La Literatura se comunica mediante palabras, pero esto no significa que la Literatura esté hecha, al igual que tampoco lo está la realidad, solamente de palabras. Los materiales literarios no están hechos sólo de signos. Imponer semejante reducción verbal, semiológica o textual, como postula la posmodernidad —«todo es texto», dirá Derrida, incurriendo en un monismo axiomático de la sustancia—, implica asumir que la realidad es una ficción, que la vida es sueño, o que si padecemos un tumor cerebral somos una suerte de molieresco malade imaginaire. Algo así es científica y filosóficamente inaceptable. Por paradójico que resulte, en ciertos momentos hay que salir del lenguaje para interpretar la Literatura.
Adviértase que la Literatura utiliza signos verbales y lingüísticos a los que confiere un valor estético y poético, y a los que inviste de un estatuto de ficción, de modo que construye realidades materiales —física, psicológica y conceptualmente materiales— que carecen de existencia operatoria, porque sólo poseen existencia estructural. La Literatura es materia sin posibilidad operatoria. ¿Qué quiere decir esto? Pues que don Quijote, Fausto o Lady Macbeth sólo pueden operar dentro de la estructura formal, estética, poética, de las obras de las que forman parte, pero no pueden operar, es decir, actuar, fuera de ellas, por ejemplo, entre nosotros. La Literatura está, pues, hecha de realidades (estructurales) dadas a una escala formalmente diferente de nuestras propias realidades (operatorias). Esta diferencia gnoseológica, esto es, formal y material, está determinada por su naturaleza poética y ficticia, inherente a la Literatura, la cual, precisamente por esta razón, no está hecha solo de palabras, sino también de realidades no operatorias.