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Historia de la filosofía

 



La filosofía es siempre una respuesta a lo que la ciencia deja sin explicar. No por casualidad la filosofía está perpetuamente en el margen de las ciencias, en sus afueras y arrabales. Merodeando. No puede ir más allá. Su objetivo son los restos del conocimiento científico. Los rebojos del saber operatorio. Podemos disfrazar estos rebojos con el vuelo de la lechuza, pero aunque la filosofía se vista de seda, filosofía se queda. ¿Lechuza o buitre? Preservemos la imagen de la lechuza para la filosofía; el buitre es más bien icono de sofistas.

Los caminos de la filosofía son los ámbitos que las ciencias ignoran, desprecian o silencian. A veces, incluso, fueron caminos silenciados por los imperativos e inquisiciones de la propia filosofía, vestida ya no de seda, sino de teología, religión o fundamentalismo filosófico.

No todas las filosofías son iguales ―esto es algo que no debe olvidarse jamás―, pero allí donde la ciencia habla, la filosofía calla. Incluso a veces ocurre algo peor: cuando la ciencia habla, la filosofía se convierte en sofística. De hecho, la sofística es la filosofía que no se calla ante la ciencia.

En todas las épocas, la filosofía ha sido una explicación a preguntas que la ciencia ignora. El máximo esplendor de la filosofía corresponde a aquellos períodos de mayor decrepitud o limitación operatoria de las ciencias. A medida que cada ciencia amplía su campo de operaciones, cada filosofía ve mermada su propia capacidad de maniobra. Por este camino, la filosofía puede convertirse incluso en un pasatiempo de ignorantes. Y en efecto la posmodernidad ha hecho de la filosofía precisamente esto: un pasatiempo de ignorantes cuyo hábitat es internet.

Ésta es la mayor denigración que puede hacerse de la filosofía, porque equivale, en primer lugar, a declarar su inferioridad ante las ciencias, y, en segundo lugar, a afirmar su inutilidad ante esas mismas ciencias. Y ante las exigencias de la vida real. La filosofía ha sido siempre el terreno en el que se mueven quienes no saben manejar con resultados positivos las operaciones científicas. En su lugar, se limitan ―en el mejor de los casos― al hablar, al escribir, al dar consejos, a la paremia de la obviedad solemne, a la presunta literatura sapiencial, al saber, al especular, al organizar contenidos preexistentes, a conversar sobre lo que todo el mundo sabe, a los libros de autoayuda y de autoengaño, a dialogar monológicamente, como Platón, arrogándose siempre una suerte de superioridad moral. En el peor de los casos, algunos filósofos se limitan a comerciar con la sofística, el engaño, la seducción, el simulacro, la mohatra de las ideas. Porque en el fondo, toda filosofía es una forma excéntrica de ejercer la sofística.

En aquellas épocas en las que las ciencias y su operatividad parecen resolverlo todo, y dar respuestas a todo, la filosofía acciona sus celos, sus sospechas, sus condenas, sus complejos, sus censuras. Emergen los hermeneutas. Los ventrílocuos del lenguaje. Filosofía y religión son parientes cercanas, comparten infancia ―siniestra― y genealogía ―traicionera―, y con frecuencia se comportan, bien como enemigas íntimas, bien como aliadas contra terceros objetivos comunes, entre los que con frecuencia se encuentran la ciencia y la literatura. Cuando procede, la filosofía es la secularización de la religión. Cuando no, la religión preserva a la filosofía ―por lo que pueda suceder― o pacta puntualmente con ella «amistad y lo que surja».

La filosofía muestra sus furias cuando alguien trata de usar la razón sin consultarla. A los filósofos se debe esa engreída frase ―atribuida a Aristóteles (¿a quién si no?; Cervantes sólo la usa en contextos burlescos: Quijote II, 51)― que declara con jactancia ser amigo de la verdad y de Platón, y disponer de potestad para elegir libremente entre una y otro (amicus Plato sed magis amica veritas), como si la verdad necesitara de la amistad de nadie, y menos de la de los filósofos. Así, todo filósofo genuino disputa siempre en nombre de la verdad, como si los demás no tuvieran derecho a hacer lo mismo, y no menores razones, en nombre de sus propias actividades profesionales y oficios particulares. Y pelea el filósofo por el monopolio de la razón filosófica contra cualesquiera otras razones humanas.

Platón disputó la razón filosófica, negándosela a la literatura, como si no fuera posible una crítica de la razón literaria, es decir, una crítica del racionalismo literario. Platón se esforzó por presentar siempre a la filosofía como una aliada de las ciencias. Como si las ciencias, al igual que los tiranos de Siracusa, necesitaran a Platón, y a su filosofía, para algo.

Los escolásticos, en una Edad Media que había convertido a la teología en la reina de las ciencias, hicieron de la filosofía una religión. Nótese que muchos filósofos ―no todos―, al menos hasta el siglo XVIII, fueron también científicos. Después, o fueron esencialmente científicos, o fueron solamente filósofos: filósofos idealistas (valga la redundancia). Toda filosofía, por el hecho de serlo, tiende al idealismo.

Un filósofo, cuando habla, nos dice más sobre aquello que ignora que sobre aquello que sabe. Salvo que actúe como un sofista. ¿Qué nos ha enseñado Espinosa sobre Dios? ¿Quién ha visto la cara del inconsciente de Freud, su cuerpo o sus órganos? ¿Qué nos ha aclarado el Dasein de Heidegger? ¿Quién se ha encontrado alguna vez una mónada de Leibniz? ¿Qué nos explicó Platón sobre la geometría o sobre la locura que no nos demostrara mejor, respectivamente, Tales de Mileto o Hipócrates de Cos? Todo filósofo piensa con la mente de un adolescente.

Newton es un hombre que se hace preguntas filosóficas a las que da respuestas científicas. Con él, las ciencias se divorcian definitivamente de la filosofía. En adelante, la filosofía será sólo una hermenéutica de la realidad, cuando no, algo mucho peor: una sofística al servicio de la democracia. O contra ella.

¿Qué ciencia construyó Platón? ¿Qué ciencia hicieron Kant, Hegel, Fichte, Herder o Nietzsche y sus discípulos? ¿Qué ciencia cultivó Heidegger, filósofo del nazismo ―primero― y de la posmodernidad ―después―? ¿Y Gadamer? ¿Y Habermas? Y sus discípulos... ¿Dónde está la obra científica de todos ellos? ¿Dónde está la obra científica del idealismo alemán? Mejor no nos hagamos estas preguntas..., porque no todos los caminos de la Historia conducen a Roma. Algunos llevan a Auschwitz. Porque, desde finales del siglo XVIII, la ciencia prescinde de la filosofía como quien se libera de un lastre insoportable. La impedimenta histórica de las ciencias no fue solamente la teología, sino también, y con creces, la filosofía.

La filosofía ha cortejado todas las formas de poder: ciencia, religión y política. Hoy día sólo la política, bajo el formato de ciertas ideologías, le muestra algún puntual aprecio. Por parasitismo mutuamente conveniente. La religión se siente traicionada, desde el siglo XVIII ―definitivamente―, por una filosofía que desde esa centuria pactó con las ciencias su propia supervivencia, pero no la de sus creyentes, que dejó a merced de El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Con frecuencia no siempre se cita el título completo de esta obra de Darwin (1859), acaso por evitarse con la palabra tabú del alemán actual: raza. Desde entonces, la filosofía se hizo muy «insolidaria» con la religión, legitimó determinadas luchas por la supervivencia y cortejó con cinismo el apoyo de ciencias emergentes. Pero las ciencias, además de no necesitar a la filosofía, no olvidan ni perdonan los cuernos que históricamente ésta les puso ―al aliarse con la religión, y los fundamentalismos teológicos― durante las edades Media y Moderna.

Con el avance de la Edad Contemporánea, la filosofía, tras fracasar en todos sus intentos y pretensiones de disputarle a las ciencias, desplegadas con una fuerza constructiva sin precedentes, el monopolio de la razón, reacciona con violencia, se rearma dialécticamente, y se viste de moral. ¿Y qué hace? Lo de siempre: condena, denigra y deslegitima aquello que se opone a su propia supremacía. Y maldice la ciencia, la impugna y la desautoriza. Surgen así los Nietzsche, los Freud, los Heidegger: los hermeneutas de la sospecha. Los resentidos del éxito ajeno. Porque si la razón no es mía, mejor que se muera. Si la verdad no es mi amiga, que no lo sea de nadie. Si la filosofía no es la reina de la noche, aquí no amanece ni Dios. Y el culto a la ciencia se pagará con la muerte de todo Dios. Hágase el nihilismo. La razón ha muerto ―es el imperativo que exige el filósofo―, si es que alguien formula una razón más seductora o más convincente que la suya propia.

No sorprende en absoluto que desde el siglo XVIII la filosofía se haya recluido, hasta la nadería y lo trivial, en el terreno del idealismo, alemán ―primero― y posmoderno ―después―. Si disponemos de una ciencia sobre de determinada materia, ¿para qué una filosofía? Para engañarse a uno mismo. Y a los demás. Porque ante el desarrollo de las ciencias, la filosofía no tiene nada que hacer, más que contarse a sí misma como una Historia de sí misma. Como las historias de un abuelo Cebolleta, que habla de un pasado irrelevante. Cuando la filosofía se convierte en hermenéutica, es porque se ha disuelto en retórica, sofística o ideología de sí misma, en libro de autoayuda o en lecciones de ética para geopolíticos (la nueva telenovela), en publicidad y propaganda de temas de moda, en periodismo, en cultura, en una actualidad que es caricatura de la realidad, es decir ―con permiso de Góngora― «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». La ciencia, y curiosamente también la literatura, son las únicas actividades humanas capaces de hacer enmudecer a la filosofía, o de delatar su sofistería. Sofistería histórica y también posmoderna. Hoy la filosofía se encuentra sin aliados: con la religión ya no puede contar, la ciencia le da la espalda, y la política no la necesita, porque prefiere el periodismo y las redes sociales. La vida del siglo XXI ha convertido a la sofística y a la filosofía en términos sinónimos.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022 (VI, 15.19).


El mito de la filosofía platónica ante las exigencias de la literatura

 

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria



Habitualmente se considera a Platón como fundador de la filosofía académica. Naturalmente esta consideración es razonable, pero también cuestionable desde determinados criterios. 

Acaso Platón sea el fundador de la filosofía institucionalizada académicamente, más que de la filosofía académica propiamente dicha. Vamos a explicar esta cuestión. 

No es Platón, a mi juicio, sino Aristóteles, quien lleva a cabo realmente esa fundación ―la fundación de la filosofía, como disciplina académica―, al liberar a la filosofía de una hipoteca metafísica, que la hace incompatible con la realidad. 

Platón, en cierta medida ―y sólo en cierta medida, dado que introduce cambios fundamentales, como el principio de symploké y la ontología dialéctica―, es el canto del cisne de la metafísica presocrática. 

Platón es un idealista filosófico, un utopista político y geómetra lúdico. Su idea de ciencia es totalmente formalista, sus planteamientos sobre política resultan absolutamente inviables, por imaginarios y fantasiosos, y sus conocimientos de literatura son abiertamente ridículos y por completo paupérrimos, además de amenazantes y patibularios. 

Hoy no se puede hablar de literatura en términos platónicos ―es decir, no se puede citar a Platón, como una autoridad sobre poética literaria―, porque este filósofo idealista desconoció toda la literatura que, durante 25 siglos de Historia y comparatismo, constituye y conforma la ontología literaria que hoy tenemos delante y a la que podemos y debemos enfrentarnos. Y que, desde luego, no es posible ni legítimo ignorar. 

No hay en Platón nada actual sobre interpretación literaria. Citar a Platón como autoridad o referente de la literatura es una cursilería que sólo se pueden permitir novatos, diletantes o inexpertos. Veamos por qué.

La locura, como la literatura, siempre es racionalmente muy ambigua. Lo que de veras sorprende es que hoy, en el siglo XXI, siga hablándose comúnmente ―incluso académicamente también― de locura en términos parejos a los del mundo antiguo y arcaizante. Y es aquí, en relación con la locura y la literatura, donde tenemos nuestra primera cita clave con Platón.

Había en la genuina Grecia dos corrientes metodológicas explicativas de la locura. Una de ellas, de raíces científicas y materialistas, procedió de Hipócrates (c. 460-377 a.n.E.), quien, desde la Isla de Cos, interpretó la locura al margen de las teorías demonológicas y numinosas, indudablemente metafísicas, que sus contemporáneos habían heredado e impuesto. 

Como sabemos, con Hipócrates surge en los siglos V y IV la primera escuela de medicina. Esta concepción hipocrática de la locura apunta genealógicamente a los pitagóricos, quienes, como el propio Hipócrates, consideraban que los trastornos mentales ―que hoy llamaríamos psicopatologías― tenían una causa física y exigían una explicación material. 

Se desestimaban de este modo las causas demonológicas y las explicaciones metafísicas de cualesquiera problemas psíquicos relativos a declaraciones, acciones o pensamientos supuestamente anómalos o anormales. Desde tales criterios hipocráticos, la locura se concebía como una enfermedad física que tenía causas y consecuencias naturales.

Sin embargo, esta concepción de la idea de locura resulta eclipsada y destruida por Platón y su filosofía metafísica, idealista y utópica, desde la cual se restaura de nuevo la tesis demonológica y espiritualista como causa de la locura. 

Desde finales del siglo V a.n.E., las ideas metafísicas (platónicas) sobre la locura se imponen a las tesis naturalistas o fisiológicas (hipocráticas) con un éxito sorprendente, el cual llega hasta nosotros, apadrinado por el cristianismo medieval, el protestantismo reformista, la ilustración europeísta ―pese a todos sus mitos hiperracionales y logocéntricos―, el idealismo alemán y la contemporánea posmodernidad anglosajona. 

¿No es curioso que la filosofía (idealista) de Platón haya destruido la medicina (materialista) de Hipócrates? ¿No resulta sorprendente que la filosofía, que se jacta de fundamentarse sobre saberes científicos, los rechace y desestime irracionalmente, nada menos que para la posteridad, y discurra por los caminos propios de una metafísica para explicar la realidad material humana? 

Platón​ (c. 427-347 a.n.E.) era aproximadamente unos 30 años más joven que Hipócrates, y su filosofía resultó más hechizante ―por idealista y utópica― que la medicina hipocrática, sin duda más naturalista, fisicalista y materialista. Y por ello mismo mucho menos atractiva. 

En la Historia del pensamiento de Occidente, como del mismo modo ocurrió en Oriente, y acaso allí con mucha mayor intensidad, el espíritu siempre ha gozado de buena fama, sin cardar una lana, frente a una materia que, sin duda y por supuesto, resultó demonizada desde siempre de forma irrevocable y sin apelación posible.

La obra platónica, saturada de misticismo, y salvaguardada por los intereses políticos y religiosos del cristianismo de todos los tiempos ―tanto del católico como incluso, con más fuerza aún, del reformado―, destruyó para la posteridad el crédito de las ideas hipocráticas sobre la explicación naturalista y materialista de la locura. 

Platón no sólo resultó ser en este punto un precursor del inconsciente freudiano, al anteponer el impulso místico como fundamento y motor de la locura, y prototipo del comportamiento psicopatológico, sino que fue responsable de legitimar la locura, ante los idealistas y románticos de la Edad Contemporánea, como una forma superior de racionalismo, al entender estos últimos, de forma revertida, que la «verdad» de lo humano se objetivaba en un inconsciente reprimido por la razón, o en un misticismo cuya fuerza se revelaba ―por fin, en libertad― en los estados oníricos, psicopatológicos o simplemente anómicos. 

De este modo, toda forma de heterodoxia queda definitivamente justificada, tanto en términos políticos como religiosos, bajo el amparo posmoderno de una idea de libertad completamente gratuita y presuntamente irracional. 

Enfrentarse a la razón será ―de nuevo― una forma de exhibir esta idea gratuita y falsa de libertad. Pero una cosa es exhibir un postureo libertario y posmoderno, y otra muy diferente es ejercer de veras la libertad. La saga de los sofistas y de los irracionalistas de diseño es recurrente: Montaigne, Rousseau, Nietzsche, Freud, Heidegger, Derrida, Foucault... E imitadores. Marx figura en otras listas, pero no en ésta. Carlos Marx no es soluble en ninguna posmodernidad. Su idealismo postula otros paraísos.

Sorprende impresionantemente que a nadie le haya sorprendido ―valga el extrañamiento― que Platón, el «fundador de la filosofía» para muchos autorizados filósofos, el transformador de la realidad a través de la política en su idealista República filosófica, en su modelo utópico e irreal de Estado, hubiera tomado como ciencia de referencia la geometría y no la medicina. ¿Por qué? ¿Por qué Platón toma como ciencia de referencia para entrar en la Academia la geometría y no la medicina? ¿Por qué puede entrar en la Academia quien ignore el materialismo médico pero no quien desconozca el idealismo geométrico? ¿Qué concepto tiene Platón de las ciencias? Pues un concepto completamente lúdico, idealista y logopédico. Platón juega con la geometría como si ésta fuera un logogrifo. ¿Qué puentes construyó Platón? ¿Qué campos aró, sembró o diseñó Platón como ingeniero o agrimensor gracias a sus conocimientos de geometría? 

Usar la geometría para para proponer ejercicios mentales, no operatorios, y jueguecitos filosóficos y filosocráticos ―lo que equivale a decir también pseudofilosóficos y pseudosofísticos (porque toda filosofía no es sino una forma excéntrica de ejercer la sofística)― es una muestra más de cinismo y de ludismo que de originalidad filosófica y de desarrollo científico. 

Desengáñese el admirador de los diálogos platónicos: Platón es artífice de una filosofía completamente incompatible con la realidad. Pero, precisamente por ello, de un poder seductor insólito y permanente. Platón es el primer seductor de idealistas. Y lo es aún hoy.

He insistido en diferentes lugares en que difícilmente se puede considerar a Platón como fundador de la filosofía. Platón es un sofista más, si bien excéntrico, como su maestro, Sócrates. 

Si la filosofía tiene realmente un comienzo, éste está en la obra de Aristóteles. Platón es el canto del cisne de un pensamiento realmente presocrático: su visión idealista y utópica, mística y metafísica, aunque le lleva a superar el monismo y el relativismo de todos sus predecesores, impulsado por un afán de originalidad que sólo en cierto modo fue capaz de satisfacer, no nos sitúa en la realidad de este mundo, sino en el idealismo absoluto de las ideas puras. 

Su filosofía, como la de su mítico maestro y socrático ventrílocuo, sin duda y sin reservas, no era de este mundo. Y esta huida hacia el idealismo, esta fuga hacia la metafísica idealista y utópica, tanto en política como en ciencia, es lo que hace fascinante su filosofía, aún hoy, para todos aquellos que ―adolescentemente― se ilusionan con la idea de ser disidentes, ante una realidad que les disgusta, y superiores, ante un entorno que ―como a Sócrates gualdrapero― no les comprende en su «genialidad».

Desde un idealismo filosófico incompatible con el racionalismo materialista, Platón explicó a su manera lo que formó parte de su tiempo y de su espacio, de su historia y su geografía, muy reducidas frente a las nuestras, con todas las limitaciones que esto entraña, y que la tradición posterior a Platón nos sirvió en bandeja —cristiana primero, y secularizada después—, como una preceptiva que estaba prohibido tocar y cuestionar, de la Edad Media romana y apostólica al Romanticismo teísta y protestante, y de éste a nuestra contemporánea y no menos espiritualista posmodernidad. 

El propio Aristóteles fue extremadamente cuidadoso en este punto con su maestro. Aristóteles fue un discípulo que supo nadar y guardar la ropa. Si todo discípulo es un intérprete sin originalidad ―que más que interpretar al maestro simplemente lo sigue, lo cita o lo recita―, Aristóteles supo ser un discípulo original, valga la abismal paradoja. Porque un discípulo original, a partir de cierto punto, deja de ser un discípulo, y se convierte en otra cosa. Es decir, deja de ser ―también― un condiscípulo.

Platón impregnó de misticismo todas sus interpretaciones de la realidad, e hipotecó definitivamente de este modo no sólo su propia filosofía, sino toda forma posible de interpretarla. 

Piénsese que para Platón hay dos tipos de locura: una, que resulta de la enfermedad física, de la que no se ocupa en absoluto; y otra, cuya causa es metafísica, y actúa por inspiración divina o posesión demoníaca, al dotar a su poseso de potencias ―que no facultades― proféticas, poéticas o irracionales. 

Es potencia, y no facultad, porque, para Platón, nadie enloquece cuando quiere, sino cuando puede, por mediación o intervención divinas o demonológicas. Aquí residiría la esencia, o la genialidad, de la creación poética: el poetizarAsí es como el misticismo filosófico de Platón eclipsa y disuelve el criterio naturalista de Hipócrates. 

En cierto modo, podríamos decir que las ideas platónicas sobre la locura perduran hasta hoy en la mente de ciertos pensadores, idealistas y adolescentes. 

Para Platón, la experiencia mística ―que no la experiencia fisiológica― explica el motor del comportamiento humano. Son los dioses quienes trastornan al ser humano, y no los hechos materiales de la vida real. 

¿Son éstas interpretaciones que pueda asumir un filósofo materialista? Porque ésta y no otra es la teoría de Platón sobre la poesía y los poetas, sobre el origen de la literatura y la causa misma del hecho literario: una locura metafísica, que hace del poeta una criatura «alada», «divina», «loca», «enajenada», «demente»... 

La poesía ―como prototipo de lo literario― era para Platón resultado del «alma» irracional, insensata, enferma, trastornada y alejada de todo racionalismo. 

Esto es una «teoría» metafísica de la poesía y de la literatura que nada tiene que ver ni con la poesía ni con la literatura, y que desde luego hay que explicar por contraposición a la idea de locura que sostiene Hipócrates, como enfermedad diagnosticable desde causas y consecuencias naturales, y por contraposición a la idea de literatura que exige la Crítica de la razón literaria, como sistema de materiales y formas que objetiva, a través de la ficción, una forma inédita de racionalismo. Pues toda literatura mide y objetiva el grado de racionalismo del que dispone la sociedad humana que la hace políticamente posible.

Hipócrates es científico y materialista, frente a un Platón filosófico, idealista y utópico. He aquí el discípulo de Sócrates y el «fundador» de una filosofía, siempre metafísica, idealista y utópica, absolutamente incompatible con la realidad. 

La filosofía de Platón es la de sus antepasados socráticos y presocráticos, pero mejor contada: «Porque es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia» (Platón, Ion, 534b). Y hasta aquí llega la inteligencia literaria de Platón. La filosofía platónica termina donde comienza la literatura. 

No por casualidad desde Platón la literatura ha sido el Talón de Aquiles de los filósofos. Cuando la literatura habla, la filosofía calla. Porque sólo la literatura puede silenciar a la filosofía. 

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Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (III, 1.1), 2017 · 2022.


Filosofía, sofística y religión

 



La filosofía es aquella actividad humana que permite organizar los conocimientos que tienen aquellas personas que no tienen conocimientos científicos. 

Dicho de otro modo más ―o menos― sutil: filosofía es lo que practican quienes no disponen de conocimientos científicos. 

Sucedió en las Edades Antigua y Media, y también en la Edad Contemporánea. No así en la ―excepcional― Edad Moderna. 

¿Por qué hoy los científicos no son filósofos, ni los filósofos científicos? Tal vez porque la ciencia hace de la filosofía, como de la religión, algo innecesario. Y completamente prescindible. ¿Un reservorio de sofistas? Procede ser cauteloso, sin dejar de ser observador. 

Todos conocemos a muchas personas que, sin saber nada de filosofía, sin haberla estudiado ni cursado jamás, han organizado su vida muchísimo mejor de lo que han conseguido hacerlo artífices de grandes e históricos sistemas ―o asistemas― filosóficos. 

Junto al fundamentalismo científico también cabe hablar de un fundamentalismo religioso, y por supuesto de un fundamentalismo filosófico. Y político. Porque cada actividad humana tiene ―invisible a sus practicantes y cofrades― su propio fundamentalismo. 

No es casualidad que filosofía, sofística y religión hayan nacido y ―sobre todo― crecido, como hermanas nefelibatas, de la mano: siempre en busca del poder y su legitimación, del conocimiento y su administración, de la libertad y su organización… política, terrenal y humana. Jíbara. 

Toda religión tiene su Dios; toda filosofía, su Gran Hermano; toda sofística, su líder carismático, su caudillo o Führer furibundo. 

Platón y su descendencia… en la corte de los tiranos. Acaso un buen título para un libro que nunca escribió María Zambrano. Ni Hannah Arendt. Ni Simone de Beauvoir. Terrible imagen, Martin y Adolfo. Y no es menos casual que las tres ―filosofía, religión y sofística (dejemos ahora a María, Ana y Simona)―, nacidas de un afán por iluminarnos, revelarnos, explicarnos ―dando por supuesto que somos tontos― lo que tenemos delante, nos conduzcan casi siempre a la metafísica, a lo desconocido, a lo espiritual, a lo «interior», a lo «profundo», es decir, a lo que no tenemos delante, porque con frecuencia no existe, pero hay que inventarlo, porque el cebo (ideológico) es más atractivo que el anzuelo (desnudo). 

Gorgias, Platón y los profetas…, como dicen de sí mismos algunos olvidados rockandrolleros, «nunca mueren». Son ―como la democracia― formas perpetuas de seducción para engañar a las personas más inteligentes (me refiero ahora a Platón y cía., no exactamente a los rockeros…). Y también para seducir a las personas más insatisfechas. Y también ―y muy especialmente― a las más insaciables. De nuevo, Martin y Adolfo. 

Los simples no necesitan tanta seducción ni tanta inversión financiera. Les basta ―y atrae― cualquier totalitarismo. La democracia comienza a resultar uno de los más caros. Pese a ser uno de los más atractivos. Y posmodernos.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (V, 7), 2017 · 2022.


Los filósofos de hoy han dejado de interpretar el mundo para dedicarse solamente a interpretar la filosofía

  



Los filósofos de hoy han dejado de interpretar el mundo para dedicarse solamente a interpretar la filosofía. Una filosofía repleta de contenidos vacíos, es decir, llena de nada. 

Han hecho de la filosofía una hermenéutica de sí misma, con frecuencia derivada hacia una hermenéutica del yo. Freud y el psicoanálisis no son los únicos responsables. El caso de Heidegger es, en este punto, una hipérbole inconmensurable. De hecho, toda la posmodernidad es un monumento a un ego vacío y a una filosofía que sirve para todo porque en realidad no sirve para nada. Ni para nadie.

Es un libro de autoayuda escrito entre todos y que entre todos se lee y se difunde como la publicidad, el catecismo o la prensa rosa y amarilla. 

La célebre tesis XI de Marx sobre Feuerbach, según la cual «los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de diferentes modos, pero lo que hay que hacer ahora es transformarlo», no sólo revela la ignorancia ―cegadora― respecto a filósofos anteriores, como Platón, y sus intenciones políticas, tan utópicas como las marxistas, sin duda, o como el mismísimo Pablo de Tarso, quien llegó más lejos que Platón con ideas no menos metafísicas, sino que exhibe una absoluta y espeluznante falta de conocimiento frente a un hecho capital, relativo a la realidad y sus cambios, a saber: que el mundo lo transforman todos los días los trabajadores, no los filósofos. 

Si Marx hubiera trabajado alguna vez, se habría percatado inmediatamente que desde la filosofía no se cambia ni se transforma nada de nada, porque sólo trabajando es posible intervenir en la realidad y alterar el curso de las operaciones que en ella tienen lugar. Lo demás son diferentes formas de autoengaño filosófico, ideológico y sofístico. 

Y, sin embargo, hay todavía algo aún mucho más sorprendente en todo esto: porque en la pluma de Marx, esta frase es sólo un autoengaño, pero en boca de cuantos la recitan sin saber lo que dicen ―incluida la Universidad Humboldt de Berlín― sólo demuestra una superlativa ignorancia de la realidad productiva del trabajo y del idealismo ocioso de la filosofía. 

Desde los orígenes del ser humano, el trabajador se ha dedicado a transformar el mundo, y los ociosos a parasitarse del trabajo ajeno, a través de múltiples formas y procedimientos, entre los cuales la filosofía sigue siendo, para bien y para mal, uno de los más dicharacheros. Si algo tiene el trabajar, es que te hace madurar sin autoengaños. Primum vivere, deinde philosophari.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.


Ansiedad de idealismo científico

 


 

El idealismo científico no es posible sin la intervención fanática y extrema de las ideologías. Es un fenómeno que se manifiesta en la Historia de forma periódica, y deja como consecuencia una resaca de frustración, impotencia y resentimiento, cuya venganza, contras las ciencias, asumen inmediatamente la religión, la filosofía y la autoayuda ideológica más irascible. La ansiedad que provocó el positivismo decimonónico se saldó con el éxito de Nietzsche, Freud y Heidegger, entre otros gurús y hechiceros del más allá que profetizaban ―apocalípticos― en el más acá.

Cuanto más débil es psicológicamente el ser humano, más vulnerable es a caer en la red que tejen para él las religiones, las filosofías y las ideologías. Las personas fuertes no son susceptibles del mismo modo a estas formas retóricas de dominio y sumisión. En realidad, no suelen serlo apenas de ningún modo: las ignoran y desprecian. La religión condena a quien no la profesa, la filosofía minusvalora a quien no la aprecia y las ideologías declaran la guerra a quien no las secunda. Unas ofrecen salvación eterna, otras prometen una forma de vida superior y engreída, y las últimas aseguran derechos gremiales a quienes se unen a ellas. Son modos de incurrir en megalomanías, narcisismos y gregarismos. Son los tres géneros históricos del autoengaño colectivo: religión, filosofía e ideologías. Placebos de fortaleza exterior y gregaria que disimulan una superlativa debilidad psicológica individual e íntimamente inconfesable.

Algunas personas consideran, no sin razones, que hay algo peor que un Estado totalitario, y piensan en la República de Platón, en la Ciudad de Dios de Agustín de Hipona o en la utopía socialista de Carlos Marx. No nos olvidemos, tampoco, de la globalización trazada hoy por los «amigos del comercio». Todas ellas son las diferentes máscaras del mismo totalitarismo, en el que una y otra vez religiones, filosofías e ideologías se dan la mano de forma latebrosa y permanente.

Hoy las ideologías exigen a las ciencias ir contra natura. El comercio ha encontrado aquí un importante mercado. A diferencia de lo ocurrido en el siglo XIX, hoy el imperativo no es ir más allá de lo posible, sino en contra de lo necesario. Ésta es la preceptiva posmoderna: hacer creer que es factible científicamente invertir sin consecuencias el curso de la naturaleza. Foucault, lejos de resolver el problema, lo legitimó en una de sus formulaciones más fanáticas: el narcisismo de un ego sexualmente idealista y absoluto, con propio derecho a todo, incluido el derecho a alterar, en su individualista y exclusivo beneficio, el curso natural de la naturaleza, ignorando fabulosamente todas las consecuencias reales.

El ser humano es un diseño de la naturaleza, no un diseño de la ciencia. La interacción entre ciencia y naturaleza no puede llevarse gratuitamente a extremos que desemboquen en la destrucción de uno de ambos polos. La ingeniería de la naturaleza dispone que los seres humanos se complementen mutuamente en su anatomía, psicología y fisiología. Nótese que religiones, filosofías e ideologías siempre han nacido y crecido con la obsesión patológica de intervenir en las relaciones sexuales humanas de un modo obstinado e insaciable.

No hay religión, ni filosofía, ni ideología, que no haya tratado de pontificar cómo deben ser, imperativamente, las relaciones ―por supuesto sexuales― entre los seres humanos. Y lo han hecho siempre para dañarlo todo, es decir, para estropear y adulterar ―con sus creencias, ideas y prejuicios― la unidad que, al fin y al cabo, el macho y la hembra naturales y biológicos protagonizan en su desarrollo vital. Esta unidad que el macho y la hembra buscan, de forma natural, y por instinto humano esencial, es lo que hace posible la vida en la Tierra.

Una de las formas más sofisticadamente astutas y recurrentes de destruir la vida en la Tierra es intervenir en las relaciones sexuales de las especies ―sobre todo la especie humana― para dañarlas, estropearlas y malograrlas. Siempre en nombre de una religión, una filosofía o una ideología. Es difícil exterminar la vida, porque la biología se abre paso sobre todas las cosas, y, por supuesto, sobre los venenos de la religión, la filosofía y las ideologías, las cuales, hay que constatarlo, se transforman históricamente, una y otra vez, para seguir hastiando a todos y cada uno de nosotros,  es decir ―dicho en crudo― jodiendo a todo dios.

 

Ansiedad de idealismo científico:
intervención fanática y extrema de religión, filosofía e ideología



Platón y su descendencia… en la corte de los tiranos

Itinerario de lectura, 3

Crítica de la razón literaria





Platón y su descendencia… en la corte de los tiranos. El mito de la filosofía y la realidad del totalitarismo frente a la libertad de la literatura es el título de uno de los itinerarios de lectura de la Crítica de la razón literaria

Se sostienen aquí dos ideas clave: 1) la filosofía como fundamento de los totalitarismos de todos los tiempos, de Platón y los presocráticos a la actual posmodernidad anglosajona, y 2) la literatura como discurso de la libertad frente a los fundamentalismos filosóficos y políticos. 

La filosofía, lejos de ser ese mitificado «amor a la sabiduría» ―¿sabiduria de qué?, hay que preguntarse―, ha sido siempre la búsqueda de un «Gran Hermano», en nombre del cual doblegar al ser humano, antaño en nombre de la religión y hoy en nombre de la política. De hecho, la filosofía, o habla de religión o habla de política. Fuera de estas exigencias, se queda sin palabras. 

La filosofía siempre ha sido una forma excéntrica de ejercer la sofística. Frente a ella, la literatura, de historia y genealogía hispanogrecolatinas, representa la libertad y la lucha por sobrevivir en un mundo de censura e interdicción políticas realmente devastadoras. 

La literatura es lo que, a lo largo de la Historia, la religión y la política no han podido evitar, ni censurar. Entonces, ¿por qué hoy la democracia censura la literatura? Urge responder a esta pregunta sin miedos ni complejos. 

Y no olvidemos que la filosofía nació con la pretensión patibularia de expulsar a la literatura del Estado.



El ser humano deja de ser una criatura diabólica cuando comienza a comprender lo que es la literatura

 


Fuseli, Henry - La pesadilla


Entrevista de Alonso Rabí Do Carmo a Jesús G. Maestro


1. [Alonso Rabí Do Carmo]: En un mundo dominado por la tecnología, la inmediatez, el pragmatismo sin ética y la banalidad sin fin, ¿cuál es el destino de la literatura? ¿Está acaso en peligro de muerte?


[Jesús G. Maestro]: La literatura no tiene ningún destino específico. El futuro se construye, no se adivina. El futuro de la literatura y el futuro de cualquier otra cosa. Presuponerle a la literatura un destino es un idealismo. Acaso también una presunción. La literatura, como el sentido del humor o de lo trágico, se escribe y se construye según la inteligencia de la que se dispone. Cuando el mundo era diferente a lo que hoy es, y me permito dudar de que esencialmente haya sido alguna vez diferente a lo que actualmente es, la literatura era indiferente a las pretensiones del destino y de las utopías de los seres humanos. La literatura no depende del destino del mundo: la literatura depende de la inteligencia humana. En todo caso, es innegable que en una sociedad sin tecnología, sin prisas y sin pragmatismo, hay literatura igual que la hay en una sociedad de signo contrario. Este hecho lo he explicado en mi obra Genealogía de la literatura, donde se interpreta la literatura según una conjunción de conocimientos críticos o acríticos, racionales o irracionales. Una sociedad pragmática no da lugar necesariamente a una literatura ni mejor ni peor que la que se puede originar en una sociedad estéril. Por otro lado, la banalidad, sea del bien, sea del mal, no asegura por sí misma una buena literatura, ni tampoco una mala literatura. La banalidad del mal, como la banalidad del bien, en sí misma no significa nada. Vincular el valor de una obra literaria a un determinado tipo de sociedad es algo que en sí mismo tampoco explica nada. Sugerir que un mundo no sometido a la tecnología o a la inmediatez, por suscribirme a los términos de la pregunta, da lugar a una literatura de menor calidad que la que genera otra sociedad es un error. Por otro lado, aplicar a la literatura la idea de un «peligro de muerte» es algo más humano que literario, más apocalíptico que realista. La literatura aparece y desaparece a lo largo de la geografía y de la historia, como aparecen y desaparecen, crecen o disminuyen, muchos otros aspectos y variables, como son la libertad, la inteligencia, la razón o simplemente la estupidez. Tocante a literatura, estamos hoy como siempre. Rodeados de parásitos, de tontos charlatanes y de inteligentes que, atentos a su astucia, esperan su momento. Los genios lucen más después de muertos. Sobre todo, una vez que el poder ha controlado las consecuencias de su genialidad. La literatura atrae a todo tipo de parásitos, sofistas, charlatanes y apocalípticos, que viven de ella como cualquier vendedor de humo vive de sus vacuidades, desde la felicidad o la geopolítica hasta la aruspicina o el tarot.

 


2. [ARDC]. Humanoides letrados: ¿Pesadilla o próxima realidad? ¿Qué es lo peor y lo mejor que tiene la inteligencia artificial que ofrecerle a la literatura?


[JGM] La literatura y la inteligencia artificial no tienen nada que ver. La literatura es obra de la inteligencia natural humana y de sus posibilidades de racionalismo. La inteligencia artificial es una pseudointeligencia, una programación de combinaciones infinitas y selectas que ofrece al ser humano determinados resultados y posibilidades optimizadas. En el caso de la literatura, la llamada inteligencia artificial es útil a los autores de kitsch y modelos ortodoxos de pseudoarte. Sirve al mercado y a la producción mecanizada de textos y productos cualesquiera. La literatura, la verdadera literatura, valga la redundancia, es totalmente indiferente a la inteligencia artificial. Quien no es indiferente a las tentaciones que le ofrece la inteligencia artificial es quien carece de la inteligencia natural necesaria para escribir obras literarias. El lector que, sin formación literaria, no desea adquirirla es y será siempre indiferente a la literatura. Y para este tipo de lector cualquier cosa puede pasar por literatura, desde un código de barras hasta el prospecto de un medicamento, lo elabore una inteligencia artificial o lo redacte un chimpancé tecleando una pantalla digital.

 


3. [ARDC]. En el mundo de hoy la educación se orienta cada vez más a alimentar el mundo laboral, olvidando que la educación toda es un proceso formativo en el que se adquieren conocimientos, claro, pero también valores fundamentales como el pensamiento crítico. ¿Qué hacer?


[JGM] Pues cada uno hace lo que puede, lo que sabe y no lo que quiere, sino lo que le dejan hacer. Yo no creo que la educación organizada de espaldas al mundo laboral sea mejor, ni más valiosa, que la educación orientada en función del mundo laboral, empresarial o mercantil. Es, simplemente, una educación diferente. Es común entre determinados idealistas de una supuesta educación humanista considerar que una educación ajena a intereses empresariales es más valiosa. Eso es un espejismo más, entre muchos otros espejismos. Es incluso una forma de narcisismo gremial, muy propio de humanistas y académicos, y también una forma de supremacismo moral, intelectual y hasta clasista. Algo en realidad ridículo y también grotesco, sobre todo porque resulta irrelevante y económicamente muy empobrecedor. La sofística enriquece más y mejor que el humanismo. Y hay que advertir que la mayor parte de los humanistas son unos sofistas profesionales y de medio pelo. Esta actitud o creencia de que una educación en valores ajenos a lo mercantil resulta más valiosa que otras es en el fondo una forma de legitimar un ascetismo idealista y fabuloso, es decir, de justificar erróneamente una vida irreal, y francamente empobrecida, al margen del mercado y de sus exigencias. No hay que olvidar que, hasta cierto punto, las exigencias del mercado son las exigencias de la realidad, sobre todo en un mundo como el actual, donde el mercado se ha apoderado del Estado, globalmente y acaso con intenciones seculares, es decir, durante los próximos siglos. Los humanistas han sido (casi) siempre así: narcisistas, parasitarios y engreídos en su propia esterilidad. Erasmo es un magnífico ejemplo. Siempre han recelado de todo aquello que puede hacerles competencia, sea el dominio de la Iglesia (a la que se subordinaron cuando les hizo falta), sea el poder del Estado (con el que colaboran siempre que pueden y del que reciben subvenciones, ayudas y premios), sea el afán depredador del mercado (al que se venden felices y contentos de la forma más barata que puede constatarse tan pronto como pueden), sea el poder de ciencias cuyo desarrollo les hace sombra (ciencias a las que fingen interpretar desde una ignorancia con frecuencia supina y absoluta). En realidad, todo saber es útil y necesario, venga del mercado, o de cualquier otra parte, si nos permite hacernos compatibles con la realidad y conocerla para preservar nuestra supervivencia biológica. Lo que se haga con la vida es ya otra cuestión, que afecta a la moral (la vida del grupo) y a la ética (la vida del individuo), entre otras muchas cosas. Por otro lado, cuando se habla de «pensamiento crítico», confieso que no sé realmente de qué se habla. Pensamiento crítico, ¿de qué? Hoy se observa que muchas personas que se declaran críticas por su forma de pensar, cuando exponen lo que dicen pensar, dejan en evidencia que ni piensan ni saben lo que es la crítica. Sus pensamientos son emociones en el vacío, o más simplemente aún: son reacciones emocionales suscitadas por ilusiones, espejismos o ideologías. Y sus críticas son ocurrencias fugaces, pasajeras o completamente ridículas. Yo recomendaría a muchas personas que pierden su tiempo prestando atención a quienes dicen dedicarse o ejercer el pensamiento crítico, que se pregunten en qué trabajan estos pensantes críticos, y que constaten que estos timadores, en la mayor parte de los casos, no trabajan en nada útil. Entre otras cosas, porque lo que dicen pensar no son, en realidad, más que tonterías y ocurrencias. Eso sí, muy seductoras. Téngase en cuenta que cuando se admira en demasía la inteligencia ajena, tal vez la causa es que, simplemente, se carece de inteligencia propia. A veces, la inteligencia del prójimo es sólo un espejismo resultante de la ignorancia en la que uno mismo vive sin saberlo.

 


4. [ARDC]. Es muy claro el retroceso de las Humanidades, tanto en las escuelas como en las universidades. Se las considera imprácticas, verbosas, incapaces de resolver problemas concretos. Tengo la incómoda impresión de que en estos días ser profesor de literatura es pertenecer a una especie en extinción, o en la versión más mejorada de este pesimismo, alguien excéntrico.


[JGM] A las humanidades se las considera así, inútiles, porque los humanistas son también así, inútiles. La mayor parte de los humanistas ni son humanistas ni son nada, y no sirven ni a las lenguas ni a las literaturas, ni absolutamente a nada ni a nadie. Son parásitos. Hoy ser profesor de literatura es ser lo de siempre. Hay profesores de literatura muy bien formados, pero son poquísimos. Como siempre ha ocurrido. La mayor parte, como Vd. dice de las humanidades, son personas rábulas, inútiles, irresponsables incapaces de resolver cualquier tipo de problema. Esto es una realidad totalmente innegable. El fracaso de las humanidades es resultado del fracaso de quienes se dedican a ellas. La mayor parte es gente que no sirve para nada, y se mete en esta profesión, la de profesor de literatura, para disimular su inutilidad. Es una forma de parasitismo. La crisis de la clerecía ha provocado un crecimiento del parasitismo humanista y académico. La gente ha cambiado el seminario por la universidad. La filosofía es una secularización de la religión. Las Iglesias están vacías y las Facultades de Filosofía están saturadas de gentes que en otro tiempo no serían otra cosa que seminaristas. En una generación más, esto también habrá cambiado, y los llamados filósofos se dedicarán a la autoayuda, es decir, a vender humo. De hecho, la filosofía siempre ha vendido humo: lo que ha cambiado es su clientela. Primero han sido los creyentes en dioses, divinidades y criaturas metafísicas. Es la etapa en la que la filosofía está al servicio de la religión. Después, con el triunfo de la Ilustración y de la razón secular, la filosofía se pone al servicio del Estado y de las ideologías políticas. Sus nuevos clientes son los votantes y los partidos políticos: las creencias ya no religiosas, sino políticas. Los nuevos dioses son los estadistas, los superhombres, los duces, Führer y caudillos. Hoy, agotados todos los productos religiosos y políticos, la filosofía vende el humo de la autoayuda. Son los nuevos clientes. De buscadores de dioses, los filósofos han pasado a ser inventores de superhombres, y hoy, actúan como ingenieros de la felicidad y otras  monsergas por el estilo. Eso es la filosofía: un timo atractivo y seductor, con atavío académico, retórica solemne y un lenguaje casi onírico y quimérico. El resultado es una forma acomodada de ejercer la pseudociencia.

 


5. [ARDC]. En una conversación con un intelectual de mi país, surgió la idea de que hacer y practicar humanidades era una forma de ejercer resistencia. ¿Suscribiría esto?


[JGM] Pues no lo sé, porque para poder suscribir algo así tendría que saber a qué se resisten las actuales humanidades, cuáles son sus contenidos y contra qué se oponen. ¿A qué se resisten? Yo en las humanidades y en los humanistas solamente veo colaboración con el poder. Concretamente, con el poder que más calienta. Un poder cambiante y mutante, por supuesto, al igual que los intelectuales y humanistas, perfectos heliotropos del amo de cada época y lugar. En realidad, veo todo lo contrario a resistencia: constato sumisión, obsecuencia y servilismo. Hoy cualquiera de nosotros puede observar que bajo el rótulo de «humanidades» cabe cualquier cosa: filosofía (pero... ¿qué filosofía?, porque unas son incompatibles con otras), ideologías (pero... ¿qué ideologías?, porque hay muchísimas, y casi todas luchan también unas contra otras), credos, fideísmos, culturas, indigenismos, fanatismos y hasta religiones... Por lo tanto, habrá que delimitar muy bien cuáles son los contenidos de esas humanidades de las que hablamos. Por otro lado, observo igualmente que quienes dicen hablar en nombre de las humanidades son gentes bien acomodadas en el sistema, trabajan en colaboración con diferentes poderes. Veo, sin ser visionario, profesores de universidades del primer mundo muy bien pagados por un aparato político e ideológico que los promociona, edita y galardona globalmente. Por eso me pregunto, no sin razones, en dónde está esa resistencia, y contra quién se ejerce. La supuesta resistencia de las humanidades es una farsa, un idealismo, un autoengaño, un timo o un mito, si se permite el anagrama. Muchos humanistas ―no generalicemos acríticamente― viven en perfecta consonancia con el poder. Hoy, como ayer. No necesitan oponerse ni resistirse a nada. No hay ninguna razón para ellos ni para ello. Hoy una gran mayoría de intelectuales europeos animan a las multitudes a ir a una guerra. Lejos de rechazar la guerra, estos intelectuales exigen que Europa se rearme, y agitan a las masas a guerrear. Pero no veo que ninguno de estos intelectuales se haya alistado en ningún ejército ni frente de guerra. ¿Dónde está, entonces, la resistencia de las humanidades? Yo sólo veo colaboracionismo de estos humanistas con el poder político. Si tanto quieren proteger al pueblo de una guerra, en lugar de animarlo a guerrear, deberían ser ellos quienes lo defendieran alistándose en el ejército que consideren oportuno. ¿Por qué no rehabilitan, con el ejemplo, la clásica tradición de las armas y las letras? Si quieren guerra, que vayan ellos al frente de guerra, pero que dejen al pueblo en paz, nunca mejor dicho. Porque hoy el pueblo sabe que la guerra es la distancia que separa a los idealistas de la realidad. Y lo saben mejor que todos esos intelectuales y humanistas que incitan a la guerra en tiempos de paz. Hoy, como ayer, muchos de estos intelectuales ―insisto en no generalizar― son los mayores idealistas de una sociedad. Y los idealistas son los más peligrosos recursos humanos de cualesquiera totalitarismos. Son sus fuerzas armadas básicas.

 


6. [ARDC]. ¿Cómo se explica usted estos retrocesos educativos? ¿El solo poder de las agendas conservadoras es suficiente para eso o hay más? Se cambian los finales de obras clásicas para no ofender a ciertos auditorios, en el peor de los escenarios se prohíben y censuran libros y autores. ¿A dónde vamos?


[JGM] Vamos a donde siempre hemos estado: a una lucha constante por la libertad. Los retrocesos educativos, como los avances educativos, son ciclos históricos, geográficos y políticos, como son todas las cosas, y también la literatura misma. Los programas y las agendas conservadores, como los de sus adversarios, son cambiantes y mutantes, como sus propias denominaciones (Ilustración, idealismo, marxismo, krausismo, socialismo, comunismo, globalización, «woke», etc.). La polionomasia es infinita. Hoy son unos y mañana otros. Las gentes de cada época y lugar hipotecan sus vidas defendiendo a unos o a otros según momentos, circunstancias y variables. Pero en esencia todo sigue igual: unos oprimen y otros son reprimidos, unos hacen de inquisidores y otros de herejes. En todas las épocas se ha interpretado el pasado, y también el presente, según el poder imperante. Hoy, igual. Cambia quien ejerce el poder y cambia el contenido de la censura, pero el poder como tal y el acto de censurar como tal siguen vigentes. Hoy, como siempre. Esperar lo contrario es un idealismo, una vana espera. Si alguien pensaba que la democracia era un sistema político diferente a otros, en nuestro presente siglo XXI tiene las respuestas necesarias para desengañarse. Cada cual que haga y que piense lo que quiera, pero lo cierto es que, en plena democracia, la censura se impone con la misma fuerza que en siglos pasados bajo absolutismos feroces y reprobables. Digo con la misma fuerza, pero no siempre con las mismas consecuencias. Hoy no se quema a la gente viva en una hoguera, ni se la guillotina en una plaza pública. Por el momento. Pero no es menos cierto que muchas personas esperamos de la democracia algo más que la derogación de hogueras y guillotinas. Ha sido un paso decisivo, pero sospechamos que es insuficiente, y tememos que puede resultar reversible. ¿A dónde vamos? Yo no lo sé. No manejo la presciencia ni la aruspicina. Pero espero que no volvamos a revivir feroces tragedias como las del pasado más reciente, tragedias como las de una Alemania que legitimó en el poder a los ingenieros del nazismo tras la primera posguerra mundial y hasta su derrota en mayo de 1945. Acaso vamos hacia un mundo en el que la democracia se comporta ya de hecho y de derecho como un nuevo totalitarismo, pero con formas insólitas y tal vez no tan cruentas como en otros tiempos pasados. Eso lo sabrán quienes sobrevivan a la primera mitad del siglo XXI. Porque cuando la democracia se comporta como si fuera un totalitarismo es posible que la democracia sea ya un totalitarismo que finge ser una democracia.

 


7. [ARDC]. Pasemos a un tema quizá más grato. Cervantes y el Quijote. Usted subraya la plena vigencia del Quijote. Parecería un acto contradictorio en la medida en que Don Quijote se lee de verdad ―si es que se lee― recién en el punto más temprano de la adultez…


[JGM] No sé a qué edad la gente que lee el Quijote lee el Quijote. Yo lo leí con 14 años, y lo seguí leyendo desde entonces en varios momentos de la vida. Lo he estudiado a fondo, según mis posibilidades, y he dado cuenta de ello en mi obra Crítica de la razón literaria, en concreto en el volumen 20 de los 25 de que consta esta obra, titulado Anatomía del Quijote. No creo que una persona adulta, por el hecho de ser adulta, tenga más capacidad de comprensión que otra joven por ser joven al leer esta novela. La capacidad de interpretación depende de la formación adquirida, y no tanto de la experiencia o de los años acumulados. El diablo no sabe más por viejo que por diablo. Eso es una gran mentira disfrazada de paremia. El diablo nace viejo, podríamos decir, y, como todo ser humano, nace sabiendo maldades innatas. El diablo sabe más por humano que por diablo. Y los diablos no leen el Quijote. De hecho, el ser humano deja de ser una criatura diabólica cuando comienza a comprender lo que es la literatura.

 


8. [ARDC]. Hay múltiples maneras de interpretar la vida de Alonso Quijano, luego don Quijote. El idealismo, la locura, la ilusión barroca, etc. ¿Qué se lee contemporáneamente, hacia donde van las recientes lecturas del Quijote?


[JGM] A donde han ido desde la Ilustración y el Romanticismo: hacia el idealismo más estúpido. Cuando alguien me dice que ha leído el Quijote y con él ha aprendido a soñar, en primer lugar, me pregunto qué tipo de chorradas puede soñar, y en segundo lugar me digo (a mí mismo, porque a tal interlocutor no tengo nada que decirle)... «otro que no se ha enterado de nada».  El idealismo es esencialmente una invención germana, luterana primero y kantiana después. Hitler creyó en ella atrozmente. Y ya sabemos cómo acabó esa monstruosísima barbaridad. Los sueños de los idealistas provocan insomnio. Son salubérrimos para enloquecer y fracasar. Creer en las utopías de los idealistas conduce a horrendos mataderos humanos. Los griegos homéricos inventaron la ficción, pero no el idealismo. Los hebreos patentaron las Sagradas Escrituras. Es el idealismo del dogma. Pero la literatura es otra cosa. La literatura no es ni dogma ni utopía. Es ficción. El sentido de la ficción es algo de lo que carecen los curas y los filósofos. Les cuesta trabajo comprender la ficción. De hecho, no la comprenden. Se toman la ficción en serio. Se siente deslegitimados y ofendidos por la ficción. El dogma y la utopía los atenaza y no les deja ver más allá de lo que les ofrecen sus propios fantasmas, a los que tratan como entes y criaturas reales. Los filósofos ven mónadas, noúmenos, espíritus absolutos, demiurgos, dioses ―como los curas―, cosas pensantes, superhombres, inconscientes, figuras como el Da-Sein y espectros de todo tipo. El mundo hispanogrecolatino depositó la ficción en el arte, no en la política. Ningún hombre de Iglesia puede admitir que su Dios es una ficción literaria. La política nunca creyó en la religión, sino que la usó como un medio de organizar la vida social. Con frecuencia de forma cruenta. Hoy, sin embargo, un gozque es más terapéutico que un cura.

 


9. [ARDC]. En la universidad un profesor muy entusiasta definía el Quijote como libro de libros, libro para lectores y manual para escritores. ¿Sigue siendo así?


[JGM] Del Quijote cualquiera puede decir cualquier cosa. Es una forma de hacerse publicidad. Esa afirmación de que «el Quijote es un libro de libros, un libro para lectores y un manual para escritores» puede decirse del Quijote, del derecho penal o de un código de barras. Es propio de un profesor de universidad hacer ese tipo de afirmaciones. Me recuerda a las de Tomás Rueda, ese personaje cervantino que se creía de vidrio sólo porque se comió el membrillo de una cortesana y su inmadurez sexual no le permitió estar a la altura, un tontaina que llena la novela que lleva su nombre de un cúmulo de afirmaciones estúpidas y vacuas, que causan la admiración simplona de los profesores, doctores y teólogos universitarios que dicen haberle dado clase. Una burla pavorosa de Cervantes a lo que hay dentro de la Universidad.

 


10. [ARDC]. Hay muchas audacias en el Quijote. Me parece ver que en la relación entre Cervantes y Cide Hamete, como autores, está el germen de ese famoso cuento de Borges titulado «Pierre Menard, autor del Quijote».


[JGM] Ese cuento de Borges es una soberana tomadura de pelo. Sirve para que con él se entretengan teóricos de la literatura de alto voltaje, cuyo objetivo es resolver problemas que no existirían si no existiera la Teoría de la Literatura. Borges es una castalia de sofismas. Un venero de ocurrencias para teóricos y parásitos de la literatura. Es muy rentable. Una cita de Borges queda bien en cualquier parte. Sirve para todo porque no sirve realmente para nada.

 


11. [ARDC]. El corpus de biografías de Cervantes es muy considerable en volumen. ¿Usted como lector, cuál de ellas recomendaría y por qué?


[JGM] Todas dicen lo mismo. Leyendo una, una cualquiera, se han leído todas. No en vano todas se refieren al mismo autor: una persona genial que escribió la más valiosa literatura de todos los tiempos como si él mismo, Miguel de Cervantes, no hubiera existido ni vivido jamás en ninguna parte. Sospecho que Cervantes era de origen gallego. No puedo demostrarlo, pero intuyo que su genealogía está en Galicia. Y digo lo que he dicho ya muchas veces: todos los españoles comunes y corrientes, aquellos que no formamos ni hemos formado nunca parte de las élites, somos un Cervantes que no ha escrito el Quijote.

 


12. [ARDC]. ¿Qué obra de autor español contemporáneo le parece particularmente destacable desde su punto de vista?


[JGM] Después de Cien años de soledad no se ha escrito nada superior a esta epopeya contemporánea del mundo hispano. A partir de aquí, cada cual puede hablar de sus gustos ―y disgustos― personales y literarios como le venga en gana. Yo digo lo que pienso.

 


13. [ARDC]. Se han discutido largamente los méritos científicos de la teoría literaria. ¿Es ciencia la literatura o puede aspirar a serlo? Suponga que se lo pregunta un párvulo…


[JGM] La tesis 4 de la Crítica de la razón literaria dice explícitamente que «la literatura no es una ciencia», y lo explica con las siguientes palabras: «La literatura no es una ciencia ni una filosofía, aunque pueda contener informaciones científicas o aseveraciones filosóficas: la literatura es una obra de arte poética y ficticia, que exige, más allá de lo sensible, una interpretación inteligible, en términos racionales, críticos, científicos, dialécticos y sistemáticos, la cual constituye un desafío permanente a la inteligencia humana». Afirmar que la literatura es una ciencia es una absurdidad del tipo «el agua oxigenada es una ciencia» o «un podenco es una ciencia». Pero los filósofos tienen más ocurrencias que los poetas. Cada cual se gana la vida como puede. Lo comprendo. Los párvulos no preguntan sobre lo que ignoran, porque no son conscientes de lo que ignoran. Los párvulos preguntan ocurrencias, con frecuencia filosóficas: ¿si un árbol se cae y nadie lo oye caer, hace ruido o no hace ruido? Dos filósofos podrían estar siglos debatiendo al respecto. Una persona trabajadora no puede permitirse tal ergotismo: tiene que ganarse la vida. Una pregunta que plantea si la literatura es o no una ciencia revela, esencialmente, una incapacidad previa y duradera ante la literatura y ante las ciencias. Una pregunta así implica, ante todo, una pésima digestión y estudio de ideas y conocimientos en relación con la literatura y con las ciencias. Una pregunta así es el resultado de una intoxicación filosófica grave. La filosofía, con frecuencia, estropea todo lo que toca. La filosofía, por desgracia, y es muy triste decirlo y aún más lamentable constatarlo, está muy adulterada por la ignorancia de la mayor parte de las personas que se dedican a ella.

 


14. [ARDC]. Usted ha dicho una frase polémica: «Los ricos no tienen ideologías, tienen dinero» y ha dejado la ideología en manos de los pobres. ¿Podría dar más detalle sobre esto?


[JGM] Sí, lo que dije exactamente, y está escrito en mi libro Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, es que «los ricos no tienen ideología, tienen dinero: la ideología es la emoción de los pobres». Es tan evidente que no necesita en realidad ninguna explicación. Las ideologías son formas de organizar emocionalmente la ignorancia colectiva. En el pasado, la ignorancia colectiva se administraba a través de las religiones, la ortodoxia y la heterodoxia, las sectas y los heresiarcas, las inquisiciones y las hogueras. Lo hemos dicho. Hoy esta labor la llevan a cabo no las Iglesias, sino los partidos políticos, al menos en las democracias occidentales. A los ricos les importa muy poco la ideología que elijan los pobres. De hecho, promueven la libertad de elección y de cambio entre múltiples ideologías posibles. Para que los pobres escojan, muten y se entretengan bien hormonados emocionalmente con ellas. Lo que les interesa a los ricos, como es lógico, es gestionar el dinero particular y globalmente. Las ideologías son un medio más de ejecutar esas y otras gestiones. Antes era la religión, hoy es la ideología. Advierta que la filosofía siempre anda por el medio, buscando también su lugar y comedero. Antaño, la filosofía se ocupaba de los dioses ―que eran el instrumento del poder, el látigo―, y lo suyo ―me refiero a la filosofía― era coquetear con la religión, las sectas y las creencias metafísicas. Con el fracaso de las religiones y el éxito de la secularización de las creencias, la filosofía cambió de bando, y comenzó a coquetear con las ideologías, que daban más dinero y visibilidad que las religiones. Hoy el látigo son las ideologías. Unas y otras se flagelan entre sí, y todas ellas flagelan ante todo a sus miembros y seguidores. La secta vigila más a sus miembros que a sus enemigos, he oído decir. Es entonces cuando la filosofía se convierte en el motor y el combustible de la política. El siglo XVIII es el momento histórico en el que la cortesana cambia de cama. De la Iglesia al Estado. El marxismo es, en este punto, un movimiento clave. Los seminarios se vacían para llenar de recursos humanos a las Facultades de Filosofía. El resultado, como el objetivo, es el mismo: la gestión de las creencias colectivas, primero en nombre de la religión, después en nombre de la ideología. Hoy, en nombre de la autoayuda. Fíjese que la filosofía está en todas partes. Ayer, confesionalizada en las Iglesias, bajo la cobertura de la teología; hoy, secularizada y politizada en los partidos políticos, bajo la indumentaria plural de las ideologías. La democracia posmoderna hace el resto. ¿En dónde están los ricos? Donde han estado siempre: trabajando en sus negocios, haciendo caja. Los ricos trabajan mucho más de lo que los pobres imaginan. Y su vida no es tan fácil como se cree, ni como se idealiza desde las clases más bajas. ¿En dónde están los pobres? Donde siempre, sobreviviendo como pueden, haciendo milagros para llegar a fin de mes, y siempre hablando de política, e hipotecando su vida en nombre de una o varias de las religiones o ideologías que los administradores de emociones diseñan para ellos. Da igual que se les diga con palabras claras y precisas: la mayor parte de la gente no se entera de nada. La verdad se puede publicar a los cuatro vientos. Da lo mismo. La verdad no interesa a nadie. Y menos que a nadie a los filósofos. Con frecuencia se jactan de afirmar que son más amigos de la verdad que de Platón. En realidad, son, como todo ser humano, más amigos de los vicios que más virtuosamente dicen combatir, como lo es todo hijo de vecino. Sin duda, la gente prefiere la mentira. Siempre. El prejuicio es mucho más rentable que cualquier otra cosa. Entre el original y el sucedáneo, la gente compra el sucedáneo. El éxito del low-cost no es una casualidad.

 


15. [ARDC]. Usted tiene una clara vocación por la docencia y por la crítica. Me pica la curiosidad por saber si ha incursionado en la ficción, si a lo mejor es autor de una obra secreta…


[JGM] Sí, he escrito dos cuentos totalmente irrelevantes, que están disponibles en mi canal de YouTube, en estos dos enlaces. Se titulan Yo soy casi luzbelina (https://youtu.be/7bUXLlIZV0A) y Yo no soy una ficción (https://youtu.be/5ZqrlO8KKbU). Cualquiera puede acceder a ellos. He escrito más. Los publicaré cuando me parezca. Y aclaro acaso algo importante: yo no tengo vocación en absoluto ni por la docencia ni por la crítica. Yo tengo interés  en que la literatura tenga valor y en que el ser humano sea capaz de interpretar esos valores. Y hasta tal punto tengo interés en eso que he hipotecado mi vida para cumplir esos objetivos. Lo que cada persona haga con mis ideas ya no es responsabilidad mía. Yo hablo para que la literatura tenga valor, no para tener seguidores. No soy el flautista de Hamelín, ni trato a mis oyentes como a criaturas musoritas para exhibir estadísticas. Eso ya lo hacen los demás. Yo sé distinguir entre seguidores e intérpretes. Me quedo con los segundos, que, para mí son los primeros.

 


16. [ARDC]. ¿Le queda tiempo para leer por placer, más allá de las obligaciones de la academia?


[JGM] Nunca he leído por placer. Y nunca he leído con prisa. Por placer hago otras cosas que no tienen nada que ver con la literatura, ni con la lectura, ni ―desde luego― con el trabajo, que es aquello, el trabajo, que sólo hago por dinero. Es un grandísimo error considerar que la literatura tiene como fin el placer, porque considerar que la literatura es placer supone ignorar todo acerca de la literatura y, sinceramente, no tener ni la menor idea de lo que es el placer. La literatura no es un consolador. La idea de literatura como placer es, una vez más, una idea ilustrada y romántica, no absolutamente genuina del idealismo anglosajón, porque ya estaba en clásicos como Horacio, pero combinada en el mundo hispanogrecolatino con la exigencia de conocimiento. Esta exigencia de conocimiento la anglosfera la niega totalmente, porque ni la ve ni es capaz de afrontarla. De ahí que niegue, también, la posibilidad de interpretar científicamente la literatura y el arte, y reduzca ambas actividades humanas a una finalidad placentera, prostibularia o simplemente estúpida. Pero eso sí: siempre comercial. El mundo anglosajón convierte en dinero todo lo que no puede destruir. No por casualidad prohíbe todo aquello que no es rentable, desde el conocimiento científico de las artes hasta la sexualidad humana en contextos no mercantiles. Era Borges quien decía que sus noches estaban llenas de Virgilio. Pobre hombre. Yo no me voy a la cama con Virgilio, desde luego.


 

17. [ARDC]. ¿Qué ve en el futuro del libro y la lectura?


[JGM] Veo gente convertida en una hemorragia de emoticonos.



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Entrevista de Alonso Rabí Do Carmo a Jesús G. Maestro:
17 preguntas clave sobre Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI