El Romanticismo anglosajón es consecuencia de la ignorancia del Barroco hispano y de la atrición de la Reforma

 


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro



Se ha repetido con frecuencia una mentira, según la cual la realidad pierde objetividad en el Barroco. 

No es cierto algo así. La realidad no pierde objetividad en el Barroco. El proceso es otro, y más complejo: a la objetividad de determinadas realidades se enfrenta, en el Barroco hispano –por primera vez en la Historia–, la objetividad de determinados individuos. 

Hablamos de objetividad, no de impulsos fideístas ni de ansiedades subjetivas, ni mucho menos de patologías idealistas ni de utopías políticas o religiosas, es decir, no hablamos de Lutero. 

El Romanticismo luchaba –desde las limitaciones históricas anglosajonas– por objetivos ya conseguidos en el Barroco hispánico: los objetivos del yo. Se trataba de logros hasta entonces –finales del siglo XVIII– inasequibles a la anglosfera.

La crítica tradicional anterior al Barroco hispano y al Romanticismo anglogermánico había considerado al personaje literario como agente de acciones, en la medida en que se enfrentaba a múltiples obstáculos para vencerlos, evitarlos o sucumbir en ellos. 

Las filosofías idealistas introducen en la anglosfera un concepto de sujeto y de persona desde el que se pretende identificar en el personaje una expresión de inteligencia y de voluntad que supere las exigencias de la fábula, y que al mismo tiempo demuestre cómo el protagonista literario toma conciencia de sí mismo, mediante la reflexión sobre sus propios actos y desde la inmanencia de su propio discurso (soliloquio dramático). 

Este concepto de personaje y de persona ya estaba presente en el Barroco hispano, y don Quijote, don Juan e incluso hasta Celestina, por no hablar de la Lozana andaluza, entre decenas de ejemplos, son clara muestra de ello. 

Se nos ha enseñado a interpretar el Romanticismo desde una trayectoria lineal, como una secuencia sucesiva y progresiva de ideas y corrientes de pensamiento dadas en el curso de la Historia. 

Sin embargo, el Romantismo no es un movimiento que pueda interpretarse como consecuencia de movimientos previos, sino como algo mucho más grave y crudamente delator: el Romancismo es consecuencia del aislamiento que, hasta la Ilustración europea y europeísta, limita y atrofia la forma de vida cultural, política y literaria de la anglosfera. 

El Romanticismo sólo se explica como un movimiento que surge desde la ignorancia histórica del Barroco hispánico, con el que se identifica, al descubrirlo a posteriori, cual legitimación de una profecía post eventum, el mundo anglosajón. 

Sin la atrición de la Reforma religiosa y el aislamiento valetudinario del luteranismo, que mantuvo en condiciones feudales el comercio y la inteligencia de su área geográfica, prácticamente hasta mediados del siglo XVIII, el Romanticismo alemán no habría tenido lugar jamás, del mismo modo que el idealismo filosófico prusiano hubiera sido solamente eso, una utopía sectaria y extraviada en uno de los divertículos de la Historia decimonónica. 

El éxito del Romanticismo, como el artificio publicitario del idealismo filosófico alemán, se debe al triunfo económico de la anglosfera, y sobre todo al papel propagandístico que uno y otro movimiento –Romanticismo e idealismo– desempeñaron desde finales del siglo XVIII en la construcción rosalegendaria de una Europa septentrional –que comienza a considerarse a sí misma moral y laboriosamente superior a la Europa meridional– y al servicio siempre de una imagen mítica y sofista de la anglosfera, un auténtica filfa que llega hasta nuestros días, cuyos estertores deja al descubierto hoy la crisis irrevocable e irreversible de la democracia posmoderna.


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022 (IV, 2.14).