Desde el nacimiento de la Filología como ciencia —evitaré hablar de hermenéutica, a la que estimo, en muchas de sus manifestaciones, una suerte de retórica confitada de pseudofilosofía metafísica, muy adecuada para hormonar todo tipo de alegorías—, la escritura deja progresivamente de ser el repositorio de lo sagrado.
El triunfo de la literatura exige la secularización de las palabras. Y de sus realidades y contenidos referenciales.
No obstante, en los orígenes de la genealogía de la literatura nada de esto, relativo a la secularización y a la desmitologización, era concebible. Hoy, sin embargo, resulta racionalmente inaceptable atribuir a la escritura —a cualquier tipo de de escritura— un valor sobrenatural, mágico o apotropaico.
Las concepciones sobre el origen de la escritura, determinadas por el uso de los contenidos transcritos, invocaban genealogías legendarias y míticas, cuyo emplazamiento y realidad se situaban siempre fuera de la historia y de la existencia humanas, es decir, fuera del mundo interpretado por lo positivamente conocido. Dioses y mitos —que no seres humanos— eran los creadores o inventores de la escritura. Sin embargo, no nos consta que la invención de la literatura se haya atribuido jamás a un dios, un numen o un mito. ¿Por qué?
Porque cuando la literatura se concibe y se identifica como tal, las divinidades genesíacas, con todas sus teogonías y teodiceas, ya han sido vencidas por la razón. Y embellecidas por la literatura y las artes, que se han encargado de poetizarlas, esto es, de embalsamarlas estéticamente. El arte es el túmulo de los dioses.
Cuando la literatura toma conciencia de sí misma, los dioses genesíacos llevan siglos muertos. La conceptualización de lo literario es muy posterior a la muerte de los dioses. La literatura es una construcción provocativamente humana y astutamente racionalista. Los dioses son de todo menos literatos.
La idea más perfecta que el ser humano ha dado de la sinrazón, de la locura o del irracionalismo, es una idea de diseño genuinamente literario, no científico, ni filosófico, ni mucho menos religioso o mágico. Las mejores locuras del mundo se han construido en los talleres de la literatura, y no en los sanatorios psiquiátricos —Foucault me disculpará—, ni en las iglesias, sinagogas o mezquitas, ni en las tribus primitivas o contemporáneas (sociedades bárbaras o incívicas, a la las que hoy se llama eufemísticamente «indígenas»).
Chamanes, augures, arúspices, druidas, visionarios, profetas, ornitoscopistas, etc., razonan desde la ignorancia. Lo suyo es una lección retórica de insipiencia. La literatura, sin embargo, construye locos inteligentísimos, cuya sagacidad y astucia postula una idea de locura (diseñada para ser) superior al común racionalismo humano.
En suma, ha sido la Filología, frente a la hermenéutica, es decir, el conocimiento científico de la palabra escrita, frente a la adulteración imaginaria o simbólica del sentido de esas mismas palabras, astuta y sofisticadamente descontextualizadas, y desvertebradas de la genuina symploké histórica en la que están insertas, la que ha contribuido de forma decisiva a disociar la escritura de lo sagrado.
Porque en la genealogía de la literatura, lo sagrado era la placenta de la escritura.