La democracia de finales del siglo XX ha
sido más útil a los amigos del comercio que a los demócratas. Sus grandes
ventajas y sus insólitos éxitos la han convertido en un régimen político hoy
completamente anacrónico e intempestivo. Sus propios logros la han destruido.
Hoy la democracia es una forma de gobierno
extemporánea. Pertenece al pasado. Nadie lo cree, porque nadie quiere
admitirlo. Es irrelevante: a la realidad nunca le ha importado la opinión del
ser humano que carece de poder. La democracia es el nombre que, heredado de un pretérito
imperfecto y reciente, gestionaba nuestra forma de vida. Hoy, esa vida nuestra la
gestionan el comercio y los amigos del comercio.
Si la política es la organización del poder,
es decir, la administración de la libertad, los derechos del ciudadano demócrata
se alejan del ordenamiento jurídico de los Estados, y se parecen cada día más a
los derechos que caben en una «hoja de reclamaciones».
Con el fracaso histórico de la democracia en
el siglo XXI fracasan también tres realidades con las que el ser humano ―mejor
o peor― convivía desde el Renacimiento: el Estado moderno, la libertad política
y las leyes civiles. Una sociedad posdemocrática es aquella en la que el Estado
se desvanece, la libertad política se desintegra y las leyes civiles caben en
una hoja de reclamaciones, porque los derechos del ciudadano son los derechos
del consumidor, en manos de los amigos del comercio, es decir, nada. Un papel
cuyo destino es la papelera más cercana.
La gente todavía no ha interiorizado el fracaso de la democracia. Digámoslo directamente: una sociedad posdemocrática es una sociedad totalitaria. ¿Para qué queremos democracia, si no tenemos libertad? El mercado no quiere demócratas, quiere consumidores.
Una sociedad posdemocrática