El miedo, en la literatura anterior al Romanticismo, es objeto de ridículo y burla, de escarnio y comicidad, y sólo las personas cobardes y de baja condición social son sujetos de él. Un personaje de noble disposición, un héroe, nunca muestra miedo. Jamás.
Sólo con el Romanticismo el miedo se convierte en una emoción literaria que se toma en serio. Y se cultiva estéticamente.
Es, incluso, el miedo el decorado emocional de lo fantástico, como una suerte de deleite en libertad, que reemplaza la emoción religiosa ―exigente y disciplinada― por una emoción libérrima y lúdica.
Lo fantástico es el autoengaño ―secularizado― del arte anglosajón, el cual releva en el ser humano el auto-engaño dogmático que hasta entonces ejercía la religión, a la vez que libera al artista o escritor de todo un rigor teológico. Ésa es la esencia de lo fantástico contemporáneo y prerromántico, en particular desde William Blake.
El mundo anterior al Romanticismo no se toma en serio a los intimidables y timoratos. El Romanticismo, sin embargo, dota a los medrosos de crédito, dignidad y valor. Incluso los idolatra.
Son las nuevas virtudes del antihéroe, es decir, del cobarde. Los héroes de nuestro tiempo son, realmente, los cobardes y los fracasados.
El Romanticismo es, de hecho, un movimiento que acredita y amerita a los prototipos humanos más incompetentes.
La literatura de la Edad Contemporánea, y sobre todo la literatura del siglo XX, ha sido un himno al fracaso individual y colectivo, un canto a la cobardía humana y una exaltación del antiheroísmo ―personal y propio― en todas sus formas posibles.
Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria, 2017-2022.