realidad y apariencia, y habitualmente, como es bien sabido, toda apariencia tiende al engaño. Es conveniente disociar algunos aspectos, muy importantes, entre persona y personaje, es decir, entre la realidad del que habla y las ficciones que mediáticamente, a veces también mítica o hasta legendariamente, estimulan la imaginación, idealista y errada, de unos y otros.

Algunas personas me preguntan, con cierta insistencia, quién soy yo, cuál es mi ideología, por qué digo esto o aquello, qué obras literarias prefiero o recomiendo, si soy partidario del aborto o de los abortos ―el plural aquí no es lo mismo que el singular―, a quién voto en unas elecciones o qué objetivos políticos tengo, qué sistema educativo considero mejor para la educación de los listos o de los tontos, o, simplemente, me preguntan por qué no respondo a sus mensajes.

Me hacen, en suma, inquisiciones personales.

A fin de responder de forma discretamente definitiva a estas y otras cuestiones, expongo aquí, con fines disuasorios, una suerte de autorretrato, introducción a una serie de pensamientos aforismáticos y obras escritas en las que se sintetiza y objetiva mi filosofía de la vida, una filosofía de la que muchas personas se han hecho eco en internet y otros medios, a partir de mi obra impresa y de mis vídeos en YouTube.

Debo decir que la mejor forma de encontrar una respuesta a cualquier pregunta sobre mí es leer mi obra, directamente y sin intermediarios, e interpretarla ―en su contexto― con la debida atención. Leerla, sobre todo, sin patologías previas. A las patologías, comúnmente se las llama prejuicios.

Un hecho ha de quedar claro desde el comienzo, y para siempre: yo no hablo en nombre de ninguna ideología, ni de ninguna religión, ni de ninguna filosofía. Yo sólo hablo en nombre de los conocimientos de que dispongo. Tampoco hablo para gustar, ni para disgustar. Hablo y escribo, simplemente, para exponer un sistema de ideas, relacionadas siempre de un modo u otro con la literatura.

En mi vida, hasta este momento, he escrito esencialmente tres libros. En primer lugar, Crítica de la razón literaria, cuya primera edición es de 2017 y cuya décima y definitiva edición es de 2022. En segundo lugar, Ensayo sobre el fracaso histórico de la democracia en el siglo XXI, cuya primera edición es de 2020 y cuya tercera y definitiva edición es de 2024. En tercer lugar, he publicado el libro que aquí y ahora presentamos: Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI. El primer libro se refiere a la literatura; el segundo, a la política; y el tercero, a mi público, es decir, a ti. También he difundido mi actividad docente de forma abierta y gratuita en más de mil ―y pico― vídeos, y he publicado unos cuantos artículos, opúsculos y ensayos. Mi primer artículo en la prensa lo publiqué con 16 años de edad, en el diario La Nueva España, de Oviedo. Desde entonces no he dejado de escribir y publicar en diferentes medios de comunicación.  

El primero de estos libros, que titulé Crítica de la razón literaria. Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica, constituye un método original y propio de interpretación literaria, cuyo objetivo, entre otros, ha sido el de sacar a la literatura del cubo de la basura en que la han metido las universidades actuales. En ese libro hablo de lo que sobre literatura no me enseñaron en la Universidad. Necesité sólo 20 tomos, exactamente 7.198 páginas. Escribirlo me llevó poco más de 20 años. Mis colegas lo han conocido por sus hijos y alumnos. Los más viejos de ellos lo han ignorado por completo. Es una obra que no pueden permitirse. Ni reconocer. Se sienten desautorizados y en evidencia. Tantos años en esto, para darse cuenta al final de que no han hecho más que repetir en español lo que otros dijeron antes en francés, inglés o alemán. Acaso también en ruso. Los más jóvenes, sin embargo, han convertido esta obra en su libro de cabecera. Algo tendrá el agua ―dicen― cuando la bendicen. Sea como fuere, la Crítica de la razón literaria ―y así lo ha advertido más de un lector― se ha adelantado a toda una generación de lectores, y se ha saltado directamente a los más viejos avechuchos para instalarse entre los más jóvenes e interesados milenaristas.

El segundo libro, para el que fueron suficientes unas semanas, lo titulé Ensayo sobre el fracaso histórico de la democracia en el siglo XXI. La posmodernidad democrática como medio de destrucción de la libertad y del Estado moderno. Este escrito habla de tres hechos terribles y, pese a todo, muy atractivos, entre otros francamente inconfesables, que, en el siglo XXI, determinarán de modo irreversible la vida de todos y cada uno de nosotros, y de nuestros descendientes: el fracaso de la democracia y la destrucción del Estado moderno, el triunfo de la barbarie y la ignorancia violenta, y la deshumanización digital del ser humano, ejecutada a través de internet y sus múltiples redes arácnidas, inteligencia artificial incluida.

El tercer libro, Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, del que este autorretrato es una introducción, ha sido una exigencia de los dos primeros y una consecuencia de la difusión de mi obra académica y científica, así como de mi labor docente, visible a través de múltiples medios de comunicación audiovisual, en particular a través de YouTube.

Se sintetiza aquí una filosofía de la vida, la mía propia, que expongo en este ensayo, por si puede ser de interés para lectores, oyentes y espectadores. No es un libro de autoayuda, sino todo lo contrario: es un libro de desengaño y de crítica feroz contra quienes no tienen nada que decirnos y, sin embargo, no cesan de intoxicar nuestra vida, nuestros conocimientos y nuestra libertad. El lector tiene aquí un libro para sobrevivir al siglo XXI: una filosofía que es, ante todo, mi modo personal de organizar las ideas de las que disponemos y con las que actuamos. A partir de aquí, tú, lector, oyente o espectador, decides.

Esta trilogía es, por el momento, mi obra esencial. Como he dicho, el primero de estos libros habla de literatura y el segundo de política. El tercero habla de ti. De lo que hablen sobre el personaje de YouTube, al que han dado vida ―una vida virtual― los sueños de mis espectadores, sea cada uno de ellos el único responsable.

 


No soy responsable
de lo que hago en los sueños de los demás


He dicho muchas veces que no soy responsable de lo que hago en los sueños, fantasías o pesadillas ―redes sociales incluidas― de los demás.

No conviene confundir a una persona con su personaje. No quiero decepcionar a nadie, pero quien habla en los vídeos es un personaje que no siempre se corresponde con mi persona. De hecho, yo no soy mi personaje. Y no volveré a insistir en esta realidad. Lo sabemos desde que los antiguos griegos escenificaron la esencia y artificio del teatro moderno. Actor es la persona cuyo cuerpo da vida y soporte a un personaje. Su máscara. Es un referente físico en quien se objetiva un significado, acaso múltiples hipótesis, y hasta algún que otro relato, sin duda legendario y también falso y marfuz.

De hecho, la realidad que hay en la persona que da vida a ese personaje la conocen muy pocos, y casi nadie completamente.

Para mis antiguos alumnos, los del pasado siglo XX ―comencé a dar clase en la Universidad en 1993, con 25 años, tras doctorarme en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada―, soy acaso nada, o en el mejor de los casos, un recuerdo sin consecuencias. Para mis actuales alumnos, los del siglo XXI, soy un perfecto desconocido: ni siquiera saben mi nombre, no tienen ningún interés en recibir mis conocimientos y no me identificarían ni personal ni profesionalmente en ninguna parte ni lugar. En este punto, soy igual que mis colegas. Sólo que yo lo sé y lo digo, y ellos ni pueden hacerlo ni se atreven a decirlo.

Para los de izquierdas, soy de derechas; para los de derechas, soy de izquierdas. Así de listos son unos y otros.

Para los protestantes, soy un católico luzbelino; para los católicos, soy un caso perdido; para los agnósticos, un escritor inútil, y para los ateos, un jeroglífico. Para el resto de creyentes, un don nadie, excepto para los filósofos, que me hacen preguntas propias de personas que no han trabajado nunca. Para las feministas soy un hombre ―mea culpa―. Y tienen razón: formo parte de una generación de seres humanos que todavía alcanzó a distinguir a las personas por su sexo, y a no discriminarlas nunca ni por su género ni por ninguna otra cuestión irrelevante. Para los polemistas y ergotistas de todos los signos, sean de esto o lo contrario, soy alguien que ―salvo por su forma de razonar― debería estar con ellos y no contra ellos, aunque lo realmente cierto es que no estoy ni en contra ni a favor de hechos y debates que me rebasan (por no decir que me resbalan) y ante los que no tengo nada que hacer ni que aportar. No me atraen los querulantes.

Para los enemigos de los buenistas, soy buenista; para los buenistas, no soy buenista, porque soy heterodoxo ―es decir, original― e indómito, dado que no permito que me eduquen para obedecer; para quienes me conocen laboralmente, soy lo que hay: un intérprete de Cervantes, de la literatura en general y de la Literatura Española e Hispanoamericana en particular, y también de la Teoría de la Literatura, de la que he hablado como lo que es, una ciencia de los materiales literarios. La administración dice que soy, también, especialista en Literatura Comparada (sea de ello responsable la administración).

Soy, en suma, alguien que, a partir de su propia formación autodidacta como profesor de Universidad, en el ejercicio investigador y docente de la Filología Hispánica durante más de tres décadas, ha construido, para bien o para mal, una Teoría de la Literatura nueva, original y diferente.

La Crítica de la razón literaria se ha enfrentado sin reservas a una tradición que, entre otros muchísimos lastres, subordinaba el Hispanismo a los dictados de otras naciones y culturas, a mi juicio muy incompetentes en materia literaria, las cuales imponían a nuestras élites universitarias y políticas una forma de interpretar la literatura ―y en particular la literatura hispánica― con la que una persona inteligente no puede estar científicamente de acuerdo. No me dio la gana de aceptar eso, y por ello mismo escribí mi propia obra. En ella se contiene el mayor reproche a mis profesores universitarios: nunca fueron, ni supieron ser, originales. Fueron copistas, traductores e importadores de lo que se hacía en el extranjero. Y lo hicieron acríticamente. No me aportaron nada. Y si dijera otra cosa, mentiría. Hablo de la Universidad, porque en el bachillerato conocí a los mejores profesores de toda mi trayectoria académica y vital.

 


Políticos, maestros y colegas


Para mis colegas, soy una oportunidad (que cada uno ha gestionado según sus propias capacidades, o visto frustrada según mis personales decisiones o intereses). Para los investigadores más jóvenes y competentes, soy un tema para una tesis. Para la Universidad, un superviviente al que nunca los lenones pudieron silenciar, ni detener, ni domeñar: una rarísima avis a la que el poder nunca logró seducir con nada ni con nadie. Para los caciques, una bofetada a tiempo, y en algún momento una buena hostia a destiempo, pero siempre muy bien dada. Nunca es tarde ―dice la paremia―, si la dicha es buena. A veces, la dicha, se manifiesta de forma violenta.

Para los maestros, cualquier cosa menos lo que esperaban, cualquier desenlace menos un discípulo, cualquier resultado menos una obsecuencia: soy los antípodas de la sumisión. Nunca una frustración ―para ellos―, pero en algún caso sí un resentimiento, si nos acordamos ―no la nombremos― de alguna vieja gloria cada vez menos gloriosa y más vetusta. Para los resentidos y envidiosos, una viruela que sólo ellos saben por qué padecen. Para las camarillas, siempre fui una puerta cerrada y un despacho vacío. Para el poder académico, una total pérdida de tiempo.

El poder académico ―sea dicho con toda legitimidad― es una de las formas más ilusorias y pueriles de poder. El poder académico se limita a hacer de mensajero e intermediario informático, porque hoy toda burocracia académica no es otra cosa que reenviar correos electrónicos, los cuales se reciben inconscientemente de una instancia burocrática y se remiten a otra. No hay más. No es ni siquiera sumisión ni servilismo. Es algo mucho más simple y degenerado: es mensajería electrónica propia de gente que no sabe hacer su trabajo, es decir, dar clase, y que lo disimula eclipsándose en el lisérgico pseudopoder académico. La golosina de los bobos. En ese ejercicio se entretiene, ilusa y vaga, en realidad neutralizada, más del noventa por ciento de la población universitaria mundial. Siempre me negué a ocupar cargos de gestión académica. Y aun así las llamadas agencias de evaluación se vieron obligadas a acreditarme como catedrático. En contra de su voluntad, naturalmente, y de la de algún envidioso y frustrado colega.

Para los políticos que no me conocen, soy un presunto voto; para los políticos que me conocen, un sofión sin reservas. Para la democracia, una carcajada. Ante el supremo cortesano, el espectador de una obra de teatro cuyo final ignoramos tanto como deseamos... conocer. Y para la ramerilla de la democracia, es decir, para la prensa, soy el hombre invisible. Sea así por muchos años.


 

¿Hombres y mujeres?


Para hombres y mujeres soy lo que, en cada caso, unos y otras merecen por sus obras. Porque las palabras, entre los seres humanos, sólo sirven para engañar, con mejor o peor torpeza. Por ello, para los hombres soy, en algún caso, el maestro que imaginan o desean, y que no tienen, o no han tenido; en otros casos ―casos tronados, todo hay que decirlo―, soy lo que desearían para sí y saben imposible, una fascinación urticante, la sal en la envidia, la ortiga en el orto, una cara que no sale en su espejo y un libro que acaso hubieran querido escribir, cuando ni siquiera lo pueden reseñar: para más de uno, la impotencia de todos sus días; y en la mayoría de los casos sólo soy alguien que, simplemente, a veces responde a sus mensajes y a veces no. Para las mujeres, soy lo que cada una imagina ―bajo su responsabilidad―, y alguna consigue ―bajo la mía―: atención y distancia. Es decir, soy lo mismo que para los hombres.

Para los memos un meme: confieso que la puericia crónica no es lo mío. Pero les gusto. Los memos también buscan espejos. Y pareja. Opositores a Narciso, combustible de psiquiatra, carne de suicidios. No en vano la fascinación especular tiene genealogías patológicas de las que sólo el memo ―y no el modelo― es responsable. Para los enemigos, soy una sorpresa. No digamos más. Pero... seamos francos... lo cierto es que no tengo enemigos: tengo gilipollas. Para los amigos, un amigo desengañado, consciente de que la traición la ejecutará siempre uno de los mejores. La traición, como la noche, como la Historia, como la muerte, como el tiempo mismo..., nunca tiene prisa. Y es, sobre todo, como la muerte y como Hacienda: siempre llega.

Para los traidores, soy eso, literalmente, un viejo amigo. Para el calumniador, una persona que desmiente con hechos la mentira de sus palabras. Porque la calumnia siempre revela los intereses y expectativas de los crédulos, que la buscan inflamados y la retroalimentan latebrosamente. La calumnia contiene siempre la matriz de las intenciones del calumniador, pero nunca la realidad de los hechos adulteradamente narrados. Engáñese cada uno como quiera: la mentira no me necesita. Si tú la necesitas, ve con ella. Ve con el diablo, no conmigo. Para el gremio de los envidiosos, tengo un arsenal de contenidos originales ―y muy codiciados― titulado Crítica de la razón literaria.

Para la música, soy una frustración que ignora todas sus frustraciones: una disposición constante y una voluntad silvestre y libertina. Para mi querido y estimado profesor de música, soy ―acaso en algún momento― un pequeño dolor de cabeza comprensible y perdonable. Siempre compatible con su magisterio, que es lo más importante, porque le debo lo mejor de lo que soy capaz ante un instrumento delator e insobornable, como es el piano. Los profesores de música son los únicos maestros que reconozco, porque jamás podré superar su originalidad magistral y su paciencia infinita y generosa. Les debo el tiempo y el saber, inmenso, que me han dado. También a mi maestro en literatura, la mayor excepción, el único: Emilio Nieto Costas, mi profesor de literatura en segundo de bachillerato. Fue mejor que todos mis profesores de Universidad juntos. El discípulo obedece, el intérprete expone su criterio. Con libertad.

Para la filosofía, soy el lector de Borges ―confío en ella tanto como el argentino que soñaba con ser inglés, es decir, nada (nótese la epanortosis, por favor)―, y para la literatura soy el autor de la Crítica de la razón literaria.


 

Elogio y vituperio


Para quien me elogia soy un oído sordo, y para quien me vitupera soy un oído sordo que sabe leer en los labios. Para quien entra por la puerta de mi despacho, soy una adivinanza. Como editor, no quise explicaciones, quise resultados. No presto atención a mis interlocutores, pero finjo en la medida de lo posible y en razón de la cortesía. Sólo escucho música y sólo a la literatura presto atención sin distancias. No pierdan el tiempo buscándome coloquios.

Siento esta franqueza, pero antes muerto que embustero: las palabras, fuera de la literatura, son la banda sonora de la nada. Las mías, como las de los demás. Y cualquier efecto sonoro, si no es música, es ruido.

Otra cosa son las palabras de mi personaje, que es quien les habla y les hablará mientras yo viva. Quédense con él, y a mí déjenme en paz: serán más felices. (La única diferencia es que algunos ―los que no me conocen, ni pueden conocerme― quieren creer más en mis palabras que en las palabras de mi personaje, y yo, sinceramente, no necesito creer en las de nadie. Ni siquiera en las de mi personaje. Ése es para ustedes, no para mí).

La queja es una de las formas más socorridas de disimulo, y de ser, también, consciente de lo que hay. Trabajar es una forma de disimular el éxito y el bienestar propios de una vida, el mejor modo de pasar desapercibido ante el vecino y el colega. Una forma de fingir incomodidades que nos aproximan a los demás. Un modo de hacerles sentirse cercanos a nosotros mismos. Una ilusión de sociabilidad, que más de uno necesitará interpretar como una suerte de complicidad, o hasta de solidaridad inexistente. La ingenuidad del ser humano es infinita. Quejarse es una forma de despistar. También es una forma consensuada de placer.

Pero vivir es hechicero y seductor. La vida es la forma más atractiva de prorrogar el final. Amenizado por el fracaso ajeno y la supervivencia propia.

No soy arrogante, soy sincero. De una franqueza urticante y de una llaneza que, por viajar de la mano de la indiferencia, el desengaño y la misantropía, e incluso la indolencia, resulta molesta, a veces intolerable, muchas veces antipática y, desde luego, siempre incompatible con casi todo el mundo. Así sea, pues así lo quiero.

No soy narcisista, porque no soy como me veo yo, sino como me ves tú: si me sigues mirando, leyendo o escuchando, pregúntate por qué lo haces, pero no me lo preguntes a mí, porque yo no sé quién eres. Y, con todo respeto y consideración, no me interesa saberlo. No estoy encantado de conocerme a mí mismo, estoy encantado de no conocerte a ti.

Y si te parece bien lo que soy y lo que digo, sé bienvenido, y con tu pan te lo comas. Y si no te parece bien, o simplemente te molesta, la culpa es tuya por prestarme atención.

 


Los alumnos forman parte de mi trabajo,
no de mi vida


No hablo con alumnos fuera de mi ámbito laboral. Y desde luego no escucho ninguna de sus confesiones, ni dentro ni fuera del aula. Los alumnos forman parte de mi trabajo, no de mi vida.

Soy profesor, no confesor. No soy cura, ni psiquiatra, ni «hermano mayor» de nadie. En mi trabajo explico el Quijote, entre muchas otras obras literarias. Examino al alumnado conforme a la legalidad vigente y de acuerdo con la guía docente de la materia ―en las que ni creo ni confío, porque no son obra mía, sino de un poder ajeno del que no formo parte, ni como artífice ni como elector―, y lo que ocurra fuera de mi horario y calendario laborales no es asunto mío y no debe ser asunto mío. Trabajo por dinero, como todo el mundo. Porque trabajo es aquello que se hace por dinero. El placer es otra cosa. La libertad comienza cuando termina el horario laboral. Trabajar, como votar, es obedecer. Si no lo sabes, no puedo ―ni quiero― explicártelo. Descúbrelo por ti mismo, y si no eres capaz, dedícate al voluntariado, por placer y sin dinero. Y si crees en la vocación, advierte que un desengaño a tiempo puede ser tu mejor victoria y prevención.

Voluntariamente dedico mi vida personal y profesional a explicar literatura: en menos de una década he grabado más de mil largos vídeos ―sé que ya lo he dicho― sobre interpretación de autores y obras literarias, y he puesto desinteresadamente a disposición de todo el mundo, en internet, contenidos críticos y académicos propios de un nivel universitario, de forma abierta, libre y gratuita, así como toda mi obra, la Crítica de la razón literaria. Soy responsable de lo que he escrito (no de las apofenias del último ocurrente que me leyere), y me deberán el favor ―que no cobraré― de haberlo regalado. Lo que la gente haga con ello es algo que no puede importarme. No soy cómplice de mis lectores. Ni de nadie.


 

No hablo para hacer amistades,
sino para exponer un sistema de ideas
sobre la literatura


No hablo ni escribo para los jóvenes, ni para los viejos, ni para nadie en particular. Ni en absoluto para hacer amistades ni enemistades. Escribo y hablo para expresar un sistema de ideas sobre la literatura.

Si ofrezco gratuitamente mis conocimientos, es para que, si te interesa, los utilices de forma útil e inteligente, no para que me escribas ni contactes, y ni mucho menos para que me des tu opinión. No discuto opiniones: interpreto hechos. Ni mi vida ni mi obra dependen de tu opinión. Sinceramente: tu opinión no nos importa. (A los retransmisores de opiniones de terceras personas los considero, simplemente, lo que son: chismosos y bobos. Su destino es la sentina o pecinal de la papelera más cercana. El bloqueo eviterno. Me resultan excrementicios. Vaya también el correveidile, como la mentira, con el diablo).

Lo que digo o escribo no es resultado de una espontaneidad o una ocurrencia, sino que se trata de afirmaciones que forman parte de textos más amplios, de los que se extraen como una cita, y que pueden leerse como aforismos o paremias. Mi obra contiene una considerable selección y antología de ellas.

Ni yo ni nadie puede pretender que se entienda lo que se escribe o dice, si quien oye o lee no pone la debida atención. Cada texto selecciona, con vida propia, a sus propios lectores e intérpretes.

Por otro lado, hoy, con las redes sociales, la confusión y destrucción de la comunicación ―y de cualquier contenido inteligente― están aseguradas. Hay personas que viven ―es decir, malviven― en las redes sociales, enredadas en el reciario de internet, y que comentan todo lo que ven, sin entender nada de lo que leen. Mi obra, que se ha difundido mucho a través de estos medios, ha sido y es objeto de interminables comentarios, vídeos, réplicas, etc. La mayor parte de estos comentarios proceden de personas que no tienen conocimiento de nada, pero que, bajo la ilusión de la red pública, creen que saben algo. Su destino es la gomia de la basura.

Pongo un ejemplo. Siempre he dicho que la literatura no es una ciencia. Es la tesis número 4 de la Crítica de la razón literaria: «la literatura no es una ciencia». Bien, pues son incontables las personas que, comentando tonterías en internet, objetan ―jugando a ser sabios― que yo haya dicho que «la literatura es una ciencia». Es decir: entienden todo al revés. Otro lo lee, y sigue el hilo. Y así sucesivamente. Pueden citarse ejemplos como éste hasta el infinito.

Verdades y mentiras conviven en internet en condiciones idénticas y resulta imposible discriminarlas. Sobre todo entre adolescentes de larga duración. Gente que crece como «Mowglis» o silvestres «niños de la selva». Varios de estos «Mowglis» son hoy graduados universitarios. En las redes sociales ―su placenta― cultivan el magisterio de ignorancias crónicas y viciadas, metástasis de necedades infinitas. Y a la vez, internet ―no lo neguemos― es también un medio de difusión de conocimientos y saberes de primera categoría, para quien sabe identificarlos e interpretarlos. La realidad es dialéctica y conflictiva. Y acabará contigo, si no te haces compatible con ella, es decir, si eres un idealista.

Saber sobrevivir a esos contrastes es fundamental. Y la educación debe ser el principal instrumento para conseguirlo, y no el medio más insistente para provocar en niños y jóvenes todo tipo de patologías y trastornos de personalidad. Cuidado con convertirse en un «Mowgli».


 

No soy un youtúber,
soy un profesor que graba sus clases


No conviene confundir, al menos en mi caso, el mensaje con el medio, ni el emisor con el canal, porque, en mi vida y obra, el mensaje ―la literatura― no es el medio ni el canal ―YouTube―. En internet estamos todos, pero no todos estamos del mismo modo. El medio no nos hace iguales, pese a las apariencias. Y yo soy solamente un profesor.

Los profesores somos personas que enseñamos lo que sabemos a otras personas que quieren aprender lo que enseñamos. Más allá de estas condiciones básicas, todo lo demás sobra. A menos que ―como la administración y las agencias de calidad― forme parte de cuanto quiere arruinar, sabotear o simplemente destruir nuestro trabajo y vocación.

Se ha dicho que «los vídeos de Maestro son café para los muy cafeteros». Es posible que quien lo haya dicho no haya probado nunca el café. Pero eso no importa. Tampoco soy un profesor como el resto de mis colegas. Y eso importa aún menos.

No he liderado nunca nada ―de nada―, ni he dirigido jamás a ningún grupo de personas. Ni de animales. Nunca he sido pastor, ni flautista en Hamelin. No soy influyente ―¿por qué dicen «influencer»?― en nadie ni en nada. Tampoco soy un youtúber: soy un profesor que graba sus clases. Quien confunda el medio con el mensaje, que se lo haga mirar. Y si hay quienes dicen seguirme, sea suya la decisión, y quédense con la exclusiva de sus consecuencias. Ya he dicho que no soy responsable de lo que hago en los sueños de los demás, no presto atención a nadie, y nada tengo que ver con actos ajenos. Y aún menos con conductas gregarias. No participo en debates ni en polémicas. Nunca lo he hecho. Que los demás polemicen sobre mí no me convierte a mí en ningún polemista. No tengo opiniones, tengo interpretaciones. Ideas que no están subordinadas a la opinión del prójimo. Lo que yo pienso no depende de ti.

No he llevado a cabo jamás proyectos de investigación subvencionados por ministerios, universidades o agencias destinadas a inquirir, desde la burocracia que no ha investigado nunca nada, las investigaciones científicas de los demás. No pido permiso, aún menos atención, a los necios para escribir. Tampoco los quiero como lectores. No los reconozco como interlocutores. La Crítica de la razón literaria la he escrito a solas, y ni ella ni yo debemos nada a ninguna de estas entidades antemencionadas, a cuyas espaldas la he compuesto y publicado.

Las agencias de evaluación han tenido que tragarme tal como soy, y se han visto obligadas, contra sí mismas, a reconocerme, según dice la propia administración, como catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Yo me negué explícitamente a cumplir con muchos de los requisitos cacareados por esas instituciones. No me jacto de ser catedrático ―el mejor de todos los memes―: me jacto de ser catedrático a pesar de las agencias de evaluación científica y académica. Y contra ellas.

No he dirigido ni una sola tesis doctoral en más de 30 años de actividad docente universitaria. Ni pienso hacerlo. Es una forma de aprovecharse del trabajo de los demás. Es incluso absurdo y ridículo, además de irónico y burlesco, que a alguien que termina una carrera, tras cuatro o cinco años de estudio, haya que dirigirle un trabajo, como si se tratara de un inválido intelectual. ¿Para qué ha estudiado entonces durante casi un lustro o más? No me he servido de nadie, y menos de estudiantes, para desarrollar mi propio trabajo y curriculum vitae. Nunca he promovido ni la esclavitud académica, ni el caciquismo científico, ni la sumisión diferida. Nunca he tenido a nadie trabajando para mí, del mismo modo que siempre me negué a trabajar herilmente para otros, por muy superiores que fueran a mí, y que no por ello han dejado de servirse en más de un caso de mi trabajo, de mis ideas y de mis textos, sin reconocerlo ni mencionarlos, como si algo así pudiera ignorarse o disimularse.

Nunca olvidaré cómo en el año 1988, un excura, entonces profesor, nos impuso a todos los alumnos, como una obligación cuyo cumplimiento determinaba la calificación final de la asignatura, la transcripción de unos textos medievales, que después él utilizaría con fines propios y exclusivos para uno de sus trabajos académicos. Nunca olvidaré que le dije que no. Lo dije y lo hice con hechos irreversibles e inapelables. Y nunca olvidará él que, cuando insistió por última vez, con cobardía y sin valor, en que le transcribiera aquellos textos, al final de una clase, pues me los plantó delante de mis narices, sobre el pupitre, entre dos compañeros, ahí se quedaron los textos, en un aula vacía. Porque yo ni los toqué. Lo que hizo con ellos... él sabrá lo que fue. Yo sé lo que hice con él.

Mi obra es pública y de libre acceso, y sobre ella se han hecho y publicado varias tesis doctorales, que yo no he dirigido, aunque haya sido causa y combustible de ellas. Quien quiera utilizar mi trabajo para investigaciones científicas y académicas, ahí lo tiene, en internet, de forma libre, abierta y gratuita. A mí no me necesita para nada. Ni yo necesito dirigir a nadie. Las personas inteligentes no necesitan directores. Ni espirituales ni intelectuales. No es soberbia, es libertad. No es insumisión, sino simplemente coherencia. Toda originalidad implica la negación de un superior. Mis mejores intérpretes son aquellos que jamás han estado subordinados a nada ni han sido seguidores de nadie. Quien piensa con cerebro ajeno no entenderá jamás ni una sola de mis palabras, ni uno solo de mis libros. No quiero sufragáneos de ninguna autoridad, ni propia ni ajena. Mejor solo que mal acompañado. El esclavo intelectual es la peor de las compañías, el más deplorable de los turiferarios. Filosofías, religiones e ideologías son sus principales placentas  y laboratorios. Soy ajeno a todas ellas, y no quiero a nadie obsecuente con ellas.

No he tenido ni discípulos ni maestros. ¿Para qué? Más bien he tenido ocasión de conocer a quienes, en diferentes momentos y circunstancias, han querido o pretendido ser lo uno o lo otro, sin haber sido jamás ninguna de las dos cosas. Y, sobre todo, he tenido constancia de gentes que, confundiendo la realidad con la ficción de sus sueños, ansiedades o pesadillas, se atribuían privilegios relativos a su inexistente relación conmigo. Quien hambre tiene, con pan sueña, reza el proverbio. Dado que no soy psiquiatra, no puedo pronunciarme con rigor sobre el tratamiento médico de casos tales, y he de limitarme a una sintética exposición de hechos ajenos y estultos.

Confieso que antes de cumplir los 50 años he visto cumplidos todos mis objetivos personales y profesionales. La cátedra no estaba entre ellos, vino después, como puede venir cualquier cosa irrelevante y pasajera. Si mi posible éxito ha perjudicado a otros, ellos sabrán por qué. Yo lo ignoro. La envidia es la forma más siniestra de admiración. Nunca experimenté ese sentimiento. No tengo ni he tenido nunca razones ni motivos para ello. No tengo a nadie a quien envidiar. Lo siento por ellos. Quien por celos ladra no ladrará en vano, según reza el verso de Lope de Vega. Pero la verdad es que nunca he prestado atención a los ladridos de un can, cuanto menos a los de un colega o semoviente advenedizo.

Las grandes obras, especialmente las literarias y artísticas, y acaso también algunas de las científicas, son en realidad sólo testimonio insólito y único de lo que alguien inteligente y aislado ha sido capaz de hacer y de alcanzar. Un logro supremo y singular. Nada más. Nada menos. Las obras geniales no tienen otro destino que la soledad. Una soledad condecorada y solemne, acaso, pero soledad y olvido al fin y al cabo. Los demás, realmente ―el ruidoso y respetable público, destinatario consciente o inconsciente de ellas y de sus posibles consecuencias―, poco o nada valioso pueden hacer con estas supuestas grandes obras, salvo admirarlas unos, envidiarlas otros, imitarlas los más astutos, estropearlas por completo los más charlatanes o simplemente destruirlas los más ignorantes y bárbaros. Los discípulos son infidentes o parásitos por naturaleza. Los maestros, por su parte, siempre fueron ficciones de cortesía. El público, llamado el respetable, es la distancia que separa la realidad del idealismo. Lo sabemos: nos quieren por el ruido, no por las nueces.

Si buscan amo, llamen a otra puerta, y si necesitan amigos, acudan a una red social, donde no me encontrarán, porque la suplantación de identidad no remite nunca a ningún original. El espejismo jamás se convierte en oasis. También es cierto que no he intervenido nunca en la actividad de mis posibles publicistas. Si les gustan los dioses falsos, quédense con ellos. Sepan que yo no quiero ni a los verdaderos. Si necesitan consuelo, sírvanse del instrumento correspondiente.

Y si reciben un mensaje firmado con mi nombre y apellidos, pueden estar seguros de que el autor no soy yo.


Jesús G. Maestro



Autorretrato literario:
por qué yo no soy un youtuber. 

Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI