Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, como profesor universitario, autor de la Crítica de la razón literaria, dispone de forma abierta, libre y gratuita, de toda su actividad docente, académica e investigadora, en internet, con más de mil clases grabadas en su canal de YouTube.
Historia de la filosofía
La filosofía es
siempre una respuesta a lo que la ciencia deja sin explicar. No por casualidad
la filosofía está perpetuamente en el margen de las ciencias, en sus afueras y
arrabales. Merodeando. No puede ir más allá. Su objetivo son los restos del conocimiento científico.
Los rebojos del saber operatorio. Podemos disfrazar estos rebojos con el vuelo
de la lechuza, pero aunque la filosofía se vista de seda, filosofía se queda.
¿Lechuza o buitre? Preservemos la imagen de la lechuza para la filosofía; el
buitre es más bien icono de sofistas.
Los caminos de la
filosofía son los ámbitos que las ciencias ignoran, desprecian o silencian. A
veces, incluso, fueron caminos silenciados por los imperativos e inquisiciones
de la propia filosofía, vestida ya no de seda, sino de teología, religión o
fundamentalismo filosófico.
No todas las
filosofías son iguales ―esto es algo que no debe olvidarse jamás―, pero allí donde
la ciencia habla, la filosofía calla. Incluso a veces ocurre algo peor: cuando
la ciencia habla, la filosofía se convierte en sofística. De hecho, la
sofística es la filosofía que no se calla ante la ciencia.
En todas las épocas,
la filosofía ha sido una explicación a preguntas que la ciencia ignora. El
máximo esplendor de la filosofía corresponde a aquellos períodos de mayor
decrepitud o limitación operatoria de las ciencias. A medida que cada ciencia
amplía su campo de operaciones, cada filosofía ve mermada su propia capacidad
de maniobra. Por este camino, la filosofía puede convertirse incluso en un
pasatiempo de ignorantes. Y en efecto la posmodernidad ha hecho de la filosofía
precisamente esto: un pasatiempo de ignorantes cuyo hábitat es internet.
Ésta es la mayor
denigración que puede hacerse de la filosofía, porque equivale, en primer
lugar, a declarar su inferioridad ante las ciencias, y, en segundo lugar, a
afirmar su inutilidad ante esas mismas ciencias. Y ante las exigencias de la
vida real. La filosofía ha sido siempre el terreno en el que se mueven quienes
no saben manejar con resultados positivos las operaciones científicas. En su
lugar, se limitan ―en el mejor de los casos― al hablar, al escribir, al dar
consejos, a la paremia de la obviedad solemne, a la presunta literatura
sapiencial, al saber, al especular, al organizar contenidos preexistentes, a
conversar sobre lo que todo el mundo sabe, a los libros de autoayuda y de
autoengaño, a dialogar monológicamente, como Platón, arrogándose siempre una
suerte de superioridad moral. En el peor de los casos, algunos filósofos se
limitan a comerciar con la sofística, el engaño, la seducción, el simulacro, la
mohatra de las ideas. Porque en el fondo, toda filosofía es una forma
excéntrica de ejercer la sofística.
En aquellas épocas
en las que las ciencias y su operatividad parecen resolverlo todo, y dar
respuestas a todo, la filosofía acciona sus celos, sus sospechas, sus condenas,
sus complejos, sus censuras. Emergen los hermeneutas. Los ventrílocuos del lenguaje. Filosofía y religión son parientes cercanas,
comparten infancia ―siniestra― y genealogía ―traicionera―, y con frecuencia se
comportan, bien como enemigas íntimas, bien como aliadas contra terceros
objetivos comunes, entre los que con frecuencia se encuentran la ciencia y la
literatura. Cuando procede, la filosofía es la secularización de la religión.
Cuando no, la religión preserva a la filosofía ―por lo que pueda suceder― o
pacta puntualmente con ella «amistad y lo que surja».
La filosofía muestra sus furias cuando alguien trata de usar la razón sin consultarla. A los filósofos se debe esa engreída frase ―atribuida a Aristóteles (¿a quién si no?; Cervantes sólo la usa en contextos burlescos: Quijote II, 51)― que declara con jactancia ser amigo de la verdad y de Platón, y disponer de potestad para elegir libremente entre una y otro (amicus Plato sed magis amica veritas), como si la verdad necesitara de la amistad de nadie, y menos de la de los filósofos. Así, todo filósofo genuino disputa siempre en nombre de la verdad, como si los demás no tuvieran derecho a hacer lo mismo, y no menores razones, en nombre de sus propias actividades profesionales y oficios particulares. Y pelea el filósofo por el monopolio de la razón filosófica contra cualesquiera otras razones humanas.
Platón disputó la
razón filosófica, negándosela a la literatura, como si no fuera posible una
crítica de la razón literaria, es decir, una crítica del racionalismo
literario. Platón se esforzó por presentar siempre a la filosofía como una
aliada de las ciencias. Como si las ciencias, al igual que los tiranos de
Siracusa, necesitaran a Platón, y a su filosofía, para algo.
Los escolásticos, en
una Edad Media que había convertido a la teología en la reina de las ciencias,
hicieron de la filosofía una religión. Nótese que muchos filósofos ―no todos―,
al menos hasta el siglo XVIII, fueron también científicos. Después, o fueron
esencialmente científicos, o fueron solamente filósofos: filósofos
idealistas (valga la redundancia). Toda filosofía, por el hecho de serlo,
tiende al idealismo.
Un filósofo, cuando
habla, nos dice más sobre aquello que ignora que sobre aquello que sabe. Salvo
que actúe como un sofista. ¿Qué nos ha enseñado Espinosa sobre Dios? ¿Quién ha
visto la cara del inconsciente de Freud, su cuerpo o sus órganos? ¿Qué nos ha aclarado el Dasein de Heidegger? ¿Quién se ha encontrado alguna vez una mónada de
Leibniz? ¿Qué nos explicó Platón sobre la geometría o sobre la locura que no
nos demostrara mejor, respectivamente, Tales de Mileto o Hipócrates de Cos? Todo
filósofo piensa con la mente de un adolescente.
Newton es un hombre
que se hace preguntas filosóficas a las que da respuestas científicas. Con él,
las ciencias se divorcian definitivamente de la filosofía. En adelante, la
filosofía será sólo una hermenéutica de la realidad, cuando no, algo mucho peor:
una sofística al servicio de la democracia. O contra ella.
¿Qué ciencia construyó Platón? ¿Qué ciencia
hicieron Kant, Hegel, Fichte, Herder o Nietzsche y sus discípulos? ¿Qué ciencia
cultivó Heidegger, filósofo del nazismo ―primero― y de la posmodernidad ―después―?
¿Y Gadamer? ¿Y Habermas? Y sus discípulos... ¿Dónde está la obra científica de
todos ellos? ¿Dónde está la obra científica del idealismo alemán? Mejor no nos hagamos estas preguntas..., porque no todos los caminos de la Historia conducen a Roma. Algunos llevan a Auschwitz. Porque, desde finales del siglo XVIII, la ciencia prescinde de la
filosofía como quien se libera de un lastre insoportable. La impedimenta histórica
de las ciencias no fue solamente la teología, sino también, y con creces, la
filosofía.
La filosofía ha
cortejado todas las formas de poder: ciencia, religión y política. Hoy día sólo
la política, bajo el formato de ciertas ideologías, le muestra algún puntual
aprecio. Por parasitismo mutuamente conveniente. La religión se siente
traicionada, desde el siglo XVIII ―definitivamente―, por una filosofía que
desde esa centuria pactó con las ciencias su propia supervivencia, pero no la
de sus creyentes, que dejó a merced de El origen de las especies por medio
de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha
por la vida. Con frecuencia no siempre se cita el título completo de esta obra de Darwin (1859), acaso por evitarse con la palabra tabú del alemán actual: raza. Desde
entonces, la filosofía se hizo muy «insolidaria» con la religión, legitimó
determinadas luchas por la supervivencia y cortejó con cinismo el apoyo de ciencias emergentes. Pero las ciencias, además de no necesitar a la filosofía,
no olvidan ni perdonan los cuernos que históricamente ésta les puso ―al aliarse
con la religión, y los fundamentalismos teológicos― durante las edades Media y
Moderna.
Con el avance de la
Edad Contemporánea, la filosofía, tras fracasar en todos sus intentos y
pretensiones de disputarle a las ciencias, desplegadas con una fuerza
constructiva sin precedentes, el monopolio de la razón, reacciona con
violencia, se rearma dialécticamente, y se viste de moral. ¿Y qué hace? Lo de
siempre: condena, denigra y deslegitima aquello que se opone a su propia supremacía.
Y maldice la ciencia, la impugna y la desautoriza. Surgen así los Nietzsche,
los Freud, los Heidegger: los hermeneutas de la sospecha. Los resentidos del
éxito ajeno. Porque si la razón no es mía, mejor que se muera. Si la verdad no es mi
amiga, que no lo sea de nadie. Si la filosofía no es la reina de la noche,
aquí no amanece ni Dios. Y el culto a la ciencia se pagará con la muerte de todo Dios.
Hágase el nihilismo. La razón ha muerto ―es el imperativo que exige el filósofo―,
si es que alguien formula una razón más seductora o más convincente que la suya propia.
No sorprende en absoluto que desde el siglo XVIII la filosofía se haya recluido, hasta la nadería y lo trivial, en el terreno del idealismo, alemán ―primero― y posmoderno ―después―. Si disponemos de una ciencia sobre de determinada materia, ¿para qué una filosofía? Para engañarse a uno mismo. Y a los demás. Porque ante el desarrollo de las ciencias, la filosofía no tiene nada que hacer, más que contarse a sí misma como una Historia de sí misma. Como las historias de un abuelo Cebolleta, que habla de un pasado irrelevante. Cuando la filosofía se convierte en hermenéutica, es porque se ha disuelto en retórica, sofística o ideología de sí misma, en libro de autoayuda o en lecciones de ética para geopolíticos (la nueva telenovela), en publicidad y propaganda de temas de moda, en periodismo, en cultura, en una actualidad que es caricatura de la realidad, es decir ―con permiso de Góngora― «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». La ciencia, y curiosamente también la literatura, son las únicas actividades humanas capaces de hacer enmudecer a la filosofía, o de delatar su sofistería. Sofistería histórica y también posmoderna. Hoy la filosofía se encuentra sin aliados: con la religión ya no puede contar, la ciencia le da la espalda, y la política no la necesita, porque prefiere el periodismo y las redes sociales. La vida del siglo XXI ha convertido a la sofística y a la filosofía en términos sinónimos.
Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022 (VI, 15.19).
Filosofía, sofística y religión
La filosofía es aquella actividad humana que permite organizar los conocimientos que tienen aquellas personas que no tienen conocimientos científicos.
Dicho de otro modo más ―o menos― sutil: filosofía es lo que practican quienes no disponen de conocimientos científicos.
Sucedió en las Edades Antigua y Media, y también en la Edad Contemporánea. No así en la ―excepcional― Edad Moderna.
¿Por qué hoy los científicos no son filósofos, ni los filósofos científicos? Tal vez porque la ciencia hace de la filosofía, como de la religión, algo innecesario. Y completamente prescindible. ¿Un reservorio de sofistas? Procede ser cauteloso, sin dejar de ser observador.
Todos conocemos a muchas personas que, sin saber nada de filosofía, sin haberla estudiado ni cursado jamás, han organizado su vida muchísimo mejor de lo que han conseguido hacerlo artífices de grandes e históricos sistemas ―o asistemas― filosóficos.
Junto al fundamentalismo científico también cabe hablar de un fundamentalismo religioso, y por supuesto de un fundamentalismo filosófico. Y político. Porque cada actividad humana tiene ―invisible a sus practicantes y cofrades― su propio fundamentalismo.
No es casualidad que filosofía, sofística y religión hayan nacido y ―sobre todo― crecido, como hermanas nefelibatas, de la mano: siempre en busca del poder y su legitimación, del conocimiento y su administración, de la libertad y su organización… política, terrenal y humana. Jíbara.
Toda religión tiene su Dios; toda filosofía, su Gran Hermano; toda sofística, su líder carismático, su caudillo o Führer furibundo.
Platón y su descendencia… en la corte de los tiranos. Acaso un buen título para un libro que nunca escribió María Zambrano. Ni Hannah Arendt. Ni Simone de Beauvoir. Terrible imagen, Martin y Adolfo. Y no es menos casual que las tres ―filosofía, religión y sofística (dejemos ahora a María, Ana y Simona)―, nacidas de un afán por iluminarnos, revelarnos, explicarnos ―dando por supuesto que somos tontos― lo que tenemos delante, nos conduzcan casi siempre a la metafísica, a lo desconocido, a lo espiritual, a lo «interior», a lo «profundo», es decir, a lo que no tenemos delante, porque con frecuencia no existe, pero hay que inventarlo, porque el cebo (ideológico) es más atractivo que el anzuelo (desnudo).
Gorgias, Platón y los profetas…, como dicen de sí mismos algunos olvidados rockandrolleros, «nunca mueren». Son ―como la democracia― formas perpetuas de seducción para engañar a las personas más inteligentes (me refiero ahora a Platón y cía., no exactamente a los rockeros…). Y también para seducir a las personas más insatisfechas. Y también ―y muy especialmente― a las más insaciables. De nuevo, Martin y Adolfo.
Los simples no necesitan tanta seducción ni tanta inversión financiera. Les basta ―y atrae― cualquier totalitarismo. La democracia comienza a resultar uno de los más caros. Pese a ser uno de los más atractivos. Y posmodernos.
Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (V, 7), 2017 · 2022.
La Edad de la Anglosfera
Hoy se interpreta el Quijote desde criterios construidos por la Anglosfera.
Y se ven las cosas de forma muy distorsionante.
Esto ha hecho la Edad Contemporánea, es decir, la Edad de la Anglosfera.
Sin embargo, el Quijote es una obra de la Edad Moderna, es decir, de la Edad de la Hispanosfera.
Juzgar al uno desde los criterios de la otra es desconocer qué es la Anglosfera y no saber qué es la literatura.
Jesús G. maestro, Crítica de la razón literaria, 2017 · 2022.
Idealismo y literatura: cuando la ficción te confunde...
Cuando el lector de obras literarias se mueve inducido por un idealismo metafísico, espera siempre que su historia personal coincida con la del modelo literario.
Y con más frecuencia de la conveniente, los modelos literarios más personales tienden a identificarse incluso con el destino del Universo.
A más de un lector le encantaría ser ―o sentirse, al menos― una partícula de Big Bang propulsada hacia lo más acogedor del infinito.
Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (III, 6.2), 2017 · 2022.
La obra de arte literaria como deprimente exaltación del fracaso humano
Razonar implica enfrentarse a una adversidad. Y sobrevivir. En caso contrario, se ha razonado —y actuado— mal. Otra cosa es que la literatura, las artes, el teatro, el cine, etc., se dediquen a «embellecer» los malos o pésimos razonamientos de seres humanos fracasados. Tal cosa se llama antiheroísmo, y de ella se nutre una ingente cantidad y repertorio de presuntas —y no tan presuntas— obras de arte. Téngase en cuenta que toda la poesía del siglo XX posterior a las Vanguardias es una deprimente exaltación del fracaso humano, cuya máxima expresión es tal vez el celebradísimo e incomprendido poema de Kavafis titulado «Ítaca».
Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria (III 5.6.3), 2017 · 2022.
Contra la Teoría de la Literatura
Sin duda el principal enemigo de la Teoría de la Literatura es su propia denominación, o nomenclatura titular —Teoría de la Literatura—, una expresión que es puro teoreticismo, es decir, un término propuesto por quienes hicieron de la construcción e interpretación de la literatura un acto de pensamiento en lugar de un acto efectivo de construcción y de interpretación operatoria de materiales literarios.
El término correcto debería ser Poética, que apela esencialmente al acto de hacer o construir, de forma racional y crítica, tanto una obra literaria como una interpretación de la obra literaria.
El término Poética es de origen helénico, elaboración aristotélica y tradición hispanogrecolatina, y remite siempre a una crítica del racionalismo literario.
El término Teoría de la Literatura, por el contrario, es de naturaleza académica e institucional, pero en absoluto gnoseológica.
Lo utilizamos como término franco y convencional, por imposición académica y por inercia disciplinaria, pese a que en rigor resulta completamente inaceptable y esencialmente incompatible con los fundamentos y exigencias metodológicas de la Crítica de la razón literaria.