Mostrando las entradas para la consulta idealismo alemán ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta idealismo alemán ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas

El eclipse ilustrado. Sobre la ignorancia de los ilustrados y el timo de la Ilustración europea y europeísta

 




Cuando una presunta persona inteligente sitúa el origen del racionalismo moderno en la Ilustración, nos dice mucho acerca de su formación, pensamiento y originalidad. 

Nos dice, ante todo, que carece de pensamiento original y formación propia. Nos dice, ante todo, que no dispone de alterativa a la educación convencionalmente recibida, y que se ha instalado en ella, de forma acrítica e irresponsable, como podría enquistarse en un kitsch cualquiera, en eviterna hibernación. 

Nos dice, también, que no es capaz de percibir, identificar, y ni mucho menos de interpretar, el racionalismo esencial de la Edad Moderna, es decir, el racionalismo del Barroco. 

Identificar la razón con la Ilustración es pacer en el yermo del esperma infértil del idealismo anglosajón. En particular, de la más estéril de todas las semillas, la del idealismo alemán. Y ―con permiso de Rubén―, nos declara, muy claramente, «no saber a dónde vamos, ni de dónde venimos». 

Quien explica el racionalismo de Cervantes a través del racionalismo ilustrado y romántico, no es que haya perdido la razón: es que nunca la ha tenido. Ni sabe lo que es razonar. Quien no se da cuenta de que Quevedo es más racional que Rousseau, no es que le falte un verano: es que le faltan tres siglos decisivos de Edad Moderna, Siglos de Oro incluidos, por supuesto. 

Esta es la forma de «pensar» de la casi totalidad de nuestros intelectuales, filósofos, profesores, y de más familia. Un disco rayado que emite y recita, desde hace más de 300 años, el mismo mensaje. La misma tontería. El eclipse ilustrado.


Jesús G. Maestro




El eclipse ilustrado.
Sobre la ignorancia de los ilustrados
y el timo de la Ilustración europea y europeísta




El Romanticismo anglosajón es consecuencia de la ignorancia del Barroco hispano y de la atrición de la Reforma

 


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro



Se ha repetido con frecuencia una mentira, según la cual la realidad pierde objetividad en el Barroco. 

No es cierto algo así. La realidad no pierde objetividad en el Barroco. El proceso es otro, y más complejo: a la objetividad de determinadas realidades se enfrenta, en el Barroco hispano –por primera vez en la Historia–, la objetividad de determinados individuos. 

Hablamos de objetividad, no de impulsos fideístas ni de ansiedades subjetivas, ni mucho menos de patologías idealistas ni de utopías políticas o religiosas, es decir, no hablamos de Lutero. 

El Romanticismo luchaba –desde las limitaciones históricas anglosajonas– por objetivos ya conseguidos en el Barroco hispánico: los objetivos del yo. Se trataba de logros hasta entonces –finales del siglo XVIII– inasequibles a la anglosfera.

La crítica tradicional anterior al Barroco hispano y al Romanticismo anglogermánico había considerado al personaje literario como agente de acciones, en la medida en que se enfrentaba a múltiples obstáculos para vencerlos, evitarlos o sucumbir en ellos. 

Las filosofías idealistas introducen en la anglosfera un concepto de sujeto y de persona desde el que se pretende identificar en el personaje una expresión de inteligencia y de voluntad que supere las exigencias de la fábula, y que al mismo tiempo demuestre cómo el protagonista literario toma conciencia de sí mismo, mediante la reflexión sobre sus propios actos y desde la inmanencia de su propio discurso (soliloquio dramático). 

Este concepto de personaje y de persona ya estaba presente en el Barroco hispano, y don Quijote, don Juan e incluso hasta Celestina, por no hablar de la Lozana andaluza, entre decenas de ejemplos, son clara muestra de ello. 

Se nos ha enseñado a interpretar el Romanticismo desde una trayectoria lineal, como una secuencia sucesiva y progresiva de ideas y corrientes de pensamiento dadas en el curso de la Historia. 

Sin embargo, el Romantismo no es un movimiento que pueda interpretarse como consecuencia de movimientos previos, sino como algo mucho más grave y crudamente delator: el Romancismo es consecuencia del aislamiento que, hasta la Ilustración europea y europeísta, limita y atrofia la forma de vida cultural, política y literaria de la anglosfera. 

El Romanticismo sólo se explica como un movimiento que surge desde la ignorancia histórica del Barroco hispánico, con el que se identifica, al descubrirlo a posteriori, cual legitimación de una profecía post eventum, el mundo anglosajón. 

Sin la atrición de la Reforma religiosa y el aislamiento valetudinario del luteranismo, que mantuvo en condiciones feudales el comercio y la inteligencia de su área geográfica, prácticamente hasta mediados del siglo XVIII, el Romanticismo alemán no habría tenido lugar jamás, del mismo modo que el idealismo filosófico prusiano hubiera sido solamente eso, una utopía sectaria y extraviada en uno de los divertículos de la Historia decimonónica. 

El éxito del Romanticismo, como el artificio publicitario del idealismo filosófico alemán, se debe al triunfo económico de la anglosfera, y sobre todo al papel propagandístico que uno y otro movimiento –Romanticismo e idealismo– desempeñaron desde finales del siglo XVIII en la construcción rosalegendaria de una Europa septentrional –que comienza a considerarse a sí misma moral y laboriosamente superior a la Europa meridional– y al servicio siempre de una imagen mítica y sofista de la anglosfera, un auténtica filfa que llega hasta nuestros días, cuyos estertores deja al descubierto hoy la crisis irrevocable e irreversible de la democracia posmoderna.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022 (IV, 2.14).



Quevedo no es precedente del existencialismo, es el existencialismo mismo

 



Una de las notas más poderosas de la literatura de Quevedo no es ser precedente del existencialismo, sino ser existencialismo mismo.

Quevedo, y no Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger o Sartre, es el artífice del existencialismo, a partir de una transformación específicamente hispana de senequismo y cristianismo. Considerar que el centro de gravedad del existencialismo está en Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger o Sartre, es ignorar que estos escritores o filósofos —o sofistas—, o como se les quiera llamar, no son sino existencialistas extemporáneos. Y excéntricos.

La Edad Contemporánea, de la mano del pensamiento anglosajón e idealista alemán, busca de forma errática, e incluso mística, respuestas a preguntas que ya tenían explicación y solución muy racional en los Siglos de Oro españoles. Si Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger o Sartre, y otros tantos sofistas contemporáneos, se hicieron estas preguntas de nuevo, con más de 200 y 300 años de retraso, se debe sobre todo a su ignorancia absoluta del Barroco español y del pensamiento literario y aurisecular de aquellos siglos.

La ignorancia brutal del pensamiento siglodeoresco es una factura que ha pagado muy cara la Anglosfera, y que el mundo contemporáneo y posmoderno sigue lastrando crudamente, porque sigue invisibilizando, hoy más que ayer, ese arsenal de pensamiento y de racionalismo barroco español.

Buscar la originalidad del existencialismo en el Dasein de Heidegger —o en su patética y pueril idea de tiempo— es declarar la más absoluta ignorancia respecto a la obra literaria de Francisco de Quevedo. La culpa no la tiene Heidegger: la culpa la tiene la acomodaticia y académica ignorancia de los intérpretes de este filósofo nazi.

Lo mismo cabe decir del resto de los filósofos antemencionados, en particular del enfermizo Kierkegaard, un hombre que «piensa» en la realidad a partir de la supresión de la realidad, es decir, como poseso de un trastorno esquizotípico de personalidad, donde cualquier pensamiento mágico campea por sus respetos.

Es admirable cómo se puede interpretar la realidad de espaldas a la realidad. He aquí el secreto del idealismo alemán. Y no ser consciente de ello. Y aún atreverse a celebrarlo con el epifonema del sapere aude! (En latín, además, en el original kantiano de 1784, ¿Qué es la Ilustración?). ¿Qué entendimiento propio cabe usar cuando se ha perdido de vista la realidad? La filosofía contemporánea busca, de forma extraviada y equivocada, respuestas que ya están dadas en el pensamiento clásico de la tradición literaria hispanogrecolatina. Y no lo sabe.


Jesús G. Maestro


El timo de la estética kantiana, idealista y sin ideas

 

Teoría del arte


La expresión kantiana que concibe el arte como una finalidad sin fin aglutina una triplicidad de sofismas, relativos a: 

  1. La falacia del argumentum ad verecundiam o falacia de la autoridad, de tal modo que el contenido de una afirmación se fundamenta en el respeto debido a la persona que lo enuncia, o a quien se atribuye su enunciación, en este caso, la figura del propio Kant. 
  2. La falacia del razonamiento circular, en tanto que petitio principii (petición de principio) o declaración de fe de origen, desde el momento en que la proposición que ha de ser demostrada (el fin de una obra de arte) es una implicatura de la premisa de partida (porque el fin del arte es el arte mismo). 
  3. La falacia del argumentum ad consequentiam, sofisma típicamente kantiano, determinado por el psicologismo inherente a todo discurso idealista, que afirma una premisa dirigida contra sus propias consecuencias, con objeto de hacer prevalecer los contenidos de la premisa, con frecuencia falsos y siempre fenomenológicos, desacreditando todas cuantas consecuencias resulten alternativas a aquella en que se fundamenta la premisa fraudulenta. 

Dicho de otro modo: se trata de sostener un argumento según el cual una creencia (premisa) es verdadera o falsa si conduce respectivamente a una experiencia (consecuencia) benigna o indeseable para el interlocutor que la formula. 

Es sofisma porque basar la verdad de una afirmación en las consecuencias morales, esto es, en las normas de cohesión de una sociedad humana —lo que llamaríamos el «consenso»—, no sólo no asegura que el contenido de la premisa sea verdadero, sino que ni siquiera garantiza que sea real. 

Ésta es sobre todo falacia propia de idealistas. 

Y sobre todo de posmodernos, que llevan a la retórica del «consenso» o del «diálogo» la solución verbal de problemas que sólo pueden resolverse ontológicamente, esto es, no con palabras, sino con hechos. 

Asimismo, categorizar las consecuencias como benignas o indeseables es intrínsecamente un acto de subjetivismo radical, dado tanto en el yo del individuo (autologismo) como en el nosotros del gremio (dialogismo): «El arte ha de tener una finalidad sin fin, porque si tiene un fin fuera de sí mismo, entonces no es arte». 

He aquí la preceptiva sofista de la estética idealista del arte contemporáneo y posmoderno, confitada por la retórica de la antanaclasis, la geminación y la cohabitación oximorónica: «el arte es una finalidad sin fin». 

Kant no sólo reduce de este modo la estética o filosofía del arte nada menos que a una hermenéutica de la sensibilidad, a una suerte de psicología de la percepción (aisthesis), sino que llega aún más lejos, al conjurar definitivamente toda posibilidad de interpretación científica del arte en general y de la literatura en particular. 

Así se impone la interdicción científica de la interpretación literaria, en nombre no de una filosofía platónica, que destierra la literatura de la República, sino en nombre de una filosofía no menos idealista e incompatible con la realidad: una filosofía que no  ve en el arte nada útil y nada inteligible, porque sólo ve sentimientos personales y experiencias psicológicas. 

¿Cabe mayor miseria interpretativa en la Historia del Arte y de la Literatura que la ofertada por el Idealismo alemán? 

No sorprende que algo así se haya producido en la tradición luterana: lo que sorprende es que tal cosa haya encontrado seguidores más allá de la Anglosfera y más allá de un Romanticismo que no acaba de extinguirse. 

Kant reduce el arte a puro psicologismo (aisthesis = sensación). Porque el fin del arte, entre otros muchos fines, es el de ser interpretado lógicamente. 

El arte no puede limitarse a una experiencia estética, a una operación de aisthesis o sensación. 

El arte es superior e irreductible a lo sensible. 

El arte exige lo inteligible. 

El arte es arte, ante todo, porque es inteligible. 

Una «obra de arte» incomprensible no es, ni puede ser, una obra de arte.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.


Fascinación por lo incomprensible






Lo incomprensible resulta culturalmente muy fascinante. Sobre todo para los zánganos. Es la esencia del idealismo alemán: la fascinación por lo sensible de un espectador de obras de arte y literatura que renuncia a lo inteligible de su explicación.






Los orígenes de la nada: una nota sobre el nihilismo posmoderno

 



La filosofía tradicional, incluso hasta el pensamiento kantiano y todo el idealismo alemán, identificó en el mundo desconocido la metafísica. 

Kant denomina noúmeno al mundo desconocido, e identifica el mundo conocido con el fenómeno. 

Con la irrupción de la retórica nietzscheana, freudiana y heideggeriana, y en particular en todo el discurso posmoderno, la metafísica tradicional sufre una eversión, una vuelta del revés o Umstülpung, de modo que comienza a hablarse de una forma desposeía de materia [Ø], es decir, de una forma incorpórea, algo, como digo, inconcebible desde la Crítica de la razón literaria

Nietzsche es el primero en dar este paso, al postular una metafísica nihilista, desde su proclamación de la muerte de Dios en el parágrafo 125 de su Die fröhliche Wissenschaft (1882). 

Nietzsche proclama una suerte de teología sin Dios, un Universo sin fundamento, un mundo sin amo, un teatro vacío, un espacio sin hechos. Dicho en términos gnoseológicos: no habrá hechos, sino interpretaciones, porque no habrá materia, sino sólo formas. 

De una declaración de este tipo sólo pueden surgir fantasmas, es decir, formas incorpóreas, esto es, nada. Y la más poderosa de estas formas incorpóreas, el más deslumbrante de estos fantasmas es de diseño freudiano, y su nombre fue Inconsciente. 

Esta figura, de ingeniería extraordinariamente racional, pero disfrazada de irracionalismo seductor, es depositaria de toda la metafísica anterior a Nietzsche, pero desposeída ahora de toda materia. 

El Inconsciente es pura forma sin materia. Es la eversión posmoderna del mundo desconocido de los antiguos, pero disfrazado de irracionalismo seductor (el cebo no debe permitir que se vea el anzuelo). Es decir, es la nada [Ø]. 

El Inconsciente no es un órgano corporal, como puede serlo el hígado, el pulmón o la uretra, pero fue un objeto de conocimiento de la medicina en una de sus etapas históricas más recientes y más novelescas o fabulosas. Hasta que la medicina descubre el trampantojo, y se lo devuelve a la filosofía. Como un deshecho, ajeno a la ciencia.

Freud fue, sin duda, el mejor novelista del siglo XX. A Freud los médicos lo leen como se lee a un narrador de historias fabulosas, y los filósofos lo leen como quien lee a un científico. Algo así como leer el Origen de las especies (1859) de Darwin como una novela y el Génesis bíblico como el origen biológico e histórico de la especie humana.

Nietzsche, Freud y Heidegger son de hecho los fundadores y diseñadores de la metafísica posmoderna, caracterizada por entronar, en nombre de un relativismo absoluto ―adviértase la hiperbólica paradoja― la eversión o negatividad de la metafísica tradicional: de la materia sin forma (M) [el Dios de la Teología] se ha pasado a la forma sin materia (Ø) [la muerte de Dios, en Nietzsche; el inconsciente en Freud; el Dasein en Heidegger…; hasta la absurda idea de texto infinito de Derrida, por ejemplo, donde estaría formalmente «escrito» todo lo que materialmente no existe].

Cuántas ficciones nos regala la filosofía...


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017 · 2022.



Los fantasmas de la filosofía y los orígenes de la nada:
el cuento del nihilismo posmoderno