Presentación en la librería Follas Novas
de
Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI
Presenta y modera:
David Souto Alcalde
Santiago de Compostela, 21 de febrero de 2025.
Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, como profesor universitario, autor de la Crítica de la razón literaria, dispone de forma abierta, libre y gratuita, de toda su actividad docente, académica e investigadora, en internet, con más de mil clases grabadas en su canal de YouTube.
Presentación en la librería Follas Novas
de
Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI
Presenta y modera:
David Souto Alcalde
Santiago de Compostela, 21 de febrero de 2025.
Presentación en el Club de Prensa Faro de Vigo
de
Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI
Presenta y modera:
Inmaculada Anaya
Jesús G. Maestro, catedrático de literatura y ensayista: «Me llevaría fatal con mi personaje de los vídeos de Youtube, no tenemos nada que ver»
El profesor, todo un fenómeno viral por la vehemencia de sus lecciones digitales, publica ‘Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI’, que ya lidera las ventas de ensayos en Amazon.
Jorge Morla, Vigo
El País, 4 de febrero de 2025
El hombre que vive en la casa de Jesús G. Maestro (Gijón, 57 años), se parece muy poco al hombre que sale en los vídeos de Jesús G. Maestro. Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Vigo, en 2014 comenzó a subir a Youtube sus clases y sus análisis literarios. No solo se hizo popular, sino que dio con esa rara alquimia del siglo XXI: se hizo viral. Viral porque su vehemencia atrapó a la audiencia, y porque sus afiladas sentencias (“La cultura es la forma en que el ser humano organiza su ignorancia colectiva”, “La vida es una lucha contra la mediocridad propia y ajena”, “Cervantes vale más que Shakespeare”, “Hoy el pueblo son los influencers, y saben más que los intelectuales”) espabilaron a los espectadores. Sin embargo, el profesor que recibe en su casa de Vigo es excepcionalmente amable, cercano, simpático, incluso (estos ojos lo han visto), queda embelesado cuando se cruza por la calle con el bebé durmiente de unos antiguos alumnos, que le abrazan con cariño; nada que ver con el león que ruge desde su canal virtual. Con una larga obra académica a sus espaldas (que incluye la monumental Crítica de la razón literaria, de más de 3.000 páginas), ahora llega a todas las librerías con un ensayo más ameno y concentrado: Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI (HarperCollins), que rápidamente ha trepado al número 1 de ensayos más vendidos en Amazon. Que nadie tema, el león sigue rugiendo en esas páginas, empezando por el subtítulo: Yo no soy un youtuber y usted no sabe nada sobre mí.
Pregunta: Oiga, ¿Cómo entra Youtube en su vida? ¿Cuál es la anécdota?
Respuesta: Bueno, no es una anécdota, es una cosa más seria. Es una cosa bastante más seria de lo que parece, la verdad, y la gente no se da cuenta de lo grave que es el asunto.
P. Cuéntenos.
R. A mí me parece muy importante la educación libre, abierta y gratuita. Y veo que eso no está en la mayor parte de las instituciones educativas del futuro. Es decir, aquí vamos hacia una privatización total de la enseñanza, y eso es muy arriesgado. Así que hay gente que gracias a Youtube accede a ese conocimiento. No diré que gracias a mis clases, porque eso es muy presuntuoso y como yo hay más.
P. Se refiere a gente que explica literatura en la plataforma.
R. En las universidades actuales la literatura pierde presencia, a pasos agigantados y exponencialmente. Dentro de una generación no se explicará literatura en ninguna universidad, en ninguna. Se explicarán otras cosas, pero no literatura. ¿Y qué ocurre? Pues que habrá mucha gente que por no tener medios no va a poder acceder a la literatura. Yo proporciono gratuitamente esos medios, basta una conexión a internet para acceder a una serie de interpretaciones sobre por ejemplo el Quijote que otros, sinceramente, no han dado. La razón fundamental por la que yo decido exponer mis posibles conocimientos en Youtube es porque es la única forma de que mucha gente, y pienso sobre todo en Hispanoamérica, pueda acceder a ello.
P. ¿No hay narcisimo en su exposición?
R. No. Es decir, yo no estoy encantado de conocerme a mí mismo, yo estoy encantado de no conocer a nadie. No soy una persona de multitudes ni de masas, yo trabajo no para que me presten atención, trabajo para que la literatura tenga más valor. Yo me encuentro en el punto en el que considero que la literatura ayuda a mejorar las condiciones de vida del ser humano, ayuda a conocerse mejor. Eso es importante.
P. Menciona el Quijote. ¿Hay algo que se le pueda comparar?
R. Realmente, no. Mira, Cervantes razona como ningún ser humano razonó ni antes ni después que él. Porque Cervantes nos advierte de los peligros del idealismo. Considera que el idealismo hace al ser humano incompatible con la realidad. Es decir, si tú eres un idealista, lo que tú demuestras es que tienes miedo a la realidad, que prefieres tener una preconfiguración antes de enfrentarte a la vida. Básicamente, es decir: como esa realidad es peligrosa, yo me voy a montar mi película propia y voy a vivir en ella.
P. ¿Triunfa hoy el idealismo?
R. Hoy se idealiza todo. Se idealiza el dinero, que resuelve muchos problemas, pero no los resuelve todos. Se idealiza el trabajo. Cuando veo la palabra líder, salgo corriendo.
P. ¿Y eso?
R. Me resulta ridículo. Un líder es un esclavo de élite y toda esta exaltación que la cultura anglosajona, sobre todo la estadounidense, hace de líder es el sacrificio de vidas humanas. Idealizar el éxito, idealizar la vida de alguien, a veces supone arruinar la vida de ese alguien y la de los que están por debajo.
P. Usted ataca a la filosofía. ¿La filosofía es idealista?
R. ¿De qué hablan los filósofos cuando hablan? Los filósofos cuando hablan, hablan de religión. Aristóteles, Sócrates… hablaban del nous, del ápeiron, del motor perpetuo… siempre es un poder dominante y unívoco que lo gestiona todo. ¿Y luego qué llegan? Los filósofos teólogos, o los teólogos filólogos. La causa primera, la sustancia pura. Las mónadas. Pero, ¿Quién ha visto las mónadas? ¿Quién ha visto la sustancia pura? ¿Quién ha visto el espíritu absoluto? ¿Quién ha visto el noúmeno? Pero, ¿de qué coño estamos hablando?
P. Le gustan las frases impactantes. En una sostiene que, sin idealismo, Alemania se hubiera ahorrado dos guerras mundiales.
R. Sin duda ninguna, porque eso les hizo perder de vista la realidad. No por casualidad Alemania es el país que inventa el idealismo, primero con Lutero y después con Kant. Y en esa autopista del idealismo seguimos. Lo que pasa es que la autopista del idealismo termina en China.
P. Como profesor ¿sostiene que la educación se ha depauperado?
R. La educación se ha depauperado, y con frecuencia culpan al deterioro de la educación a los políticos. Pero no hay que olvidar que los políticos no dan clase, los que dan clase somos los profesores.
P. Se ataca mucho a los propios jóvenes, también.
R. Lo que puedan dar de sí los milenaristas está por ver, está por ver. Conozco a muchos milenaristas que son gente muy valiosa, muy preparada, muy trabajadora y muy cualificada. Y conozco muchos búmeres que han sido todo lo contrario de la imagen que muchos de ellos dan de sí mismos. Por lo tanto, no podemos establecer diferencias maniqueas entre generaciones, eso no es así.
P. Hablando de educación, ¿Qué le recomendaría a un niño como lectura? A un adolescente.
R. Yo recomiendo que lea el Quijote directamente. Pero directamente, sin problema. Vamos a ver, ¿por qué a la gente le intimida la literatura? Porque la han educado para que la literatura le intimide. No hay por qué sentir miedo hacia la literatura. La literatura te va a recibir siempre con los brazos abiertos. Y luego, eso sí, si tú te haces preguntas ante la literatura, entonces ahí entra el papel de alguien que sepa y te pueda explicar. Es como si alguien dice bueno es que a mí me gusta la música. Bueno, ahí tienes un piano, tócalo. Pues entonces yo te voy a enseñar. Si tú empiezas leyendo de pequeño cuentos de mala calidad, de mayor leerás libros de mala calidad.
Hablando de música, por cierto, desde que el periodista entra en la casa suena de fondo Verdi en el hilo musical. Maestro señala el piano vertical que hay en medio del salón, apoyado en una columna: “En realidad me considero un alumno de piano a quien se le atravesó la literatura en su vida”, confiesa encogiéndose de hombros. Señal del eclecticismo que demanda este siglo XXI, al lado de ese piano hay un diploma con un premio de la Sociedad Cervantina entregado a uno de sus ensayos, y al lado la plateada placa de Youtube que certifica haber pasado de 100.000 seguidores. Cerca, un atril con un poema de Quevedo: Contra los que quieren gobernar el mundo y viven sin gobierno. “En el mundo naciste, no a enmendarle, / sino a vivirle, Clito, y padecerle; / puedes, siendo prudente, conocerle; / podrás, si fueres bueno, despreciarle”.
P. ¿Ha tenido algún problema con ese piano, verdad?
R. Sí, avisos de Youtube. Creo que este ha sido un problema de copyright con las introducciones de mis vídeos. Si tú tocas alguna pieza, Youtube tiene un mecanismo totalmente ciego y automático que identifica la melodía con las grabaciones de sellos discográficos. El mecanismo es ciego, pero tiene muy mal oído. Entonces, han llegado a identificar interpretaciones mías al piano con interpretaciones de Sviatoslav Richter. ¡En fin! (ríe).
P. No es mal elogio… pero siguiendo con Youtube, ¿Cómo se lleva con su personaje? No se le parece mucho en persona…
R. ¡El personaje y yo no tenemos nada que ver!
P. Es que es bien curioso, viéndole en Youtube nadie diría que es tan cercano.
R. (Ríe) Es que no tenemos nada que ver. Yo con el personaje no quiero saber nada. El personaje es otra cosa, yo me llevaría fatal con el personaje de mis vídeos. Que se queden con él y a mí que me dejen en paz.
P. Ese personaje para las redes sociales es un fenómeno muy de nuestra era.
R. Bueno, Pessoa tenía heterónimos. Cervantes cuando escribe practica la polionomasia. Esto no tiene que ver con trastornos de personalidad (ríe). Es igual que cuando yo doy clase: el que da clase es una persona contratada conforme a determinadas condiciones. Con los vídeos ocurre lo mismo. Lo único que tenemos en común es el significante, el soporte físico, como un actor con el personaje que representa, pero nada más.
P. En el subtítulo de su libro subraya que no es un youtuber, ¿Cómo se define, entonces?
R. Yo ofrezco lo que puedo ofrecer, no ofrezco lo que usted quiere. Son cosas completamente diferentes. Yo no hablo para gustar, yo hablo para exponer un sistema de ideas. Si eso gusta, bien, y si no gusta, igual de bien, porque es que yo no lo puedo resolver. Yo soy alguien que expone ideas sobre la literatura, pero que no se subordina a lo que se espera. Ni al público tampoco. Es decir, para mí la literatura es más importante que el público. Apelativamente, podría decir: la literatura es más importante que tú.
P. Me doy por apelado. Entonces, no le preocupa la audiencia.
R. Yo no hablo para tener espectadores, yo hablo para exponer ideas sobre la literatura y para ofrecer a aquellas personas que puedan estar interesadas un acceso sin obstáculos a la literatura, que no tengan que pagar por oír hablar de literatura en la mejor calidad posible. Es decir, yo, siendo catedrático de universidad, cosa que me importa un bledo, he bajado al fango para explicar literatura a aquellos que no tienen acceso a ir a una universidad. Eso es lo que yo he hecho y si de algo me alegraré el día que me muera será de haber hecho eso y de haber tocado el piano. Mal, pero bueno. Ese es mi objetivo, básicamente. No es que yo quiera ser un Ícaro o un Prometeo que entregue el fuego a la gente, pero creo que la literatura es un bien de primera necesidad. Eso para mí es lo más importante.
El 2 de enero de 2025
la editorial HarperCollins notifica al autor
la entrada en prensa de la segunda edición de su obra
Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI,
tras agotarse la primera edición
a los 14 días del anuncio de su publicación,
durante el período de preventa.
Autorretrato
Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI
Con motivo de la publicación del libro
titulado Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, en la editorial
HarperCollins, pongo a disposición, tanto de los lectores de la obra impresa
como de los oyentes del audiolibro, el siguiente autorretrato, en el
que, en formato audio, respondo de forma abierta y clara a las preguntas y
cuestiones que me han hecho llegar.
Estas palabras han de entenderse como lo que
son, un autorretrato que sirve de preludio o introducción a la lectura de este
libro, Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, pues en realidad
yo soy un total desconocido para casi todos mis oyentes y lectores, aunque la mayor
parte de la gente crea lo contrario, algunos finjan conocerme ante terceros o
no falte quien imagine haber pretendido lo imposible. La apariencia no es la
realidad, salvo para el mundo anglosajón, que prefiere el espejismo al oasis y
la mentira al desengaño.
Con inevitable frecuencia es fácil confundir
al personaje que habla en un vídeo, o al autor de una obra académica y
científica, con la persona real que da cuerpo a ese personaje, y que no siempre
se corresponde con él, a pesar de todas las apariencias posibles, reales e
imaginadas por los espectadores. Comúnmente la gente se hace una idea muy equivocada
de la persona real, y adquiere de ella una imagen que nada tiene que ver con esa
realidad genuina y con frecuencia invisible. Es muy fácil confundir realidad y
apariencia, y habitualmente, como es bien sabido, toda apariencia tiende al
engaño. Es conveniente disociar algunos aspectos, muy importantes, entre
persona y personaje, es decir, entre la realidad del que habla y las ficciones
que mediáticamente, a veces también mítica o hasta legendariamente, estimulan
la imaginación, idealista y errada, de unos y otros.
Algunas personas me preguntan, con cierta
insistencia, quién soy yo, cuál es mi ideología, por qué digo esto o aquello,
qué obras literarias prefiero o recomiendo, si soy partidario del aborto o de
los abortos ―el plural aquí no es lo mismo que el singular―, a quién voto en
unas elecciones o qué objetivos políticos tengo, qué sistema educativo
considero mejor para la educación de los listos o de los tontos, o,
simplemente, me preguntan por qué no respondo a sus mensajes.
Me hacen, en suma, inquisiciones personales.
A fin de responder de forma discretamente
definitiva a estas y otras cuestiones, expongo aquí, con fines disuasorios, una
suerte de autorretrato, introducción a una serie de pensamientos aforismáticos
y obras escritas en las que se sintetiza y objetiva mi filosofía de la vida,
una filosofía de la que muchas personas se han hecho eco en internet y otros
medios, a partir de mi obra impresa y de mis vídeos en YouTube.
Debo decir que la mejor forma de encontrar
una respuesta a cualquier pregunta sobre mí es leer mi obra, directamente y sin
intermediarios, e interpretarla ―en su contexto― con la debida atención.
Leerla, sobre todo, sin patologías previas. A las patologías, comúnmente
se las llama prejuicios.
Un hecho ha de quedar claro desde el
comienzo, y para siempre: yo no hablo en nombre de ninguna ideología, ni de
ninguna religión, ni de ninguna filosofía. Yo sólo hablo en nombre de los
conocimientos de que dispongo. Tampoco hablo para gustar, ni para disgustar.
Hablo y escribo, simplemente, para exponer un sistema de ideas, relacionadas
siempre de un modo u otro con la literatura.
En mi vida, hasta este momento, he escrito esencialmente
tres libros. En primer lugar, Crítica de
la razón literaria, cuya primera edición es de 2017 y cuya décima y
definitiva edición es de 2022. En segundo lugar, Ensayo sobre el fracaso
histórico de la democracia en el siglo XXI, cuya primera edición es de 2020
y cuya tercera y definitiva edición es de 2024. En tercer lugar, he publicado
el libro que aquí y ahora presentamos: Una filosofía para sobrevivir en el
siglo XXI. El primer libro se refiere a la literatura; el segundo, a la
política; y el tercero, a mi público, es decir, a ti. También he difundido mi
actividad docente de forma abierta y gratuita en más de mil ―y pico― vídeos, y
he publicado unos cuantos artículos, opúsculos y ensayos. Mi primer artículo en
la prensa lo publiqué con 16 años de edad, en el diario La Nueva España,
de Oviedo. Desde entonces no he dejado de escribir y publicar en diferentes
medios de comunicación.
El tercer libro, Una filosofía para
sobrevivir en el siglo XXI, del que este autorretrato es una introducción,
ha sido una exigencia de los dos primeros y una consecuencia de la difusión de
mi obra académica y científica, así como de mi labor docente, visible a través
de múltiples medios de comunicación audiovisual, en particular a través de
YouTube.
Esta trilogía es, por el momento, mi obra
esencial. Como he dicho, el primero de estos libros habla de literatura
y el segundo de política. El tercero habla de ti. De lo que hablen sobre
el personaje de YouTube, al que han dado vida ―una vida virtual―
los sueños de mis espectadores, sea cada uno de ellos el único responsable.
He dicho muchas veces que no soy responsable
de lo que hago en los sueños, fantasías o pesadillas ―redes sociales incluidas―
de los demás.
No conviene confundir a una persona
con su personaje. No quiero decepcionar a nadie, pero quien habla en los
vídeos es un personaje que no siempre se corresponde con mi persona. De hecho,
yo no soy mi personaje. Y no volveré a insistir en esta realidad. Lo sabemos
desde que los antiguos griegos escenificaron la esencia y artificio del teatro
moderno. Actor es la persona cuyo cuerpo da vida y soporte a un personaje. Su
máscara. Es un referente físico en quien se objetiva un significado, acaso
múltiples hipótesis, y hasta algún que otro relato, sin duda legendario y
también falso y marfuz.
De hecho, la realidad que hay en la persona
que da vida a ese personaje la conocen muy pocos, y casi nadie completamente.
Para mis antiguos alumnos, los del pasado
siglo XX ―comencé a dar clase en la Universidad en 1993, con 25 años, tras
doctorarme en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada―, soy acaso nada,
o en el mejor de los casos, un recuerdo sin consecuencias. Para mis actuales
alumnos, los del siglo XXI, soy un perfecto desconocido: ni siquiera saben mi
nombre, no tienen ningún interés en recibir mis conocimientos y no me
identificarían ni personal ni profesionalmente en ninguna parte ni lugar. En
este punto, soy igual que mis colegas. Sólo que yo lo sé y lo digo, y ellos ni
pueden hacerlo ni se atreven a decirlo.
Para los de izquierdas, soy de derechas;
para los de derechas, soy de izquierdas. Así de listos son unos y otros.
Para los protestantes, soy un católico
luzbelino; para los católicos, soy un caso perdido; para los agnósticos, un
escritor inútil, y para los ateos, un jeroglífico. Para el resto de creyentes,
un don nadie, excepto para los filósofos, que me hacen preguntas propias de
personas que no han trabajado nunca. Para las feministas soy un hombre ―mea
culpa―. Y tienen razón: formo parte de una generación de seres humanos que
todavía alcanzó a distinguir a las personas por su sexo, y a no discriminarlas
nunca ni por su género ni por ninguna otra cuestión irrelevante. Para los
polemistas y ergotistas de todos los signos, sean de esto o lo contrario, soy
alguien que ―salvo por su forma de razonar― debería estar con ellos y no contra
ellos, aunque lo realmente cierto es que no estoy ni en contra ni a favor de
hechos y debates que me rebasan (por no decir que me resbalan) y ante los que
no tengo nada que hacer ni que aportar. No me atraen los querulantes.
Para los enemigos de los buenistas, soy
buenista; para los buenistas, no soy buenista, porque soy heterodoxo ―es decir,
original― e indómito, dado que no permito que me eduquen para obedecer; para
quienes me conocen laboralmente, soy lo que hay: un intérprete de Cervantes, de
la literatura en general y de la Literatura Española e Hispanoamericana en
particular, y también de la Teoría de la Literatura, de la que he hablado como
lo que es, una ciencia de los materiales literarios. La administración dice que
soy, también, especialista en Literatura Comparada (sea de ello responsable la
administración).
Soy, en suma, alguien que, a partir de su
propia formación autodidacta como profesor de Universidad, en el ejercicio
investigador y docente de la Filología Hispánica durante más de tres décadas,
ha construido, para bien o para mal, una Teoría de la Literatura nueva,
original y diferente.
La Crítica de la razón literaria se
ha enfrentado sin reservas a una tradición que, entre otros muchísimos lastres,
subordinaba el Hispanismo a los dictados de otras naciones y culturas, a mi
juicio muy incompetentes en materia literaria, las cuales imponían a nuestras
élites universitarias y políticas una forma de interpretar la literatura ―y en
particular la literatura hispánica― con la que una persona inteligente no puede
estar científicamente de acuerdo. No me dio la gana de aceptar eso, y por ello
mismo escribí mi propia obra. En ella se contiene el mayor reproche a mis
profesores universitarios: nunca fueron, ni supieron ser, originales. Fueron
copistas, traductores e importadores de lo que se hacía en el extranjero. Y lo
hicieron acríticamente. No me aportaron nada. Y si dijera otra cosa, mentiría.
Hablo de la Universidad, porque en el bachillerato conocí a los mejores
profesores de toda mi trayectoria académica y vital.
Políticos, maestros y colegas
Para mis colegas, soy una oportunidad (que
cada uno ha gestionado según sus propias capacidades, o visto frustrada según
mis personales decisiones o intereses). Para los investigadores más jóvenes y
competentes, soy un tema para una tesis. Para la Universidad, un superviviente
al que nunca los lenones pudieron silenciar, ni detener, ni domeñar: una
rarísima avis a la que el poder nunca logró seducir con nada ni con
nadie. Para los caciques, una bofetada a tiempo, y en algún momento una buena
hostia a destiempo, pero siempre muy bien dada. Nunca es tarde ―dice la
paremia―, si la dicha es buena. A veces, la dicha, se manifiesta de forma
violenta.
Para los maestros, cualquier cosa menos lo
que esperaban, cualquier desenlace menos un discípulo, cualquier resultado
menos una obsecuencia: soy los antípodas de la sumisión. Nunca una frustración
―para ellos―, pero en algún caso sí un resentimiento, si nos acordamos ―no la
nombremos― de alguna vieja gloria cada vez menos gloriosa y más vetusta. Para
los resentidos y envidiosos, una viruela que sólo ellos saben por qué padecen.
Para las camarillas, siempre fui una puerta cerrada y un despacho vacío. Para
el poder académico, una total pérdida de tiempo.
El poder académico ―sea dicho con toda
legitimidad― es una de las formas más ilusorias y pueriles de poder. El poder
académico se limita a hacer de mensajero e intermediario informático, porque
hoy toda burocracia académica no es otra cosa que reenviar correos
electrónicos, los cuales se reciben inconscientemente de una instancia
burocrática y se remiten a otra. No hay más. No es ni siquiera sumisión ni
servilismo. Es algo mucho más simple y degenerado: es mensajería electrónica
propia de gente que no sabe hacer su trabajo, es decir, dar clase, y que lo
disimula eclipsándose en el lisérgico pseudopoder académico. La golosina de los
bobos. En ese ejercicio se entretiene, ilusa y vaga, en realidad neutralizada,
más del noventa por ciento de la población universitaria mundial. Siempre me
negué a ocupar cargos de gestión académica. Y aun así las llamadas agencias de
evaluación se vieron obligadas a acreditarme como catedrático. En contra de su
voluntad, naturalmente, y de la de algún envidioso y frustrado colega.
Para los políticos que no me conocen, soy un
presunto voto; para los políticos que me conocen, un sofión sin reservas. Para
la democracia, una carcajada. Ante el supremo cortesano, el espectador de una
obra de teatro cuyo final ignoramos tanto como deseamos... conocer. Y para la
ramerilla de la democracia, es decir, para la prensa, soy el hombre invisible.
Sea así por muchos años.
¿Hombres y mujeres?
Para hombres y mujeres soy lo que, en cada
caso, unos y otras merecen por sus obras. Porque las palabras, entre los seres
humanos, sólo sirven para engañar, con mejor o peor torpeza. Por ello, para los
hombres soy, en algún caso, el maestro que imaginan o desean, y que no tienen,
o no han tenido; en otros casos ―casos tronados, todo hay que decirlo―, soy lo
que desearían para sí y saben imposible, una fascinación urticante, la sal en
la envidia, la ortiga en el orto, una cara que no sale en su espejo y un libro
que acaso hubieran querido escribir, cuando ni siquiera lo pueden reseñar: para
más de uno, la impotencia de todos sus días; y en la mayoría de los casos sólo
soy alguien que, simplemente, a veces responde a sus mensajes y a veces no.
Para las mujeres, soy lo que cada una imagina ―bajo su responsabilidad―, y
alguna consigue ―bajo la mía―: atención y distancia. Es decir, soy lo mismo que
para los hombres.
Para los memos un meme: confieso que la
puericia crónica no es lo mío. Pero les gusto. Los memos también buscan
espejos. Y pareja. Opositores a Narciso, combustible de psiquiatra, carne de
suicidios. No en vano la fascinación especular tiene genealogías patológicas de
las que sólo el memo ―y no el modelo― es responsable. Para los enemigos, soy
una sorpresa. No digamos más. Pero... seamos francos... lo cierto es que no
tengo enemigos: tengo gilipollas. Para los amigos, un amigo desengañado,
consciente de que la traición la ejecutará siempre uno de los mejores. La
traición, como la noche, como la Historia, como la muerte, como el tiempo
mismo..., nunca tiene prisa. Y es, sobre todo, como la muerte y como Hacienda:
siempre llega.
Para los traidores, soy eso, literalmente,
un viejo amigo. Para el calumniador, una persona que desmiente con hechos la
mentira de sus palabras. Porque la calumnia siempre revela los intereses y
expectativas de los crédulos, que la buscan inflamados y la retroalimentan
latebrosamente. La calumnia contiene siempre la matriz de las intenciones del
calumniador, pero nunca la realidad de los hechos adulteradamente narrados.
Engáñese cada uno como quiera: la mentira no me necesita. Si tú la necesitas, ve
con ella. Ve con el diablo, no conmigo. Para el gremio de los envidiosos, tengo
un arsenal de contenidos originales ―y muy codiciados― titulado Crítica de
la razón literaria.
Para la música, soy una frustración que
ignora todas sus frustraciones: una disposición constante y una voluntad
silvestre y libertina. Para mi querido y estimado profesor de música, soy ―acaso
en algún momento― un pequeño dolor de cabeza comprensible y perdonable. Siempre
compatible con su magisterio, que es lo más importante, porque le debo lo mejor
de lo que soy capaz ante un instrumento delator e insobornable, como es el
piano. Los profesores de música son los únicos maestros que reconozco, porque
jamás podré superar su originalidad magistral y su paciencia infinita y
generosa. Les debo el tiempo y el saber, inmenso, que me han dado. También a mi
maestro en literatura, la mayor excepción, el único: Emilio Nieto Costas, mi
profesor de literatura en segundo de bachillerato. Fue mejor que todos mis
profesores de Universidad juntos. El discípulo obedece, el intérprete
expone su criterio. Con libertad.
Para la filosofía, soy el lector de Borges
―confío en ella tanto como el argentino que soñaba con ser inglés, es decir,
nada (nótese la epanortosis, por favor)―, y para la literatura soy el autor de
la Crítica de la razón literaria.
Elogio y vituperio
Para quien me elogia soy un oído sordo, y
para quien me vitupera soy un oído sordo que sabe leer en los labios. Para
quien entra por la puerta de mi despacho, soy una adivinanza. Como editor, no
quise explicaciones, quise resultados. No presto atención a mis interlocutores,
pero finjo en la medida de lo posible y en razón de la cortesía. Sólo escucho
música y sólo a la literatura presto atención sin distancias. No pierdan
el tiempo buscándome coloquios.
Siento esta franqueza, pero antes muerto que
embustero: las palabras, fuera de la literatura, son la banda sonora de la
nada. Las mías, como las de los demás. Y cualquier efecto sonoro, si no es
música, es ruido.
Otra cosa son las palabras de mi personaje,
que es quien les habla y les hablará mientras yo viva. Quédense con él, y a mí
déjenme en paz: serán más felices. (La única diferencia es que algunos ―los que
no me conocen, ni pueden conocerme― quieren creer más en mis palabras que en
las palabras de mi personaje, y yo, sinceramente, no necesito creer en las de
nadie. Ni siquiera en las de mi personaje. Ése es para ustedes, no para mí).
La queja es una de las formas más socorridas
de disimulo, y de ser, también, consciente de lo que hay. Trabajar es una forma
de disimular el éxito y el bienestar propios de una vida, el mejor modo de
pasar desapercibido ante el vecino y el colega. Una forma de fingir
incomodidades que nos aproximan a los demás. Un modo de hacerles sentirse
cercanos a nosotros mismos. Una ilusión de sociabilidad, que más de uno
necesitará interpretar como una suerte de complicidad, o hasta de solidaridad
inexistente. La ingenuidad del ser humano es infinita. Quejarse es una forma de
despistar. También es una forma consensuada de placer.
Pero vivir es hechicero y seductor. La vida
es la forma más atractiva de prorrogar el final. Amenizado por el fracaso ajeno
y la supervivencia propia.
No soy arrogante, soy sincero. De una
franqueza urticante y de una llaneza que, por viajar de la mano de la
indiferencia, el desengaño y la misantropía, e incluso la indolencia, resulta
molesta, a veces intolerable, muchas veces antipática y, desde luego, siempre
incompatible con casi todo el mundo. Así sea, pues así lo quiero.
No soy narcisista, porque no soy como me veo
yo, sino como me ves tú: si me sigues mirando, leyendo o escuchando, pregúntate
por qué lo haces, pero no me lo preguntes a mí, porque yo no sé quién eres. Y,
con todo respeto y consideración, no me interesa saberlo. No estoy encantado de
conocerme a mí mismo, estoy encantado de no conocerte a ti.
Y si te parece bien lo que soy y lo que
digo, sé bienvenido, y con tu pan te lo comas. Y si no te parece bien, o
simplemente te molesta, la culpa es tuya por prestarme atención.
No hablo con alumnos fuera de mi ámbito
laboral. Y desde luego no escucho ninguna de sus confesiones, ni dentro ni
fuera del aula. Los alumnos forman parte de mi trabajo, no de mi vida.
Soy profesor, no confesor. No soy cura, ni
psiquiatra, ni «hermano mayor» de nadie. En mi trabajo explico el Quijote,
entre muchas otras obras literarias. Examino al alumnado conforme a la
legalidad vigente y de acuerdo con la guía docente de la materia ―en las que ni
creo ni confío, porque no son obra mía, sino de un poder ajeno del que no formo
parte, ni como artífice ni como elector―, y lo que ocurra fuera de mi horario y
calendario laborales no es asunto mío y no debe ser asunto mío. Trabajo por
dinero, como todo el mundo. Porque trabajo es aquello que se hace por dinero.
El placer es otra cosa. La libertad comienza cuando termina el horario laboral.
Trabajar, como votar, es obedecer. Si no lo sabes, no puedo ―ni quiero―
explicártelo. Descúbrelo por ti mismo, y si no eres capaz, dedícate al
voluntariado, por placer y sin dinero. Y si crees en la vocación, advierte que
un desengaño a tiempo puede ser tu mejor victoria y prevención.
Voluntariamente dedico mi vida personal y
profesional a explicar literatura: en menos de una década he grabado más de mil
largos vídeos ―sé que ya lo he dicho― sobre interpretación de autores y obras
literarias, y he puesto desinteresadamente a disposición de todo el mundo, en
internet, contenidos críticos y académicos propios de un nivel universitario,
de forma abierta, libre y gratuita, así como toda mi obra, la Crítica de la
razón literaria. Soy responsable de lo que he escrito (no de las apofenias
del último ocurrente que me leyere), y me deberán el favor ―que no cobraré― de
haberlo regalado. Lo que la gente haga con ello es algo que no puede
importarme. No soy cómplice de mis lectores. Ni de nadie.
No hablo ni escribo para los jóvenes, ni
para los viejos, ni para nadie en particular. Ni en absoluto para hacer
amistades ni enemistades. Escribo y hablo para expresar un sistema de ideas
sobre la literatura.
Si ofrezco gratuitamente mis conocimientos,
es para que, si te interesa, los utilices de forma útil e inteligente, no para
que me escribas ni contactes, y ni mucho menos para que me des tu opinión. No
discuto opiniones: interpreto hechos. Ni mi vida ni mi obra dependen de tu
opinión. Sinceramente: tu opinión no nos importa. (A los retransmisores de
opiniones de terceras personas los considero, simplemente, lo que son:
chismosos y bobos. Su destino es la sentina o pecinal de la papelera más
cercana. El bloqueo eviterno. Me resultan excrementicios. Vaya también el
correveidile, como la mentira, con el diablo).
Lo que digo o escribo no es resultado de una
espontaneidad o una ocurrencia, sino que se trata de afirmaciones que forman
parte de textos más amplios, de los que se extraen como una cita, y que pueden
leerse como aforismos o paremias. Mi obra contiene una considerable selección y
antología de ellas.
Ni yo ni nadie puede pretender que se
entienda lo que se escribe o dice, si quien oye o lee no pone la debida
atención. Cada texto selecciona, con vida propia, a sus propios lectores e
intérpretes.
Por otro lado, hoy, con las redes sociales,
la confusión y destrucción de la comunicación ―y de cualquier contenido
inteligente― están aseguradas. Hay personas que viven ―es decir, malviven― en
las redes sociales, enredadas en el reciario de internet, y que comentan todo
lo que ven, sin entender nada de lo que leen. Mi obra, que se ha difundido
mucho a través de estos medios, ha sido y es objeto de interminables
comentarios, vídeos, réplicas, etc. La mayor parte de estos comentarios
proceden de personas que no tienen conocimiento de nada, pero que, bajo la
ilusión de la red pública, creen que saben algo. Su destino es la gomia de la
basura.
Pongo un ejemplo. Siempre he dicho que la
literatura no es una ciencia. Es la tesis número 4 de la Crítica de la razón
literaria: «la literatura no es una ciencia». Bien, pues son
incontables las personas que, comentando tonterías en internet, objetan
―jugando a ser sabios― que yo haya dicho que «la literatura es una
ciencia». Es decir: entienden todo al revés. Otro lo lee, y sigue el hilo. Y
así sucesivamente. Pueden citarse ejemplos como éste hasta el infinito.
Verdades y mentiras conviven en internet en
condiciones idénticas y resulta imposible discriminarlas. Sobre todo entre
adolescentes de larga duración. Gente que crece como «Mowglis» o silvestres
«niños de la selva». Varios de estos «Mowglis» son hoy graduados
universitarios. En las redes sociales ―su placenta― cultivan el magisterio de
ignorancias crónicas y viciadas, metástasis de necedades infinitas. Y a la vez,
internet ―no lo neguemos― es también un medio de difusión de conocimientos y
saberes de primera categoría, para quien sabe identificarlos e interpretarlos.
La realidad es dialéctica y conflictiva. Y acabará contigo, si no te haces
compatible con ella, es decir, si eres un idealista.
Saber sobrevivir a esos contrastes es
fundamental. Y la educación debe ser el principal instrumento para conseguirlo,
y no el medio más insistente para provocar en niños y jóvenes todo tipo de
patologías y trastornos de personalidad. Cuidado con convertirse en un
«Mowgli».
No conviene confundir, al menos en mi caso,
el mensaje con el medio, ni el emisor con el canal, porque, en mi vida y obra,
el mensaje ―la literatura― no es el medio ni el canal ―YouTube―. En internet
estamos todos, pero no todos estamos del mismo modo. El medio no nos hace
iguales, pese a las apariencias. Y yo soy solamente un profesor.
Los profesores somos personas que enseñamos
lo que sabemos a otras personas que quieren aprender lo que enseñamos. Más allá
de estas condiciones básicas, todo lo demás sobra. A menos que ―como la
administración y las agencias de calidad― forme parte de cuanto quiere
arruinar, sabotear o simplemente destruir nuestro trabajo y vocación.
Se ha dicho que «los vídeos de Maestro son
café para los muy cafeteros». Es posible que quien lo haya dicho no haya
probado nunca el café. Pero eso no importa. Tampoco soy un profesor como el
resto de mis colegas. Y eso importa aún menos.
No he liderado nunca nada ―de nada―, ni he
dirigido jamás a ningún grupo de personas. Ni de animales. Nunca he sido
pastor, ni flautista en Hamelin. No soy influyente ―¿por qué dicen
«influencer»?― en nadie ni en nada. Tampoco soy un youtúber: soy un profesor
que graba sus clases. Quien confunda el medio con el mensaje, que
se lo haga mirar. Y si hay quienes dicen seguirme, sea suya la decisión, y
quédense con la exclusiva de sus consecuencias. Ya he dicho que no soy
responsable de lo que hago en los sueños de los demás, no presto atención a
nadie, y nada tengo que ver con actos ajenos. Y aún menos con conductas
gregarias. No participo en debates ni en polémicas. Nunca lo he hecho. Que los
demás polemicen sobre mí no me convierte a mí en ningún polemista. No tengo
opiniones, tengo interpretaciones. Ideas que no están subordinadas a la opinión
del prójimo. Lo que yo pienso no depende de ti.
No he llevado a cabo jamás proyectos de
investigación subvencionados por ministerios, universidades o agencias
destinadas a inquirir, desde la burocracia que no ha investigado nunca nada,
las investigaciones científicas de los demás. No pido permiso, aún menos
atención, a los necios para escribir. Tampoco los quiero como lectores. No los
reconozco como interlocutores. La Crítica
de la razón literaria la he escrito a solas, y ni ella ni yo debemos nada a
ninguna de estas entidades antemencionadas, a cuyas espaldas la he compuesto y
publicado.
Las agencias de evaluación han tenido que
tragarme tal como soy, y se han visto obligadas, contra sí mismas, a
reconocerme, según dice la propia administración, como catedrático de Teoría de
la Literatura y Literatura Comparada. Yo me negué explícitamente a cumplir con
muchos de los requisitos cacareados por esas instituciones. No me jacto de ser
catedrático ―el mejor de todos los memes―: me jacto de ser catedrático a pesar
de las agencias de evaluación científica y académica. Y contra ellas.
No he dirigido ni una sola tesis doctoral en
más de 30 años de actividad docente universitaria. Ni pienso hacerlo. Es una
forma de aprovecharse del trabajo de los demás. Es incluso absurdo y ridículo,
además de irónico y burlesco, que a alguien que termina una carrera, tras cuatro
o cinco años de estudio, haya que dirigirle un trabajo, como si se tratara de
un inválido intelectual. ¿Para qué ha estudiado entonces durante casi un lustro
o más? No me he servido de nadie, y menos de estudiantes, para desarrollar mi
propio trabajo y curriculum vitae. Nunca he promovido ni la esclavitud
académica, ni el caciquismo científico, ni la sumisión diferida. Nunca he
tenido a nadie trabajando para mí, del mismo modo que siempre me negué a
trabajar herilmente para otros, por muy superiores que fueran a mí, y que no
por ello han dejado de servirse en más de un caso de mi trabajo, de mis ideas y
de mis textos, sin reconocerlo ni mencionarlos, como si algo así pudiera
ignorarse o disimularse.
Nunca olvidaré cómo en el año 1988, un
excura, entonces profesor, nos impuso a todos los alumnos, como una obligación
cuyo cumplimiento determinaba la calificación final de la asignatura, la
transcripción de unos textos medievales, que después él utilizaría con fines
propios y exclusivos para uno de sus trabajos académicos. Nunca olvidaré que le
dije que no. Lo dije y lo hice con hechos irreversibles e inapelables. Y nunca
olvidará él que, cuando insistió por última vez, con cobardía y sin valor, en
que le transcribiera aquellos textos, al final de una clase, pues me los plantó
delante de mis narices, sobre el pupitre, entre dos compañeros, ahí se quedaron
los textos, en un aula vacía. Porque yo ni los toqué. Lo que hizo con ellos...
él sabrá lo que fue. Yo sé lo que hice con él.
Mi obra es pública y de libre acceso, y
sobre ella se han hecho y publicado varias tesis doctorales, que yo no he
dirigido, aunque haya sido causa y combustible de ellas. Quien quiera utilizar
mi trabajo para investigaciones científicas y académicas, ahí lo tiene, en
internet, de forma libre, abierta y gratuita. A mí no me necesita para nada. Ni
yo necesito dirigir a nadie. Las personas inteligentes no necesitan directores.
Ni espirituales ni intelectuales. No es soberbia, es libertad. No es
insumisión, sino simplemente coherencia. Toda originalidad implica la negación
de un superior. Mis mejores intérpretes son aquellos que jamás han estado subordinados
a nada ni han sido seguidores de nadie. Quien piensa con cerebro ajeno no
entenderá jamás ni una sola de mis palabras, ni uno solo de mis libros. No
quiero sufragáneos de ninguna autoridad, ni propia ni ajena. Mejor solo que mal
acompañado. El esclavo intelectual es la peor de las compañías, el más
deplorable de los turiferarios. Filosofías, religiones e ideologías son sus
principales placentas y laboratorios. Soy
ajeno a todas ellas, y no quiero a nadie obsecuente con ellas.
No he tenido ni discípulos ni maestros.
¿Para qué? Más bien he tenido ocasión de conocer a quienes, en diferentes
momentos y circunstancias, han querido o pretendido ser lo uno o lo otro, sin
haber sido jamás ninguna de las dos cosas. Y, sobre todo, he tenido constancia
de gentes que, confundiendo la realidad con la ficción de sus sueños,
ansiedades o pesadillas, se atribuían privilegios relativos a su inexistente
relación conmigo. Quien hambre tiene, con pan sueña, reza el proverbio. Dado
que no soy psiquiatra, no puedo pronunciarme con rigor sobre el tratamiento
médico de casos tales, y he de limitarme a una sintética exposición de hechos
ajenos y estultos.
Confieso que antes de cumplir los 50 años he
visto cumplidos todos mis objetivos personales y profesionales. La cátedra no
estaba entre ellos, vino después, como puede venir cualquier cosa irrelevante y
pasajera. Si mi posible éxito ha perjudicado a otros, ellos sabrán por qué. Yo
lo ignoro. La envidia es la forma más siniestra de admiración. Nunca
experimenté ese sentimiento. No tengo ni he tenido nunca razones ni motivos
para ello. No tengo a nadie a quien envidiar. Lo siento por ellos. Quien por
celos ladra no ladrará en vano, según reza el verso de Lope de Vega. Pero la
verdad es que nunca he prestado atención a los ladridos de un can, cuanto menos
a los de un colega o semoviente advenedizo.
Las grandes obras, especialmente las
literarias y artísticas, y acaso también algunas de las científicas, son en
realidad sólo testimonio insólito y único de lo que alguien inteligente y
aislado ha sido capaz de hacer y de alcanzar. Un logro supremo y singular. Nada
más. Nada menos. Las obras geniales no tienen otro destino que la soledad. Una
soledad condecorada y solemne, acaso, pero soledad y olvido al fin y al cabo.
Los demás, realmente ―el ruidoso y respetable público, destinatario consciente
o inconsciente de ellas y de sus posibles consecuencias―, poco o nada valioso
pueden hacer con estas supuestas grandes obras, salvo admirarlas unos,
envidiarlas otros, imitarlas los más astutos, estropearlas por completo los más
charlatanes o simplemente destruirlas los más ignorantes y bárbaros. Los
discípulos son infidentes o parásitos por naturaleza. Los maestros, por su
parte, siempre fueron ficciones de cortesía. El público, llamado el respetable,
es la distancia que separa la realidad del idealismo. Lo sabemos: nos quieren
por el ruido, no por las nueces.
Si buscan amo, llamen a otra puerta, y si
necesitan amigos, acudan a una red social, donde no me encontrarán, porque la
suplantación de identidad no remite nunca a ningún original. El espejismo jamás
se convierte en oasis. También es cierto que no he intervenido nunca en la
actividad de mis posibles publicistas. Si les gustan los dioses falsos,
quédense con ellos. Sepan que yo no quiero ni a los verdaderos. Si necesitan
consuelo, sírvanse del instrumento correspondiente.
Y si reciben un mensaje firmado con mi
nombre y apellidos, pueden estar seguros de que el autor no soy yo.
Jesús
G. Maestro
Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI
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Jesús G. Maestro en el que el autor responderá personalmente a las preguntas
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Los filósofos no interpretan la literatura como literatura, sino como un material que les permite ―o no― legalizar el idealismo de su propia filosofía, frente al idealismo de las demás.
Los filósofos se relacionan con la literatura sólo para convencerse a sí mismos de la ilusoria legitimidad de sus ideales filosóficos, es decir, para engañarse a sí mismos malinterpretando obras literarias. Toda filosofía, por muy materialista que se pretenda, tiende siempre al idealismo.
Lukács es un filósofo ―a ratos― de la literatura, no un científico de la literatura. Cuando los filósofos se refieren a la literatura, la convierten en un extraño ideal, utópico y adúltero, hecho a la medida de su filosofía. Y en nombre de este ideal, tórpido y patológico, juzgan a la literatura real y verdadera, que es, indudablemente, superior e irreductible a su idealismo filosófico.
Para ello, es decir, para ejercer este dominio, quimérico y ladino, en el que por cierto creen ciega y firmemente, proponen una literatura programática o imperativa, de modo que la totalidad de la literatura en realidad existente debe convertirse, reducirse y someterse a este programa o imperativo, naturalmente filosófico, político o religioso. Esto es Lukács. Al igual que todos los filósofos que lo han precedido o seguido en el curso de la Historia.
Sin embargo, la literatura no es nada esto. Ni puede serlo. La literatura tiene vida propia. Una vida y una realidad que no caben en los términos de ninguna filosofía. Porque, como sugería un Hamlet más atento a la tradición literaria hispanogrecolatina que a la cultura anglosajona contemporánea al propio Shakespeare, hay en la realidad del mundo más cosas de aquellas con las que sueña ―y puede soñar― tu filosofía.
Jesús G. Maestro
Si la democracia cuenta hoy con el apoyo de los amigos del comercio, no es porque el gran capital sea demócrata, sino porque la democracia les ofrece más consumidores que otro sistema político. Por el momento.
Es una cuestión de cantidad. El día en que un totalitarismo les ofrezca más consumidores que la democracia, los amigos del comercio apoyarán a ese ―o a cualquier otro― totalitarismo. No es una cuestión de principios, sino de consecuencias. El mercado quiere consumidores, no demócratas. Y la consecuencia es el dinero, no la democracia, ni mucho menos los principios.
Hoy, la mayoría de los consumidores quieren ser demócratas. Bien. A los amigos del comercio les parece bien.
Cuando la mayoría de los consumidores se identifiquen con un totalitarismo, y sean mayoritariamente partidarios de un régimen totalitario, a los amigos del comercio les parecerá igual de bien.
Los amigos del comercio no tienen prejuicios, a diferencia de la gente que los odia o los detesta, a la vez que los persigue y alimenta. Los amigos del comercio no tienen prejuicios ni ideología: tienen dinero. La ideología, como los prejuicios, se diseñan para ti. Para tu dieta y tu consumo habituales. Y para que te comportes como es debido, jugando a cambiar el mundo y todas esas cosillas.
Además de tener dinero, los amigos del comercio acostumbran a razonar mucho más y mejor que tú. Disponen de un racionalismo que con excesiva y arriesgada frecuencia sus enemigos ignoran.
La mayoría siempre gana. La razón viene, vuelve y se transforma después, una y otra vez, y se adapta, fácilmente, a lo que haga falta. Para eso están la prensa y la publicidad, el Derecho, las leyes, la filosofía, la religión y la política. La ciencia está mejor entre bastidores, circulando como un secreto más o menos bien guardado. La literatura... La literatura es mejor que se llame «escritura creativa», y que sea, como en los Estados Unidos de hoy, uno de esos ―naturalmente comerciales― géneros de autoayuda y autoengaño. Y todos contentos, es decir, felices. Es mejor que el Quijote siga siendo un libro incomprensible para los idealistas.
Los amigos del comercio no son idealistas. Idealista es el que ignora cómo funciona la realidad.
Jesús G. Maestro
El idealismo científico no
es posible sin la intervención fanática y extrema de las ideologías. Es un
fenómeno que se manifiesta en la Historia de forma periódica, y deja como
consecuencia una resaca de frustración, impotencia y resentimiento, cuya
venganza, contras las ciencias, asumen inmediatamente la religión, la filosofía
y la autoayuda ideológica más irascible. La ansiedad que provocó el positivismo
decimonónico se saldó con el éxito de Nietzsche, Freud y Heidegger, entre otros
gurús y hechiceros del más allá que profetizaban ―apocalípticos― en el más
acá.
Cuanto más débil es
psicológicamente el ser humano, más vulnerable es a caer en la red que tejen
para él las religiones, las filosofías y las ideologías. Las personas fuertes
no son susceptibles del mismo modo a estas formas retóricas de dominio y
sumisión. En realidad, no suelen serlo apenas de ningún modo: las ignoran y
desprecian. La religión condena a quien no la profesa, la filosofía minusvalora
a quien no la aprecia y las ideologías declaran la guerra a quien no las
secunda. Unas ofrecen salvación eterna, otras prometen una forma de vida
superior y engreída, y las últimas aseguran derechos gremiales a quienes se
unen a ellas. Son modos de incurrir en megalomanías, narcisismos y gregarismos.
Son los tres géneros históricos del autoengaño colectivo: religión, filosofía e
ideologías. Placebos de fortaleza exterior y gregaria que disimulan una
superlativa debilidad psicológica individual e íntimamente inconfesable.
Algunas personas consideran,
no sin razones, que hay algo peor que un Estado totalitario, y piensan en la República
de Platón, en la Ciudad de Dios de Agustín de Hipona o en la utopía socialista
de Carlos Marx. No nos olvidemos, tampoco, de la globalización trazada hoy por
los «amigos del comercio». Todas ellas son las diferentes máscaras del mismo
totalitarismo, en el que una y otra vez religiones, filosofías e ideologías se
dan la mano de forma latebrosa y permanente.
Hoy las ideologías exigen a
las ciencias ir contra natura. El comercio ha encontrado aquí un
importante mercado. A diferencia de lo ocurrido en el siglo XIX, hoy el
imperativo no es ir más allá de lo posible, sino en contra de lo necesario.
Ésta es la preceptiva posmoderna: hacer creer que es factible científicamente
invertir sin consecuencias el curso de la naturaleza. Foucault, lejos de
resolver el problema, lo legitimó en una de sus formulaciones más fanáticas: el
narcisismo de un ego sexualmente idealista y absoluto, con propio derecho
a todo, incluido el derecho a alterar, en su individualista y exclusivo
beneficio, el curso natural de la naturaleza, ignorando fabulosamente todas las
consecuencias reales.
El ser humano es un diseño
de la naturaleza, no un diseño de la ciencia. La interacción entre ciencia y
naturaleza no puede llevarse gratuitamente a extremos que desemboquen en la
destrucción de uno de ambos polos. La ingeniería de la naturaleza dispone que
los seres humanos se complementen mutuamente en su anatomía, psicología y
fisiología. Nótese que religiones, filosofías e ideologías siempre han nacido y
crecido con la obsesión patológica de intervenir en las relaciones sexuales
humanas de un modo obstinado e insaciable.
No hay religión, ni
filosofía, ni ideología, que no haya tratado de pontificar cómo deben ser,
imperativamente, las relaciones ―por supuesto sexuales― entre los seres humanos.
Y lo han hecho siempre para dañarlo todo, es decir, para estropear y adulterar
―con sus creencias, ideas y prejuicios― la unidad que, al fin y al cabo, el
macho y la hembra naturales y biológicos protagonizan en su desarrollo vital.
Esta unidad que el macho y la hembra buscan, de forma natural, y por instinto
humano esencial, es lo que hace posible la vida en la Tierra.
Una de las formas más
sofisticadamente astutas y recurrentes de destruir la vida en la Tierra es
intervenir en las relaciones sexuales de las especies ―sobre todo la especie
humana― para dañarlas, estropearlas y malograrlas. Siempre en nombre de una
religión, una filosofía o una ideología. Es difícil exterminar la vida, porque
la biología se abre paso sobre todas las cosas, y, por supuesto, sobre los
venenos de la religión, la filosofía y las ideologías, las cuales, hay que
constatarlo, se transforman históricamente, una y otra vez, para seguir hastiando
a todos y cada uno de nosotros, es decir
―dicho en crudo― jodiendo a todo dios.
Ansiedad de idealismo científico:
intervención fanática y extrema de religión, filosofía e ideología