De acuerdo con la más autorizada bibliografía sobre la Historia del comercio, la economía y el Derecho, el concepto de «hurto» en la civilización europea ―y por analogía Occidental― ha sido objeto de tres estadios evolutivos e integradores muy atractivos: 1) el robo en sentido estricto, como apropiación ilegal de pertenencias ajenas; 2) la trampa y el fraude en las relaciones contrafactuales y mercantiles, como contrapunto de la ley e incluso del mismísimo Derecho Mercantil; y 3) la corrupción política y la adulteración del Estado de Derecho mediante la transgresión de las leyes civiles y administrativas, merced al poder supremo ―y sin alternativa― de un mercado global y un capitalismo planetario.
Hoy el totalitarismo no lo ejerce el Estado, sino el mercado. Pero esto no es todo. De hecho, esto no es ni siquiera lo esencial. Lo importante, acaso por irreversible ―e irremisible―, es lo siguiente.
Hay un cuarto estadio en la evolución histórica del «hurto». Una cuarta etapa que ni siquiera Paolo Prodi en su libro sobre el séptimo mandamiento y el sacro imperativo, tan categórico antes de Kant, «no robarás» ―Hurto y mercado en la Historia de Occidente (2009)―, llega a sospechar, ni a intuir.
Me refiero, a título propio y sin equívocos, a la negación de la propiedad privada. No hablo de marxismo. El marxismo es hoy ―y desde hace décadas― un espejismo histórico sólo visible desde una adolescencia crónica y acaso incurable, aún perdurable en seminarios religiosos y facultades ―con minúscula― de filosofía o autoayuda. Hablo de globalización.
Hoy el mundo se encamina hacia la negación de la propiedad privada. Es la forma más sofisticada de hurto: impedir al ser humano el acceso a los recursos esenciales, a cualquier recurso que le permita valerse por sí mismo y poseer algo propio, con seguridad legal y estabilidad económica.
La ocupación de vivienda ―amparada por la ley―, la imposibilidad financiera de adquirirla, la incapacidad de acceder a alquileres para vivir, la limitación de movilidad individual o personal mediante el uso de vehículo propio, o incluso la defensa de la propia vida ―como propiedad privada esencial e irreversible―, son sólo algunos de los pasos que preludian, a título de vanguardias mercantiles, este proyecto global y objetivo totalitario: la negación de la propiedad privada en todos los órdenes de la vida humana. Incluida la propia vida, es decir, la supervivencia biológica personal. O de lo que quede de ella. Porque no habrá Derecho que te ampare, si no es el Derecho Mercantil, cuyo objetivo no es ampararte a ti, sino al mercado que te explota laboral y económicamente.
La globalización del siglo XXI tiene como meta y propósito imposibilitar al ser humano el acceso a la producción privada de todo tipo de bienes, desde la extirpación de la soberanía alimenticia ―no podrá cultivar nada propio (la concentración de la vida en las ciudades persigue desde hace décadas ese desenlace)― hasta la incapacidad para acceder a ningún recurso que pueda dotarle de una mínima autonomía o libertad.
Aislado en una urbe, su sobrevivencia es y será totalmente vulnerable y abatible. Eso sí, se podrá pasear el perrito y se tendrá acceso a un simulacro de «huerto» urbano: podrás jugar a los ascetas y practicar el narcisismo de la humildad. Y a obedecer sin alternativas ni inteligencia posibles. Sentirás mucho, y no pensarás en nada, porque desde décadas llevan educándote para sentir, no para pensar. Sentirás, o no, la felicidad, pero no pensarás en tu libertad.
El ser humano de finales del siglo XXI no será dueño de nada. Y no dispondrá de recursos para hacerse dueño de nada. No se lo negará el Estado, pues el Estado entonces ya no existirá. Se lo negará el comercio global y sin fronteras.
El principal déficit de recursos comienza con una educación que está por debajo de las exigencias de la vida a la que ha de enfrentarse y de la realidad contra la que habrá de luchar. La fragilidad de recursos sanitarios viene inmediatamente después o incluso es simultánea. Los autónomos serán franquiciados, y el parasitismo será lo que ya es: una forma de supervivencia extrema y por completo dependiente.
Hoy aún vive un breve repertorio de generaciones que ha hecho de su vida una realidad de bienes privados, y que ha tenido la posibilidad ―no por todos aprovechada con la misma legalidad y fortuna― de haber forjado sus mejores o peores patrimonios. Son las últimas generaciones que han luchado, estudiado y trabajado como las nuevas ya no lo pueden hacer, ni acaso saben hacer. Porque no se les ha enseñado ni inducido a hacerlo. Ni mucho menos, exigido.
Los más jóvenes, auténticos «Mowglis» o «niños de la selva» del siglo XXI, usan este verbo ―exigir― como sujetos, nunca como complementos indirectos. Estos descendientes pagarán más por recibir la herencia ―si la hubiere, destino muy dudoso, pues sus padres no están para muchas verbenas― que legalmente les corresponde que lo que esa misma herencia vale en efectivo. Muchos de estos «Mowglis» se verán obligados incluso a renunciar a ella por falta de liquidez.
Téngase en cuenta que la fiscalización, como el pago de impuestos ―incontables―, es la forma legal que los Estados democráticos, en el estertor de su actual agonía política, utilizan para apropiarse ―naturalmente de forma tan legal como abusiva― de la producción personal ―y de la propiedad privada― del ser humano.
Si esto no es «hurto», usen el diccionario de Orwell (la Academia no se ocupa de estas cosillas). En todos los cementerios reina el idealismo, y el de los elefantes no es una excepción. Advierte además que el Derecho Mercantil no es un diccionario, sino algo que, cada día, se parece más a una apagóresis. Internet, redes sociales y medios de comunicación masiva ya se encargan de recordarte diariamente que a la globalización conviene llegar con la agenda muy bien aprendida.
Jesús G. Maestro
Hacia la negación de la propiedad privada
en la globalización del siglo XXI