Mostrando las entradas para la consulta filosofía ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta filosofía ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas

Historia de la filosofía

 



La filosofía es siempre una respuesta a lo que la ciencia deja sin explicar. No por casualidad la filosofía está perpetuamente en el margen de las ciencias, en sus afueras y arrabales. Merodeando. No puede ir más allá. Su objetivo son los restos del conocimiento científico. Los rebojos del saber operatorio. Podemos disfrazar estos rebojos con el vuelo de la lechuza, pero aunque la filosofía se vista de seda, filosofía se queda. ¿Lechuza o buitre? Preservemos la imagen de la lechuza para la filosofía; el buitre es más bien icono de sofistas.

Los caminos de la filosofía son los ámbitos que las ciencias ignoran, desprecian o silencian. A veces, incluso, fueron caminos silenciados por los imperativos e inquisiciones de la propia filosofía, vestida ya no de seda, sino de teología, religión o fundamentalismo filosófico.

No todas las filosofías son iguales ―esto es algo que no debe olvidarse jamás―, pero allí donde la ciencia habla, la filosofía calla. Incluso a veces ocurre algo peor: cuando la ciencia habla, la filosofía se convierte en sofística. De hecho, la sofística es la filosofía que no se calla ante la ciencia.

En todas las épocas, la filosofía ha sido una explicación a preguntas que la ciencia ignora. El máximo esplendor de la filosofía corresponde a aquellos períodos de mayor decrepitud o limitación operatoria de las ciencias. A media que cada ciencia amplía su campo de operaciones, cada filosofía ve mermada su propia capacidad de maniobra. Por este camino, la filosofía puede convertirse incluso en un pasatiempo de ignorantes. Y en efecto la posmodernidad ha hecho de la filosofía precisamente esto: un pasatiempo de ignorantes cuyo hábitat es internet.

Ésta es la mayor denigración que puede hacerse de la filosofía, porque equivale, en primer lugar, a declarar su inferioridad ante las ciencias, y, en segundo lugar, a afirmar su inutilidad ante esas mismas ciencias. Y ante las exigencias de la vida real. La filosofía ha sido siempre el terreno en el que se mueven quienes no saben manejar con resultados positivos las operaciones científicas. En su lugar, se limitan ―en el mejor de los casos― al hablar, al escribir, al dar consejos, a la paremia de la obviedad solemne, a la presunta literatura sapiencial, al saber, al especular, al organizar contenidos preexistentes, a conversar sobre lo que todo el mundo sabe, a los libros de autoayuda y de autoengaño, a dialogar monológicamente, como Platón, arrogándose siempre una suerte de superioridad moral. En el peor de los casos, algunos filósofos se limitan a comerciar con la sofística, el engaño, la seducción, el simulacro, la mohatra de las ideas. Porque en el fondo, toda filosofía es una forma excéntrica de ejercer la sofística.

En aquellas épocas en las que las ciencias y su operatividad parecen resolverlo todo, y dar respuestas a todo, la filosofía acciona sus celos, sus sospechas, sus condenas, sus complejos, sus censuras. Emergen los hermeneutas. Los ventrílocuos del lenguaje. Filosofía y religión son parientes cercanas, comparten infancia ―siniestra― y genealogía ―traicionera―, y con frecuencia se comportan, bien como enemigas íntimas, bien como aliadas contra terceros objetivos comunes, entre los que con frecuencia se encuentran la ciencia y la literatura. Cuando procede, la filosofía es la secularización de la religión. Cuando no, la religión preserva a la filosofía ―por lo que pueda suceder― o pacta puntualmente con ella «amistad y lo que surja».

La filosofía muestra sus furias cuando alguien trata de usar la razón sin consultarla. A los filósofos se debe esa engreída frase ―atribuida a Aristóteles (¿a quién si no?; Cervantes sólo la usa en contextos burlescos: Quijote II, 51)― que declara con jactancia ser amigo de la verdad y de Platón, y disponer de potestad para elegir libremente entre una y otro (amicus Plato sed magis amica veritas), como si la verdad necesitara de la amistad de nadie, y menos de la de los filósofos. Así, todo filósofo genuino disputa siempre en nombre de la verdad, como si los demás no tuvieran derecho a hacer lo mismo, y no menores razones, en nombre de sus propias actividades profesionales y oficios particulares. Y pelea el filósofo por el monopolio de la razón filosófica contra cualesquiera otras razones humanas.

Platón disputó la razón filosófica, negándosela a la literatura, como si no fuera posible una crítica de la razón literaria, es decir, una crítica del racionalismo literario. Platón se esforzó por presentar siempre a la filosofía como una aliada de las ciencias. Como si las ciencias, al igual que los tiranos de Siracusa, necesitaran a Platón, y a su filosofía, para algo.

Los escolásticos, en una Edad Media que había convertido a la teología en la reina de las ciencias, hicieron de la filosofía una religión. Nótese que muchos filósofos ―no todos―, al menos hasta el siglo XVIII, fueron también científicos. Después, o fueron esencialmente científicos, o fueron solamente filósofos: filósofos idealistas (valga la redundancia). Toda filosofía, por el hecho de serlo, tiende al idealismo.

Un filósofo, cuando habla, nos dice más sobre aquello que ignora que sobre aquello que sabe. Salvo que actúe como un sofista. ¿Qué nos ha enseñado Espinosa sobre Dios? ¿Quién ha visto la cara del inconsciente de Freud, su cuerpo o sus órganos? ¿Qué nos ha aclarado el Dasein de Heidegger? ¿Quién se ha encontrado alguna vez una mónada de Leibniz? ¿Qué nos explicó Platón sobre la geometría o sobre la locura que no nos demostrara mejor, respectivamente, Tales de Mileto o Hipócrates de Cos? Todo filósofo piensa con la mente de un adolescente.

Newton es un hombre que se hace preguntas filosóficas a las que da respuestas científicas. Con él, las ciencias se divorcian definitivamente de la filosofía. En adelante, la filosofía será sólo una hermenéutica de la realidad, cuando no, algo mucho peor: una sofística al servicio de la democracia. O contra ella.

¿Qué ciencia construyó Platón? ¿Qué ciencia hicieron Kant, Hegel, Fichte, Herder o Nietzsche y sus discípulos? ¿Qué ciencia cultivó Heidegger, filósofo del nazismo ―primero― y de la posmodernidad ―después―? ¿Y Gadamer? ¿Y Habermas? Y sus discípulos... ¿Dónde está la obra científica de todos ellos? ¿Dónde está la obra científica del idealismo alemán? Mejor no nos hagamos estas preguntas..., porque no todos los caminos de la Historia conducen a Roma. Algunos llevan a Auschwitz. Porque, desde finales del siglo XVIII, la ciencia prescinde de la filosofía como quien se libera de un lastre insoportable. La impedimenta histórica de las ciencias no fue solamente la teología, sino también, y con creces, la filosofía.

La filosofía ha cortejado todas las formas de poder: ciencia, religión y política. Hoy día sólo la política, bajo el formato de ciertas ideologías, le muestra algún puntual aprecio. Por parasitismo mutuamente conveniente. La religión se siente traicionada, desde el siglo XVIII ―definitivamente―, por una filosofía que desde esa centuria pactó con las ciencias su propia supervivencia, pero no la de sus creyentes, que dejó a merced de El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Con frecuencia no siempre se cita el título completo de esta obra de Darwin (1859), acaso por evitarse con la palabra tabú del alemán actual: raza. Desde entonces, la filosofía se hizo muy «insolidaria» con la religión, legitimó determinadas luchas por la supervivencia y cortejó con cinismo el apoyo de ciencias emergentes. Pero las ciencias, además de no necesitar a la filosofía, no olvidan ni perdonan los cuernos que históricamente ésta les puso ―al aliarse con la religión, y los fundamentalismos teológicos― durante las edades Media y Moderna.

Con el avance de la Edad Contemporánea, la filosofía, tras fracasar en todos sus intentos y pretensiones de disputarle a las ciencias, desplegadas con una fuerza constructiva sin precedentes, el monopolio de la razón, reacciona con violencia, se rearma dialécticamente, y se viste de moral. ¿Y qué hace? Lo de siempre: condena, denigra y deslegitima aquello que se opone a su propia supremacía. Y maldice la ciencia, la impugna y la desautoriza. Surgen así los Nietzsche, los Freud, los Heidegger: los hermeneutas de la sospecha. Los resentidos del éxito ajeno. Porque si la razón no es mía, mejor que se muera. Si la verdad no es mi amiga, que no lo sea de nadie. Si la filosofía es no es la reina de la noche, aquí no amanece ni Dios. Y el culto a la ciencia se pagará con la muerte de todo Dios. Hágase el nihilismo. La razón ha muerto ―es el imperativo que exige el filósofo―, si es que alguien formula una razón más seductora o más convincente que la suya propia.

No sorprende en absoluto que desde el siglo XVIII la filosofía se haya recluido, hasta la nadería y lo trivial, en el terreno del idealismo, alemán ―primero― y posmoderno ―después―. Si disponemos de una ciencia sobre de determinada materia, ¿para qué una filosofía? Para engañarse a uno mismo. Y a los demás. Porque ante el desarrollo de las ciencias, la filosofía no tiene nada que hacer, más que contarse a sí misma como una Historia de sí misma. Como las historias de un abuelo Cebolleta, que habla de un pasado irrelevante. Cuando la filosofía se convierte en hermenéutica, es porque se ha disuelto en retórica, sofística o ideología de sí misma, en libro de autoayuda o en lecciones de ética para geopolíticos (la nueva telenovela), en publicidad y propaganda de temas de moda, en periodismo, en cultura, en una actualidad que es caricatura de la realidad, es decir ―con permiso de Góngora― «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». La ciencia, y curiosamente también la literatura, son las únicas actividades humanas capaces de hacer enmudecer a la filosofía, o de delatar su sofistería. Sofistería histórica y también posmoderna. Hoy la filosofía se encuentra sin aliados: con la religión ya no puede contar, la ciencia le da la espalda, y la política no la necesita, porque prefiere el periodismo y las redes sociales. La vida del siglo XXI ha convertido a la sofística y a la filosofía en términos sinónimos.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022 (VI, 15.19).


El mito de la filosofía platónica ante las exigencias de la literatura

 

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria



Habitualmente se considera a Platón como fundador de la filosofía académica. Naturalmente esta consideración es razonable, pero también cuestionable desde determinados criterios. 

Acaso Platón sea el fundador de la filosofía institucionalizada académicamente, más que de la filosofía académica propiamente dicha. Vamos a explicar esta cuestión. 

No es Platón, a mi juicio, sino Aristóteles, quien lleva a cabo realmente esa fundación ―la fundación de la filosofía, como disciplina académica―, al liberar a la filosofía de una hipoteca metafísica, que la hace incompatible con la realidad. 

Platón, en cierta medida ―y sólo en cierta medida, dado que introduce cambios fundamentales, como el principio de symploké y la ontología dialéctica―, es el canto del cisne de la metafísica presocrática. 

Platón es un idealista filosófico, un utopista político y geómetra lúdico. Su idea de ciencia es totalmente formalista, sus planteamientos sobre política resultan absolutamente inviables, por imaginarios y fantasiosos, y sus conocimientos de literatura son abiertamente ridículos y por completo paupérrimos, además de amenazantes y patibularios. 

Hoy no se puede hablar de literatura en términos platónicos ―es decir, no se puede citar a Platón, como una autoridad sobre poética literaria―, porque este filósofo idealista desconoció toda la literatura que, durante 25 siglos de Historia y comparatismo, constituye y conforma la ontología literaria que hoy tenemos delante y a la que podemos y debemos enfrentarnos. Y que, desde luego, no es posible ni legítimo ignorar. 

No hay en Platón nada actual sobre interpretación literaria. Citar a Platón como autoridad o referente de la literatura es una cursilería que sólo se pueden permitir novatos, diletantes o inexpertos. Veamos por qué.

La locura, como la literatura, siempre es racionalmente muy ambigua. Lo que de veras sorprende es que hoy, en el siglo XXI, siga hablándose comúnmente ―incluso académicamente también― de locura en términos parejos a los del mundo antiguo y arcaizante. Y es aquí, en relación con la locura y la literatura, donde tenemos nuestra primera cita clave con Platón.

Había en la genuina Grecia dos corrientes metodológicas explicativas de la locura. Una de ellas, de raíces científicas y materialistas, procedió de Hipócrates (c. 460-377 a.n.E.), quien, desde la Isla de Cos, interpretó la locura al margen de las teorías demonológicas y numinosas, indudablemente metafísicas, que sus contemporáneos habían heredado e impuesto. 

Como sabemos, con Hipócrates surge en los siglos V y IV la primera escuela de medicina. Esta concepción hipocrática de la locura apunta genealógicamente a los pitagóricos, quienes, como el propio Hipócrates, consideraban que los trastornos mentales ―que hoy llamaríamos psicopatologías― tenían una causa física y exigían una explicación material. 

Se desestimaban de este modo las causas demonológicas y las explicaciones metafísicas de cualesquiera problemas psíquicos relativos a declaraciones, acciones o pensamientos supuestamente anómalos o anormales. Desde tales criterios hipocráticos, la locura se concebía como una enfermedad física que tenía causas y consecuencias naturales.

Sin embargo, esta concepción de la idea de locura resulta eclipsada y destruida por Platón y su filosofía metafísica, idealista y utópica, desde la cual se restaura de nuevo la tesis demonológica y espiritualista como causa de la locura. 

Desde finales del siglo V a.n.E., las ideas metafísicas (platónicas) sobre la locura se imponen a las tesis naturalistas o fisiológicas (hipocráticas) con un éxito sorprendente, el cual llega hasta nosotros, apadrinado por el cristianismo medieval, el protestantismo reformista, la ilustración europeísta ―pese a todos sus mitos hiperracionales y logocéntricos―, el idealismo alemán y la contemporánea posmodernidad anglosajona. 

¿No es curioso que la filosofía (idealista) de Platón haya destruido la medicina (materialista) de Hipócrates? ¿No resulta sorprendente que la filosofía, que se jacta de fundamentarse sobre saberes científicos, los rechace y desestime irracionalmente, nada menos que para la posteridad, y discurra por los caminos propios de una metafísica para explicar la realidad material humana? 

Platón​ (c. 427-347 a.n.E.) era aproximadamente unos 30 años más joven que Hipócrates, y su filosofía resultó más hechizante ―por idealista y utópica― que la medicina hipocrática, sin duda más naturalista, fisicalista y materialista. Y por ello mismo mucho menos atractiva. 

En la Historia del pensamiento de Occidente, como del mismo modo ocurrió en Oriente, y acaso allí con mucha mayor intensidad, el espíritu siempre ha gozado de buena fama, sin cardar una lana, frente a una materia que, sin duda y por supuesto, resultó demonizada desde siempre de forma irrevocable y sin apelación posible.

La obra platónica, saturada de misticismo, y salvaguardada por los intereses políticos y religiosos del cristianismo de todos los tiempos ―tanto del católico como incluso, con más fuerza aún, del reformado―, destruyó para la posteridad el crédito de las ideas hipocráticas sobre la explicación naturalista y materialista de la locura. 

Platón no sólo resultó ser en este punto un precursor del inconsciente freudiano, al anteponer el impulso místico como fundamento y motor de la locura, y prototipo del comportamiento psicopatológico, sino que fue responsable de legitimar la locura, ante los idealistas y románticos de la Edad Contemporánea, como una forma superior de racionalismo, al entender estos últimos, de forma revertida, que la «verdad» de lo humano se objetivaba en un inconsciente reprimido por la razón, o en un misticismo cuya fuerza se revelaba ―por fin, en libertad― en los estados oníricos, psicopatológicos o simplemente anómicos. 

De este modo, toda forma de heterodoxia queda definitivamente justificada, tanto en términos políticos como religiosos, bajo el amparo posmoderno de una idea de libertad completamente gratuita y presuntamente irracional. 

Enfrentarse a la razón será ―de nuevo― una forma de exhibir esta idea gratuita y falsa de libertad. Pero una cosa es exhibir un postureo libertario y posmoderno, y otra muy diferente es ejercer de veras la libertad. La saga de los sofistas y de los irracionalistas de diseño es recurrente: Montaigne, Rousseau, Nietzsche, Freud, Heidegger, Derrida, Foucault... E imitadores. Marx figura en otras listas, pero no en ésta. Carlos Marx no es soluble en ninguna posmodernidad. Su idealismo postula otros paraísos.

Sorprende impresionantemente que a nadie le haya sorprendido ―valga el extrañamiento― que Platón, el «fundador de la filosofía» para muchos autorizados filósofos, el transformador de la realidad a través de la política en su idealista República filosófica, en su modelo utópico e irreal de Estado, hubiera tomado como ciencia de referencia la geometría y no la medicina. ¿Por qué? ¿Por qué Platón toma como ciencia de referencia para entrar en la Academia la geometría y no la medicina? ¿Por qué puede entrar en la Academia quien ignore el materialismo médico pero no quien desconozca el idealismo geométrico? ¿Qué concepto tiene Platón de las ciencias? Pues un concepto completamente lúdico, idealista y logopédico. Platón juega con la geometría como si ésta fuera un logogrifo. ¿Qué puentes construyó Platón? ¿Qué campos aró, sembró o diseñó Platón como ingeniero o agrimensor gracias a sus conocimientos de geometría? 

Usar la geometría para para proponer ejercicios mentales, no operatorios, y jueguecitos filosóficos y filosocráticos ―lo que equivale a decir también pseudofilosóficos y pseudosofísticos (porque toda filosofía no es sino una forma excéntrica de ejercer la sofística)― es una muestra más de cinismo y de ludismo que de originalidad filosófica y de desarrollo científico. 

Desengáñese el admirador de los diálogos platónicos: Platón es artífice de una filosofía completamente incompatible con la realidad. Pero, precisamente por ello, de un poder seductor insólito y permanente. Platón es el primer seductor de idealistas. Y lo es aún hoy.

He insistido en diferentes lugares en que difícilmente se puede considerar a Platón como fundador de la filosofía. Platón es un sofista más, si bien excéntrico, como su maestro, Sócrates. 

Si la filosofía tiene realmente un comienzo, éste está en la obra de Aristóteles. Platón es el canto del cisne de un pensamiento realmente presocrático: su visión idealista y utópica, mística y metafísica, aunque le lleva a superar el monismo y el relativismo de todos sus predecesores, impulsado por un afán de originalidad que sólo en cierto modo fue capaz de satisfacer, no nos sitúa en la realidad de este mundo, sino en el idealismo absoluto de las ideas puras. 

Su filosofía, como la de su mítico maestro y socrático ventrílocuo, sin duda y sin reservas, no era de este mundo. Y esta huida hacia el idealismo, esta fuga hacia la metafísica idealista y utópica, tanto en política como en ciencia, es lo que hace fascinante su filosofía, aún hoy, para todos aquellos que ―adolescentemente― se ilusionan con la idea de ser disidentes, ante una realidad que les disgusta, y superiores, ante un entorno que ―como a Sócrates gualdrapero― no les comprende en su «genialidad».

Desde un idealismo filosófico incompatible con el racionalismo materialista, Platón explicó a su manera lo que formó parte de su tiempo y de su espacio, de su historia y su geografía, muy reducidas frente a las nuestras, con todas las limitaciones que esto entraña, y que la tradición posterior a Platón nos sirvió en bandeja —cristiana primero, y secularizada después—, como una preceptiva que estaba prohibido tocar y cuestionar, de la Edad Media romana y apostólica al Romanticismo teísta y protestante, y de éste a nuestra contemporánea y no menos espiritualista posmodernidad. 

El propio Aristóteles fue extremadamente cuidadoso en este punto con su maestro. Aristóteles fue un discípulo que supo nadar y guardar la ropa. Si todo discípulo es un intérprete sin originalidad ―que más que interpretar al maestro simplemente lo sigue, lo cita o lo recita―, Aristóteles supo ser un discípulo original, valga la abismal paradoja. Porque un discípulo original, a partir de cierto punto, deja de ser un discípulo, y se convierte en otra cosa. Es decir, deja de ser ―también― un condiscípulo.

Platón impregnó de misticismo todas sus interpretaciones de la realidad, e hipotecó definitivamente de este modo no sólo su propia filosofía, sino toda forma posible de interpretarla. 

Piénsese que para Platón hay dos tipos de locura: una, que resulta de la enfermedad física, de la que no se ocupa en absoluto; y otra, cuya causa es metafísica, y actúa por inspiración divina o posesión demoníaca, al dotar a su poseso de potencias ―que no facultades― proféticas, poéticas o irracionales. 

Es potencia, y no facultad, porque, para Platón, nadie enloquece cuando quiere, sino cuando puede, por mediación o intervención divinas o demonológicas. Aquí residiría la esencia, o la genialidad, de la creación poética: el poetizarAsí es como el misticismo filosófico de Platón eclipsa y disuelve el criterio naturalista de Hipócrates. 

En cierto modo, podríamos decir que las ideas platónicas sobre la locura perduran hasta hoy en la mente de ciertos pensadores, idealistas y adolescentes. 

Para Platón, la experiencia mística ―que no la experiencia fisiológica― explica el motor del comportamiento humano. Son los dioses quienes trastornan al ser humano, y no los hechos materiales de la vida real. 

¿Son éstas interpretaciones que pueda asumir un filósofo materialista? Porque ésta y no otra es la teoría de Platón sobre la poesía y los poetas, sobre el origen de la literatura y la causa misma del hecho literario: una locura metafísica, que hace del poeta una criatura «alada», «divina», «loca», «enajenada», «demente»... 

La poesía ―como prototipo de lo literario― era para Platón resultado del «alma» irracional, insensata, enferma, trastornada y alejada de todo racionalismo. 

Esto es una «teoría» metafísica de la poesía y de la literatura que nada tiene que ver ni con la poesía ni con la literatura, y que desde luego hay que explicar por contraposición a la idea de locura que sostiene Hipócrates, como enfermedad diagnosticable desde causas y consecuencias naturales, y por contraposición a la idea de literatura que exige la Crítica de la razón literaria, como sistema de materiales y formas que objetiva, a través de la ficción, una forma inédita de racionalismo. Pues toda literatura mide y objetiva el grado de racionalismo del que dispone la sociedad humana que la hace políticamente posible.

Hipócrates es científico y materialista, frente a un Platón filosófico, idealista y utópico. He aquí el discípulo de Sócrates y el «fundador» de una filosofía, siempre metafísica, idealista y utópica, absolutamente incompatible con la realidad. 

La filosofía de Platón es la de sus antepasados socráticos y presocráticos, pero mejor contada: «Porque es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia» (Platón, Ion, 534b). Y hasta aquí llega la inteligencia literaria de Platón. La filosofía platónica termina donde comienza la literatura. 

No por casualidad desde Platón la literatura ha sido el Talón de Aquiles de los filósofos. Cuando la literatura habla, la filosofía calla. Porque sólo la literatura puede silenciar a la filosofía. 

Sigue leyendo...

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (III, 1.1), 2017 · 2022.


Filosofía, sofística y religión

 



La filosofía es aquella actividad humana que permite organizar los conocimientos que tienen aquellas personas que no tienen conocimientos científicos. 

Dicho de otro modo más ―o menos― sutil: filosofía es lo que practican quienes no disponen de conocimientos científicos. 

Sucedió en las Edades Antigua y Media, y también en la Edad Contemporánea. No así en la ―excepcional― Edad Moderna. 

¿Por qué hoy los científicos no son filósofos, ni los filósofos científicos? Tal vez porque la ciencia hace de la filosofía, como de la religión, algo innecesario. Y completamente prescindible. ¿Un reservorio de sofistas? Procede ser cauteloso, sin dejar de ser observador. 

Todos conocemos a muchas personas que, sin saber nada de filosofía, sin haberla estudiado ni cursado jamás, han organizado su vida muchísimo mejor de lo que han conseguido hacerlo artífices de grandes e históricos sistemas ―o asistemas― filosóficos. 

Junto al fundamentalismo científico también cabe hablar de un fundamentalismo religioso, y por supuesto de un fundamentalismo filosófico. Y político. Porque cada actividad humana tiene ―invisible a sus practicantes y cofrades― su propio fundamentalismo. 

No es casualidad que filosofía, sofística y religión hayan nacido y ―sobre todo― crecido, como hermanas nefelibatas, de la mano: siempre en busca del poder y su legitimación, del conocimiento y su administración, de la libertad y su organización… política, terrenal y humana. Jíbara. 

Toda religión tiene su Dios; toda filosofía, su Gran Hermano; toda sofística, su líder carismático, su caudillo o Führer furibundo. 

Platón y su descendencia… en la corte de los tiranos. Acaso un buen título para un libro que nunca escribió María Zambrano. Ni Hannah Arendt. Ni Simone de Beauvoir. Terrible imagen, Martin y Adolfo. Y no es menos casual que las tres ―filosofía, religión y sofística (dejemos ahora a María, Ana y Simona)―, nacidas de un afán por iluminarnos, revelarnos, explicarnos ―dando por supuesto que somos tontos― lo que tenemos delante, nos conduzcan casi siempre a la metafísica, a lo desconocido, a lo espiritual, a lo «interior», a lo «profundo», es decir, a lo que no tenemos delante, porque con frecuencia no existe, pero hay que inventarlo, porque el cebo (ideológico) es más atractivo que el anzuelo (desnudo). 

Gorgias, Platón y los profetas…, como dicen de sí mismos algunos olvidados rockandrolleros, «nunca mueren». Son ―como la democracia― formas perpetuas de seducción para engañar a las personas más inteligentes (me refiero ahora a Platón y cía., no exactamente a los rockeros…). Y también para seducir a las personas más insatisfechas. Y también ―y muy especialmente― a las más insaciables. De nuevo, Martin y Adolfo. 

Los simples no necesitan tanta seducción ni tanta inversión financiera. Les basta ―y atrae― cualquier totalitarismo. La democracia comienza a resultar uno de los más caros. Pese a ser uno de los más atractivos. Y posmodernos.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (V, 7), 2017 · 2022.


Los filósofos de hoy han dejado de interpretar el mundo para dedicarse solamente a interpretar la filosofía

  



Los filósofos de hoy han dejado de interpretar el mundo para dedicarse solamente a interpretar la filosofía. Una filosofía repleta de contenidos vacíos, es decir, llena de nada. 

Han hecho de la filosofía una hermenéutica de sí misma, con frecuencia derivada hacia una hermenéutica del yo. Freud y el psicoanálisis no son los únicos responsables. El caso de Heidegger es, en este punto, una hipérbole inconmensurable. De hecho, toda la posmodernidad es un monumento a un ego vacío y a una filosofía que sirve para todo porque en realidad no sirve para nada. Ni para nadie.

Es un libro de autoayuda escrito entre todos y que entre todos se lee y se difunde como la publicidad, el catecismo o la prensa rosa y amarilla. 

La célebre tesis XI de Marx sobre Feuerbach, según la cual «los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de diferentes modos, pero lo que hay que hacer ahora es transformarlo», no sólo revela la ignorancia ―cegadora― respecto a filósofos anteriores, como Platón, y sus intenciones políticas, tan utópicas como las marxistas, sin duda, o como el mismísimo Pablo de Tarso, quien llegó más lejos que Platón con ideas no menos metafísicas, sino que exhibe una absoluta y espeluznante falta de conocimiento frente a un hecho capital, relativo a la realidad y sus cambios, a saber: que el mundo lo transforman todos los días los trabajadores, no los filósofos. 

Si Marx hubiera trabajado alguna vez, se habría percatado inmediatamente que desde la filosofía no se cambia ni se transforma nada de nada, porque sólo trabajando es posible intervenir en la realidad y alterar el curso de las operaciones que en ella tienen lugar. Lo demás son diferentes formas de autoengaño filosófico, ideológico y sofístico. 

Y, sin embargo, hay todavía algo aún mucho más sorprendente en todo esto: porque en la pluma de Marx, esta frase es sólo un autoengaño, pero en boca de cuantos la recitan sin saber lo que dicen ―incluida la Universidad Humboldt de Berlín― sólo demuestra una superlativa ignorancia de la realidad productiva del trabajo y del idealismo ocioso de la filosofía. 

Desde los orígenes del ser humano, el trabajador se ha dedicado a transformar el mundo, y los ociosos a parasitarse del trabajo ajeno, a través de múltiples formas y procedimientos, entre los cuales la filosofía sigue siendo, para bien y para mal, uno de los más dicharacheros. Si algo tiene el trabajar, es que te hace madurar sin autoengaños. Primum vivere, deinde philosophari.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.


Ansiedad de idealismo científico

 


 

El idealismo científico no es posible sin la intervención fanática y extrema de las ideologías. Es un fenómeno que se manifiesta en la Historia de forma periódica, y deja como consecuencia una resaca de frustración, impotencia y resentimiento, cuya venganza, contras las ciencias, asumen inmediatamente la religión, la filosofía y la autoayuda ideológica más irascible. La ansiedad que provocó el positivismo decimonónico se saldó con el éxito de Nietzsche, Freud y Heidegger, entre otros gurús y hechiceros del más allá que profetizaban ―apocalípticos― en el más acá.

Cuanto más débil es psicológicamente el ser humano, más vulnerable es a caer en la red que tejen para él las religiones, las filosofías y las ideologías. Las personas fuertes no son susceptibles del mismo modo a estas formas retóricas de dominio y sumisión. En realidad, no suelen serlo apenas de ningún modo: las ignoran y desprecian. La religión condena a quien no la profesa, la filosofía minusvalora a quien no la aprecia y las ideologías declaran la guerra a quien no las secunda. Unas ofrecen salvación eterna, otras prometen una forma de vida superior y engreída, y las últimas aseguran derechos gremiales a quienes se unen a ellas. Son modos de incurrir en megalomanías, narcisismos y gregarismos. Son los tres géneros históricos del autoengaño colectivo: religión, filosofía e ideologías. Placebos de fortaleza exterior y gregaria que disimulan una superlativa debilidad psicológica individual e íntimamente inconfesable.

Algunas personas consideran, no sin razones, que hay algo peor que un Estado totalitario, y piensan en la República de Platón, en la Ciudad de Dios de Agustín de Hipona o en la utopía socialista de Carlos Marx. No nos olvidemos, tampoco, de la globalización trazada hoy por los «amigos del comercio». Todas ellas son las diferentes máscaras del mismo totalitarismo, en el que una y otra vez religiones, filosofías e ideologías se dan la mano de forma latebrosa y permanente.

Hoy las ideologías exigen a las ciencias ir contra natura. El comercio ha encontrado aquí un importante mercado. A diferencia de lo ocurrido en el siglo XIX, hoy el imperativo no es ir más allá de lo posible, sino en contra de lo necesario. Ésta es la preceptiva posmoderna: hacer creer que es factible científicamente invertir sin consecuencias el curso de la naturaleza. Foucault, lejos de resolver el problema, lo legitimó en una de sus formulaciones más fanáticas: el narcisismo de un ego sexualmente idealista y absoluto, con propio derecho a todo, incluido el derecho a alterar, en su individualista y exclusivo beneficio, el curso natural de la naturaleza, ignorando fabulosamente todas las consecuencias reales.

El ser humano es un diseño de la naturaleza, no un diseño de la ciencia. La interacción entre ciencia y naturaleza no puede llevarse gratuitamente a extremos que desemboquen en la destrucción de uno de ambos polos. La ingeniería de la naturaleza dispone que los seres humanos se complementen mutuamente en su anatomía, psicología y fisiología. Nótese que religiones, filosofías e ideologías siempre han nacido y crecido con la obsesión patológica de intervenir en las relaciones sexuales humanas de un modo obstinado e insaciable.

No hay religión, ni filosofía, ni ideología, que no haya tratado de pontificar cómo deben ser, imperativamente, las relaciones ―por supuesto sexuales― entre los seres humanos. Y lo han hecho siempre para dañarlo todo, es decir, para estropear y adulterar ―con sus creencias, ideas y prejuicios― la unidad que, al fin y al cabo, el macho y la hembra naturales y biológicos protagonizan en su desarrollo vital. Esta unidad que el macho y la hembra buscan, de forma natural, y por instinto humano esencial, es lo que hace posible la vida en la Tierra.

Una de las formas más sofisticadamente astutas y recurrentes de destruir la vida en la Tierra es intervenir en las relaciones sexuales de las especies ―sobre todo la especie humana― para dañarlas, estropearlas y malograrlas. Siempre en nombre de una religión, una filosofía o una ideología. Es difícil exterminar la vida, porque la biología se abre paso sobre todas las cosas, y, por supuesto, sobre los venenos de la religión, la filosofía y las ideologías, las cuales, hay que constatarlo, se transforman históricamente, una y otra vez, para seguir hastiando a todos y cada uno de nosotros,  es decir ―dicho en crudo― jodiendo a todo dios.

 

Ansiedad de idealismo científico:
intervención fanática y extrema de religión, filosofía e ideología



Platón y su descendencia… en la corte de los tiranos

Itinerario de lectura, 3

Crítica de la razón literaria





Platón y su descendencia… en la corte de los tiranos. El mito de la filosofía y la realidad del totalitarismo frente a la libertad de la literatura es el título de uno de los itinerarios de lectura de la Crítica de la razón literaria

Se sostienen aquí dos ideas clave: 1) la filosofía como fundamento de los totalitarismos de todos los tiempos, de Platón y los presocráticos a la actual posmodernidad anglosajona, y 2) la literatura como discurso de la libertad frente a los fundamentalismos filosóficos y políticos. 

La filosofía, lejos de ser ese mitificado «amor a la sabiduría» ―¿sabiduria de qué?, hay que preguntarse―, ha sido siempre la búsqueda de un «Gran Hermano», en nombre del cual doblegar al ser humano, antaño en nombre de la religión y hoy en nombre de la política. De hecho, la filosofía, o habla de religión o habla de política. Fuera de estas exigencias, se queda sin palabras. 

La filosofía siempre ha sido una forma excéntrica de ejercer la sofística. Frente a ella, la literatura, de historia y genealogía hispanogrecolatinas, representa la libertad y la lucha por sobrevivir en un mundo de censura e interdicción políticas realmente devastadoras. 

La literatura es lo que, a lo largo de la Historia, la religión y la política no han podido evitar, ni censurar. Entonces, ¿por qué hoy la democracia censura la literatura? Urge responder a esta pregunta sin miedos ni complejos. 

Y no olvidemos que la filosofía nació con la pretensión patibularia de expulsar a la literatura del Estado.



Impartir clases presenciales en la Universidad es una completa pérdida de tiempo

 



1. En una entrada en YouTube, usted explica por qué los universitarios, en general, ya no quieren asistir a clase presencial. Y se responde con un casi incontestable «porque no necesitan hacerlo». ¿Nos ayuda a comprender mejor su perspectiva?

 

No asisten a las clases presenciales porque no necesitan hacerlo, y de hecho no necesitan hacerlo por muchísimas razones. No es necesario asistir en persona a una clase cuando esa clase puede impartirse y recibirse telemáticamente. Pero es que además no es necesario acudir en persona a un lugar para recopilar apuntes que se pueden descargar de un repositorio de internet, como hace pocos años se podían recoger en una fotocopiadora. A mi juicio, impartir clases presenciales en la Universidad es una completa pérdida de tiempo en muchísimos aspectos, tanto para profesores como para alumnos. Bastaría impartir una lección magistral una vez por semana, y responder a las cuestiones y dudas que plantearan los alumnos, bien por correo electrónico, bien en vídeo, según la necesidad y exigencia de las cuestiones que se tratan. Naturalmente, hablo de las materias que yo imparto, Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Quede claro que no tengo ninguna razón para disponer cómo el resto de mis colegas de otras disciplinas, Escuelas o Facultades, han de hacer su trabajo o impartir sus clases. Hablo de mis materias, no del trabajo ajeno, sobre el cual ni tengo, ni deseo tener, ninguna implicación. Sea como fuere, comprendo perfectamente que el alumnado no asista a las clases presencialmente, porque tiempos y espacios pueden ser un enorme obstáculo. Los horarios no siempre coinciden bien para poder asistir a clase, y las distancias son en ocasiones enormes, con problemas de tráfico y circulación. Construir universidades a 20 kilómetros de centros urbanos es un disparate. A mi juicio, las clases presenciales deben reducirse al mínimo imprescindible. Se me dirá que tal vez algo así desnaturaliza la relación entre el profesor y el alumno. Se puede decir lo que se quiera. Me da igual, me es indiferente. Yo digo lo que yo pienso. La relación entre el profesor y el alumno debe ser estricta y exclusivamente profesional, académica y distante. Fuera del aula y fuera del horario laboral esa relación no tiene sentido. No hay que mezclar el trabajo con nada ajeno al propio trabajo. Esto es lo que yo pienso. Cada cual que haga lo que quiera.

 

 

2. Como analista de la educación, y en particular de la educación superior, ¿Cuál diría que es el estado de la cuestión de la educación universitaria en España a día de hoy?

 

El estado de la cuestión, es decir, el estado en el que se encuentra la educación se puede interpretar de tantas formas como personas hay. De hecho, cada persona lo interpreta como quiere, como le da la gana y como más le gusta o le disgusta. Dado que cada uno dice lo que quiere y todos lo que les apetece, la cosas se hacen como disponen los políticos. La gente habla, comenta, interpreta, publica libros y artículos, hace debates, pero en realidad a nadie le importa de verdad la educación científica. Yo observo que hoy, ante la educación científica, y el estado de la cuestión ―por atenerme literalmente a la pregunta―, se dan tres formas de comportamiento. En primer lugar, están los que, a juicio de los unos, destruyen la educación, saturándola de contenidos ideológicos, pedagógicos, políticamente correctos, etc. En segundo lugar, están los que, a juicio de los otros, defienden una educación clásica, tradicional, más conservadora, basada en tendencias del pasado, la memoria, el aprendizaje de conocimientos, etc. Unos y otros, a mi modo de ver, invierten mucho tiempo, tanto publicando libros y artículos como organizando muchos debates. Hacen negocio y publicidad con una u otra cuestión. Sin embargo, a mi modo de entender, hay una tercera vía, que es la que yo practico, y que consiste en impartir ―al menos ésa es mi intención, otra cosa es que lo consiga― clases de calidad, con contenido académico y utilidad práctica. Yo no pierdo mi tiempo en debates. No debato con nadie, porque no tengo nada que debatir. Cada cual puede tener la idea que quiera, porque a mí todas me resultan igual de indiferentes. Yo hago mi trabajo, y lo que piensen los demás no es asunto mío. Lo único que me importa es impartir clases que considero tienen calidad en relación con la Teoría de la Literatura y la Literatura Comparada, que es mi razón profesional de ser y de ejercer la docencia y la investigación. Las personas que cada día me hablan de lo mal que está la educación me resultan tan sospechosas como las que me hablan de lo bien que está la educación. No me interesan sus conversaciones. No necesito que me expliquen cómo es la realidad de la que formo parte. Me interesa la libertad y la calidad de la educación científica. No leo libros de filósofos que me dicen cómo tengo que impartir clase. No me interesa. Prefiero leer a Cervantes, a Quevedo o a Homero, por ejemplo. Me preocupa el contenido y la calidad de mis clases. Los debates se los dejo a los demás.

 

 

3. Los más agoreros dicen que a la Universidad llegan mal preparados, que hay un problema no resuelto por las distintas reformas educativas…

 

El éxito de la educación, de toda educación, universitaria y de todo tipo, es un autodidactismo encubierto. Yo tuve profesores de Universidad pésimos, vagos, mal preparados y también malas personas. Nadie me regaló nada. Ni a mí ni a ―casi― nadie de mi generación. No me educaron con contemplaciones. Lo que se lleva ahora ―fingir preocupación por el prójimo― no se daba en la década de 1980. ¿Que los alumnos llegan mal preparados a la Universidad? ¿Y cuándo no fue así? Sí es cierto que en otros tiempos, hace 20 o 30 años, los alumnos que llegaban mal preparados a las aulas universitarias, y no estudiaban, suspendían, o abandonaban la carrera. Hoy se evita el fracaso universitario, y se les aprueba, aunque no sepan, para que no haya suspensos ni abandonos. De este modo, se evita hacer público el fracaso del sistema académico, social y democrático. Incluso a través de la denominada «evaluación curricular» se puede aprobar a un alumno con dos asignaturas suspensas para que se gradúe, y de esta manera no figure, ni compute, nunca como un fracaso universitario. Es un autoengaño. Un autoengaño colectivo, institucional y consentido. Los mismos profesores que en unos lugares y circunstancias se lamentan de lo mal que está la educación, en otros momentos y contextos votan a favor de graduar a un alumno con dos materias suspensas. Y tan felices. ¿De qué quiere que me sorprenda? Las reformas educativas resuelven el problema perfectamente: no hay fracaso académico. Todos aprueban. Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Qué los alumnos no saben leer ni escribir? ¿Y qué? ¿Cuántas personas hay que no saben leer ni escribir correctamente y gestionan la vida de millones de ciudadanos supuestamente inteligentes, trabajadores y honrados? ¿O acaso la democracia actual no está diseñada para dar opciones a todo el mundo, al margen de sus méritos, esfuerzos o merecimientos? La vida humana nunca ha sido justa. ¿Por qué gracia insólita y gratuita tendría que serlo en el siglo XXI? Otra cuestión es que estos criterios no gusten a algunas personas, pero de su éxito no se puede dudar, porque permiten que el fracaso resulte invisible a todos los efectos. Y los fracasos invisibles no computan. Pero que no se registren en un acta no significa que no existan. La democracia posmoderna está organizada para invisibilizar el fracaso, y conseguir que la gente se sienta feliz, aunque su vida personal y profesional sea una ruina irreversible, una miseria sin dinero ni trabajo o una incapacidad crónica y absoluta para superar las más básicas limitaciones. Se busca la felicidad, no la inteligencia. Se busca la apariencia, no la libertad. Se vive en el autoengaño, y no en el secreto de la educación: superar el desengaño para abrirse camino en la vida. Pero la ignorancia, como la pobreza, no se puede disimular. La inteligencia no se puede fingir. Las consecuencias de la ignorancia entre los jóvenes son, hoy, la principal causa de enfermedades mentales. Una pandemia que en el siglo XXI se multiplica exponencialmente. La solución no está en la psiquiatría, sino en la prevención que sólo se puede llevar a cabo desde una educación basada en el desengaño ante las exigencias de la vida. La locura es el resultado de una vida personal que no sabe hacerse compatible con la realidad.

 

 

4. En 2023 conocimos los resultados del I Estudio Nacional sobre el Estado de Ánimo de los Docentes, y el principal de ellos es que uno de cada tres presentaba depresión o síntomas de ella. ¿Cómo podemos proteger a los docentes, con carácter general, en cualquier etapa educativa?

 

Yo no puedo responder a esa pregunta, porque no soy psiquiatra ni psicólogo. Lo que sí sé es que muchas personas tienen que trabajar en condiciones muy adversas, en la docencia y fuera de la docencia. Hay trabajos que requieren un vigor físico y psicológico que, si no se posee, no pueden ejercerse. Sé que quien no trabaja, no madura. Sé que el trabajo es imprescindible para abrirse camino en la vida y que es una de las medidas más precisas del grado de madurez de una persona. Si alguien es vulnerable a determinados hechos que le impiden ejercer su trabajo, tiene esencialmente dos alternativas: superarlos o sucumbir. Trabajo es aquello que se hace sólo por dinero. La docencia es un trabajo mucho más duro de lo que la gente cree. Hay que enfrentarse a muchas situaciones, y todas ellas adversas. La gente idealiza la docencia hablando de muchas tonterías: la formación del alumno, la dignidad del trabajo, el cultivo del espíritu, el valor de las Humanidades, la importancia de la filosofía, y otras monsergas por el estilo, muy ajenas a la realidad de la docencia. Siempre recuerdo un hecho que viví directamente como estudiante universitario. Uno de nuestros profesores de entonces tenía la costumbre de formar un corrillo con alumnos a la puerta del aula una vez terminada la clase. El tema del corral era siempre el mismo, la arenga del docente idealista: «seréis un día profesores, educaréis las almas de los más jóvenes, la pureza espera vuestras palabras...». Y varias ridiculeces por el estilo. Un día, en el corro, estaba presente una alumna singular, que miraba a aquel infeliz parlante de forma disidente y casi amenazante. El profesor, con modales de clérigo, y aflautando la voz, le preguntó, focalizándola: «¿Y tú, por qué dudas? ¿No quieres ser profesora el día de mañana, y educar a jóvenes necesitados de sabiduría? ―No―, respondió ella. A lo que él, más infeliz que nunca, preguntó: ―¿Entonces, qué quieres ser?... ―Puta», concluyó ella. Aquel día el corro se disolvió antes de lo previsto. Desconozco si mi compañera cumplió su palabra.

 

 

5. ¿Y cómo podemos inculcarles a nuestros estudiantes que, si no se esfuerzan, los títulos, por más que los consigan porque una u otra ley sea más permisiva o flexible que otra, les servirán de poco cuando se enfrenten al mercado laboral?

 

No lo sé. Pero sé que ésa no es mi labor. Mi trabajo no consiste en inculcar lo que deben hacer o no con su vida, su esfuerzo o su voluntad. Eso es una cuestión personal, y responsabilidad de cada individuo, no mía. Mi trabajo consiste en impartir clases de calidad ―insisto en que otra cosa es que lo consiga― sobre Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, y desarrollar una labor investigadora que sirva a quienes me sucedan en el desarrollo del conocimiento. Las citas con la realidad son inexcusables. Y entre ellas, hay tres citas imposibles de eludir: la salud, el trabajo y el dinero. Dicho en una sola palabra: la necesidad. Éste es el más potente y crudo magisterio. Con la necesidad no sirven los idealismos, ni la pedagogía roussoniana, ni las filosofías de autoayuda, ni el narcisismo arácnido ―no hay tela sin araña― de las redes sociales. Cuando el trabajo es improductivo, el dinero falta y la salud falla, ¿qué queda del ser humano? Pues eso es lo que se va a encontrar la mayor parte de la gente a lo largo del siglo XXI: un fracaso personal y profesional al que le resultará imposible sobrevivir. El idealismo no resuelve los problemas reales, los intensifica, al ignorarlos. La educación no puede basarse en el idealismo, sino en todo lo contrario: en un enfrentamiento crudo con la realidad.

 

 

6. Jugando con el título de aquella canción de Golpes Bajos, ¿son estos malos tiempos para los clásicos, su especialista, para la Historia, para la filosofía…?

 

Yo nunca he conocido buenos tiempos para nada ni para nadie. He conocido tiempos en los que era posible hacer ciertas cosas y tiempos en los que no. Lo que sí sé es que desde que entré en la Universidad, primero como estudiante y luego como profesor, todos los cambios que he conocido han sido siempre a peor en todo. Todo cambio suponía la introducción de un nuevo obstáculo, superior a cualquiera de los anteriores. Llevo ya 30 años ejerciendo la docencia universitaria, en España y fuera de España. En el extranjero las cosas no son mejores. Cuando la gente dice, narcisistamente y de modo despechado, que se va de España a trabajar en el extranjero, pienso... «al plato vendrás, y entonces verás». No he visto que nada de cuanto se ha introducido, ni legislativamente ni de otro modo, haya servido para mejorar nada. Ni en España ni tampoco fuera de España. En Estados Unidos la libertad en la Universidad es una absoluta ficción. La Universidad es hoy, allí, en la anglosfera, en el país en el que la libertad es, ante todo, una estatua, como diría Pablo Neruda, un lugar peligrosísimo e inseguro. Las cosas han cambiado, pero no para mejor. Incluso las cosas cambian a mitad de juego: cambian las normas del juego en medio de la partida. Se nos dan unas instrucciones para desarrollar nuestro currículum académico, y cuando llevamos unos años formándonos conforme a estos criterios, surgen nuevas normas, que ningún profesor ha votado ni consensuado jamás, en nombre de las cuales normas los criterios antes vigentes cambian de forma radical. La democracia funciona así. Unos cambian las normas que afectan a todos, sin que la mayoría pueda hacer nada por evitarlo. Yo no voté el Plan de Bolonia. Ni yo ni nadie. Se nos impuso, y punto. A nadie se le preguntó si estaba de acuerdo o no. La Aneca cambia sus normas cuando quiere. A nadie se le pregunta si está de acuerdo o no. Se imponen y punto. La democracia es una mayoría de votantes que elige a una minoría de gobernantes que gestiona la democracia a su gusto. Emitido el voto, los votantes son simples peones sin libertad ni poder. Si te gusta, bien, y si no, también, porque no hay otra cosa. Ni la habrá. Por el momento... Por otro lado, habla Vd. de la filosofía. Mire: la filosofía es un mito. Está mitificada. La filosofía es, en realidad, una forma excéntrica de ejercer la sofística. Platón es tan tramposo como Gorgias y Sócrates tan gualdrapero como Protágoras. La filosofía es un nido donde sólo ponen sus huevos los que hablan de religión, de política o ideología y de autoayuda o autoengaño. En el mundo antiguo la filosofía era religión, como en la Edad Contemporánea la filosofía es política e ideología, y como en el siglo XXI la filosofía son frases de autoayuda. No hay más. En realidad, la filosofía es un modo de relacionar y organizar las ideas de que disponemos y con las que actuamos. Nada más. Nada menos. Hay muchas personas que no han estudiado nunca filosofía y organizan su vida y sus ideas mucho mejor que Platón, Nietzsche, Heidegger o Fukuyama. La filosofía es un cuento sin sentido del humor. Y en realidad es un cuento bastante siniestro. Los sueños de los filósofos provocan insomnio.

 

 

7. ¿Qué le dice usted a un alumno que le confiesa que, a mediados de carrera, incluso ya graduado, en realidad, aunque estaba entre las materias, aún no ha leído en serio el Quijote?

 

Yo no hablo con alumnos fuera de mi ámbito laboral. Y desde luego no escucho ninguna de sus confesiones, ni dentro ni fuera del aula. Los alumnos forman parte de mi trabajo, no de mi vida. Soy profesor, no confesor. No soy cura, ni psiquiatra, ni «hermano mayor» de nadie. En mi trabajo explico el Quijote, entre muchas otras obras literarias. Examino al alumnado conforme a la legalidad vigente y de acuerdo con la guía docente de la materia, y lo que ocurra fuera de mi horario y calendario laborales no es asunto mío y no debe ser asunto mío. Dedico mi vida personal y profesional a explicar literatura, he grabado más de mil doscientos vídeos sobre interpretación de autores y obras literarias, y he puesto gratuitamente a disposición de todo el mundo, en internet, contenidos críticos y académicos propios de un nivel universitario, de forma abierta, libre y gratuita, así como toda mi obra, la Crítica de la razón literaria. Soy responsable de lo que he escrito, y me deberán el favor ―que no cobraré― de haberlo regalado. Lo que la gente haga con ello es algo que no puede importarme. Cada año se gradúan cientos o miles de estudiantes en materia literaria y en Hispanismo que no hay leído nada, ni el Quijote ni nada. Y el hecho de que muchos de sus profesores lo hayan leído ―y estoy seguro de que muchos no lo han hecho― no nos asegura nada tampoco. La mayor parte de los lectores, intérpretes o parlanchines del Quijote leen esta obra como un libro de autoayuda, de afirmación del idealismo y muchas tonterías. No han comprendido nada, porque no leen la obra, sino que proyectan sobre un texto que no comprenden ansiedades personales o prejuicios inconscientes. No hacen interpretación literaria, sino proyección personal de emociones e ideales. Para ellos la literatura es una sesión emocional o terapéutica, y no un desafío a la inteligencia humana. Prefieren lo sensible a lo inteligible. Para eso vale más que lean a Harry Potter, a Mark Twain o a Edgar Allan Poe.

 

 

8. ¿Cree que, como entrevistador, le estoy dibujando un panorama que, en verdad, no es real, y que la educación y los educandos gozan de mejor salud de lo que creemos?

 

Gozan de una excelente salud para ser idealistas, para ser felices, para ser narcisistas, es decir, para ser ignorantes. No hace mucho circulaba por internet, precisamente por una red social que se jacta de estar destinada a profesionales de sectores especializados, un vídeo en el que se exponía lo siguiente. Una profesora dice a sus alumnos, niños todavía, que les va a mostrar lo que hay en una caja que tiene sobre la mesa. Dice la profesora que la caja contiene la foto del alumno al que ella considera su «alumno preferido». Cada alumno pasa individualmente por la mesa de la profesora para abrir la caja y ver la foto del favorito. En realidad, la foto es un espejo, de modo que cada alumno, al mirar la supuesta foto, sólo ve su propio rostro, su propia imagen, su cara. La profesora está feliz. Los alumnos están felices. Los espectadores del vídeo están felices. Pero acaso todos ignoran que se trata de un autoengaño. De un autoengaño muy peligroso. ¿Por qué? Porque un procedimiento de ese tipo puede inducir a un trastorno narcisista de personalidad. No hay por qué hacer creer a nadie que es preferido o favorito de nada. A clase se va a trabajar, a impartir conocimientos y a desengañar al ser humano para hacerle hábil ante los problemas de la vida y capaz ante las exigencias de la realidad. Inducir o perpetuar el engaño es la forma más potente de conducir a una persona al fracaso.

 

 

9. Usted ha escrito en su blog esto: «Huir de la inteligencia significa ante todo huir de la imaginación, pues la imaginación más seductora es siempre la imaginación más racionalista». El último informe PISA medio suspendía a los jóvenes españoles en comprensión lectora ¿Cree que le entenderían a la primera eso que dijo?

 

Ni lo sé ni me importa, francamente, y perdone la sinceridad de mi respuesta. Yo no hablo ni escribo para los jóvenes, ni para los viejos, ni para nadie en particular. Escribo y hablo para expresar un sistema de ideas. Lo que digo o escribo no es resultado de una espontaneidad o de una ocurrencia, sino que se trata de afirmaciones que forman parte de textos más amplios, de los que se extraen como una cita, y que pueden leerse como aforismos o paremias. Ni yo ni nadie puede pretender que se entienda lo que se dice o se escribe. Cada texto selecciona a sus propios lectores e intérpretes. Por otro lado, hoy, con las redes sociales, la confusión y la destrucción de la comunicación está asegurada. Hay personas que viven en las redes sociales, y que comentan todo lo que leen, sin entender nada de lo que leen. Mi obra, que se ha difundido mucho a través de redes sociales, ha sido objeto de muchos comentarios, vídeos, réplicas, etc. La mayor parte de estos comentarios proceden de personas que no tienen conocimientos de nada, pero que, bajo la ilusión de usar internet, creen que saben algo. Le pongo un ejemplo. Yo siempre he dicho que la literatura no es una ciencia. Es la tesis número 4 de la Crítica de la razón literaria: «la literatura no es una ciencia». Bien, pues son incontables las personas que, comentado tonterías en internet, me objetan ―jugando a ser sabios― que yo haya dicho que «la literatura es una ciencia». Es decir: entienden todo al revés. Otro lo lee, y sigue el hilo. Y así sucesivamente. Las redes sociales son el magisterio de la ignorancia, la metátesis de necedades infinitas. Y a la vez son también medios de difusión de conocimientos y saberes de primera categoría, para quien sabe interpretarlos. La realidad es dialéctica y conflictiva. Saber sobrevivir a esos contrastes es fundamental. Y la educación debe ser el principal instrumento para conseguirlo, y no el medio más insistente para provocar en niños y jóvenes todo tipo de patologías trastornos de personalidad.

 

 

10. Permítame otro juego de palabras, en este caso, tirando del refranero ¿Con la literatura la letra entra? ¿O es la literatura esa asignatura por la que no le van a pedir cuentas al alumno en la empresa donde inicie su andadura como trabajador?

 

Vida y trabajo son dos cuestiones diferentes. El mundo anglosajón ha subordinado la primera a la segunda, es decir, ha hipotecado la vida en nombre del trabajo, y lo ha hecho como sabe hacerlo siempre la anglosfera: cruelmente. Hoy todo está reducido a trabajo, rendimiento y productividad. No hay margen para nada más. Han desaparecido todo tipo de calidades no rentables. Hay simulacro de pan, el congelado, pero no pan de verdad. Se impondrá la carne artificial, y muy pocos consumirán carne verdadera. No tardará en volver a comercializarse la leche en polvo (algo que ya se hizo en épocas de escasez), y se demonizará el consumo de la leche de verdad. La propaganda hace el resto, y la gente lo aceptará porque el «sistema» sabe cómo hacerlo. La literatura es uno de estos productos de calidad que se ha sustituido por otros sucedáneos más potentes emocionalmente: el cine puede ser más emocionante que la literatura, al igual que el periodismo sensacionalista es más emocionante y rentable que la información crítica y veraz. Hoy todo periodismo es sensacionalista, pues no serlo supone desaparecer de internet. Vamos hacia un mundo sin productos de calidad: ni leche, ni pan, ni carne, ni literatura. Ni información. La gente pasará su vida trabajando. ¿Para qué quiere la literatura alguien que no sabe vivir? Ya he dicho que trabajo es aquello que sólo se hace por dinero. El trabajo consiste en vender tu libertad a cambio de dinero. La esclavitud consiste en vender toda tu vida a cambio de sobrevivir día tras día, es decir, a cambio de nada, porque vivir sin libertad no es vivir. El esclavo reemplaza el dinero por la supervivencia. ¿Para qué quiere dinero alguien que no tiene libertad? El siglo XXI es el siglo de los esclavos. Los ricos no tienen ideología, tienen dinero. La ideología es la emoción de los pobres.

 

 

11. Que si programación, informática, big data, blockchain… Nos dicen que eso es lo que reclama el mercado laboral, y los jóvenes están alerta, claro ¿Usted cómo lo ve?

 

Lo veo como lo que es: la esclavización posmoderna del ser humano. Es un mundo inhabitable fuera del mercado laboral. Y, dentro de él, absolutamente inhumano. En consecuencia, quienes vivimos en el siglo XXI nos movemos entre lo inhumano y lo inhabitable. Es mejor que la gente no lo sepa. Para eso está la educación, para sumir a la gente en la inconsciencia colectiva, el consumo masivo y el autoengaño feliz.

 

 

12. ¿Le teme como educador a la Inteligencia Artificial?

 

Es muy útil. Yo la uso para responder al 99% de los correos electrónicos que abro (que son menos del uno por ciento de los que recibo). Por otro lado, debo ser sincero, pese a resultar árido en la forma de expresarme: yo no soy educador, soy solamente profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. No educo: explico literatura. No es lo mismo.

 

 

13. Le preguntaría mucho más, pero prefiero darle la opción, retórica, para que lance un mensaje, primero, a ese estudiante de natural insatisfecho, y segundo, a ese director de un centro educativo agobiado porque a final de curso constata que sus alumnos no obtienen los resultados esperados, y, por defecto, le echa la culpa de ello a la última reforma, ¿o ambos, estudiantes insatisfechos y directores agobiados, son también corresponsables de la situación?

 

Las personas inteligentes no necesitan consejos. Les basta la lectura de los autores clásicos de la tradición cultural hispanogrecolatina y ―sobre todo― vivir cada día la realidad del mundo: enfrentándose a ella laboralmente, es decir, trabajando.

 

Jesús G. Maestro
17 de enero de 2024.


¿Qué es la literatura? Idea y concepto de literatura según la Crítica de la razón literaria

 

Libro digital

Crítica de la razón literaria

Vol. 3 · Parte III · Tomo 2.



 


En este libro el lector encontrará una teoría sobre el origen de la literatura. Se expone así una genealogía literaria que trata de responder a cómo y por qué nació la literatura. La Crítica de la razón literaria es la única Teoría de la Literatura que expone una explicación sobre el origen de la literatura. Ninguna otra obra lo ha hecho con anterioridad. Se ha hablado con frecuencia del origen de la escritura, de la filosofía, del Derecho, de la medicina y hasta ―nietzscheanamente― de la moral y de la tragedia, pero nunca se ha expuesto ni una sola teoría sobre el origen de la literatura. 

La tesis que aquí se sostiene es que la literatura nace del mito, la magia, la religión y las técnicas más básicas de oralidad y escritura humanas, y que comparte en su génesis muchas formas y contenidos con otras formas del saber. Sin embargo, la literatura no tardará en divorciarse estas formas de organización del conocimiento ―y de la ignorancia―, principalmente de la religión y de la filosofía, provocando ante ellas fuertes reacciones de dialéctica hostil y de animadversión histórica. 

Platón no es soluble en Homero. La literatura nace, y no por casualidad, en una geografía no intervenida por Yahvéh. Hay un componente clave en el divorcio entre literatura y religión: la ficción. Ninguna religión está dispuesta a que sus divinidades se conviertan en ficciones. Todo creyente cree en la realidad de su dios. Y como la religión, la filosofía quiere creer en sus propias divinidades, desde el ápeiron y el nous hasta el espíritu absoluto, pasando por el demiurgo, el motor perpetuo, la sustancia pura, las mónadas, el inconsciente, el Dasein, el superhombre o el Ego trascendental, perífrasis patibularias en muchos casos de una suerte de «Gran Hermano» orwelliano. 

La Historia de la filosofía, como la Historia de la religión, es un desfile ―con frecuencia inquietante y siniestro― de fantasmas, tiranos y criaturas esperpénticas diseñadas por la mente de los filósofos, revestidos ―además― de engreídos humanistas y salvadores ―incautos como adolescentes― del género humano. La filosofía… que siempre desemboca o en los pantanos totalitarios de la religión o en los mares turbulentos de la política. 

Frente a estos imperativos y proscripciones, siempre limitadoras de las libertades de la literatura, se han rebelado numerosos autores. Y lo han hecho desde una literatura primitiva o dogmática, de la que han tratado de libertarse, a través de una literatura crítica o indicativa, en la línea del Quijote cervantino. Cuando no ha sido posible, el racionalismo humano se ha manifestado a través de una literatura sofisticada o reconstructivista, que trata de razonar de una forma sólo irracional en apariencia, pues en el arte y en la literatura todo irracionalismo es un irracionalismo de diseño racional. Y frente a él, siempre alerta y acechante, latebrosamente, una literatura programática o imperativa, como la diseñada por Platón en su patibularia y siniestra ―y por ello mismo seductora― República.

La literatura es el discurso de la libertad, y su genealogía así lo demuestra históricamente. La literatura es una lucha constante contra el idealismo. Algo de lo que los idealistas no se han percatado jamás. El Quijote de Cervantes es, en este punto, la más explícita demostración. Es una obra cuyo éxito se ha logrado precisamente porque ha seducido a sus víctimas, de las que se burla constantemente y desautoriza siempre: los idealistas. Pero ellos no lo saben. Y es mejor que así sea. Si descubrieran el hechizo, quemarían la obra de Cervantes. No importa que se lo digamos: no lo creen. No hay fuerza más poderosa que la ignorancia de un idealista.

Para triunfar en la vida es necesario seducir a los idealistas. Nadie prospera ni tiene éxito tratando de desengañar al prójimo. La gente quiere que la engañen, no que la eduquen. La gente presta atención a los políticos, no a los profesores. Y eso que casi siempre los unos son los portavoces vocingleros de los otros.

En la genealogía de la literatura está escrita la Historia de la libertad humana. Una Historia del desengaño diseñada contra los idealistas, cuyas son la creencia en la mentira y la sumisión a un poder trascendente. La literatura siempre pondrá genealógicamente su dedo en la llaga de tu irracionalismo. Tu supervivencia depende de que lo sigas ignorando.