La literatura es, por su propia naturaleza, por su propia esencia, infiel a todo. Es algo peor y más laberíntico incluso que la mentira. Las mentiras, a veces, pueden descubrirse, revelarse, esclarecerse. La literatura no. La literatura no se deja. No permite esa transparencia sobre sí misma.
La literatura es ante todo confusión, infidencia, adulteración. Trampa.
Quien acuda a la literatura en busca de conocimientos, verdades, realidades, confirmaciones..., solo preservará su ignorancia. Fanatizada, incluso.
A la literatura hay que llegar leído, hay que llegar vivido, hay que llegar después de haber participado en todas las guerras y amores de la vida.
El principal problema de la literatura es que a ella se acercan, con las máximas pretensiones, autores y lectores que no han vivido nada, que no han leído nada, que no han ido a ninguna guerra y que no han vivido en su vida (es necesaria la redundancia) un amor que valga este nombre.
Quien pretenda saber lo que es el amor o la guerra leyendo obras literarias nunca aprenderá nada ni sobre el amor ni sobre la guerra. Porque la literatura no nos informa sobre la realidad, sino cómo quienes conocen la realidad la adulteran de forma extraordinariamente atractiva e inteligente. Eso es el arte: una adulteración de diseño.
La literatura lo confunde todo. Cínicamente. Acercarse a ella sin la debida preparación, sea como autor, sea como lector, es la mejor forma de convertirse en un imbécil acreditado. Y no saberlo. No saberlo nunca.
No por casualidad la mayor parte de los que se declaran artistas y poetas son, simplemente, idiotas.
Y los idiotas, por desgracia para ellos, no tienen amigos inteligentes.