Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, como profesor universitario, autor de la Crítica de la razón literaria, dispone de forma abierta, libre y gratuita, de toda su actividad docente, académica e investigadora, en internet, con más de mil clases grabadas en su canal de YouTube.
La filosofía tradicional, incluso hasta el pensamiento kantiano y todo el idealismo alemán, identificó en el mundo desconocido la metafísica.
Kant denomina noúmeno al mundo desconocido, e identifica el mundo conocido con el fenómeno.
Con la irrupción de la retórica nietzscheana, freudiana y heideggeriana, y en particular en todo el discurso posmoderno, la metafísica tradicional sufre una eversión, una vuelta del revés o Umstülpung, de modo que comienza a hablarse de una forma desposeía de materia [Ø], es decir, de una forma incorpórea, algo, como digo, inconcebible desde la Crítica de la razón literaria.
Nietzsche es el primero en dar este paso, al postular una metafísica nihilista, desde su proclamación de la muerte de Dios en el parágrafo 125 de su Die fröhliche Wissenschaft (1882).
Nietzsche proclama una suerte de teología sin Dios, un Universo sin fundamento, un mundo sin amo, un teatro vacío, un espacio sin hechos. Dicho en términos gnoseológicos: no habrá hechos, sino interpretaciones, porque no habrá materia, sino sólo formas.
De una declaración de este tipo sólo pueden surgir fantasmas, es decir, formas incorpóreas, esto es, nada. Y la más poderosa de estas formas incorpóreas, el más deslumbrante de estos fantasmas es de diseño freudiano, y su nombre fue Inconsciente.
Esta figura, de ingeniería extraordinariamente racional, pero disfrazada de irracionalismo seductor, es depositaria de toda la metafísica anterior a Nietzsche, pero desposeída ahora de toda materia.
El Inconsciente es pura forma sin materia. Es la eversión posmoderna del mundo desconocido de los antiguos, pero disfrazado de irracionalismo seductor (el cebo no debe permitir que se vea el anzuelo). Es decir, es la nada [Ø].
El Inconsciente no es un órgano corporal, como puede serlo el hígado, el pulmón o la uretra, pero fue un objeto de conocimiento de la medicina en una de sus etapas históricas más recientes y más novelescas o fabulosas. Hasta que la medicina descubre el trampantojo, y se lo devuelve a la filosofía. Como un deshecho, ajeno a la ciencia.
Freud fue, sin duda, el mejor novelista del siglo XX. A Freud los médicos lo leen como se lee a un narrador de historias fabulosas, y los filósofos lo leen como quien lee a un científico. Algo así como leer el Origen de las especies (1859) de Darwin como una novela y el Génesis bíblico como el origen biológico e histórico de la especie humana.
Nietzsche, Freud y Heidegger son de hecho los fundadores y diseñadores de la metafísica posmoderna, caracterizada por entronar, en nombre de un relativismo absoluto ―adviértase la hiperbólica paradoja― la eversión o negatividad de la metafísica tradicional: de la materia sin forma (M) [el Dios de la Teología] se ha pasado a la forma sin materia (Ø) [la muerte de Dios, en Nietzsche; el inconsciente en Freud; el Dasein en Heidegger…; hasta la absurda idea de texto infinito de Derrida, por ejemplo, donde estaría formalmente «escrito» todo lo que materialmente no existe].
El inconsciente brota genealógicamente de una transducción de la idea de voluntad procedente de Schopenhauer, heredera a su vez de una secularización de la Idea de Dios, que a través de Nietzsche adquiere en Freud la expresión ―fantasmagórica― de una forma desposeída de materia. Es el logro de una forma incorpórea.
La secularización de la Idea de Dios supone un paso de la trascendencia a la inmanencia, de la metafísica tradicional al nihilismo retórico ―y poético―, en virtud del cual “Dios ha muerto” (Nietzsche, La gaya ciencia, § 125). Dios ha muerto, sí, pero su “voluntad” parece persistir en la conciencia humana del Universo. De lo contrario, todo el relato nihilista perdería su gracia, y su amenazadora seducción.
Si la nada no se fundamenta en una divinidad, aunque esta divinidad sea antropológica, ¿qué uso podrá hacerse del nihilismo? Sin una idea de Dios, la nada resulta ilegible. E inerme. La propia conciencia del ser humano interioriza la fuerza psicológica de esta “poderosa voluntad inmanente” ―ya secularizada―, y la identifica con sus propias pulsiones. Las más personales.
A la formalización de esos impulsos, inmanentes e inderogables, Freud les asignó una sala VIP, un escenario oculto y soterrado en un lugar de sofisticado diseño y, por supuesto, completamente imaginario. Naturalmente, inaccesible. Una suerte de espacio metafísico, depositado ―inexplicablemente― en una parte no identificada del organismo humano, denominada, según describe ficticiamente la retórica psicoanalítica, inconsciente. He aquí uno de los espacios más fabulosos y rentables de la psicología y la sociología del siglo XX.
El inconsciente freudiano es, además, una forma incorpórea dotada de competencias operatorias, a las que se atribuye, incluso, por si fuera poco, la capacidad de sustraerse a la razón, de ser superior al racionalismo humano, y de vencerlo y burlarlo en cualesquiera circunstancias y tesituras.
El inconsciente freudiano sería algo así como un Dios todopoderoso e inmutable, indomesticable e incognoscible, que todo ser humano lleva dentro —aunque no se sabe exactamente dónde... (¿cerebro, testículos, hígado, tobillo, ombligo...?)—, y del que resulta imposible desasirse o desligarse, que aflora sobre todo durante el sueño, y que, para terminar, o para empezar, nos tiene —según los postulados freudianos— cogidos por los mismísimos genitales, núcleo energético y libidinoso fundamental de las actividades humanas todas.
Indudablemente, semejante duende, demon o numen, tiene una gracia extraordinaria.
Lástima que sólo exista en la imaginación de los relatos freudianos, y en la mente de sus creyentes lectores.
Si Nietzsche hubiera podido leer los relatos o cuentecillos de Freud sólo habría reconocido en tales fábulas la expresión más caricaturesca y épica de sus propios escritos. Cuando no un sofisticado plagio de aspectos esenciales de su propio pensamiento.
Hoy se habla más del narcisismo que del miedo, cuando este último es un polizón que acompaña todos nuestros actos, sentimientos, pensamientos y omisiones.
El miedo a la libertad del prójimo explica el origen y pervivencia de todo tipo de religiones, filosofías e ideologías.
El ser humano se agrupa en órdenes religiosas, escuelas filosóficas y grupos ideológicos para sentirse más seguro frente a la libertad de los demás. Y, por supuesto, para limitarla, contrarrestarla o exterminarla, siempre que sea posible.
El inconsciente mismo, tal como lo plantea Freud, es el miedo a la razón de los demás. El inconsciente es siempre muy consciente de las razones ajenas.
Explicar el miedo exige ponerlo en relación con hechos de los que hasta hoy nadie ha hablado con claridad suficiente. El miedo es el tabú de las personas inteligentes.
Habitualmente se considera a Platón como fundador de la filosofía académica. Naturalmente esta consideración es razonable, pero también cuestionable desde determinados criterios.
Acaso Platón sea el fundador de la filosofía institucionalizada académicamente, más que de la filosofía académica propiamente dicha. Vamos a explicar esta cuestión.
No es Platón, a mi juicio, sino Aristóteles, quien lleva a cabo realmente esa fundación ―la fundación de la filosofía, como disciplina académica―, al liberar a la filosofía de una hipoteca metafísica, que la hace incompatible con la realidad.
Platón, en cierta medida ―y sólo en cierta medida, dado que introduce cambios fundamentales, como el principio de symploké y la ontología dialéctica―, es el canto del cisne de la metafísica presocrática.
Platón es un idealista filosófico, un utopista político y geómetra lúdico. Su idea de ciencia es totalmente formalista, sus planteamientos sobre política resultan absolutamente inviables, por imaginarios y fantasiosos, y sus conocimientos de literatura son abiertamente ridículos y por completo paupérrimos, además de amenazantes y patibularios.
Hoy no se puede hablar de literatura en términos platónicos ―es decir, no se puede citar a Platón, como una autoridad sobre poética literaria―, porque este filósofo idealista desconoció toda la literatura que, durante 25 siglos de Historia y comparatismo, constituye y conforma la ontología literaria que hoy tenemos delante y a la que podemos y debemos enfrentarnos. Y que, desde luego, no es posible ni legítimo ignorar.
No hay en Platón nadaactual sobre interpretación literaria. Citar a Platón como autoridad o referente de la literatura es una cursilería que sólo se pueden permitir novatos, diletantes o inexpertos. Veamos por qué.
La locura, como la literatura, siempre es racionalmente muy ambigua. Lo que de veras sorprende es que hoy, en el siglo XXI, siga hablándose comúnmente ―incluso académicamente también― de locura en términos parejos a los del mundo antiguo y arcaizante. Y es aquí, en relación con la locura y la literatura, donde tenemos nuestra primera cita clave con Platón.
Había en la genuina Grecia dos corrientes metodológicas explicativas de la locura. Una de ellas, de raíces científicas y materialistas, procedió de Hipócrates (c. 460-377 a.n.E.), quien, desde la Isla de Cos, interpretó la locura al margen de las teorías demonológicas y numinosas, indudablemente metafísicas, que sus contemporáneos habían heredado e impuesto.
Como sabemos, con Hipócrates surge en los siglos V y IV la primera escuela de medicina. Esta concepción hipocrática de la locura apunta genealógicamente a los pitagóricos, quienes, como el propio Hipócrates, consideraban que los trastornos mentales ―que hoy llamaríamos psicopatologías― tenían una causa física y exigían una explicación material.
Se desestimaban de este modo las causas demonológicas y las explicaciones metafísicas de cualesquiera problemas psíquicos relativos a declaraciones, acciones o pensamientos supuestamente anómalos o anormales. Desde tales criterios hipocráticos, la locura se concebía como una enfermedad física que tenía causas y consecuencias naturales.
Sin embargo, esta concepción de la idea de locura resulta eclipsada y destruida por Platón y su filosofía metafísica, idealista y utópica, desde la cual se restaura de nuevo la tesis demonológica y espiritualista como causa de la locura.
Desde finales del siglo V a.n.E., las ideas metafísicas (platónicas) sobre la locura se imponen a las tesis naturalistas o fisiológicas (hipocráticas) con un éxito sorprendente, el cual llega hasta nosotros, apadrinado por el cristianismo medieval, el protestantismo reformista, la ilustración europeísta ―pese a todos sus mitos hiperracionales y logocéntricos―, el idealismo alemán y la contemporánea posmodernidad anglosajona.
¿No es curioso que la filosofía (idealista) de Platón haya destruido la medicina (materialista) de Hipócrates? ¿No resulta sorprendente que la filosofía, que se jacta de fundamentarse sobre saberes científicos, los rechace y desestime irracionalmente, nada menos que para la posteridad, y discurra por los caminos propios de una metafísica para explicar la realidad material humana?
Platón (c. 427-347 a.n.E.) era aproximadamente unos 30 años más joven que Hipócrates, y su filosofía resultó más hechizante ―por idealista y utópica― que la medicina hipocrática, sin duda más naturalista, fisicalista y materialista. Y por ello mismo mucho menos atractiva.
En la Historia del pensamiento de Occidente, como del mismo modo ocurrió en Oriente, y acaso allí con mucha mayor intensidad, el espíritu siempre ha gozado de buena fama, sin cardar una lana, frente a una materia que, sin duda y por supuesto, resultó demonizada desde siempre de forma irrevocable y sin apelación posible.
La obra platónica, saturada de misticismo, y salvaguardada por los intereses políticos y religiosos del cristianismo de todos los tiempos ―tanto del católico como incluso, con más fuerza aún, del reformado―, destruyó para la posteridad el crédito de las ideas hipocráticas sobre la explicación naturalista y materialista de la locura.
Platón no sólo resultó ser en este punto un precursor del inconsciente freudiano, al anteponer el impulso místico como fundamento y motor de la locura, y prototipo del comportamiento psicopatológico, sino que fue responsable de legitimar la locura, ante los idealistas y románticos de la Edad Contemporánea, como una forma superior de racionalismo, al entender estos últimos, de forma revertida, que la «verdad» de lo humano se objetivaba en un inconsciente reprimido por la razón, o en un misticismo cuya fuerza se revelaba ―por fin, en libertad― en los estados oníricos, psicopatológicos o simplemente anómicos.
De este modo, toda forma de heterodoxia queda definitivamente justificada, tanto en términos políticos como religiosos, bajo el amparo posmoderno de una idea de libertad completamente gratuita y presuntamente irracional.
Enfrentarse a la razón será ―de nuevo― una forma de exhibir esta idea gratuita y falsa de libertad. Pero una cosa es exhibir un postureo libertario y posmoderno, y otra muy diferente es ejercer de veras la libertad. La saga de los sofistas y de los irracionalistas de diseño es recurrente: Montaigne, Rousseau, Nietzsche, Freud, Heidegger, Derrida, Foucault... E imitadores. Marx figura en otras listas, pero no en ésta. Carlos Marx no es soluble en ninguna posmodernidad. Su idealismo postula otros paraísos.
Sorprende impresionantemente que a nadie le haya sorprendido ―valga el extrañamiento― que Platón, el «fundador de la filosofía» para muchos autorizados filósofos, el transformador de la realidad a través de la política en su idealista República filosófica, en su modelo utópico e irreal de Estado, hubiera tomado como ciencia de referencia la geometría y no la medicina. ¿Por qué? ¿Por qué Platón toma como ciencia de referencia para entrar en la Academia la geometría y no la medicina? ¿Por qué puede entrar en la Academia quien ignore el materialismo médico pero no quien desconozca el idealismo geométrico? ¿Qué concepto tiene Platón de las ciencias? Pues un concepto completamente lúdico, idealista y logopédico. Platón juega con la geometría como si ésta fuera un logogrifo. ¿Qué puentes construyó Platón? ¿Qué campos aró, sembró o diseñó Platón como ingeniero o agrimensor gracias a sus conocimientos de geometría?
Usar la geometría para para proponer ejercicios mentales, no operatorios, y jueguecitos filosóficos y filosocráticos ―lo que equivale a decir también pseudofilosóficos y pseudosofísticos (porque toda filosofía no es sino una forma excéntrica de ejercer la sofística)― es una muestra más de cinismo y de ludismo que de originalidad filosófica y de desarrollo científico.
Desengáñese el admirador de los diálogos platónicos: Platón es artífice de una filosofía completamente incompatible con la realidad. Pero, precisamente por ello, de un poder seductor insólito y permanente. Platón es el primer seductor de idealistas. Y lo es aún hoy.
He insistido en diferentes lugares en que difícilmente se puede considerar a Platón como fundador de la filosofía. Platón es un sofista más, si bien excéntrico, como su maestro, Sócrates.
Si la filosofía tiene realmente un comienzo, éste está en la obra de Aristóteles. Platón es el canto del cisne de un pensamiento realmente presocrático: su visión idealista y utópica, mística y metafísica, aunque le lleva a superar el monismo y el relativismo de todos sus predecesores, impulsado por un afán de originalidad que sólo en cierto modo fue capaz de satisfacer, no nos sitúa en la realidad de este mundo, sino en el idealismo absoluto de las ideas puras.
Su filosofía, como la de su mítico maestro y socrático ventrílocuo, sin duda y sin reservas, no era de este mundo. Y esta huida hacia el idealismo, esta fuga hacia la metafísica idealista y utópica, tanto en política como en ciencia, es lo que hace fascinante su filosofía, aún hoy, para todos aquellos que ―adolescentemente― se ilusionan con la idea de ser disidentes, ante una realidad que les disgusta, y superiores, ante un entorno que ―como a Sócrates gualdrapero― no les comprende en su «genialidad».
Desde un idealismo filosófico incompatible con el racionalismo materialista, Platón explicó a su manera lo que formó parte de su tiempo y de su espacio, de su historia y su geografía, muy reducidas frente a las nuestras, con todas las limitaciones que esto entraña, y que la tradición posterior a Platón nos sirvió en bandeja —cristiana primero, y secularizada después—, como una preceptiva que estaba prohibido tocar y cuestionar, de la Edad Media romana y apostólica al Romanticismo teísta y protestante, y de éste a nuestra contemporánea y no menos espiritualista posmodernidad.
El propio Aristóteles fue extremadamente cuidadoso en este punto con su maestro. Aristóteles fue un discípulo que supo nadar y guardar la ropa. Si todo discípulo es un intérprete sin originalidad ―que más que interpretar al maestro simplemente lo sigue, lo cita o lo recita―, Aristóteles supo ser un discípulo original, valga la abismal paradoja. Porque un discípulo original, a partir de cierto punto, deja de ser un discípulo, y se convierte en otra cosa. Es decir, deja de ser ―también― un condiscípulo.
Platón impregnó de misticismo todas sus interpretaciones de la realidad, e hipotecó definitivamente de este modo no sólo su propia filosofía, sino toda forma posible de interpretarla.
Piénsese que para Platón hay dos tipos de locura: una, que resulta de la enfermedad física, de la que no se ocupa en absoluto; y otra, cuya causa es metafísica, y actúa por inspiración divina o posesión demoníaca, al dotar a su poseso de potencias ―que no facultades― proféticas, poéticas o irracionales.
Es potencia, y no facultad, porque, para Platón, nadie enloquece cuando quiere, sino cuando puede, por mediación o intervención divinas o demonológicas. Aquí residiría la esencia, o la genialidad, de la creación poética: el poetizar. Así es como el misticismo filosófico de Platón eclipsa y disuelve el criterio naturalista de Hipócrates.
En cierto modo, podríamos decir que las ideas platónicas sobre la locura perduran hasta hoy en la mente de ciertos pensadores, idealistas y adolescentes.
Para Platón, la experiencia mística ―que no la experiencia fisiológica― explica el motor del comportamiento humano. Son los dioses quienes trastornan al ser humano, y no los hechos materiales de la vida real.
¿Son éstas interpretaciones que pueda asumir un filósofo materialista? Porque ésta y no otra es la teoría de Platón sobre la poesía y los poetas, sobre el origen de la literatura y la causa misma del hecho literario: una locura metafísica, que hace del poeta una criatura «alada», «divina», «loca», «enajenada», «demente»...
La poesía ―como prototipo de lo literario― era para Platón resultado del «alma» irracional, insensata, enferma, trastornada y alejada de todo racionalismo.
Esto es una «teoría» metafísica de la poesía y de la literatura que nada tiene que ver ni con la poesía ni con la literatura, y que desde luego hay que explicar por contraposición a la idea de locura que sostiene Hipócrates, como enfermedad diagnosticable desde causas y consecuencias naturales, y por contraposición a la idea de literatura que exige laCrítica de la razón literaria, como sistema de materiales y formas que objetiva, a través de la ficción, una forma inédita de racionalismo. Pues toda literatura mide y objetiva el grado de racionalismo del que dispone la sociedad humana que la hace políticamente posible.
Hipócrates es científico y materialista, frente a un Platón filosófico, idealista y utópico. He aquí el discípulo de Sócrates y el «fundador» de una filosofía, siempre metafísica, idealista y utópica, absolutamente incompatible con la realidad.
La filosofía de Platón es la de sus antepasados socráticos y presocráticos, pero mejor contada: «Porque es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia» (Platón, Ion, 534b). Y hasta aquí llega la inteligencia literaria de Platón. La filosofía platónica termina donde comienza la literatura.
No por casualidad desde Platón la literatura ha sido el Talón de Aquiles de los filósofos. Cuando la literatura habla, la filosofía calla. Porque sólo la literatura puede silenciar a la filosofía.
En este libro el lector encontrará una teoría sobre el origen de la literatura. Se expone así una genealogía literaria que trata de responder a cómo y por qué nació la literatura. La Crítica de la razón literaria es la única Teoría de la Literatura que expone una explicación sobre el origen de la literatura. Ninguna otra obra lo ha hecho con anterioridad. Se ha hablado con frecuencia del origen de la escritura, de la filosofía, del Derecho, de la medicina y hasta ―nietzscheanamente― de la moral y de la tragedia, pero nunca se ha expuesto ni una sola teoría sobre el origen de la literatura.
La tesis que aquí se sostiene es que la literatura nace del mito, la magia, la religión y las técnicas más básicas de oralidad y escritura humanas, y que comparte en su génesis muchas formas y contenidos con otras formas del saber. Sin embargo, la literatura no tardará en divorciarse estas formas de organización del conocimiento ―y de la ignorancia―, principalmente de la religión y de la filosofía, provocando ante ellas fuertes reacciones de dialéctica hostil y de animadversión histórica.
Platón no es soluble en Homero. La literatura nace, y no por casualidad, en una geografía no intervenida por Yahvéh. Hay un componente clave en el divorcio entre literatura y religión: la ficción. Ninguna religión está dispuesta a que sus divinidades se conviertan en ficciones. Todo creyente cree en la realidad de su dios. Y como la religión, la filosofía quiere creer en sus propias divinidades, desde el ápeiron y el nous hasta el espíritu absoluto, pasando por el demiurgo, el motor perpetuo, la sustancia pura, las mónadas, el inconsciente, el Dasein, el superhombre o el Ego trascendental, perífrasis patibularias en muchos casos de una suerte de «Gran Hermano» orwelliano.
La Historia de la filosofía, como la Historia de la religión, es un desfile ―con frecuencia inquietante y siniestro― de fantasmas, tiranos y criaturas esperpénticas diseñadas por la mente de los filósofos, revestidos ―además― de engreídos humanistas y salvadores ―incautos como adolescentes― del género humano. La filosofía… que siempre desemboca o en los pantanos totalitarios de la religión o en los mares turbulentos de la política.
Frente a estos imperativos y proscripciones, siempre limitadoras de las libertades de la literatura, se han rebelado numerosos autores. Y lo han hecho desde una literatura primitiva o dogmática, de la que han tratado de libertarse, a través de una literatura crítica o indicativa, en la línea del Quijote cervantino. Cuando no ha sido posible, el racionalismo humano se ha manifestado a través de una literatura sofisticada o reconstructivista, que trata de razonar de una forma sólo irracional en apariencia, pues en el arte y en la literatura todo irracionalismo es un irracionalismo de diseño racional. Y frente a él, siempre alerta y acechante, latebrosamente, una literatura programática o imperativa, como la diseñada por Platón en su patibularia y siniestra ―y por ello mismo seductora― República.
La literatura es el discurso de la libertad, y su genealogía así lo demuestra históricamente. La literatura es una lucha constante contra el idealismo. Algo de lo que los idealistas no se han percatado jamás. El Quijote de Cervantes es, en este punto, la más explícita demostración. Es una obra cuyo éxito se ha logrado precisamente porque ha seducido a sus víctimas, de las que se burla constantemente y desautoriza siempre: los idealistas. Pero ellos no lo saben. Y es mejor que así sea. Si descubrieran el hechizo, quemarían la obra de Cervantes. No importa que se lo digamos: no lo creen. No hay fuerza más poderosa que la ignorancia de un idealista.
Para triunfar en la vida es necesario seducir a los idealistas. Nadie prospera ni tiene éxito tratando de desengañar al prójimo. La gente quiere que la engañen, no que la eduquen. La gente presta atención a los políticos, no a los profesores. Y eso que casi siempre los unos son los portavoces vocingleros de los otros.
En la genealogía de la literatura está escrita la Historia de la libertad humana. Una Historia del desengaño diseñada contra los idealistas, cuyas son la creencia en la mentira y la sumisión a un poder trascendente. La literatura siempre pondrá genealógicamente su dedo en la llaga de tu irracionalismo. Tu supervivencia depende de que lo sigas ignorando.
Con motivo de la publicación del libro
titulado Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, en la editorial
HarperCollins, pongo a disposición, tanto de los lectores de la obra impresa
como de los oyentes del audiolibro, el siguiente autorretrato, en el
que, en formato audio, respondo de forma abierta y clara a las preguntas y
cuestiones que me han hecho llegar.
Estas palabras han de entenderse como lo que
son, un autorretrato que sirve de preludio o introducción a la lectura de este
libro, Una filosofía para sobrevivir en el siglo XXI, pues en realidad
yo soy un total desconocido para casi todos mis oyentes y lectores, aunque la mayor
parte de la gente crea lo contrario, algunos finjan conocerme ante terceros o
no falte quien imagine haber pretendido lo imposible. La apariencia no es la
realidad, salvo para el mundo anglosajón, que prefiere el espejismo al oasis y
la mentira al desengaño.
Con inevitable frecuencia es fácil confundir
al personaje que habla en un vídeo, o al autor de una obra académica y
científica, con la persona real que da cuerpo a ese personaje, y que no siempre
se corresponde con él, a pesar de todas las apariencias posibles, reales e
imaginadas por los espectadores. Comúnmente la gente se hace una idea muy equivocada
de la persona real, y adquiere de ella una imagen que nada tiene que ver con esa
realidad genuina y con frecuencia invisible. Es muy fácil confundir realidad y
apariencia, y habitualmente, como es bien sabido, toda apariencia tiende al
engaño. Es conveniente disociar algunos aspectos, muy importantes, entre
persona y personaje, es decir, entre la realidad del que habla y las ficciones
que mediáticamente, a veces también mítica o hasta legendariamente, estimulan
la imaginación, idealista y errada, de unos y otros.
Algunas personas me preguntan, con cierta
insistencia, quién soy yo, cuál es mi ideología, por qué digo esto o aquello,
qué obras literarias prefiero o recomiendo, si soy partidario del aborto o de
los abortos ―el plural aquí no es lo mismo que el singular―, a quién voto en
unas elecciones o qué objetivos políticos tengo, qué sistema educativo
considero mejor para la educación de los listos o de los tontos, o,
simplemente, me preguntan por qué no respondo a sus mensajes.
Me hacen, en suma, inquisiciones personales.
A fin de responder de forma discretamente
definitiva a estas y otras cuestiones, expongo aquí, con fines disuasorios, una
suerte de autorretrato, introducción a una serie de pensamientos aforismáticos
y obras escritas en las que se sintetiza y objetiva mi filosofía de la vida,
una filosofía de la que muchas personas se han hecho eco en internet y otros
medios, a partir de mi obra impresa y de mis vídeos en YouTube.
Debo decir que la mejor forma de encontrar
una respuesta a cualquier pregunta sobre mí es leer mi obra, directamente y sin
intermediarios, e interpretarla ―en su contexto― con la debida atención.
Leerla, sobre todo, sin patologías previas. A las patologías, comúnmente
se las llama prejuicios.
Un hecho ha de quedar claro desde el
comienzo, y para siempre: yo no hablo en nombre de ninguna ideología, ni de
ninguna religión, ni de ninguna filosofía. Yo sólo hablo en nombre de los
conocimientos de que dispongo. Tampoco hablo para gustar, ni para disgustar.
Hablo y escribo, simplemente, para exponer un sistema de ideas, relacionadas
siempre de un modo u otro con la literatura.
En mi vida, hasta este momento, he escrito esencialmente
tres libros. En primer lugar, Crítica de
la razón literaria, cuya primera edición es de 2017 y cuya décima y
definitiva edición es de 2022. En segundo lugar, Ensayo sobre el fracaso
histórico de la democracia en el siglo XXI, cuya primera edición es de 2020
y cuya tercera y definitiva edición es de 2024. En tercer lugar, he publicado
el libro que aquí y ahora presentamos: Una filosofía para sobrevivir en el
siglo XXI. El primer libro se refiere a la literatura; el segundo, a la
política; y el tercero, a mi público, es decir, a ti. También he difundido mi
actividad docente de forma abierta y gratuita en más de mil ―y pico― vídeos, y
he publicado unos cuantos artículos, opúsculos y ensayos. Mi primer artículo en
la prensa lo publiqué con 16 años de edad, en el diario La Nueva España,
de Oviedo. Desde entonces no he dejado de escribir y publicar en diferentes
medios de comunicación.
El primero de estos libros, que titulé Crítica de la razón literaria. Una Teoría de
la Literatura científica, crítica y dialéctica, constituye un método
original y propio de interpretación literaria, cuyo objetivo, entre otros, ha
sido el de sacar a la literatura del cubo de la basura en que la han metido las
universidades actuales. En ese libro hablo de lo que sobre literatura no me
enseñaron en la Universidad. Necesité sólo 20 tomos, exactamente 7.198 páginas.
Escribirlo me llevó poco más de 20 años. Mis colegas lo han conocido por sus
hijos y alumnos. Los más viejos de ellos lo han ignorado por completo. Es una
obra que no pueden permitirse. Ni reconocer. Se sienten desautorizados y en
evidencia. Tantos años en esto, para darse cuenta al final de que no han hecho
más que repetir en español lo que otros dijeron antes en francés, inglés o
alemán. Acaso también en ruso. Los más jóvenes, sin embargo, han convertido
esta obra en su libro de cabecera. Algo tendrá el agua ―dicen― cuando la
bendicen. Sea como fuere, la Crítica de
la razón literaria ―y así lo ha advertido más de un lector― se ha
adelantado a toda una generación de lectores, y se ha saltado directamente a
los más viejos avechuchos para instalarse entre los más jóvenes e interesados
milenaristas.
El segundo libro, para el que fueron
suficientes unas semanas, lo titulé Ensayo sobre el fracaso histórico de la
democracia en el siglo XXI. La posmodernidad democrática como medio de
destrucción de la libertad y del Estado moderno. Este escrito habla de tres
hechos terribles y, pese a todo, muy atractivos, entre otros francamente
inconfesables, que, en el siglo XXI, determinarán de modo irreversible la vida
de todos y cada uno de nosotros, y de nuestros descendientes: el fracaso de la
democracia y la destrucción del Estado moderno, el triunfo de la barbarie y la
ignorancia violenta, y la deshumanización digital del ser humano, ejecutada a
través de internet y sus múltiples redes arácnidas, inteligencia artificial
incluida.
El tercer libro, Una filosofía para
sobrevivir en el siglo XXI, del que este autorretrato es una introducción,
ha sido una exigencia de los dos primeros y una consecuencia de la difusión de
mi obra académica y científica, así como de mi labor docente, visible a través
de múltiples medios de comunicación audiovisual, en particular a través de
YouTube.
Se sintetiza aquí una filosofía de la vida,
la mía propia, que expongo en este ensayo, por si puede ser de interés para
lectores, oyentes y espectadores. No es un libro de autoayuda, sino todo lo
contrario: es un libro de desengaño y de crítica feroz contra quienes no tienen
nada que decirnos y, sin embargo, no cesan de intoxicar nuestra vida, nuestros
conocimientos y nuestra libertad. El lector tiene aquí un libro para sobrevivir
al siglo XXI: una filosofía que es, ante todo, mi modo personal de organizar las
ideas de las que disponemos y con las que actuamos. A partir de aquí, tú,
lector, oyente o espectador, decides.
Esta trilogía es, por el momento, mi obra
esencial. Como he dicho, el primero de estos libros habla de literatura
y el segundo de política. El tercero habla de ti. De lo que hablen sobre
el personaje de YouTube, al que han dado vida ―una vida virtual―
los sueños de mis espectadores, sea cada uno de ellos el único responsable.
No soy responsable
de lo que hago en los sueños de los demás
He dicho muchas veces que no soy responsable
de lo que hago en los sueños, fantasías o pesadillas ―redes sociales incluidas―
de los demás.
No conviene confundir a una persona
con su personaje. No quiero decepcionar a nadie, pero quien habla en los
vídeos es un personaje que no siempre se corresponde con mi persona. De hecho,
yo no soy mi personaje. Y no volveré a insistir en esta realidad. Lo sabemos
desde que los antiguos griegos escenificaron la esencia y artificio del teatro
moderno. Actor es la persona cuyo cuerpo da vida y soporte a un personaje. Su
máscara. Es un referente físico en quien se objetiva un significado, acaso
múltiples hipótesis, y hasta algún que otro relato, sin duda legendario y
también falso y marfuz.
De hecho, la realidad que hay en la persona
que da vida a ese personaje la conocen muy pocos, y casi nadie completamente.
Para mis antiguos alumnos, los del pasado
siglo XX ―comencé a dar clase en la Universidad en 1993, con 25 años, tras
doctorarme en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada―, soy acaso nada,
o en el mejor de los casos, un recuerdo sin consecuencias. Para mis actuales
alumnos, los del siglo XXI, soy un perfecto desconocido: ni siquiera saben mi
nombre, no tienen ningún interés en recibir mis conocimientos y no me
identificarían ni personal ni profesionalmente en ninguna parte ni lugar. En
este punto, soy igual que mis colegas. Sólo que yo lo sé y lo digo, y ellos ni
pueden hacerlo ni se atreven a decirlo.
Para los de izquierdas, soy de derechas;
para los de derechas, soy de izquierdas. Así de listos son unos y otros.
Para los protestantes, soy un católico
luzbelino; para los católicos, soy un caso perdido; para los agnósticos, un
escritor inútil, y para los ateos, un jeroglífico. Para el resto de creyentes,
un don nadie, excepto para los filósofos, que me hacen preguntas propias de
personas que no han trabajado nunca. Para las feministas soy un hombre ―mea
culpa―. Y tienen razón: formo parte de una generación de seres humanos que
todavía alcanzó a distinguir a las personas por su sexo, y a no discriminarlas
nunca ni por su género ni por ninguna otra cuestión irrelevante. Para los
polemistas y ergotistas de todos los signos, sean de esto o lo contrario, soy
alguien que ―salvo por su forma de razonar― debería estar con ellos y no contra
ellos, aunque lo realmente cierto es que no estoy ni en contra ni a favor de
hechos y debates que me rebasan (por no decir que me resbalan) y ante los que
no tengo nada que hacer ni que aportar. No me atraen los querulantes.
Para los enemigos de los buenistas, soy
buenista; para los buenistas, no soy buenista, porque soy heterodoxo ―es decir,
original― e indómito, dado que no permito que me eduquen para obedecer; para
quienes me conocen laboralmente, soy lo que hay: un intérprete de Cervantes, de
la literatura en general y de la Literatura Española e Hispanoamericana en
particular, y también de la Teoría de la Literatura, de la que he hablado como
lo que es, una ciencia de los materiales literarios. La administración dice que
soy, también, especialista en Literatura Comparada (sea de ello responsable la
administración).
Soy, en suma, alguien que, a partir de su
propia formación autodidacta como profesor de Universidad, en el ejercicio
investigador y docente de la Filología Hispánica durante más de tres décadas,
ha construido, para bien o para mal, una Teoría de la Literatura nueva,
original y diferente.
La Crítica de la razón literaria se
ha enfrentado sin reservas a una tradición que, entre otros muchísimos lastres,
subordinaba el Hispanismo a los dictados de otras naciones y culturas, a mi
juicio muy incompetentes en materia literaria, las cuales imponían a nuestras
élites universitarias y políticas una forma de interpretar la literatura ―y en
particular la literatura hispánica― con la que una persona inteligente no puede
estar científicamente de acuerdo. No me dio la gana de aceptar eso, y por ello
mismo escribí mi propia obra. En ella se contiene el mayor reproche a mis
profesores universitarios: nunca fueron, ni supieron ser, originales. Fueron
copistas, traductores e importadores de lo que se hacía en el extranjero. Y lo
hicieron acríticamente. No me aportaron nada. Y si dijera otra cosa, mentiría.
Hablo de la Universidad, porque en el bachillerato conocí a los mejores
profesores de toda mi trayectoria académica y vital.
Políticos, maestros y colegas
Para mis colegas, soy una oportunidad (que
cada uno ha gestionado según sus propias capacidades, o visto frustrada según
mis personales decisiones o intereses). Para los investigadores más jóvenes y
competentes, soy un tema para una tesis. Para la Universidad, un superviviente
al que nunca los lenones pudieron silenciar, ni detener, ni domeñar: una
rarísima avis a la que el poder nunca logró seducir con nada ni con
nadie. Para los caciques, una bofetada a tiempo, y en algún momento una buena
hostia a destiempo, pero siempre muy bien dada. Nunca es tarde ―dice la
paremia―, si la dicha es buena. A veces, la dicha, se manifiesta de forma
violenta.
Para los maestros, cualquier cosa menos lo
que esperaban, cualquier desenlace menos un discípulo, cualquier resultado
menos una obsecuencia: soy los antípodas de la sumisión. Nunca una frustración
―para ellos―, pero en algún caso sí un resentimiento, si nos acordamos ―no la
nombremos― de alguna vieja gloria cada vez menos gloriosa y más vetusta. Para
los resentidos y envidiosos, una viruela que sólo ellos saben por qué padecen.
Para las camarillas, siempre fui una puerta cerrada y un despacho vacío. Para
el poder académico, una total pérdida de tiempo.
El poder académico ―sea dicho con toda
legitimidad― es una de las formas más ilusorias y pueriles de poder. El poder
académico se limita a hacer de mensajero e intermediario informático, porque
hoy toda burocracia académica no es otra cosa que reenviar correos
electrónicos, los cuales se reciben inconscientemente de una instancia
burocrática y se remiten a otra. No hay más. No es ni siquiera sumisión ni
servilismo. Es algo mucho más simple y degenerado: es mensajería electrónica
propia de gente que no sabe hacer su trabajo, es decir, dar clase, y que lo
disimula eclipsándose en el lisérgico pseudopoder académico. La golosina de los
bobos. En ese ejercicio se entretiene, ilusa y vaga, en realidad neutralizada,
más del noventa por ciento de la población universitaria mundial. Siempre me
negué a ocupar cargos de gestión académica. Y aun así las llamadas agencias de
evaluación se vieron obligadas a acreditarme como catedrático. En contra de su
voluntad, naturalmente, y de la de algún envidioso y frustrado colega.
Para los políticos que no me conocen, soy un
presunto voto; para los políticos que me conocen, un sofión sin reservas. Para
la democracia, una carcajada. Ante el supremo cortesano, el espectador de una
obra de teatro cuyo final ignoramos tanto como deseamos... conocer. Y para la
ramerilla de la democracia, es decir, para la prensa, soy el hombre invisible.
Sea así por muchos años.
¿Hombres y mujeres?
Para hombres y mujeres soy lo que, en cada
caso, unos y otras merecen por sus obras. Porque las palabras, entre los seres
humanos, sólo sirven para engañar, con mejor o peor torpeza. Por ello, para los
hombres soy, en algún caso, el maestro que imaginan o desean, y que no tienen,
o no han tenido; en otros casos ―casos tronados, todo hay que decirlo―, soy lo
que desearían para sí y saben imposible, una fascinación urticante, la sal en
la envidia, la ortiga en el orto, una cara que no sale en su espejo y un libro
que acaso hubieran querido escribir, cuando ni siquiera lo pueden reseñar: para
más de uno, la impotencia de todos sus días; y en la mayoría de los casos sólo
soy alguien que, simplemente, a veces responde a sus mensajes y a veces no.
Para las mujeres, soy lo que cada una imagina ―bajo su responsabilidad―, y
alguna consigue ―bajo la mía―: atención y distancia. Es decir, soy lo mismo que
para los hombres.
Para los memos un meme: confieso que la
puericia crónica no es lo mío. Pero les gusto. Los memos también buscan
espejos. Y pareja. Opositores a Narciso, combustible de psiquiatra, carne de
suicidios. No en vano la fascinación especular tiene genealogías patológicas de
las que sólo el memo ―y no el modelo― es responsable. Para los enemigos, soy
una sorpresa. No digamos más. Pero... seamos francos... lo cierto es que no
tengo enemigos: tengo gilipollas. Para los amigos, un amigo desengañado,
consciente de que la traición la ejecutará siempre uno de los mejores. La
traición, como la noche, como la Historia, como la muerte, como el tiempo
mismo..., nunca tiene prisa. Y es, sobre todo, como la muerte y como Hacienda:
siempre llega.
Para los traidores, soy eso, literalmente,
un viejo amigo. Para el calumniador, una persona que desmiente con hechos la
mentira de sus palabras. Porque la calumnia siempre revela los intereses y
expectativas de los crédulos, que la buscan inflamados y la retroalimentan
latebrosamente. La calumnia contiene siempre la matriz de las intenciones del
calumniador, pero nunca la realidad de los hechos adulteradamente narrados.
Engáñese cada uno como quiera: la mentira no me necesita. Si tú la necesitas, ve
con ella. Ve con el diablo, no conmigo. Para el gremio de los envidiosos, tengo
un arsenal de contenidos originales ―y muy codiciados― titulado Crítica de
la razón literaria.
Para la música, soy una frustración que
ignora todas sus frustraciones: una disposición constante y una voluntad
silvestre y libertina. Para mi querido y estimado profesor de música, soy ―acaso
en algún momento― un pequeño dolor de cabeza comprensible y perdonable. Siempre
compatible con su magisterio, que es lo más importante, porque le debo lo mejor
de lo que soy capaz ante un instrumento delator e insobornable, como es el
piano. Los profesores de música son los únicos maestros que reconozco, porque
jamás podré superar su originalidad magistral y su paciencia infinita y
generosa. Les debo el tiempo y el saber, inmenso, que me han dado. También a mi
maestro en literatura, la mayor excepción, el único: Emilio Nieto Costas, mi
profesor de literatura en segundo de bachillerato. Fue mejor que todos mis
profesores de Universidad juntos. El discípulo obedece, el intérprete
expone su criterio. Con libertad.
Para la filosofía, soy el lector de Borges
―confío en ella tanto como el argentino que soñaba con ser inglés, es decir,
nada (nótese la epanortosis, por favor)―, y para la literatura soy el autor de
la Crítica de la razón literaria.
Elogio y vituperio
Para quien me elogia soy un oído sordo, y
para quien me vitupera soy un oído sordo que sabe leer en los labios. Para
quien entra por la puerta de mi despacho, soy una adivinanza. Como editor, no
quise explicaciones, quise resultados. No presto atención a mis interlocutores,
pero finjo en la medida de lo posible y en razón de la cortesía. Sólo escucho
música y sólo a la literatura presto atención sin distancias. No pierdan
el tiempo buscándome coloquios.
Siento esta franqueza, pero antes muerto que
embustero: las palabras, fuera de la literatura, son la banda sonora de la
nada. Las mías, como las de los demás. Y cualquier efecto sonoro, si no es
música, es ruido.
Otra cosa son las palabras de mi personaje,
que es quien les habla y les hablará mientras yo viva. Quédense con él, y a mí
déjenme en paz: serán más felices. (La única diferencia es que algunos ―los que
no me conocen, ni pueden conocerme― quieren creer más en mis palabras que en
las palabras de mi personaje, y yo, sinceramente, no necesito creer en las de
nadie. Ni siquiera en las de mi personaje. Ése es para ustedes, no para mí).
La queja es una de las formas más socorridas
de disimulo, y de ser, también, consciente de lo que hay. Trabajar es una forma
de disimular el éxito y el bienestar propios de una vida, el mejor modo de
pasar desapercibido ante el vecino y el colega. Una forma de fingir
incomodidades que nos aproximan a los demás. Un modo de hacerles sentirse
cercanos a nosotros mismos. Una ilusión de sociabilidad, que más de uno
necesitará interpretar como una suerte de complicidad, o hasta de solidaridad
inexistente. La ingenuidad del ser humano es infinita. Quejarse es una forma de
despistar. También es una forma consensuada de placer.
Pero vivir es hechicero y seductor. La vida
es la forma más atractiva de prorrogar el final. Amenizado por el fracaso ajeno
y la supervivencia propia.
No soy arrogante, soy sincero. De una
franqueza urticante y de una llaneza que, por viajar de la mano de la
indiferencia, el desengaño y la misantropía, e incluso la indolencia, resulta
molesta, a veces intolerable, muchas veces antipática y, desde luego, siempre
incompatible con casi todo el mundo. Así sea, pues así lo quiero.
No soy narcisista, porque no soy como me veo
yo, sino como me ves tú: si me sigues mirando, leyendo o escuchando, pregúntate
por qué lo haces, pero no me lo preguntes a mí, porque yo no sé quién eres. Y,
con todo respeto y consideración, no me interesa saberlo. No estoy encantado de
conocerme a mí mismo, estoy encantado de no conocerte a ti.
Y si te parece bien lo que soy y lo que
digo, sé bienvenido, y con tu pan te lo comas. Y si no te parece bien, o
simplemente te molesta, la culpa es tuya por prestarme atención.
Los alumnos forman parte de mi trabajo,
no de mi vida
No hablo con alumnos fuera de mi ámbito
laboral. Y desde luego no escucho ninguna de sus confesiones, ni dentro ni
fuera del aula. Los alumnos forman parte de mi trabajo, no de mi vida.
Soy profesor, no confesor. No soy cura, ni
psiquiatra, ni «hermano mayor» de nadie. En mi trabajo explico el Quijote,
entre muchas otras obras literarias. Examino al alumnado conforme a la
legalidad vigente y de acuerdo con la guía docente de la materia ―en las que ni
creo ni confío, porque no son obra mía, sino de un poder ajeno del que no formo
parte, ni como artífice ni como elector―, y lo que ocurra fuera de mi horario y
calendario laborales no es asunto mío y no debe ser asunto mío. Trabajo por
dinero, como todo el mundo. Porque trabajo es aquello que se hace por dinero.
El placer es otra cosa. La libertad comienza cuando termina el horario laboral.
Trabajar, como votar, es obedecer. Si no lo sabes, no puedo ―ni quiero―
explicártelo. Descúbrelo por ti mismo, y si no eres capaz, dedícate al
voluntariado, por placer y sin dinero. Y si crees en la vocación, advierte que
un desengaño a tiempo puede ser tu mejor victoria y prevención.
Voluntariamente dedico mi vida personal y
profesional a explicar literatura: en menos de una década he grabado más de mil
largos vídeos ―sé que ya lo he dicho― sobre interpretación de autores y obras
literarias, y he puesto desinteresadamente a disposición de todo el mundo, en
internet, contenidos críticos y académicos propios de un nivel universitario,
de forma abierta, libre y gratuita, así como toda mi obra, la Crítica de la
razón literaria. Soy responsable de lo que he escrito (no de las apofenias
del último ocurrente que me leyere), y me deberán el favor ―que no cobraré― de
haberlo regalado. Lo que la gente haga con ello es algo que no puede
importarme. No soy cómplice de mis lectores. Ni de nadie.
No hablo para hacer amistades,
sino para exponer un sistema de ideas
sobre la literatura
No hablo ni escribo para los jóvenes, ni
para los viejos, ni para nadie en particular. Ni en absoluto para hacer
amistades ni enemistades. Escribo y hablo para expresar un sistema de ideas
sobre la literatura.
Si ofrezco gratuitamente mis conocimientos,
es para que, si te interesa, los utilices de forma útil e inteligente, no para
que me escribas ni contactes, y ni mucho menos para que me des tu opinión. No
discuto opiniones: interpreto hechos. Ni mi vida ni mi obra dependen de tu
opinión. Sinceramente: tu opinión no nos importa. (A los retransmisores de
opiniones de terceras personas los considero, simplemente, lo que son:
chismosos y bobos. Su destino es la sentina o pecinal de la papelera más
cercana. El bloqueo eviterno. Me resultan excrementicios. Vaya también el
correveidile, como la mentira, con el diablo).
Lo que digo o escribo no es resultado de una
espontaneidad o una ocurrencia, sino que se trata de afirmaciones que forman
parte de textos más amplios, de los que se extraen como una cita, y que pueden
leerse como aforismos o paremias. Mi obra contiene una considerable selección y
antología de ellas.
Ni yo ni nadie puede pretender que se
entienda lo que se escribe o dice, si quien oye o lee no pone la debida
atención. Cada texto selecciona, con vida propia, a sus propios lectores e
intérpretes.
Por otro lado, hoy, con las redes sociales,
la confusión y destrucción de la comunicación ―y de cualquier contenido
inteligente― están aseguradas. Hay personas que viven ―es decir, malviven― en
las redes sociales, enredadas en el reciario de internet, y que comentan todo
lo que ven, sin entender nada de lo que leen. Mi obra, que se ha difundido
mucho a través de estos medios, ha sido y es objeto de interminables
comentarios, vídeos, réplicas, etc. La mayor parte de estos comentarios
proceden de personas que no tienen conocimiento de nada, pero que, bajo la
ilusión de la red pública, creen que saben algo. Su destino es la gomia de la
basura.
Pongo un ejemplo. Siempre he dicho que la
literatura no es una ciencia. Es la tesis número 4 de la Crítica de la razón
literaria: «la literatura no es una ciencia». Bien, pues son
incontables las personas que, comentando tonterías en internet, objetan
―jugando a ser sabios― que yo haya dicho que «la literatura es una
ciencia». Es decir: entienden todo al revés. Otro lo lee, y sigue el hilo. Y
así sucesivamente. Pueden citarse ejemplos como éste hasta el infinito.
Verdades y mentiras conviven en internet en
condiciones idénticas y resulta imposible discriminarlas. Sobre todo entre
adolescentes de larga duración. Gente que crece como «Mowglis» o silvestres
«niños de la selva». Varios de estos «Mowglis» son hoy graduados
universitarios. En las redes sociales ―su placenta― cultivan el magisterio de
ignorancias crónicas y viciadas, metástasis de necedades infinitas. Y a la vez,
internet ―no lo neguemos― es también un medio de difusión de conocimientos y
saberes de primera categoría, para quien sabe identificarlos e interpretarlos.
La realidad es dialéctica y conflictiva. Y acabará contigo, si no te haces
compatible con ella, es decir, si eres un idealista.
Saber sobrevivir a esos contrastes es
fundamental. Y la educación debe ser el principal instrumento para conseguirlo,
y no el medio más insistente para provocar en niños y jóvenes todo tipo de
patologías y trastornos de personalidad. Cuidado con convertirse en un
«Mowgli».
No soy un youtúber,
soy un profesor que graba sus clases
No conviene confundir, al menos en mi caso,
el mensaje con el medio, ni el emisor con el canal, porque, en mi vida y obra,
el mensaje ―la literatura― no es el medio ni el canal ―YouTube―. En internet
estamos todos, pero no todos estamos del mismo modo. El medio no nos hace
iguales, pese a las apariencias. Y yo soy solamente un profesor.
Los profesores somos personas que enseñamos
lo que sabemos a otras personas que quieren aprender lo que enseñamos. Más allá
de estas condiciones básicas, todo lo demás sobra. A menos que ―como la
administración y las agencias de calidad― forme parte de cuanto quiere
arruinar, sabotear o simplemente destruir nuestro trabajo y vocación.
Se ha dicho que «los vídeos de Maestro son
café para los muy cafeteros». Es posible que quien lo haya dicho no haya
probado nunca el café. Pero eso no importa. Tampoco soy un profesor como el
resto de mis colegas. Y eso importa aún menos.
No he liderado nunca nada ―de nada―, ni he
dirigido jamás a ningún grupo de personas. Ni de animales. Nunca he sido
pastor, ni flautista en Hamelin. No soy influyente ―¿por qué dicen
«influencer»?― en nadie ni en nada. Tampoco soy un youtúber: soy un profesor
que graba sus clases. Quien confunda el medio con el mensaje, que
se lo haga mirar. Y si hay quienes dicen seguirme, sea suya la decisión, y
quédense con la exclusiva de sus consecuencias. Ya he dicho que no soy
responsable de lo que hago en los sueños de los demás, no presto atención a
nadie, y nada tengo que ver con actos ajenos. Y aún menos con conductas
gregarias. No participo en debates ni en polémicas. Nunca lo he hecho. Que los
demás polemicen sobre mí no me convierte a mí en ningún polemista. No tengo
opiniones, tengo interpretaciones. Ideas que no están subordinadas a la opinión
del prójimo. Lo que yo pienso no depende de ti.
No he llevado a cabo jamás proyectos de
investigación subvencionados por ministerios, universidades o agencias
destinadas a inquirir, desde la burocracia que no ha investigado nunca nada,
las investigaciones científicas de los demás. No pido permiso, aún menos
atención, a los necios para escribir. Tampoco los quiero como lectores. No los
reconozco como interlocutores. La Crítica
de la razón literaria la he escrito a solas, y ni ella ni yo debemos nada a
ninguna de estas entidades antemencionadas, a cuyas espaldas la he compuesto y
publicado.
Las agencias de evaluación han tenido que
tragarme tal como soy, y se han visto obligadas, contra sí mismas, a
reconocerme, según dice la propia administración, como catedrático de Teoría de
la Literatura y Literatura Comparada. Yo me negué explícitamente a cumplir con
muchos de los requisitos cacareados por esas instituciones. No me jacto de ser
catedrático ―el mejor de todos los memes―: me jacto de ser catedrático a pesar
de las agencias de evaluación científica y académica. Y contra ellas.
No he dirigido ni una sola tesis doctoral en
más de 30 años de actividad docente universitaria. Ni pienso hacerlo. Es una
forma de aprovecharse del trabajo de los demás. Es incluso absurdo y ridículo,
además de irónico y burlesco, que a alguien que termina una carrera, tras cuatro
o cinco años de estudio, haya que dirigirle un trabajo, como si se tratara de
un inválido intelectual. ¿Para qué ha estudiado entonces durante casi un lustro
o más? No me he servido de nadie, y menos de estudiantes, para desarrollar mi
propio trabajo y curriculum vitae. Nunca he promovido ni la esclavitud
académica, ni el caciquismo científico, ni la sumisión diferida. Nunca he
tenido a nadie trabajando para mí, del mismo modo que siempre me negué a
trabajar herilmente para otros, por muy superiores que fueran a mí, y que no
por ello han dejado de servirse en más de un caso de mi trabajo, de mis ideas y
de mis textos, sin reconocerlo ni mencionarlos, como si algo así pudiera
ignorarse o disimularse.
Nunca olvidaré cómo en el año 1988, un
excura, entonces profesor, nos impuso a todos los alumnos, como una obligación
cuyo cumplimiento determinaba la calificación final de la asignatura, la
transcripción de unos textos medievales, que después él utilizaría con fines
propios y exclusivos para uno de sus trabajos académicos. Nunca olvidaré que le
dije que no. Lo dije y lo hice con hechos irreversibles e inapelables. Y nunca
olvidará él que, cuando insistió por última vez, con cobardía y sin valor, en
que le transcribiera aquellos textos, al final de una clase, pues me los plantó
delante de mis narices, sobre el pupitre, entre dos compañeros, ahí se quedaron
los textos, en un aula vacía. Porque yo ni los toqué. Lo que hizo con ellos...
él sabrá lo que fue. Yo sé lo que hice con él.
Mi obra es pública y de libre acceso, y
sobre ella se han hecho y publicado varias tesis doctorales, que yo no he
dirigido, aunque haya sido causa y combustible de ellas. Quien quiera utilizar
mi trabajo para investigaciones científicas y académicas, ahí lo tiene, en
internet, de forma libre, abierta y gratuita. A mí no me necesita para nada. Ni
yo necesito dirigir a nadie. Las personas inteligentes no necesitan directores.
Ni espirituales ni intelectuales. No es soberbia, es libertad. No es
insumisión, sino simplemente coherencia. Toda originalidad implica la negación
de un superior. Mis mejores intérpretes son aquellos que jamás han estado subordinados
a nada ni han sido seguidores de nadie. Quien piensa con cerebro ajeno no
entenderá jamás ni una sola de mis palabras, ni uno solo de mis libros. No
quiero sufragáneos de ninguna autoridad, ni propia ni ajena. Mejor solo que mal
acompañado. El esclavo intelectual es la peor de las compañías, el más
deplorable de los turiferarios. Filosofías, religiones e ideologías son sus
principales placentasy laboratorios. Soy
ajeno a todas ellas, y no quiero a nadie obsecuente con ellas.
No he tenido ni discípulos ni maestros.
¿Para qué? Más bien he tenido ocasión de conocer a quienes, en diferentes
momentos y circunstancias, han querido o pretendido ser lo uno o lo otro, sin
haber sido jamás ninguna de las dos cosas. Y, sobre todo, he tenido constancia
de gentes que, confundiendo la realidad con la ficción de sus sueños,
ansiedades o pesadillas, se atribuían privilegios relativos a su inexistente
relación conmigo. Quien hambre tiene, con pan sueña, reza el proverbio. Dado
que no soy psiquiatra, no puedo pronunciarme con rigor sobre el tratamiento
médico de casos tales, y he de limitarme a una sintética exposición de hechos
ajenos y estultos.
Confieso que antes de cumplir los 50 años he
visto cumplidos todos mis objetivos personales y profesionales. La cátedra no
estaba entre ellos, vino después, como puede venir cualquier cosa irrelevante y
pasajera. Si mi posible éxito ha perjudicado a otros, ellos sabrán por qué. Yo
lo ignoro. La envidia es la forma más siniestra de admiración. Nunca
experimenté ese sentimiento. No tengo ni he tenido nunca razones ni motivos
para ello. No tengo a nadie a quien envidiar. Lo siento por ellos. Quien por
celos ladra no ladrará en vano, según reza el verso de Lope de Vega. Pero la
verdad es que nunca he prestado atención a los ladridos de un can, cuanto menos
a los de un colega o semoviente advenedizo.
Las grandes obras, especialmente las
literarias y artísticas, y acaso también algunas de las científicas, son en
realidad sólo testimonio insólito y único de lo que alguien inteligente y
aislado ha sido capaz de hacer y de alcanzar. Un logro supremo y singular. Nada
más. Nada menos. Las obras geniales no tienen otro destino que la soledad. Una
soledad condecorada y solemne, acaso, pero soledad y olvido al fin y al cabo.
Los demás, realmente ―el ruidoso y respetable público, destinatario consciente
o inconsciente de ellas y de sus posibles consecuencias―, poco o nada valioso
pueden hacer con estas supuestas grandes obras, salvo admirarlas unos,
envidiarlas otros, imitarlas los más astutos, estropearlas por completo los más
charlatanes o simplemente destruirlas los más ignorantes y bárbaros. Los
discípulos son infidentes o parásitos por naturaleza. Los maestros, por su
parte, siempre fueron ficciones de cortesía. El público, llamado el respetable,
es la distancia que separa la realidad del idealismo. Lo sabemos: nos quieren
por el ruido, no por las nueces.
Si buscan amo, llamen a otra puerta, y si
necesitan amigos, acudan a una red social, donde no me encontrarán, porque la
suplantación de identidad no remite nunca a ningún original. El espejismo jamás
se convierte en oasis. También es cierto que no he intervenido nunca en la
actividad de mis posibles publicistas. Si les gustan los dioses falsos,
quédense con ellos. Sepan que yo no quiero ni a los verdaderos. Si necesitan
consuelo, sírvanse del instrumento correspondiente.
Y si reciben un mensaje firmado con mi
nombre y apellidos, pueden estar seguros de que el autor no soy yo.